VI
EFECTOS PERDURABLES DEL ROMANTICISMO

Propongo señalar ahora, aunque pueda parecer apresurado, cuál es, según mi opinión, el elemento central del romanticismo. Desearía retornar a un tema al que me he referido con anterioridad, a saber, a aquella antigua tradición que ha sido el núcleo de todo el pensamiento occidental, por lo menos durante dos mil años y hasta mediados del siglo XVIII; esa actitud particular, esas creencias particulares que el romanticismo ha atacado y dañado gravemente. Me refiero a aquella antigua proposición que dice que la virtud es conocimiento. Supongo que fue expresada por primera vez por Sócrates en las páginas de Platón, y que ha sido compartida por él y por toda la tradición cristiana. Podremos estar en desacuerdo acerca del tipo de conocimiento del que se trate; de hecho, ha habido disputas entre filósofos, entre religiones, entre científicos, entre la religión y la ciencia, entre la religión y el arte, entre todo tipo de actitud, entre todo tipo de escuela de pensamiento y demás. Sin embargo, la disputa ha sido, invariablemente, acerca de lo que es ese verdadero conocimiento de la realidad cuya adquisición le permitiría al hombre saber lo que ha de hacer y cómo ajustarse a ella. Lo que se comparte es la noción de que existe una naturaleza de las cosas tal, que si la conocemos y comprendemos nuestra relación con ella, y si existe una divinidad, la conocemos, y comprendemos las relaciones de todo lo que conforma el universo, entonces nuestros objetivos y los hechos que nos conciernen se volverán claros y entenderemos lo que debemos hacer para completarnos del modo en que nos lo pide nuestra propia naturaleza. Para lograr esto es necesario saber si este conocimiento se funda en la física, la psicología o la teología, o en alguna especie de saber intuitivo, individual o público. Es necesario saber si dicho conocimiento se limita a expertos o si es accesible a todo hombre. Puede haber desacuerdo acerca de todas estas cosas, pero el hecho de que existe tal conocimiento está en la base de toda la tradición occidental y ha sido, como ya he señalado, objeto de ataque por parte del romanticismo. La visión es la de un rompecabezas cuyas piezas debemos colocar correctamente; la de un tesoro oculto que debemos intentar descubrir.

Esencial a esta concepción es la idea de que hay un conjunto de hechos al que debemos someternos. La ciencia es sumisión, consiste en dejarnos guiar por la naturaleza de las cosas, en la observación escrupulosa de lo que hay, en la ausencia de desviación de los hechos, en la comprensión, el conocimiento, la adaptación. Lo opuesto a esto, que es lo que proclamaba el movimiento romántico, puede resumirse en dos principios. Uno de éstos es ya para nosotros bastante familiar, a saber, la noción de la voluntad ingobernable: que el logro de los hombres no consiste en conocer los valores sino en crearlos. Creamos los valores, los objetivos, los fines, y, en definitiva, creamos nuestra propia visión del universo, exactamente del mismo modo en que los artistas crean sus obras; y antes de que el artista haya creado una obra, ésta no existe, no está en ningún lugar. No hay imitación, adaptación, aprendizaje de reglas, comprobación externa, ni una estructura que debemos comprender y a la que debemos adaptarnos antes de obrar. El núcleo del proceso consiste en la invención, en la creación, en el hacer, literalmente de la nada, o de cualquier material del que se disponga. De todos modos, el aspecto verdaderamente central de esta visión es, en cierta medida, que nuestro universo es lo que elegimos hacer de él. Ésta es la filosofía de Fichte; y, en cierta medida, la filosofía de Schelling; ésta es, en efecto, la idea —incluso en nuestro siglo— hasta de psicólogos como Freud, quien mantenía que el universo de personas poseídas por un conjunto de ilusiones o fantasías era diferente del de personas poseídas por otro.

La segunda noción —conectada con la primera— es que no hay una estructura de las cosas. No hay un modelo al que debemos adaptarnos. Existe, solamente, un flujo: la interminable creatividad propia del universo. El universo no debe concebirse como un conjunto de hechos, tampoco como una guía de sucesos, o como un conjunto de cuerpos en el espacio, de entidades tridimensionales vinculadas por ciertas relaciones inquebrantables, como enseñaba la física, la química y las otras ciencias naturales. Es un perpetuo proceso de empuje hacia adelante, de autocreación, que puede ser concebido como algo hostil al hombre —como lo era para Schopenhauer e incluso, hasta cierto punto, para Nietzsche—, de modo tal que imposibilitaría todo intento humano por contenerlo, por organizarlo, por sentirse a gusto en él, por crear algún tipo de modelo acogedor sobre el que uno pudiera descansar. Por el contrario, puede ser concebido como algo amigable, porque al identificarnos con él, al crear junto a él, al arrojarnos en ese gran proceso y descubrir en nosotros mismos las fuerzas creativas que también descubrimos afuera, al reconocernos, por un lado, como espíritu, y por otro, como materia, al ver la totalidad de las cosas como un vasto proceso autoorganizador y autocreativo, seremos finalmente libres.

«Comprensión» no es el término adecuado, ya que siempre presupone al que comprende y lo comprendido, al que conoce y lo conocido, además de cierta brecha entre el sujeto y el objeto. Pero el objeto no existe, solamente el sujeto abriéndose paso hacia adelante. El sujeto puede ser el universo, el individuo, una clase, la nación, la Iglesia; aquello que se identifique como la verdadera realidad del universo. Pero de cualquier manera, se trata de un proceso de creación constante; y todo esquema, toda generalización, todo modelo impuesto sobre él, son distorsiones, son formas de ruptura. Cuando Wordsworth decía que analizar equivalía a matar[83], era aproximadamente a esto a lo que se refería; y fue uno de los más suaves en expresarlo entre aquellos que compartieron dicho punto de vista.

Ignorar esto, evadirse de él, interpretar que las cosas pueden intelectualizarse, o que están sometidas a algún tipo de plan; intentar elaborar un conjunto de reglas, o leyes, o una fórmula, son formas de sibaritismo, y al fin, una estupidez de carácter suicida. Ésa fue la prédica de los románticos. Siempre que intentemos comprender algo, con cualquiera de los poderes que estén a nuestra disposición, descubriremos —como he tratado de explicar— que lo que buscamos es inagotable, que estamos intentando apresar lo inaprensible, aplicar una fórmula a algo que se escapa de la nuestra, porque siempre que intentemos aprehenderlo se abrirán nuevos abismos, que a su vez abrirán otros abismos. Las únicas personas que han tenido un sentido de la realidad son aquellas que han comprendido que el intentar circunscribir las cosas, aprehenderlas, describirlas —más allá de lo escrupulosa que pueda ser la descripción—, es una tarea vana. Esto es cierto no sólo en las ciencias, que hacen esto por medio de las más rigurosas y (para los románticos) más externas y vacías generalizaciones, sino incluso de los escritores escrupulosos, de los que describen puntillosamente la experiencia —de los realistas, los naturalistas, los de la escuela del fluir de la conciencia: Proust y Tolstoi, los más talentosos adivinos de los movimientos del espíritu humano—, en la medida en que confían en alguna forma de descripción objetiva, ya sea una que se adquiere por medio de un registro externo, o por la más sutil introspección o penetración en los movimientos internos del espíritu. En tanto que estos hombres operen bajo la ilusión de que es posible, de una vez y para siempre, registrar, describir, atribuirle alguna finalidad al proceso que están tratando de atrapar, de aprehender, su resultado será la irrealidad y la fantasía. Será siempre un intento de apresar lo inaprensible, de buscar la verdad allí donde no existe, de detener el flujo constante, de atrapar el movimiento por medio del reposo, el tiempo por medio del espacio, la luz por medio de la oscuridad. Ésa es la prédica romántica.

Cuando se preguntaron cómo era posible entonces comenzar a comprender la realidad, en algún sentido de la palabra «comprender»; cómo era posible hacerse alguna idea de ella, sin distinguirse, por un lado, a uno mismo como sujeto, y por otro, a la realidad como objeto, sin aniquilarla en dicho proceso; la respuesta que encontraron, al menos algunos de ellos, fue que el único modo de lograrlo era mediante mitos, mediante esos símbolos de los que he hablado. Los mitos encarnan en sí mismos algo inexpresable y logran también encapsular lo oscuro, lo irracional, lo inarticulable, aquello que transmite la profunda oscuridad de todo este proceso, en imágenes que nos llevan a otras y que apuntan hacia una dirección infinita. Esto es lo que predicaron, en definitiva, los alemanes, quienes en última instancia son los responsables de toda esta perspectiva. Para ellos, los griegos comprendieron la vida ya que Dioniso y Apolo eran símbolos, mitos que transmitían ciertas propiedades. Pero si nos preguntamos qué era lo que Apolo representaba, lo que Dioniso quería, el intento de explicarlo con un número finito de palabras, o más aún, de representarlo plásticamente en un número finito de imágenes, era llanamente absurdo. En consecuencia, los mitos son a la vez imágenes capaces de ser contempladas con relativa tranquilidad por la mente y también algo perpetuo, que pasa de generación en generación, que se transforma con la transformación de los hombres, y que constituye un inagotable suministro de imágenes relevantes, que son, a la vez, estáticas y eternas.

Pero estas imágenes griegas están muertas para nosotros, ya que no somos griegos. Esto lo había enseñado Herder. La idea de retornar a Dioniso o a Odín es absurda. En consecuencia, debemos tener mitos modernos, y debido a que carecemos de ellos porque la ciencia los ha aniquilado o ha creado, de alguna manera, una atmósfera poco propicia para ellos, es necesario que los creamos. Como resultado, surge un proceso consciente de formación de mitos: a principios del siglo XIX, encontramos un doloroso y consciente esfuerzo —o tal vez no tan doloroso, tal vez algo de esto pueda verse como un proceso espontáneo— que nos será de utilidad del modo en que los antiguos mitos lo fueron para los griegos. «Las raíces de la vida están perdidas en las tinieblas», decía August Wilhelm Schlegel, «la magia de la vida reposa en un misterio insoluble»[84], y esto es lo que los mitos deben incorporar. «El arte romántico», decía su hermano Friedrich, «[…]es un perpetuo devenir que no llega nunca a la perfección. Nada puede sondear sus profundidades […]. Sólo él es infinito, sólo él es libre; su ley primera es la voluntad del creador, voluntad que no conoce la ley»[85]. Todo arte es el intento de evocar con símbolos la inexpresable imagen de esta actividad incesante que es la vida. Esto es lo que he intentado transmitir.

Es así como Hamlet, por ejemplo, se convierte en un mito, o Don Quijote, o Fausto. Lo que hubiera dicho Shakespeare acerca de esta extraordinaria cantidad de material literario acumulado alrededor de Hamlet, lo que Cervantes hubiera opinado acerca de las increíbles aventuras que ha tenido Don Quijote desde principios del siglo XIX y en adelante, no lo sé; pero sí puede decirse que estas obras han sido convertidas en abundantes fuentes de mitología, y si sus inventores no fueron conscientes de nada de esto, mejor aún. Se asumía que el autor no podía ser consciente de las profundidades oscuras que él mismo sondeaba. Mozart no puede decir de qué trata la genialidad que lo inspira; y, efectivamente, en la medida en que pudiera describirla, se apagaría también esa genialidad. Si deseáramos tener un ejemplo muy vívido de esta capacidad forjadora de mitos de principios del siglo XIX sobre el que se basa el movimiento romántico —del intento de quebrar la realidad en fragmentos, de salir de una estructuración de las cosas, de decir lo indecible—, la historia de la ópera de Mozart Don Giovanni es bastante adecuada.

Como saben todos aquellos que la han escuchado, la ópera finaliza, o prácticamente, con la destrucción de Don Giovanni por las fuerzas infernales. Luego de no haber logrado reformarse, arrepentirse, se oye un trueno y lo tragan las fuerzas del infierno. Una vez que la humareda ha desaparecido del escenario, los personajes restantes de la obra cantan un sexteto bastante breve sobre lo maravilloso que es que Don Giovanni haya sido aniquilado mientras que ellos están vivos y contentos, y se proponen, cada uno a su manera, llevar a cabo una vida ordinaria perfectamente pacífica y satisfactoria: Mazzetto contraerá matrimonio con Zerlina, Elvira regresará al convento, Leporello buscará un nuevo señor, Octavio se casará con Doña Ana, y demás. En el siglo XIX este sexteto completamente inofensivo, y uno de los más encantadores de todas las piezas de Mozart, era considerado blasfemo por el público, y en consecuencia nunca era representado. Según tengo entendido, fue Mahler quien hacia fines del siglo XIX o principios del XX lo reincorporó por primera vez a los repertorios europeos y desde entonces, se representa regularmente.

La razón de esto es la siguiente. He aquí esta figura simbólica, abarcadora, dominante y siniestra encarnada en Don Giovanni. No sabemos bien qué representa; ciertamente, algo inexpresable. Tal vez sea el arte por oposición a la vida, algún principio de inagotable maldad frente a algún bien de tipo filisteo; representa el poder, la magia, algún tipo de fuerza infernal de carácter sobrehumano. La ópera finaliza en un tremendo clímax, en donde las fuerzas infernales se devoran unas a otras, y el grandioso melodrama alcanza una culminación volcánica, que intentaba intimidar a la audiencia y colocarlos frente a la realidad del mundo inestable y temible en el que vivían. Luego, súbitamente, prosigue este filisteo y breve sexteto en el que los personajes cantan pacíficamente sobre el hecho de que un libertino ha recibido finalmente su castigo, y que la buena gente retornará después a sus vidas ordinarias y completamente pacíficas. Esto último era entendido como algo carente de arte, superficial, patético y desagradable, y fue entonces eliminado.

Esta grandiosa mitificación de Don Giovanni, que nos domina y que ha de interpretarse como la transmisora de los aspectos más profundos y más inexpresables de la temible naturaleza de la realidad, estaba seguramente fuera del alcance del libretista, y probablemente muy lejos de lo que pensaba Mozart. El libretista Lorenzo da Ponte, quien comenzó su vida en Venecia como judío converso y la concluyó como profesor de italiano en Nueva York, no tenía en mente poner en escena a uno de los grandes símbolos de la existencia espiritual en el mundo. Pero en el siglo XIX ésta fue la actitud que se tomó con respecto a Don Giovanni, quien continuó obsesionando a la gente. Obsesionó de un modo profundo a Kierkegaard, y de hecho continúa haciéndolo en nuestros días. Éste es un típico ejemplo de la inversión total de valores, de la transformación completa de algo que comienza siendo seco, clásico y simétrico, algo que, desde todo punto de vista, está en plena concordancia con las convenciones de la época. Don Giovanni había roto el molde, y repentinamente comenzaba a expandir sus alas del modo más atípico y temible.

Esta concepción de grandes imágenes que dominan a la humanidad —las fuerzas ocultas, el inconsciente, la importancia de lo inexpresable y la necesidad de anticiparlo y de tenerlo en cuenta— se extiende a todas las esferas de la actividad humana, y no está en modo alguno limitada a la del arte. Penetra, por ejemplo, en la política, inicialmente de un modo atemperado en las grandes imágenes de Burke sobre la gran sociedad de los muertos, los vivos y los aún no nacidos[86], unidos por una miríada de elementos no analizables a los cuales les debemos lealtad. Y todo intento de analizar dichos elementos racionalmente —como contrato social, por ejemplo, o como algún tipo de arreglo utilitarista cuyo objetivo sería vivir una vida feliz, o prevenir conflictos entre los hombres— es superficial y traiciona el espíritu inexpresable e interior de toda asociación humana. Ese elemento inexpresable es responsable de llevar la sociedad hacia delante, y la lealtad a él, la inmersión en él es central a una vida humana verdadera, genuina, profunda y devota. En Adam Müller, un discípulo alemán de Burke, esto alcanza su forma más elocuente. La ciencia, sostiene Müller, puede reproducir únicamente un Estado político carente de vida; la muerte no puede representar a la vida, tampoco puede el estancamiento (es decir, el contrato social, el Estado liberal, el Estado inglés en particular) representar el movimiento. La ciencia, el utilitarismo, el uso de una maquinaria, no transmite lo que es el Estado, el cual «no es una mera fábrica, una finca, una compañía aseguradora o una sociedad mercantil; es la íntima unión de todas las necesidades físicas yespirituales de una nación, de todas sus riquezas físicas y espirituales, de toda suvida interna y externa, en una gran totalidad energética, infinitamente activa y vital»[87].

Estos términos místicos se convertirán luego en el núcleo de toda la teoría orgánica de la vida política, y de la concepción de la lealtad al Estado, y del Estado como organización semiespiritual, como símbolo de los poderes espirituales del misterio divino. Esto es, sin duda, lo que el Estado será para los románticos, o al menos para los románticos extremos.

La misma concepción penetra en la esfera del derecho. Para la escuela histórica del derecho, en Alemania, la verdadera ley no es lo que promulga una autoridad establecida, un rey o un parlamento. Eso es simplemente un acontecimiento empírico que obedece, tal vez, a consideraciones utilitarias o de algún otro carácter desdeñable. La ley no es eso, tampoco es eterna, es decir, aquel derecho natural, aquellas leyes divinas, que cualquier ser racional podía descubrir por sí mismo, según enseñaba la Iglesia católica, los estoicos, o los philosophes franceses del siglo XVIII. Dichas autoridades pudieron haber estado en desacuerdo en lo referente a la naturaleza de la ley o al modo de descubrirla, pero concordaron en que había ciertos principios eternos e inmutables en los que debía fundarse la vida humana, y en que la adhesión a esos principios convertía a los hombres en seres morales, justos y buenos. Pero esto es ahora rechazado. Y se concibe a la ley como el producto de la fuerza palpitante de una nación; es el resultado de sus oscuras fuerzas tradicionales, de su savia orgánica que fluye por su cuerpo como lo hace por un árbol; es el producto de algo que no podemos identificar ni analizar, pero que cualquier persona leal a su país siente fluir por las venas. La ley crece de la tradición, es en parte cuestión de circunstancias y en parte el alma interior de la nación, la cual comienza a ser concebida ahora, prácticamente, como un individuo, como aquello que los miembros de una nación generan entre ellos. La verdadera ley es la que proviene de la tradición: toda nación tiene su propia ley, su propia configuración. Esta última se adentra en el brumoso pasado; sus raíces están en algún oscuro lugar, y a menos que sus raíces estén en la oscuridad, es fácilmente susceptible de ser rechazada. Joseph de Maistre, filósofo francés católico y reaccionario —quien creía sólo en parte en esta concepción orgánica de la vida, ya que teóricamente, al menos, era partidario del tomismo—, sostenía que todo lo que el hombre era capaz de crear también podía estropear. Aquello que el hombre podía crear también podía destruir; y en consecuencia, lo único verdaderamente eterno era este proceso misterioso y aterrorizador que tenía lugar a un nivel inferior de lo consciente. Esto era lo que generaba las tradiciones, los Estados, las naciones, las constituciones. Todo lo escrito, todo lo articulado, todo aquello que fuera concebido por hombres sensatos en una fría hora de su vida era delgadamente superficial y se derrumbaría, probablemente cuando otros hombres igualmente sensatos, superficiales y razonables lo refutaran. En consecuencia, no estaba verdaderamente fundado en la realidad.

Todo esto puede decirse también de las teorías históricas. La famosa escuela histórica alemana intenta encontrar los orígenes de la evolución histórica en factores oscuros e inconscientes que se vinculan unos a otros de una gran variedad de maneras inexplicables. Más aún, existe tal cosa como una teoría económica romántica, particularmente en Alemania, que toma forma, por ejemplo, en las teorías económicas de pensadores tales como Fichte y Friedrich List, quienes creían en la necesidad de crear un Estado aislado, der geschlossene Handelsstaat, en el que la auténtica fuerza espiritual de la nación pudiera entrar en ejercicio sin verse impedida por otras naciones; es decir, en donde el fin de la economía, del dinero y del comercio consistiera en el perfeccionamiento espiritual del hombre y no obedeciera a las leyes económicas presuntamente inquebrantables, en las que creían aún personas como Burke. Él creía, de hecho sostenía, que las leyes del comercio eran las de la naturaleza y, por ende, que eran divinas. Deducía de esto que nada podía hacerse, que no podía dictarse una reforma radical, que los pobres tendrían que pasar hambre. Éste era, en términos generales, el resultado de tal concepción. Fue una de las consecuencias que determinaron que la escuela económica del laissez faire ganara, justificadamente, cierto desprestigio. La teoría económica romántica es el opuesto exacto de dicha escuela. Todas las instituciones económicas deben consagrarse a algún ideal de vida en común que exprese un progreso espiritual. Sobre todo, no debe cometerse el error de suponer que existen leyes externas, objetivas, leyes económicas ya dadas, que están fuera del control humano. Aquél era un típico retorno al rerum natura. Significaba creer, una vez más, en una estructura de las cosas que podía ser analizada, y que se mantenía detenida mientras la observábamos y la describíamos; y esto es falso. Toda presunción de que existen leyes objetivas es, simplemente, una fantasía, una invención humana, un intento por parte de los hombres de justificar sus conductas; en especial, sus conductas vergonzosas, al hacer intervenir, o al depositar toda responsabilidad en los hombros de leyes externas imaginarias, como la ley de la oferta y la demanda o cualquier otra ley externa —ésta de la política o aquélla de la economía— que se presume inalterable, y que, en consecuencia, no sólo explica sino que también justifica la pobreza, la miseria y otros fenómenos sociales desagradables.

En lo referente a este tema, los románticos resultaron o bien progresistas o reaccionarios. En los llamados Estados revolucionarios, en los Estados radicales creados posteriormente a la Revolución Francesa, los románticos eran reaccionarios, pues exigían el retorno a alguna forma de oscurantismo medieval. En Estados reaccionarios, como la Prusia de 1812, eran en cambio progresistas, pues consideraban que el modelo de Estado creado por el rey de Prusia era sofocante, un mecanismo artificial que coartaba el dinamismo natural y orgánico de la vida de los hombres aprisionados en él. Podía tomar cualquiera de estas dos formas. De ahí que nos encontremos con románticos revolucionarios y románticos reaccionarios. De ahí la imposibilidad de precisar la visión política del romanticismo, a pesar de haber sido esto intentado con frecuencia.

Ésas son las bases fundamentales del romanticismo: la voluntad, el hecho de que no hay una estructura de las cosas, de que podemos darle forma a las cosas según nuestra voluntad —es decir, que solamente comienzan a existir a partir de nuestra actividad creadora— y finalmente, la oposición a toda concepción que intente representar la realidad con alguna forma susceptible de ser analizada, registrada, comprendida, comunicada a otros, y tratada, en algún otro respecto, científicamente.

El campo en el que se manifiesta con mayor evidencia esta actitud, y sobre el que no he tenido hasta ahora nada que decir, es el campo de la música. Resulta interesante, e incluso entretenido, seguir el desarrollo de las actitudes que se tornaron frente a la música desde principios del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX. Durante el XVIII, y en particular en Francia, la música era considerada, prácticamente, como un arte menor. La música vocal, sin embargo, era más valorada, ya que realzaba la importancia de la palabra. La música religiosa también revestía más importancia, pues contribuía a la disposición de ánimo que la religión había de provocar. Ya tempranamente, D’Urfé había señalado que el arte visual era, indudablemente, más sensible a la vida espiritual que el oído. Y cuando la música instrumental comenzó a invadir Francia, Fontenelle —el individuo más civilizado de su época, o más bien, de todos los tiempos— decía lo siguiente de las sonatas que aparecían por primera vez, y que entraban en contraste con aquella música vocal, religiosa u operática a la que él estaba acostumbrado, por tener una trama, una explicación, es decir, una importancia extramusical: «Sonate, que me veux-tu[88] («Sonata, ¿qué quieres de mí?»), y criticaba la música instrumental por tener una estructura de sonidos sin sentido no apropiada para oídos delicados y civilizados.

Ésta es una actitud bastante común en la Francia de mediados del siglo XVIII. Aparece con especial vivacidad en los poemas que, en la década de 1770, el ensayista y dramaturgo Marmontel dirigió a Gluck, el compositor que había conquistado el escenario parisino durante la época. Gluck, como es bien sabido, reformó la música al colocarla por encima de las palabras, al hacer que ellas entraran en conformidad con la verdadera emoción y drama que él deseaba transmitir mu-sicalmente. Se trataba de una gran reforma musical, pues ya no se utilizaba la música como mero acompañamiento del significado dramático de las palabras. Esto indignó a Marmontel, quien creía que el teatro y toda expresión artística poseían una calidad mimética, que su función consistía en imitar la vida, sus ideales, en imitar a seres imaginarios, ideales y no necesariamente reales; aunque siempre se trataba de una imitación, de cierta relación con hechos, personas, emociones concretas, con algo que existiera en la realidad y que el artista, si era necesario, debía idealizar, o de todos modos, representar del modo más preciso. Estaba claro que la música, al carecer de significado en sí misma —pues consistía simplemente en una sucesión de sonidos— no era mimética. Todos eran conscientes de esto. Las palabras tenían alguna relación con las palabras utilizadas en la vida ordinaria, la pintura tenía alguna relación con los colores percibidos en la naturaleza, pero los sonidos eran muy diferentes de los que se escuchaban en los bosques o del canto de un pájaro. La clase de sonidos que empleaban los músicos estaba, claramente, mucho más alejada de cualquier tipo de experiencia humana ordinaria que los materiales empleados por otros artistas. De ahí que Marmontel atacara a Gluck en los siguientes términos:

II arriva le jongleur de Bohéme.

Il arriva précédé de son nom;

Sur le débris d’un superbe poéme,

Il fit beugler Achille, Agamemnon;

Il fit hurler la reine Clytemnestre;

Il fit ronfler l’infatigable orchestre[89];

[Ha llegado el saltimbanqui de Bohemia,

ha llegado precedido por su reputación.

Sobre los restos de un magnífico poema,

ha hecho bramar a Aquiles y a Agamenón,

ha hecho chillar a la reina Clitemnestra

y rugir a la incansable orquesta].

Ésta es una forma de ataque muy típica de la época. Expresa la actitud de aquellos que no deseaban renunciar a la asociación con la naturaleza, o a la idea de imitación, o a esa noción peculiar de expresión del alma. Esto puede decirse también de los escritos de Fontanes, de 1785. Según él, el único propósito de la música consistía en evocar ciertas emociones; y a menos que evocara alguna emoción ya existente, o nos recordara algo, o que se asociara con una experiencia de algún tipo, carecía de valor. En sí mismo los sonidos no expresaban nada y no debían ser nunca utilizados de tal modo. Muy a su manera, a principios del siglo XIX, madame de Staél, hablando de la música —por la que declaraba sentir una profunda afición—, sostenía algo similar en lo referente a su valor. «¿Qué hombre», decía ella, «agotado por haber vivido una vida de pasiones, podría escuchar con indiferencia aquellas melodías que animaron alguna vez las danzas y juegos de su tranquila juventud? ¿Qué mujer despojada ya de su belleza por los estragos del tiempo podría escuchar sin sentimiento aquella canción que alguna vez su amante cantó para ella?»[90]. Indudablemente, esto es cierto, aunque se trata de una actitud frente a la música muy diferente de la que comenzaba a manifestarse entre los románticos alemanes de la época. El mismo Stendhal, quien sentía por Rossini una pasión desme-dida, decía de la música de Beethoven que detestaba sus com-binaciones armónicas eruditas y de carácter prácticamente matemático. Se trataba del tipo de comentario que tal vez alguna gente de nuestro tiempo podría hacer acerca de la música de Schoenberg.

Esta posición es muy diferente de la de Wackenroder, quien escribió hacia 1790 que la música «expresa todos aquellos movimientos del alma incorpórea»[91]; o de la de Schopenhauer, quien decía que «el compositor nos revela la esencia más íntima del mundo; él es el intérprete de la más profunda sabiduría, y nos habla con un lenguaje que la razón no puede comprender»[92]. Ni la razón ni ninguna otra cosa puede hacerlo: ésa es la posición de Schopenhauer, pues consideraba que la música era la expresión de la pura voluntad, de aquella energía interna que ponía en movimiento al mundo, de ese instinto interior e inexpresable que era, según él, la esencia de la realidad, y que todas las demás artes intentaban, en alguna medida, reprimir, ordenar, fijar, organizar y, de esa manera, fragmentar, distorsionar y aniquilar. Ésta era también la visión de Tieck, y de August Wilhelm Schlegel, y de todos los románticos, algunos de los cuales sintieron gran afición por la música. Hoffmann ha escrito extraordinarios ensayos no sólo sobre Beethoven y Mozart, sino también sobre el significado cósmico y metafísico de la tónica y de la quinta, las que son descritas como inmensos gigantes de armas relucientes. El tiene también un pequeño ensayo sobre el verdadero significado de un tono en particular, el de la bemol menor, algo sobre lo que era improbable que escribiera durante aquella época algún miembro de otra nación europea.

La música es, entonces, concebida como algo abstracto, apartado de la vida, como una forma de expresión directa y no imitativa y que está lo más alejada posible de cualquier tipo de descripción objetiva de algo. Sin embargo, los románticos no creyeron que el arte debía ser algo indisciplinado, que debíamos simplemente cantar aquello que nos diera la gana, o pintar lo que el ánimo de ese momento nos ordenara, o darle una expresión completamente desenfrenada nuestros sentimientos. Ellos han sido acusados de esto por Irving Babbitt y otros, pero se trata de una acusación sin fundamento. Novalis lo ha dicho con toda claridad: «Cuando las tormentas azotan el pecho del poeta y se ve aturdido y desconcertado, su único producto son galimatías»[93]. El poeta no debe vagar vanamente todo el día buscando sentimientos e imágenes. Debe poseer estos sentimientos e imágenes; claramente, debe dar lugar a que las tormentas lo azoten, ¿pues cómo podría de hecho evitarlo? Pero él debe disciplinarlas; encontrar su medio adecuado de expresión. Schubert sostenía que las señas de un gran compositor debían capturarse en la abrumadora batalla de la inspiración, donde las fuerzas azotan del modo más descontrolado, pero que era necesario mantener el tino durante la tormenta y guiar así las tropas. Ésta es, sin duda, una expresión mucho más genuina sobre la función del artista que aquellas observaciones de los románticos más desenfrenados, los que desconocían la verdadera naturaleza del arte, al no ser ellos mismos artistas.

¿Pero quiénes fueron estas personas que encomiaron de tal manera la voluntad, que despreciaron de tal modo el carácter fijo de la realidad, y que creyeron en estas tormentas, en estos abismos infranqueables y aterradores, en estas corrientes carentes de organización? Es muy difícil dar una explicación sociológica acerca del origen del movimiento romántico, aunque sería necesario hacerlo. La única explicación que he podido encontrar hasta el momento surge de observar, en particular en Alemania, quiénes fueron estas personas. Lo cierto es que eran un grupo de hombres llamativamente poco mundanos. Eran pobres, tímidos, pedantescos, y básicamente inadaptados a la sociedad. Se veían despreciados con frecuencia, pues debieron servir como preceptores a hombres de importancia y, constantemente, se sentían agraviados y oprimidos. Resulta claro que estaban confinados y recluidos en su propio mundo; a la manera de la fusta tensada de Schiller que siempre se disparaba hacia atrás y golpeaba a quien la llevaba[94]. Algo de esto tenía relación con Prusia, lugar del que provenía la mayoría de estos hombres, con ese Estado excesivamente paternalista de Federico el Grande, con el hecho de que fuera un mercantilista y, en consecuencia, que incrementara la riqueza y el ejército de Prusia, convirtiéndola en el Estado más rico y poderoso de los Estados alemanes, si bien empobreció a sus campesinos y no le ofreció suficientes oportunidades a la mayoría de sus ciudadanos. También es cierto que estos hombres, en su mayoría hijos de pastores protestantes, de funcionarios públicos y de otros profesionales semejantes, fueron educados para lograr ciertas ambiciones intelectuales y emocionales; y dado que la gran mayoría de los puestos en Prusia estaban en manos de la aristocracia, pues se preservaban las distinciones sociales rigurosamente, el resultado fue que no pudieron concretar completamente sus ambiciones, y en consecuencia, que se frustraron y comenzaron a alimentar fantasías de todo tipo.

Hay algo de verdad en esto. De cualquier forma, me parece que es una explicación más razonable —el hecho de que hombres humillados, agitados por la Revolución Francesa y por el trastorno general de los eventos políticos, hayan dado comienzo a este movimiento— que la tesis de Louis Hautecoeur, quien sostiene que el movimiento tuvo su origen en Francia, entre las damas, y que se debe al efecto sobre el sistema nervioso de un excesivo consumo de té y café, de corsés demasiado ajustados, de cosméticos venenosos y de otros medios de autoembellecimiento perjudiciales. No me parece que ésta sea una teoría que merezca, en su conjunto, ser analizada en mayor profundidad.

El movimiento surgió en Alemania, y allí encontró su verdadero hogar. Se trasladó, sin embargo, más allá de los confines de Alemania, a todos esos países donde había algún tipo de disconformidad social o insatisfacción, particularmente, a aquellos oprimidos por pequeñas élites de hombres brutales, opresivos o incompetentes; en especial, a Europa del Este. Encontró, tal vez, su más ardiente expresión —de todos los países— en Inglaterra, donde Byron fue el líder indisputable del movimiento hasta tal punto que el byronismo se convirtió, a principios del siglo XIX, prácticamente en un sinónimo del romanticismo.

Pero la forma en la que Byron se volcó al romanticismo es una historia demasiado larga de contar; y sobre la que no intentaría dar cuenta, aún si la conociera. No hay duda de que fue una clase de persona, tal vez mejor descrita en palabras de Chateaubriand, quien decía: «Los hombres de la Antigüedad no conocieron verdaderamente esta secreta ansiedad, la amargura resultante de pasiones ahogadas agitándose a un tiempo. Una importante vida política, los juegos en el gimnasio o en el Campo de Marte, los asuntos del Foro —de interés público— emplearon todo su tiempo y no le dieron lugar al ennui, al tedio, del corazón»[95]. Ése era el estado de Byron. Y Chateaubriand, quien sólo fue un romántico a medias, por su inclinación a la subjetividad y a la introspección y por intentar mitificar los valores cristianos para reemplazar los mitos ya inexistentes del mundo antiguo y del Medioevo, lo describió adecuadamente.

Chateaubriand es en parte respetuoso y en parte irónico hacia el movimiento. La expresión más justa de esta actitud aparece, tal vez, en una rima francesa, escrita por un poeta anónimo a mediados del siglo XIX:

L’obéissance est douce au vil coeur des classiques;

Ils ont toujours quelqu’un pour modéle et pour loi.

Un artiste ne doit écouter que son moi,

Et l’orgueil seul emplit les ámes romantiques[96].

[La obediencia es dulce para el vil corazón de los clásicos:

ellos siempre tienen a alguien como modelo o como ley a seguir.

Un artista debe únicamente escucharse a sí mismo

y sólo el orgullo ocupa las almas románticas].

Ésta es, indudablemente, la actitud de Byron en el mundo de los sentimientos y seguramente también en el de la política del siglo XIX. El centro de atención de Byron recae sobre la voluntad libre, y toda la filosofía del voluntarismo surge de él: toda esta filosofía acerca de la noción de que el mundo debe ser dominado y subyugado por seres humanos superiores. Los románticos franceses, de Victor Hugo en adelante, son discípulos de Byron. Byron y Goethe son los grandes nombres, aunque este último fue un romántico muy ambiguo, pues a pesar de que hizo de Fausto un personaje que decía continuamente: «Adelante, adelante, sin detenerse, sin cesar nunca, sin buscar el momento de espera; sobre el homicidio, sobre el crimen, sobre todo obstáculo concebible, el espíritu romántico debe abrirse camino»[97], sus obras tardías y su vida lo desmintieron. Byron, en cambio, expresó sus convicciones de un modo más convincente. He aquí algunos de los versos más típicos de Byron que penetraron en la conciencia europea y contagiaron a todo el movimiento romántico:

Se alejó con paso grave, sumido en tristes ensueños…

embriagado de gozo, casi añorando otra suerte,

que por cambiar de entorno, hasta preferiría la muerte.[98]

Había en él un vital desdén por todo…

Era un extraño en este palpitante mundo…

Tanto más alto se elevaba, tanto más profundo se sumía

que los hombres, con quienes condenado a vivir existía…[99]

Ésta es una observación típica acerca de los marginados, los exiliados, el superhombre, el hombre que no soporta el mundo existente ya que su espíritu es más amplio de lo que el mundo puede contener, ya que posee ideales que presuponen la necesidad de un movimiento perpetuo y ferviente hacia delante, de un movimiento que se ve constantemente limitado por la estupidez, la falta de imaginación y la monotonía del mundo existente. De ahí que las vidas de los personajes de Byron surjan del desprecio, entren en el vicio, y por consiguiente en el crimen, en el terror, y la desesperación. Ése es el típico recorrido de todos los Giaour, los Lara y los Caín que habitan su poesía. He aquí Manfredo:

Mi Espíritu no se paseó con el alma de los hombres,

Ni tampoco observó el mundo con ojos humanos;

La sed de su ambición no era la mía,

La razón de su existencia no era la mía;

Mis alegrías—mis pesares—mis pasiones—y mis poderes,

Hicieron de mí un extraño…[100]

Este síndrome á la Byron consiste en la adhesión a los dos valores que ya he intentado exponer: el de la voluntad y el de la ausencia de una estructura del mundo a la que debemos ajustarnos. El síndrome pasa de Byron a otros, contagia a Lamartine, a Victor Hugo, a Nodier y a los románticos franceses en general. Va aún más lejos, se traslada a Schopenhauer, el cual representa al hombre como a alguien arrojado sobre una frágil barca en las profundas aguas de la voluntad, que carecen de sentido, de finalidad, de dirección, y a las que el hombre podría únicamente enfrentarse a costa de su propio riesgo; con las que podría únicamente concordar si lograra desprenderse de ese deseo innecesario por el orden, por ponerse a sí mismo en orden, por intentar construir para sí un hogar acogedor en medio de este elemento impredecible y violento. Y de Schopenhauer continúa en Wagner, cuya única prédica en El anillode los Nibelungos, por ejemplo, versa sobre el carácter horroroso de ese deseo imposible de saciar, el que con seguridad nos lleva al más temible dolor y, por último, a la inmolación más brutal de todos aquellos que se ven dominados por él y que no pueden, a la vez, ni evitarlo ni satisfacerlo. Como resultado de esto se da seguramente algún tipo de extinción definitiva de la especie: crecen las aguas del Rin y cubren este violento, caótico, incesante e incurable mal que afecta a todos los hombres. Éste es el núcleo del movimiento romántico europeo.

Permítaseme volver atrás y considerar una vez más qué posición ha de tomarse frente a esa larga lista que enumeré al comienzo, cuando intentaba mostrar que el romanticismo parecía, en la superficie, decirlo todo y también lo contrario. Si estoy en lo correcto, tal vez entonces sea posible sostener que estos dos principios, el de la voluntad inevitable y el de la ausencia de una estructura de las cosas, pueden satisfacer la mayoría de los criterios mencionados, y que las contradicciones que se mostraban tan tajantes no son tal vez tan violentas como parecían.

Comencemos con aquella queja que expresaba Lovejoy tan amargamente: ¿cómo es posible que la palabra «romanticismo» se refiera, a la vez, a cosas tan contradictorias como por ejemplo, por un lado, al noble salvaje, al primitivismo, a la vida simple, a los campesinos de mejillas rosadas, al volverle la cara a la temible sofisticación de la ciudad para dirigirla, en cambio, a las sonrientes planicies de Estados Unidos, u a otra forma de vida simple de algún otro lugar real o imaginario, y por otro, a las pelucas azules, al pelo verde, al ajenjo, a Gérard de Nerval arrastrando una langosta por las calles de París para atraer alguna mirada, lográndolo en efecto? Si nos preguntamos qué comparten estas dos tendencias —y Lovejoy, como es natural, se sorprende de que la misma palabra pueda aplicarse tan fácilmente a las dos—, la respuesta es que ambas desean romper con la naturaleza de lo dado. En el siglo XVIII tenemos un orden de extremada sofisticación, formas, reglas, leyes, etiqueta, hay una forma de vida extremadamente estricta y bien organizada, tanto en el campo del arte y en el de la política como en cualquier otra esfera. Todo lo que destruya esto, todo lo que lo haga saltar en pedazos es bienvenido. En consecuencia, ya sea, por un lado, dirigiéndonos a las islas de Blest, recurriendo a los nobles indígenas o al puro e incorrupto corazón del hombre simple, como proclamaba Rousseau; o, por otro lado, recurriendo a las pelucas verdes, a los chalecos azules, a los hombres de abruptas emociones o a la gente de la más extrema sofisticación y de la más salvaje vida bohemia; cualquiera que sea la opción a la que recurramos, ambas son métodos para hacer saltar en pedazos, para demoler, lo que nos es dado. Cuando en Hoffmann las aldabas de bronce se convierten en mujeres ancianas, y las mujeres ancianas se transforman en concejales de ciudad, y los concejales de ciudad en jarras de ponche, esto no está simplemente destinado a excitar algún sentimiento, no pretende ser, meramente, un cuento ligeramente fantástico destinado a producir placer para ser olvidado inmediatamente. Cuando en el famoso cuento de Gogol «La nariz» se separa una nariz del rostro de un funcionario público de menor importancia y vive intensas aventuras románticas en un sombrero de copa y en un sobretodo no se intenta con esto contar una historia algo singular, sino más bien invadir y atacar eso dado e inalterable cuya naturaleza es espantosa. Existe el deseo de mostrar que por debajo de esta pulida superficie existen temibles e inexpresables fuerzas en estado de ebullición, que no puede darse nada por sentado, y que una visión profunda de la vida supone, esencialmente, el romper con este espejismo superficial. Cualquiera que sea el camino que tomemos, ya sea recurriendo a una extremada sofisticación o a una inaudita simplicidad, el resultado será el mismo.

Ahora bien, si creemos que realmente podemos convertirnos en un salvaje noble, si pensamos que somos capaces de transformarnos en cándidos nativos de algún lejano país y vivir una vida primitiva se desvanece la magia. Pero ninguno de los románticos creyó en esto. El valor romántico del noble salvaje recaía en el hecho de que su condición era irrealizable. Si hubiéramos podido alcanzar su condición, el noble salvaje se habría convertido en una figura inútil, se habría vuelto una espantosa realidad, una temible fórmula de vida, tan limitativa, disciplinaria y detestable como la que estaba destinada a reemplazar. Es lo imposible de hallar, lo inalcanzable, lo infinito, lo esencial a este valor.

Podemos igualmente preguntarnos qué tienen en común los hechiceros, los espectros, los grifos, los fosos, los fantasmas, los murciélagos farfulleros circundando castillos medievales, los espectros de manos sangrantes y las temibles y profundas voces que nos acechan desde toda clase de barrancos temibles y misteriosos. ¿Qué tienen en común estas cosas con ese gran espectáculo pacífico de la era orgánica medieval, con sus torneos, sus heraldos, su clero, sus personajes de la realeza, y con su aristocracia, tranquila, solemne, inalterable y, esencialmente, en paz consigo misma? (Ambos tipos de fenómenos constituyen la moneda corriente de los escritores románticos). La respuesta es que ambos, una vez enfrentados a la realidad diaria del temprano desarrollo industrial de ciudades como Lyón o Birmingham, la ponen en peligro.

Tomemos el caso extraordinario de Scott. He aquí un escritor considerado por lo general como romántico. Podríamos preguntarnos —como lo hacen unos cuantos críticos marxistas asombrados—, ¿por qué Scott es un escritor romántico? Es simplemente un escritor extremadamente imaginativo y escrupuloso que logró describir con considerable fidelidad —de un modo que afectó a muchos historiadores— la vida de las edades precedentes a la nuestra; a saber, la de Escocia del siglo XVII, la de Inglaterra del siglo XIII o la de Francia del siglo XV. ¿Pero por qué es esto romántico? No lo es en sí mismo. Si nos comportamos simplemente como un fidedigno y escrupuloso historiador medieval y describimos de modo exacto las costumbres de nuestros antepasados estamos siendo historiadores de la más clásica tradición. Estamos meramente diciendo la verdad del mejor modo en que podemos hacerlo, y esto no es, en modo alguno, tener una actitud romántica. Por el contrario, nos estamos embarcando en una actividad académica altamente reputada. Pero Scott fue, sin embargo, un escritor romántico. ¿Por qué lo fue? ¿Lo fue, simplemente, porque le agradaban estas formas de vida? Esta respuesta no parece ser suficiente. Al pintar estos cuadros atractivos, agradables e hipnóticos de las diferentes épocas, enfrentó nuestros valores —es decir, los valores de 1810 y de 1820, los de su Escocia contemporánea, de su Inglaterra o Francia contemporánea— a los de principios del siglo XIX, cualesquiera hayan sido —protestantes, poco románticos, industriales, no medievales—, a otro conjunto de valores igualmente bueno o tal vez superior. Esto destruyó el monopolio y la noción de que toda época era en sí misma buena y que estaba en continuo avance hacia una mejor.

Si intentamos reconocer la diferencia entre un Macaulay y un Scott encontraremos que la diferencia radica precisamente en esto, en que Macaulay cree verdaderamente en el progreso. El entiende que todo tiene su lugar y que el siglo XVII fue menos afortunado que el XVIII, y que éste, a su vez, lo fue menos que el XIX. Todo está bien allí donde está. Todo puede explicarse a partir de las propias fuerzas causales. Estamos progresando. Todo se ajusta, avanza; y si bien es posible que exista algún coste, también es cierto que si no fuera por la estupidez, por la ociosidad, por la perversidad humana y por otras fuerzas oscuras, como los intereses creados o algo semejante, nuestro progreso sería aún más rápido. En alguna medida, Macaulay compartió esto con James Mill y con los utilitaristas. A la manera de Bacon, él tampoco creyó en la religión mística. Se trata de una concepción que afirma que hay una realidad con características que pueden ser estudiadas científicamente, y que somos ahora capaces de saber más de ella que lo que solíamos saber anteriormente. Nuestros antepasados no sabían cómo lograr la felicidad, pero nosotros ahora lo comprendemos mejor. No lo sabemos a la perfección, pero lo comprendemos mejor, y nuestros descendientes aún más. No hay nadie que pueda decir si en efecto conseguiremos alguna vez tener una sociedad perfecta, estable, inalterable, donde todos los deseos concretos y posibles puedan verse satisfechos de modo armonioso; pero, sin embargo, no se trata de un ideal absurdo. Este ideal no es otra cosa que aquel rompecabezas ya resuelto.

Pero si Scott está en lo correcto, esto no puede ser verdad. Volvemos a Herder una vez más. Si hay valores del pasado más valiosos que los del presente, o al menos, que compiten con ellos, si existió una magnífica civilización en la Inglaterra del siglo XIII o en algún otro remoto lugar o tiempo del mundo, que es tan o incluso más atractiva que la monótona civilización en la que vivimos pero que (y esto es lo importante) no puede recrearse —no podemos retornar a ella, ni reconstruirla, sino que debe continuar siendo un sueño, una fantasía, un objeto de frustración en tanto la busquemos—, entonces nada será satisfactorio. Dos ideales han entrado en un conflicto imposible de solucionar. No es posible lograr una situación que contenga lo mejor de todas estas culturas, pues son incompatibles. En consecuencia, la noción de incompatibilidad, de pluralidad de ideales con validez propia se convierte en el ariete usado por el romanticismo para demoler la noción de orden, de progreso, de perfección, los ideales clásicos, la noción de la estructura de las cosas. Debido a esto se considera a Scott, adecuadamente, como un escritor romántico.

Ya no más parámetro universal, ni gran estilo: aquella lig-ne vraie de la que nos hablaba Diderot, aquella tradición subterránea en la que quería penetrar T. S. Eliot, fueron rechazadas y denunciadas desde el inicio hasta el final por el movimiento romántico. Fueron entendidas como temibles engaños, que llevarían, probablemente, a aquel que las busque, a la estupidez y a la superficialidad. Es la «naturaleza metodizada» de Pope[101], es Aristóteles, aquello contra lo que luchaban tan encarnizadamente los románticos. Debemos romper con este orden: o bien yendo al pasado o penetrando en nosotros mismos y abandonando así el mundo exterior. Tenemos que buscar la unidad con algún tipo de gran fuerza espiritual con la que nunca podremos identificarnos completamente; o idealizar algún mito que jamás en verdad se concretará —el mito nórdico, el del sur, el celta o algún otro—, no importa cuál sea —una clase, una nación, una doctrina religiosa, o lo que fuera—, que nos empuje constantemente hacia delante, si bien nunca se realizará ya que su esencia y su valor radican en que es estrictamente irrealizable, pues si lo fuera carecería de valor. Ésta es, según lo que puedo comprender, la esencia del movimiento romántico: la voluntad y el hombre como acción, como algo que no puede ser descrito ya que está en perpetuo proceso de creación; y no es posible siquiera decir que está creándose a sí mismo, ya que no hay sujeto, sólo hay movimiento. Éste es el núcleo del romanticismo.

Para concluir, he de decir algo acerca de las consecuencias del romanticismo en nuestros días. Sin duda sus consecuencias han sido de vasto alcance, si bien se ha enfrentado con algunas fuerzas contrarias que, en cierta medida, han aliviado su impacto.

No hay duda —más allá de lo que pueda decirse acerca del romanticismo— de que depositó su mirada en algo que el clasicismo había relegado, en estas fuerzas oscuras e inconscientes, en el hecho de que la descripción clásica del hombre y la descripción científica del hombre —o la de hombres influenciados por la ciencia, como Helvétius, James Mill, H. G. Wells, Shaw o Russell, por ejemplo— no captaban al hombre en su totalidad. El romanticismo reconoció que ciertos aspectos de la existencia humana, en particular los aspectos interiores de la vida humana, habían sido relegados de modo tal que el cuadro humano se veía violentamente distorsionado. Uno de los movimientos actuales a los que dio lugar el romanticismo es el movimiento existencialista francés. Sobre él desearía decir unas palabras ya que entiendo que es el verdadero heredero del romanticismo.

El gran logro del romanticismo —el que tomé como mi punto de partida— radica en que, a diferencia de la mayoría de los grandes movimientos ocurridos en la historia humana, consiguió transformar muy profundamente algunos de nuestros valores. Esto es lo que posibilitó el nacimiento del existencialismo. En primer lugar, diré algo acerca de estos valores y en segundo lugar, intentaré mostrar cómo el romanticismo penetró en esta filosofía moderna, así como en otros fenómenos de la vida moderna que se vieron profundamente influenciados por éste: la teoría ética emotiva y el fascismo.

Como he indicado anteriormente —aunque ahora debo poner mayor énfasis en esto—, con el movimiento romántico aparece un nuevo grupo de virtudes. Porque somos voluntad, y porque debemos ser libres en un sentido kantiano o fichteano, el motivo cuenta más que la consecuencia, pues las consecuencias no pueden ser controladas mientras que los motivos sí pueden serlo. Y ya que debemos ser libres, y ser nosotros mismos del modo más completo, la gran virtud —la más importante de todas— es lo que los existencialistas llaman la autenticidad, y lo que los románticos denominan sinceridad. Como he tratado de señalar previamente, esto es una novedad. No creo que en el siglo XVII, en un conflicto religioso entre un protestante y un católico, habría sido posible que el católico dijera: «El protestante es un hereje que ha de ser condenado pues su doctrina conduce a la perdición de las almas. Sin embargo, el hecho de que sea sincero lo eleva en estima. El ser sincero, el estar dispuesto a dejar la vida en pos de ese sinsentido en el que cree, es un hecho moralmente noble. Todo aquel que sea íntegro, que esté preparado a sacrificarse frente al altar, sin importar cuál sea ese altar, posee un carácter moralmente digno de respeto, y no importa cuán detestables o falsos sean los ideales que reverencie». La noción del idealismo es nueva. Significa que respetamos a la gente por estar dispuestos a sacrificar su salud, su fortuna, su popularidad, su poder, todo tipo de deseos demandados por sus emociones; por renunciar a aquello que no pueden controlar, lo que Kant denominó factores externos —las emociones que son parte del mundo físico o psicológico—, en favor de algo con lo que se identifican verdaderamente, sin importar lo que sea. La noción de que el idealismo es algo bueno, y el realismo algo malo —de que si declaro que soy algo realista quiero decir que estoy a punto de mentir o de hacer algo ruin— se desprende del movimiento romántico. La sinceridad se torna en una virtud en sí misma.

Lo siguiente está en el centro de toda esta cuestión. El hecho de que se sienta admiración, desde 1820 en adelante, por la minoría como tal, por el desafío como tal, por el fracaso entendiéndolo, en cierto sentido, como algo más digno que el éxito, por todo tipo de oposición a la realidad, por asumir posiciones de principio aun cuando el principio pueda ser absurdo; el hecho de que esto no se desprecie del modo en que puede despreciarse a aquel que diga que dos más dos es igual a siete —lo que también se funda en un principio, aunque, sin embargo, sabemos que se trata de una afirmación falsa— es significativo. El romanticismo socavó la noción de que existen criterios objetivos relativos a cuestiones de valor, de política, de moral, de estética, de que existen criterios objetivos que operan entre los hombres de modo tal que si alguien no hace uso de ellos es simplemente un mentiroso o un demente; lo que en cambio sería cierto en lo relativo a las matemáticas o a la física. Esta división entre el espacio donde es posible acceder a una verdad objetiva —las matemáticas, la física y ciertas regiones dominadas por el sentido común— y el espacio en donde la verdad objetiva se halla comprometida —la ética, la estética y demás— es novedosa y ha delineado una nueva actitud frente a la vida. Si es buena o mala es algo sobre lo que no deseo manifestarme.

Esto surge cuando nos preguntamos por el tipo de evaluación moral que hemos de hacer de ciertos personajes históricos. Consideremos, en primer lugar, figuras —por así decirlo— utilitaristas, personajes que le han brindado beneficios a la humanidad, como por ejemplo Federico el Grande o Kemal Pasa, de los que no podemos decir que su carácter era irreprochable, pues han sido, en cierto sentido, duros de corazón, brutales, crueles, o se han visto dominados por ciertos impulsos que la gente desaprueba en general. Pero no hay duda, a la vez, de que mejoraron también la vida de su gente, de que eran competentes, eficientes, de que elevaron el nivel de vida, crearon importantes organizaciones que aún permanecen, le dieron grandes satisfacciones, poder y felicidad a un gran número de personas. Supongamos ahora que los comparamos con alguien que, obviamente, ha ocasionado grandes sufrimientos, como Juan de Leiden, el que permitió el canibalismo en la ciudad de Münster y ocasionó la matanza de un gran número de personas en pos de su apocalíptica religión; o como Torquemada, el que exterminó aun gran número de personas, a quienes hoy deberíamos considerar inocentes, en pos de la salvación de sus almas, es decir, por el motivo más puro. ¿Cuáles de estas personas califican más alto en la escala moral? Durante el siglo XVIII no habría existido duda alguna. Claramente, Federico el Grande habría superado al demente religioso. Hoy, sin embargo, la gente entraría en ciertas dudas en lo relativo a esta tajante evaluación; pues creen que el idealismo, la sinceridad, la dedicación, la pureza de corazón, la pureza mental son cualidades más deseables que la corrupción, la maldad, el cálculo, el egoísmo, la mentira, el deseo de explotar a otros en favor del interés propio; cualidades, estas últimas, indudablemente aplicables a estos grandes fundadores de Estados.

En consecuencia, somos hijos de ambos mundos. Somos en cierto grado los herederos del romanticismo en tanto éste rompió con ese único gran molde —con la philosophia perennis— que había guiado, de un modo u otro, la marcha de la humanidad hasta entonces. Somos producto de ciertas dudas que no podemos especificar muy bien. Le damos algunos puntos a la consecuencia y otros a la motivación, y así oscilamos entre ambos criterios. Si la cuestión va demasiado lejos y nos enfrentamos a un Hitler, no creemos entonces que su sinceridad constituya necesariamente una cualidad salvadora; aunque en 1930 hubo quienes argumentaron esto en su favor. Él puede ir muy lejos, pero si lo hace, descarta valores que tienen un carácter extremadamente universal. De modo que aún somos miembros de cierta tradición unificada; si bien es cierto que el campo en el que ahora oscilamos libremente, la cantidad de concesiones que ahora otorgamos es mucho mayor que en el pasado. El movimiento romántico es en gran medida responsable de esto, al predicar la incompatibilidad de los ideales, la importancia del motivo y del carácter, o al menos, al señalar la importancia de la intención sobre la consecuencia, la eficacia, el efecto, la felicidad, el éxito personal y la posición en el mundo. Para Hölderlin, la felicidad no era un ideal, él decía que la felicidad es «saliva tibia en la boca»[102]. Nietzsche decía que «el hombre no desea la felicidad, sólo el inglés la desea»[103]. En los siglos XVII y XVIII la gente se habría mofado de este tipo de sentimientos. El hecho de que esto no suceda ahora, tal vez, sea un producto directo del movimiento romántico.

El sermón fundamental del existencialismo es esencialmente romántico, a saber, que no hay nada en el mundo sobre lo que podamos apoyarnos. Supongamos que intentamos justificar nuestra conducta diciendo: «C’est plus fortque moi», es más fuerte que yo, las emociones me han vencido; o, existen ciertos principios objetivos que detesto, pero que debo respetar; o, he recibido órdenes de una institución eterna, divina, o de una institución que tiene validez objetiva y aunque no me agrade, ella es la que me ha dado la orden —siendo «ella» las leyes de la economía, o el Ministerio del Interior, o lo que fuera— y tiene derecho a mi obediencia. Hacer esto no es otra cosa que recurrir a pretextos. Simplemente, pretendemos que no decidimos cuando en realidad ya lo hemos hecho, pero no nos interesa enfrentarnos a las consecuencias que conlleva el hecho de que seamos nosotros los que hemos tomado las decisiones.

Según el existencialismo (y probablemente esté en lo correcto), incluso cuando decimos soy en parte inconsciente, el producto de fuerzas inconscientes, no puedo evitarlo, tengo un complejo, no es mi culpa, me veo impelido, mi padre fue despiadado con mi madre y por eso soy ahora el monstruo que soy; intentamos complacer o ganar simpatía trasladando el peso de la responsabilidad por los actos, cuya ejecución es plenamente libre, a algo objetivo, ya sea una organización política o una doctrina psicológica. Intentamos librarnos del peso de la responsabilidad (pues somos nosotros los que tomamos las decisiones) y depositarlo en algún otro lado. Decir que somos un monstruo —y evidentemente, no nos importa demasiado serlo— implica aceptar complacientemente algo que sabemos que es un mal y deshacernos de su maldición. Nos liberamos de su maldición diciendo: no soy yo, la sociedad es la responsable; todos estamos determinados por las circunstancias, no hay nada que podamos hacer, la causalidad penetra el mundo entero y yo soy meramente el instrumento de fuerzas poderosas. No puedo impedir que éstas me conviertan en alguien vil ni tampoco que os conviertan a vosotros en seres buenos; ni vosotros debéis ser felicitados por vuestra bondad, ni yo condenado por mi maldad. Nadie puede evitar su destino; somos tan sólo fragmentos de un enorme proceso causal.

Sartre refleja adecuadamente la visión de Fichte y la de Kant —autores que en última instancia dieron origen a esta concepción— al sostener que esto constituye o bien un autoengaño, o un engaño deliberado dirigido a otras personas. Pero los existencialistas van aún más lejos. Ellos rechazan la noción de que existe una estructura metafísica del universo, la noción de una teología o una metafísica; es decir, la afirmación de que ciertas cosas tienen una esencia (lo que implica simplemente decir que las cosas son lo que son, por necesidad), de que llegamos a un mundo que posee una estructura inalterable —una estructura física, química, social, psicológica, y una estructura metafísica y teológica, con Dios a la cabeza y la ameba a los pies de la gran creación, o lo que fuera aquello en lo que creemos—. Según los existencialistas, éstos son patéticos intentos humanos por sentirse a gusto en el mundo, creando cómodas fantasías, intentos humanos por representar el mundo de modo tal que podamos acomodarnos confortablemente en él sin tener que enfrentarnos con la desalentadora perspectiva de cargar sobre las espaldas con la entera responsabilidad por nuestros actos. Cuando los hombres justifican sus acciones, cuando dicen «he hecho esto por tal cosa, o para conseguir tal otra»; y les preguntamos «¿pero por qué debes perseguir este fin en particular?»; y responden «porque objetivamente es lo correcto»; para el existencialista, este tipo de respuesta también es un intento de trasladar la responsabilidad de lo que debería ser una libre elección en el vacío hacia algo que no nos pertenece, que es objetivo —la ley natural, el decir de los sabios, las declaraciones de los libros sagrados y de los científicos de laboratorio, las posiciones de psicólogos y sociólogos o de políticos y economistas—. Constituye también un intento por deshacernos de la responsabilidad, por cegarnos, innecesariamente, al hecho de que el universo en realidad es un vacío —y es en este sentido en el que se le califica de absurdo— en el que uno, y nadie más, existe y hace lo que hay por hacer, y es responsable de sus actos sin poder abogar por alguna atenuación. Toda excusa es falsa y toda explicación una forma de escape. Esto debería ser afrontado por un hombre lo suficientemente valiente y trágico como para poder enfrentarse a la realidad como es debido. Éste es el sermón estoico del existencialismo, y se deriva directamente del romanticismo.

Ahora bien, algunos románticos fueron demasiado lejos. Esto lo ilustra el extraordinario ejemplo de Max Stirner, que puede adelantarnos qué es lo que constituye, en última instancia, lo valioso del romanticismo hoy para nosotros. Stirner fue un director de escuela alemán y hegeliano que argumentó bastante correctamente lo siguiente. Los románticos tienen razón al señalar que concebir a las instituciones como algo eterno es erróneo. Los seres humanos crean libremente instituciones para beneficiar a otros y, con el paso del tiempo, éstas se vuelven inservibles. En consecuencia, cuando las observamos desde la perspectiva del presente, y llegamos a la conclusión de que son inservibles, debemos abolirlas y erigir nuevas instituciones a las que lleguemos libremente gracias a la acción de nuestra pura voluntad. Y esto no sólo es cierto de las instituciones políticas, económicas u otras instituciones públicas; también es aplicable a las doctrinas. Éstas también pueden convertirse en una espantosa carga, en temibles cadenas y tiranías que nos someten a todo tipo de concepciones por las que ya no se inclina ni el presente ni nuestra propia voluntad. En suma, las teorías también deben ser abolidas. Cualquier teoría general —el hegelianismo, el marxismo, por ejemplo— es una forma funesta de despotismo que afirma poseer una validez objetiva que está por encima de la elección individual. Esto no puede ser cierto, ya que nos confina, nos enjaula y limita nuestra libre acción. Pero si esto puede decirse de las doctrinas, podrá igualmente aplicarse a las proposiciones generales; y si esto es verdad, entonces —y éste es seguramente el último paso de algunos de los románticos— será verdad con respecto a todas las palabras, ya que son todas generales y clasificadoras. Cuando utilizo la palabra «amarillo» quiero decir lo que quise decir ayer y lo que vosotros desearéis decir mañana. Éste es un yugo terrible, una forma de despotismo temible. ¿Por qué debería la palabra «amarillo» referirse a lo mismo hoy que mañana? ¿Por qué no podría uno alterarla? ¿Por qué deben ser dos más dos siempre igual a cuatro? ¿Por qué deben ser uniformes las palabras? ¿Por qué no puede uno crear su propio universo cada vez que comience? Ahora bien, si uno hace esto, si no existe un sistema simbólico, resulta imposible pensar. Y si pensar es imposible, entramos en la locura.

Como es propio, Stirner, literalmente, enloqueció. Terminó sus días en 1856, digna y consistentemente, como un lunático pacífico e inofensivo en un asilo mental.

Algo parecido le pasaba por la mente a Nietzsche, quien, aunque fue un pensador muy superior a Stirner, en ciertos aspectos se asemejó a él. De esto puede derivarse una lección: en tanto que vivamos en sociedad nos comunicaremos. Pues si no lo hiciéramos, difícilmente podríamos ser seres humanos. Lo que queremos decir en parte por «ser humano» es que debe poder comprender una porción, al menos, de lo que le decimos. Hasta este punto entonces debe existir un lenguaje común, una comunicación compartida y, en cierta medida, valores en común, pues si no fuera así no existiría inteligibilidad alguna entre los seres humanos. Un ser humano incapaz de comprender lo que cualquier otro pueda decirle difícilmente será un ser humano; generalmente, se le declarará anormal. Y en la medida en que haya normalidad, comunicación, habrá también valores en común. Y si hay valores en común, será imposible sostener que todo ha de ser creado por uno; que si encontramos algo ya dado debemos aplastarlo; que si vemos algo estructurado, debemos destruirlo para darle libre juego a la imaginación sin freno. Si llevamos al romanticismo a sus últimas consecuencias, termina siendo una forma de demencia.

El fascismo también fue heredero del romanticismo, pero no por ser irracional —un gran número de movimientos lo han sido—, ni tampoco por creer en las élites —muchos movimientos han sostenido dicha creencia—. La razón por la que el fascismo le debe algo al romanticismo se funda, una vez más, en la noción de la voluntad imprevisible tanto del hombre como de un grupo que avanza a grandes pasos, de un modo que no puede sistematizarse, predecirse ni racionalizarse. Esto es central al fascismo. Lo que dirá el líder mañana, hacia dónde nos llevará el espíritu, adónde iremos, qué haremos; no puede pronosticarse. La histérica autoafirmación y la destrucción nihilista de instituciones existentes debido a la limitación que ejercen sobre la pura voluntad —lo único con valor para los seres humanos—; el hombre superior que aniquila al inferior debido a que su voluntad es más poderosa; éstos son los bienes directamente heredados —si bien de una forma extremadamente distorsionada y mutilada— del movimiento romántico. Es más, ésta ha tenido un papel de extrema importancia en nuestras vidas.

El movimiento romántico en su totalidad intenta imponerle un modelo estético a la realidad, establece que todo debe obedecer a reglas del arte. De allí que, tal vez para los artistas, algunas de las afirmaciones del romanticismo tengan mucha validez. Ahora bien, este intento de transformar la vida en arte presupone que los seres humanos son un tipo de material al modo en que la pintura y los sonidos son materiales. En la medida en que esto no es verdad, en que los seres humanos, para comunicarse entre ellos, se ven forzados a reconocer la existencia de ciertos valores y sucesos comunes, que la vida ocurre en un mundo común; en la medida en que no todo lo afirmado por la ciencia es un sinsentido, ni todo lo declarado por el sentido común falso —pues afirmar estas cosas sería una proposición absurda que encerraría una contradicción—, en este sentido, el romanticismo en plena forma, y también sus derivaciones —el existencialismo y el fascismo—, me parecen visiones falaces.

¿Pero qué puede decirse que le debamos nosotros al romanticismo? Mucho. Le debemos la noción de la libertad del artista y el hecho de que ni él ni los seres humanos en general pueden ser descritos por medio de concepciones extremadamente simplificadoras, como las que prevalecieron en el siglo XVIII o las enuncian todavía hoy analistas excesivamente científicos y racionalistas acerca de los seres humanos o de grupos. También le debemos la noción de que una respuesta única a cuestiones humanas puede ser perjudicial. Si creemos en verdad que existe una única solución para todos los males humanos y que hemos de imponerla a toda costa, es probable que nos transformemos, en su nombre, en tiranos despóticos y violentos, porque nuestro deseo por poner a un lado todos los obstáculos que se le presentan resultarán destruyendo a aquellas criaturas a las que les ofrecemos la solución en pos de su beneficio. La noción de que existe una pluralidad de valores, de que son incompatibles; toda esta idea de pluralidad, de lo inagotable, del carácter imperfecto de las respuestas y arreglos humanos; y de que ninguna respuesta puede reclamar perfección y verdad; todo esto es lo que le debemos a los románticos.

Como resultado ha surgido una situación bastante peculiar. He aquí a los románticos, cuya tarea principal ha sido la de destruir la vida ordinaria y tolerante, el filisteísmo, el sentido común, los entretenimientos pacíficos del hombre, y, en su lugar, hacer elevar la experiencia de los hombres a un nivel de autoexpresión más pasional, la clase de expresión que, tal vez, sólo solían manifestar las divinidades representadas en antiguas obras literarias. Ésta es la pretensión del sermón, el manifiesto propósito del romanticismo —tanto el de los alemanes como el de Byron y el de los franceses—. Y como resultado de afirmar la existencia de una pluralidad de valores, de lacerar la noción del ideal clásico, de una única respuesta a todas las preguntas, de la posibilidad de racionalizarlo todo, de que todas las preguntas obtengan respuesta, de toda esta concepción de vida como rompecabezas, han dado prominencia y enfatizado la incompatibilidad de los ideales humanos. Ahora bien, si realmente lo son, los seres humanos, tarde o temprano, se darán cuenta de que deben hacer funcionar las cosas, granjear concesiones, porque si intentan destruir a otros, éstos también intentarán destruirles a ellos. En suma, a partir de esta doctrina pasional, fanática y en parte lunática llegamos a la apreciación de que es necesario tolerar a los otros, preservar un equilibrio imperfecto en cuestiones humanas, de que es imposible arrastrar a los hombres hasta tal punto dentro del corral que hemos creado para ellos o hasta la solución única que nos posee. En última instancia, se rebelarán contra nosotros o, de cualquier modo, se verán oprimidos por dicha solución.

El romanticismo alimenta, entonces, el liberalismo, la tolerancia, la decencia y la apreciación de las imperfecciones de la vida; además de un cierto grado de autocomprensión racional consolidado. Esto estaba muy lejos de las intenciones iniciales de los románticos. Y al mismo tiempo —y en este sentido la doctrina romántica estuvo en lo cierto—, los románticos fueron las personas que enfatizaron más rotundamente el carácter impredecible de toda acción humana. Les salió, entonces, el tiro por la culata, ya que, pese a proponerse un objetivo, casi consiguieron —afortunadamente para todos nosotros— el efecto opuesto.