Me ocuparé ahora de la erupción final del romanticismo desenfrenado. Según Friedrich Schlegel, un crítico autorizado del movimiento, que también formó parte de él, los tres factores que influenciaron más profundamente el movimiento en su totalidad, no sólo estéticamente sino también moral y políticamente, fueron, en orden de prioridad, la teoría del conocimiento de Fichte, la Revolución Francesa y la famosa novela de Goethe Wilhelm Meister. Ésta es, con toda probabilidad, una afirmación correcta, y me gustaría clarificar por qué y en qué sentido lo es.
En mis comentarios sobre Fichte ya he hablado sobre su glorificación del yo activo, dinámico e imaginativo. Su inno-vación tanto en el campo de la filosofía teórica como en el de la teoría del arte —y en alguna medida también en el de la vida— era, en términos generales, la siguiente. Él aceptaba de los empiristas del siglo XVIII la opinión de que cuando se hablaba del yo, su significado era algo problemático. Hume ya había notado que cuando observaba su propia interioridad, cuando llevaba a cabo una introspección, encontraba una cantidad de sensaciones, de emociones, de memorias fragmentadas, de ilusiones, de temores —una variedad de pequeñas unidades psicológicas—, pero no lograba, sin embargo, percibir alguna entidad que, con justicia, pudiera denominarse el yo. Así, él concluía que el yo no era una cosa, ni un objeto directamente percibido, sino tal vez, la sencilla denominación de una concatenación de experiencias según la cual se conformaba la personalidad humana y la historia. Era, simplemente, cierto lazo que aunaba las cáscaras de una cebolla, aunque, de hecho, tal lazo no existía.
Esta proposición fue aceptada por Kant, quien realizó entonces valerosos esfuerzos para recobrar de algún modo el sujeto, pero fue reconocida mucho más apasionadamente por los románticos alemanes, en particular por Fichte, quien declaró que era bastante natural que el yo no emergiera en el conocimiento. Cuando estamos completamente absorbidos en un objeto, ya sea contemplando un objeto material de la naturaleza, o escuchando sonidos —música o alguna otra cosa—, o en algún otro proceso en donde esta situación se dé, es entonces natural que no seamos conscientes de nosotros mismos como observadores. Somos únicamente conscientes del yo cuando hay alguna resistencia; y nos reconocemos a nosotros mismos ya no como objeto, sino como eso sobre lo que finalmente se ha impuesto alguna realidad reincidente. Cuando miramos algo e interfiere alguna cosa, cuando escuchamos algo y hay algún obstáculo, su impacto sobre nosotros es lo que nos hace conscientes de ser una entidad diferente de ese objeto que tratamos de comprender, o de sentir, o tal vez, de dominar, conquistar, alterar o moldear; es decir, de hacerle algo o de hacer algo con él. En consecuencia, la doctrina fichteana —que más tarde se convertirá en la doctrina autorizada del movimiento romántico, y además, de muchas doctrinas psicológicas— establece que «el yo», «el sujeto» no equivale a «la particularidad de mí mismo». «La particularidad de mí mismo» es algo que, sin duda, puede analizarse, algo que estudian los psicólogos, algo sobre lo que se pueden escribir tratados científicos, un objeto de inspección y de estudio, un objeto de la psicología, la sociología y demás. Pero hay un «yo» no acusativo, el nominativo básico, del que somos conscientes ya no en un acto cognitivo sino, simplemente, cuando somos conmovidos por algo. Fichte lo llamó el Anstoss, «el impacto», y entendía que era una categoría fundamental que dominaba la experiencia. Es decir, cuando nos preguntamos qué razón tenemos para suponer que el mundo existe, que no nos estamos engañando, que el solipsismo no es una realidad, y que el mundo no es un producto de la imaginación o que la realidad nos está engañando o mintiendo de algún otro modo, la respuesta es que es imposible dudar de que se da una conmoción, un impacto entre nosotros y lo que deseamos, entre nosotros y lo que queremos ser, entre nosotros y la materia sobre la que queremos imponer nuestra personalidad, y que, por tanto, se resiste. En la resistencia se ponen de manifiesto el yo y el no yo. Sin el no yo, el yo carece de sentido. Sin el yo, el no yo carece de sentido. Éste es un dato primario, más radical y más básico que todo lo que habrá de sobrevenirle o que podrá deducirse de él. El mundo, según lo describen las ciencias, es una construcción artificial en comparación con este dato absolutamente originario, irreducible y fundamental, ya no de la experiencia, sino del ser en su totalidad. Ésta es, en términos generales, la doctrina de Fichte.
A partir de todo esto, Fichte desarrolla la amplia visión que habría de dominar la imaginación de los románticos, según la cual, lo único valioso —como he tratado de explicar anteriormente— es la exfoliación del yo particular, la actividad creativa, la imposición de sus formas sobre la materia, su penetración en otras cosas, su creación de valores y su consagración a éstos. Esto —como ya he sugerido— puede tener sus implicaciones políticas. Si el yo no se identifica con el individuo, sino con alguna otra entidad que está por encima de lo personal —ya sea una comunidad, una iglesia, un Estado o una clase—, se convierte, entonces, en una grandiosa voluntad avasalladora e intrusa, que le impone su personalidad propia tanto al mundo exterior como a sus elementos constitutivos. Sin duda, estos elementos podrían ser seres humanos, quienes, por ello, quedarían convertidos en meros componentes, en meras partes de una personalidad mucho más grande, mucho más impresionante e, históricamente, mucho más persistente.
Permítaseme hacer referencia a un pasaje de los famosos discursos de Fichte dirigidos a la nación alemana y pronunciados después de la conquista napoleónica de Prusia. No fueron pronunciados ante una gran cantidad de personas y tampoco tuvieron, en ese momento, un gran impacto. Sin embargo, cuando fueron leídos con posterioridad, produjeron un considerable arrebato de sentimiento nacionalista y continuaron siendo leídos por los alemanes a lo largo del siglo XIX convirtiéndose en su Biblia a partir de 1918. Será suficiente citar unas pocas líneas de este breve libro de discursos para hacer notar el tipo de tono al que me refiero; es decir, el tipo de propaganda que Fichte estaba llevando a cabo durante ese periodo. Dice:
O bien creemos en un principio original en el hombre —en una libertad, en una perfectibilidad, en un progreso infinito denuestra especie— o no creemos en nada de esto. Es posible que tengamos una sensación o algún tipo de intuición de lo opuesto. Aquellos que ya poseen el impulso creativo de vida, o en su defecto, suponiendo que ese don les haya sido negado, aquellos que siquiera ansían el momento en que los envuelva ese magnífico torrente de vida original y fluida, o quienes tienen, tal vez, un presentimiento vago de tal libertad, uno por el que sienten amor, más que odio o temor; todos ellos son parte de la humanidad primigenia. Ellos pueden ser considerados el pueblo verdadero, son el Urvolk, constituyen el pueblo primigenio —me refiero a los germanos—. Por otro lado, todos aquellos que se han resignado a representar tan sólo lo derivado, el producto de segunda mano, quienes se ven a sí mismos de este modo, se vuelven eso, y pagarán un precio por sus creencias. Ellos son meramente un anexo de la vida. Esos manantiales puros que fluyeron y que pueden continuar fluyendo a su alrededor no son para ellos. Ellos no son más que un eco proveniente de un acantilado distante, de una voz que se ha silenciado. Ellos están fuera del Urvolk, son extraños, son extranjeros. La nación que lleva hasta hoy el nombre de «germana» no ha dejado de demostrar su actividad original y creativa en los más diversos campos.
Y luego continúa diciendo:
Y éste es el principio de exclusión que he adoptado. Todos aquellos que creen en la realidad espiritual, quienes creen en la libertad de la vida del espíritu, quienes creen en el progreso eterno del espíritu haciendo uso de la libertad —sea el que sea su país de origen; sea el que sea su lenguaje—, todos ellos pertenecen a nuestra raza, forman parte de nuestro pueblo, o se unirán a él tarde o temprano. Todos esos que creen en el ser detenido, en el ser en retroceso, en los ciclos eternos, y también esos que creen en una naturaleza inerte y que la ponen en control del mundo —sea el que sea su país de origen; sea el que sea su lenguaje—, no son germanos, son ajenos a nosotros, y uno esperaría que algún día estas personas sean completamente separadas de nuestro pueblo[75].
Para ser justos con Fichte, ésta no era una arenga chauvi-nista alemana, ya que por alemanes él aludía —como también lo hacía Hegel— a la totalidad del pueblo germano. Aunque esto no cambia el contenido del discurso, lo alivia levemente. Esta categoría incluye a los franceses, a los ingleses, a los pueblos nórdicos y a algunos pueblos mediterráneos también. Aun así, el meollo de la arenga no es meramente el patriotismo o, simplemente, un intento de enardecer el menguante espíritu germano, pisoteado por Napoleón. El tema principal consiste en distinguir entre las personas vivas y las muertas, aquellas que son ecos y aquellas que son voces, aquellas que son anexos y las que son materia genuina, la estructura genuina. Ésta es la distinción fundamental que hace Fichte, una que habría de hechizar a una gran cantidad de jóvenes alemanes nacidos hacia finales de 1770 y principios de 1780.
La noción básica no es cogito ergo sum sino volo ergo sum. Curiosamente, el psicólogo francés Maine de Biran, contemporáneo de Fichte, desarrollaba un modelo psicológico semejante según el cual la personalidad se adquiría únicamente mediante el esfuerzo, repetidas intentonas, arrojándonos sobre algún obstáculo para finalmente sentirnos enteros. En otras palabras, uno se sentía presente sólo en los momentos de resistencia u oposición. El dominio, el titanismo, eran los ideales que resultaban de todo esto, tanto en la vida privada como en la vida pública.
Aunque es algo injusto tratarlo tan de paso, permítaseme decir algunas palabras sobre la doctrina de Schelling, algo análoga a la de Fichte aunque, en ciertos aspectos, profundamente diferente. Schelling tuvo una gran influencia sobre Coleridge —mayor que la de cualquier otro pensador— y también una profunda influencia sobre el pensamiento alemán, aunque hoy es poco leído, en parte porque su obra parece ser excesivamente opaca, por no decir incomprensible.
A diferencia de Fichte, quien oponía el principio vital de la voluntad humana a la naturaleza —la cual era vista, a la manera de Kant, como materia muerta que había de ser mol-deada, y no como un conjunto armónico al que debíamos in-tegrarnos—, Schelling creía en un vitalismo místico. Para él, la naturaleza era algo vivo, una especie de proceso de autodesarrollo espiritual. Él entendía que el mundo se iniciaba en un estado bruto de inconsciencia y que, gradualmente, ganaba consciencia de sí mismo. Comenzando de orígenes misteriosos, de la oscuridad; desarrollando una voluntad inconsciente; el mundo adquiría paulatinamente consciencia de sí. La naturaleza era voluntad inconsciente; el hombre era esa voluntad ya consciente de sí misma. La naturaleza presentaba distintos estadios de la voluntad: cada uno de éstos representaba un estadio de su desarrollo. Primero estaban las piedras y la tierra, que eran la voluntad en un estado de total inconsciencia. (Ésta es una antigua doctrina del Renacimiento por no ir más lejos, es decir, a sus fuentes en el gnosticismo). Gradualmente, iban ganando vida, y se daban así las tempranas formas de vida de las primeras especies biológicas. Luego venían las plantas, y después de ellas los animales. Éste era el progresivo proceso de toma de autoconciencia, el empuje paulatino de la voluntad hacia la realización de cierto objetivo. La naturaleza se esforzaba por algo sin saber, en realidad, qué era aquello por lo que lo hacía. El hombre, a su vez, se esforzaba y tomaba conciencia de aquello por lo que se esforzaba. Al culminar su esfuerzo con éxito, el hombre elevaba a toda la naturaleza a un nivel de conciencia superior. Para Schelling, Dios era un principio consciente en continuo autodesarrollo. Sí, afirmaba Schelling, Dios es alfa y es omega. Alfa es inconsciencia y omega pura conciencia. Dios es una especie de fenómeno progresivo, una forma de evolución creativa. De esta noción se apropió Bergson, porque poco hay en las teorías de Bergson que no haya sido anticipado por Schelling.
Esta doctrina tuvo una profunda influencia sobre la filosofía alemana de la estética y la filosofía del arte; pues, si todo en la naturaleza es viviente, y si nosotros somos los representantes de mayor conciencia en ella, la función del artista consiste en hurgar dentro de sí, en adentrarse en las fuerzas oscuras e inconscientes que lo habitan y sacarlas a la luz de la conciencia mediante una violenta y agonizante lucha interior. Ésa es la teoría de Schelling. Y la naturaleza hace lo mismo. Se dan luchas en el interior de ella. Toda erupción volcánica, todo fenómeno magnético o eléctrico era interpretado por Schelling como una lucha de autoafirmación por parte de ciegas y misteriosas fuerzas que, en el caso del hombre, eran algo más conscientes. Para él, las únicas obras de arte valiosas —y ésta es una doctrina que influenció a Coleridge, y subsecuentemente, a otros críticos de arte— son aquellas que, semejantemente a la naturaleza, expresan las pulsaciones de una vida no completamente consciente. Cualquier obra de arte enteramente consciente de sí es, para él, una especie de fotografía. Cualquier obra de arte que es meramente una copia, un fragmento de saber, algo que, al estilo de la ciencia, es solamente producto de una observación cuidadosa y de una transcripción escrupulosa de datos que han sido adquiridos de modo lúcido, exacto y científico: eso equivale a la muerte. La vida en una obra de arte es análoga —es decir, comparte una cualidad— con aquello que admiramos en la naturaleza, a saber, una especie de poder, de fuerza, de energía, de vida, de vitalidad. A esto se debe que los grandes retratos, las grandes estatuas, las grandes composiciones musicales, sean calificados de grandiosos, pues vemos en ellos, no solamente la superficie, la técnica, la forma que el artista tal vez conscientemente le haya impuesto, sino también, algo de lo que el artista no es completamente consciente, a saber, las pulsaciones en su interioridad de cierto espíritu infinito que él en particular representa del modo más articulado y consciente. Las pulsaciones de este espíritu son también, a un nivel más bajo, las de la naturaleza, de ahí que la obra de arte tenga un efecto vital sobre el hombre que la observa, o que la escucha, semejante al de los fenómenos de la naturaleza. Cuando esto está ausente, cuando la obra es enteramente convencional, creada según reglas, hecha con plena conciencia de lo que se está haciendo, bajo el fogonazo de una autoconciencia total, el producto deviene necesariamente en algo elegante, simétrico y carente de vida.
Ésa es, básicamente, la doctrina romántica del arte, contraria a la Ilustración, y que ha ejercido notable influencia sobre aquellos críticos que entienden que el inconsciente tiene un papel que jugar en el arte, no como en las antiguas teorías platónicas de inspiración divina donde el artista extático no era completamente consciente de su creación. En el Ion de Platón, por ejemplo, el hálito divino se apoderaba del artista, y éste no comprendía su creación porque algo más poderoso lo inspiraba desde afuera. La doctrina romántica del arte influenció a todas aquellas doctrinas que le adjudicaban valor y que estaban interesadas en considerar el elemento inconsciente, subconsciente o preconsciente de las obras realizadas por el artista individual o por un grupo, una nación, un pueblo o una cultura. Esto nos conduce directamente a Herder, quien también consideraba que la canción y la danza folclóricas eran la expresión de cierto espíritu semiconsciente de una nación, y que de no expresar esto, carecían por completo de valor.
No puede decirse de Schelling que haya escrito sobre estas cosas con una gran claridad. Con todo, lo hizo de modo entusiasta y tuvo considerable impacto sobre sus contemporáneos. La primera gran doctrina que surge de la combinación entre la voluntad fichteana y el inconsciente de Schelling —los dos factores constitutivos más importantes de la doctrina estética del movimiento romántico, así como de su posterior doctrina política y ética— es la del simbolismo. El simbolismo es sumamente importante en todo el pensamiento romántico: esto ha sido observado por todos los críticos del movimiento. Permítaseme intentar aclararlo lo más posible, aunque no presumo comprenderlo completamente, ya que, como bien decía Schelling, el romanticismo es verdaderamente una selva, un laberinto cuyo único hilo conductor es la voluntad y el estado de ánimo del poeta. Ya que no soy poeta, no confío plenamente en mi habilidad para ofrecer una explicación exhaustiva de esta doctrina, aunque sin duda intentaré hacerlo lo mejor posible.
Para simplificar, hay dos tipos de símbolos. Unos son convencionales y otros de una naturaleza diferente. Los primeros no presentan dificultad. Son símbolos que inventamos con el objetivo de comunicar ciertos significados, y existen reglas específicas acerca de esos significados. La luz roja y verde de un semáforo tiene su significado por convención. La luz roja significa que los automóviles no han de avanzar y constituye, simplemente, otra forma de decir «no avanzar». «No avanzar» es en sí misma una forma de simbolismo lingüístico que significa que hay algún tipo de prohibición por parte de las autoridades y que supone una amenaza, una clara amenaza y, si desobedecemos, acarreará importantes consecuencias. Éste es el simbolismo ordinario, claramente ejemplificado en los lenguajes artificiales, en los tratados científicos y en cualquier cuerpo de símbolos convencionales creados en función de ciertos objetivos, y donde el significado del símbolo está establecido según reglas.
Pero, obviamente, también hay símbolos que no son de esta naturaleza. No deseo tratar en detalle la teoría de los símbolos pero, para mis fines, es preciso indicar que lo que los románticos entendieron por simbolismo era el uso de símbolos para expresar aquello que sólo podía expresarse simbóli-camente, y no literalmente. En el ejemplo del tráfico, si reemplazáramos las luces rojas y verdes por los mensajes «deténgase» y «avance» respectivamente, o si, en cambio, pusiéramos personas de autoridad con megáfonos diciéndonos «deténgase» y «avance», esto sería tan efectivo como el semáforo, por lo menos en lo que hace a la comunicación gramatical del mensaje. Pero si nos preguntamos en cambio en qué sentido una bandera nacional que flota en el viento y suscita emociones en la gente es un símbolo; o en qué sentido la Marsellesa lo es; o para ir más lejos, por qué una catedral gótica, edificada de un modo particular —independientemente de su funcionamiento como edificio en el que se ofrecen servicios religiosos— es un símbolo para la religión que representa; o en qué sentido las danzas sagradas o cualquier tipo de rito religioso son un símbolo, o en qué sentido la Caaba es un gran símbolo para los musulmanes; la respuesta será, literalmente, que todas estas cosas no pueden expresarse de otro modo. Supongamos que alguien nos pregunta: ¿podría usted decirme qué significa exactamente la palabra «Inglaterra» en la siguiente frase de Nelson: «Inglaterra espera de todos sus hombres que cumplan con su deber»? Si intentamos responder con exactitud a la pregunta, si decimos que «Inglaterra» alude a un cierto número de bípedos implumes y racionales, que residen en cierta isla, en un momento determinado de principios del siglo XIX; pues claramente «Inglaterra» no significa esto. «Inglaterra» no hace referencia, simplemente, a un grupo de personas, con nombre, apellido y domicilio, conocidos por Nelson, quien podría, si lo deseara, enumerarlos. Lisa y llanamente, «Inglaterra» no significa eso porque la carga emotiva del término alude, al mismo tiempo, a algo más vago y más profundo. Y si planteamos la pregunta «¿qué significa aquí exactamente la palabra “Inglaterra”? ¿Podría usted desglosarla, podría darme —por tedioso que fuera— el equivalente literal de todo aquello que contiene esta fórmula?»; esto no sería fácil de hacer. Tampoco sería sencillo responder si planteamos la pregunta «¿cuál es el significado de la piedra Caaba? ¿Cuál es el significado específico de esta oración? ¿Qué significa esta catedral para las personas que vienen a rendir culto en ella, más allá de las vagas asociaciones emocionales que pueda provocar, más allá de una penumbra?» No es meramente el hecho de que provoca emociones: el canto de los pájaros, el crepúsculo también pueden hacerlo. Sin embargo, el crepúsculo no es un símbolo, ni el canto de los pájaros es simbólico. Ya pesar de esto, para los devotos, una catedral, un rito religioso, la consagración de la Hostia son símbolos.
Surge entonces la pregunta: ¿qué simbolizan estas cosas? Según la doctrina romántica, hay un impulso infinito en la realidad, en el universo que nos rodea; algo que es infinito, inagotable, y que lo finito intenta simbolizar aunque sin lograrlo completamente. Buscamos transmitir algo que sólo podemos transmitir con los medios que tenemos a nuestro alcance, pero sabemos que con ellos no podemos transmitir todo lo que deseamos, pues literalmente todo esto es infinito. Por eso hacemos uso de alegorías y símbolos. Una alegoría es una representación en palabras o en imágenes de algo que tiene un significado propio y también un significado diferente de éste. Cuando la alegoría representa algo diferente de lo que ella es, lo que ella representa —según los que en verdad creen en las alegorías y sostienen que el único modo de discurso profundo es el alegórico (como era el caso de Schelling y de los románticos en general)— no puede, ex hypothesi, establecerse. Ésa es la razón por la que debemos emplear una alegoría; y por la que las alegorías y los símbolos son, necesariamente, las únicas vías de expresión de aquello que deseamos decir.
Pero, ¿qué es lo que deseamos transmitir?: aquella corriente de la que nos hablaba Fichte. Deseamos expresar algo inmaterial pero debemos hacer uso de medios materiales para hacerlo. Deseamos expresar algo inexpresable pero debemos hacer uso de la expresión. Deseamos expresar, tal vez, algo del inconsciente pero debemos hacer uso de medios conscientes. Sabemos, con anticipación, que no tendremos éxito porque no podemos tenerlo; y, por tanto, que todo lo que conseguiremos es aproximarnos a ello más y más, aunque de modo asintótico. Hacemos cuanto podemos, pero se trata de una lucha agonizante en la cual, si somos artistas o, como para los románticos alemanes, pensadores con conciencia, estamos empeñados de por vida.
Esto es algo que tiene relación con la noción de profundidad. Es raramente tratada por los filósofos. Sin embargo, es un concepto perfectamente susceptible de serlo, y, en efecto, es una de las categorías más importantes que utilizamos. Cuando decimos que una obra es profunda, más allá de la obvia carga metafórica de la expresión, que supongo proviene de los pozos, que son hondos y profundos; cuando decimos de alguien que es un escritor profundo, o que una pintura o una pieza musical es profunda, no resulta muy claro lo que queremos decir pero, seguramente, no reemplazaríamos ese término por otro como, por ejemplo, «hermoso», o «importante», o «creado de acuerdo a las reglas», o más aún, «inmortal». Cuando decimos que Pascal es más profundo que Descartes (aunque sin duda Descartes fue un genio); o que Dostoievsky, que puede o no ser de mi agrado, es un escritor más profundo que Tolstoi, a quien prefiero; o que Kafka es un escritor más profundo que Hemingway; ¿qué intento decir, exacta e infructuosamente, mediante el uso de esta metáfora de la que me valgo debido a que carezco de mejores medios de expresión? Según los románticos —y ésta es una de sus principales contribuciones al pensamiento en general—, lo que queremos expresar por profundidad, aunque no utilizan esa terminología en sus discusiones, es lo inagotable, lo inabarcable. En el caso de obras de arte que son bellas aunque no profundas, o incluso en el de la ficción o de la filosofía, es posible describirlas de modo perfectamente literal y lúcido. En el caso de una pieza musical del siglo XVIII, digamos de una pieza bien compuesta, melódica y agradable, y tal vez también genial, es posible explicar las razones por las que es así, y, aún más, por qué nos produce el placer que nos da. Podemos decir que los seres humanos sienten un placer particular al escuchar ciertos tipos de armonías. Tal vez pueda describirse con gran minuciosidad, gracias a una importante variedad de artilugios introspectivos. Si describimos maravillosamente bien —si somos un Proust, o un Tolstoi, o si somos psicólogos descriptivos con buena formación—, tal vez podamos ofrecer una equivalencia verbal del estado emocional en el que nos encontramos al escuchar una pieza musical, o al leer un fragmento de ficción; una equivalencia suficientemente parecida a lo que en efecto estamos sintiendo o pensando en ese momento particular, que sea la traducción en prosa de lo que está ocurriendo en ese momento; una traducción científica, verdadera, objetiva, verificable y demás. Pero en el caso de obras que son profundas, cuanto más decimos, más queda por decir. No hay duda de que, aunque intentemos describir en qué consiste su profundidad, en cuanto nos referimos a ella y por mucho que desarrollemos nuestra explicación, se abren nuevos abismos. Digamos lo que digamos, siempre nos vemos en la obligación de terminar nuestra explicación con puntos suspensivos. Hagamos la descripción que hagamos, nos quedan puertas abiertas al más allá, tal vez, a algo más oscuro, aunque, sin duda, a algo que, en principio, no puede reducirse a prosa precisa, clara, verificable y objetiva. Ésta es, seguramente, una de las acepciones del término «profundo»: la de apelar a lo irreductible, la de forzarme en mi conversación, en mi descripción, a utilizar un lenguaje que, en principio —hoy y siempre— es inadecuado para este propósito.
Supongamos que intentamos explicar una proposición que es particularmente profunda. Hacemos cuanto podemos, pero sabemos que no somos capaces de agotarla; y cuanto más inagotable se nos hace, cuanto más amplio nos parece su alcance, más grietas se abren; y cuanto más profundas son, mayor es su trascendencia, mayor es nuestra predisposición a afirmar que esta proposición en particular es profunda, y no meramente verdadera, interesante, entretenida, original o cualquier otra cosa que nos veamos tentados a decir. Cuando, por ejemplo, Pascal comenta que no sólo la mente, sino también el corazón tiene sus razones; cuando Goethe señala que, por más que intentemos evitarlo, siempre habrá un básico elemento antropomórfico en todo lo que hagamos y pensemos; estos comentarios son interpretados como comentarios profundos por la siguiente razón: porque cuando los empleamos nos abren nuevos panoramas que no pueden analizarse, abarcarse, describirse, agruparse; no hay fórmula que nos conduzca, por deducción, a ellos. Ésta es la noción fundamental de profundidad empleada por los románticos, y es a ella, en gran medida, a lo que se refieren en su prédica acerca de lo finito representando lo infinito, lo material representando lo inmaterial, lo muerto representado lo vivo, lo espacial representando lo temporal, las palabras representando algo que, en sí mismo, es inefable. «¿Podemos apoderarnos de lo sagrado?», se preguntaba Friedrich Schlegel. Y respondía: «No, nunca podremos apoderarnos de lo sagrado, ya que la mera imposición de la forma, lo deforma»[76]. Esta noción subyace a toda la teoría romántica de la vida y del arte.
Esto conduce a dos fenómenos obsesivos y bastante interesantes que estarán muy presentes tanto en el pensamiento como en la sensibilidad de los siglos XIX y XX. Uno es la nostalgia y el otro es una especie de paranoia. La nostalgia se funda en el hecho de que intentamos comprender lo infinito pero éste es inabarcable, razón por la que nada de lo que hagamos nos dará satisfacción. Cuando se le preguntó a Novalis hacia dónde se dirigía, cuál era el propósito de su arte, dijo: «Estoy constantemente retornando al hogar, siempre retornando a casa de mi padre»[77]. En un sentido, ésta era una respuesta religiosa, aunque también significaba que estas incursiones en lo exótico, lo extraño, lo ajeno, lo singular, estos intentos de romper con el marco empírico de la vida cotidiana —la escritura de cuentos fantásticos con transformaciones y extraños encantamientos, los intentos de escribir cuentos simbólicos o alegóricos repletos de referencias místicas y veladas, de esa imaginería esotérica sumamente peculiar, que ha absorbido por años a los críticos—, todos constituyen intentos de regreso, de vuelta a un hogar que tira y que llama. Es el famoso Sehnsucht infinito de los románticos, la búsqueda de la flor azul, como la denominaba Novalis, el intento de absorber el infinito dentro de nosotros, de hacernos uno con él, o de fundirnos en él. Ésta es, obviamente, una versión secular de aquella profunda búsqueda religiosa por lograr una unidad con Dios, por revivir al Cristo que está dentro de nosotros, por aunarnos con las fuerzas creativas de la naturaleza, aunque ahora en un sentido pagano, que les llega a los alemanes por medio de Platón, de Eckhart, de Boehme, del misticismo alemán y de numerosas otras fuentes, excepto que, en este caso, toman un cariz literario y secular.
Esta nostalgia es lo opuesto a lo que la Ilustración consideraba como su contribución fundamental. La Ilustración suponía, como ya he tratado de explicar, que había un modelo de vida perfecto y cerrado; una forma específica de vida y de arte, de sensibilidad y de pensamiento que era la correcta, la adecuada, que era verdadera y objetiva, y que, de saber nosotros lo suficiente, podríamos enseñársela a la gente. Nuestros problemas tenían una solución cierta y si solamente fuéramos capaces de construir una estructura adecuada para esa solución, y luego, por decirlo así, ajustar al hombre a dicha estructura, lograríamos obtener respuestas tanto para los problemas del pensamiento como para los de la acción. Pero si esto no fuera así, si ex hypothesi, el universo estuviera en movimiento en lugar de detenido, si fuera una firma de actividad en lugar de materia inerte, si fuera infinito en lugar de finito, si estuviera en constante modificación y jamás fijo, si nunca fuera lo mismo (para emplear las múltiples metáforas de las que se valían constantemente los románticos), si fuera una ola en constante movimiento (como decía Friedrich Schlegel), ¿cómo podríamos siquiera intentar describirlo?, ¿qué deberíamos hacer para describir una ola? Terminaríamos hablando, por lo general, de agua estancada. Sólo podemos describir la luz con exactitud, sacrificando su esencia; por tanto, no lo intentemos. Pero no podemos renunciar a describirla porque ello significaría dejar de expresarnos, y esto equivaldría a dejar de vivir. Para estos románticos, vivir era hacer, y hacer era expresar nuestra propia naturaleza, lo cual equivalía a expresar nuestra relación con el universo. Aunque esta relación era inefable, de todos modos, debíamos intentar expresarla. Ésta era la agonía; éste era el problema. Éste es el interminable Sehnsucht, el anhelo, la razón por la que debemos ir a países lejanos, por la que buscamos ejemplos exóticos, por la que viajamos al Oriente y escribimos novelas sobre el pasado, ésta es la razón por la que nos entregamos a todo tipo de fantasías. Ésa es la típica nostalgia romántica. Si el hogar que ellos añoran; si la armonía, la perfección de la que hablan, les fuera concedida, ellos la rechazarían. Por definición, podemos aproximarnos a esta perfección, pero nunca podremos poseerla; éste es el carácter de la realidad en la que vivimos. Esto trae a la memoria la famosa y cínica anécdota de aquel que le preguntó a Dante Gabriel Rossetti, cuando trabajaba sobre el Santo Grial: «¿Pero, señor Rossetti, una vez que lo haya encontrado, qué hará con él?»[78]. Precisamente, ésta era la típica pregunta a la que los románticos sabían responder muy bien. Para ellos, el Grial era en principio inalcanzable; era de naturaleza tal, que resultaba imposible no consagrar la vida entera a su búsqueda; y ello se debía al carácter y a la naturaleza del universo. La cruda verdad acerca del universo era que no podía ser expresado en su totalidad, que no podía abarcarse, que no estaba en reposo, sino en movimiento; éste es el dato fundamental, y lo descubrimos cuando comprendemos que el yo es algo de lo que tomamos conciencia únicamente a través de un esfuerzo. El esfuerzo es acción, la acción es movimiento, el movimiento es interminable, es movimiento perpetuo. Ésa es la imagen en la que se basa el romanticismo; es la que intento transmitir lo mejor posible con palabras que, ex hypothesi, no pueden transmitirla.
La segunda noción, la de la paranoia, es algo diferente. Hay una versión optimista del romanticismo según la cual los románticos entienden que avanzando, expandiendo nuestra naturaleza, destruyendo los obstáculos que se nos presentan en el camino, cualesquiera que sean —las caducas reglas francesas del siglo XVIII, ciertas instituciones políticas y económicas de carácter destructivo, las leyes, la autoridad, cualquier verdad preconcebida, o tipo de reglas o instituciones consideradas como absolutas, perfectas, e inapelables—, nos estamos liberando más y más y permitimos que nuestra naturaleza infinita alcance alturas cada vez mayores, que se vuelva más amplia, más profunda, más libre, más vital, y más a semejanza de la divinidad a la que intenta llegar. Pero hay otra versión, más pesimista, que ha obsesionado, hasta cierto punto, al siglo XX también. La noción es que aunque intentemos liberarnos, el universo no es tan fácil de dominar. Hay algo detrás, en las oscuras profundidades del inconsciente o de la historia; hay algo, de todos modos, que nosotros no podemos alcanzar y que frustra nuestros más caros deseos. A veces se lo concibe como cierta naturaleza hostil e indiferente; otras veces, como las lecciones de la historia, que para los optimistas nos guía hacia metas aún más gloriosas, mientras que para los pesimistas, como Schopenhauer, es un vasto océano insondable de voluntad sin dirección sobre el cual flotamos como una pequeña barca sin rumbo, sin la posibilidad real de comprender el elemento en el que nos encontramos ni de determinar nuestro curso. Y ésta es una fuerza poderosa y difícil de resistir; una fuerza que es, en definitiva, hostil a nosotros, con la que es difícil congeniar y de la que nada aprendemos.
Esta paranoia se manifiesta de múltiples maneras, unas más crueles que otras. Se pone de manifiesto, por ejemplo, en la búsqueda de todo tipo de conspiraciones en la historia. Los hombres comienzan a sospechar que tal vez la historia esté movida por fuerzas sobre las que no tienen control. Hay alguien detrás de todo esto: tal vez los jesuitas; tal vez los judíos; o tal vez los masones. Esta actitud fue promovida por las variadas explicaciones que se dieron del curso de la Revolución Francesa. Nosotros los ilustrados, nosotros los virtuosos, los sabios, los nobles y bondadosos, intentamos alcanzar esto o aquello, pero, por alguna razón, todos nuestros esfuerzos quedan en la nada. Ha de haber una fuerza temible y hostil acechándonos, una que nos hace tropezar, justo cuando creemos estar a punto de alcanzar el objetivo. Esta visión —como estoy sugiriendo— se manifiesta de modos más crueles, como, por ejemplo, en la teoría de la conspiración histórica, en la que siempre buscamos enemigos encubiertos o, a veces, figuras más y más abstractas como las fuerzas económicas o las de producción o la lucha de clases (como dirá Marx), o la noción mucho más vaga y metafísica de la astucia de la razón o la astucia de la historia (como dirá Hegel), que conoce sus objetivos mucho mejor que nosotros y nos engaña. Hegel dice: «El espíritu nos engaña, el espíritu conspira contra nosotros, el espíritu nos miente, el espíritu triunfa»[79]. Prácticamente, lo concibe como una especie de enorme e irónica fuerza aristofánica que se burla de los pobres seres humanos, quienes intentan construir sus pequeños hogares en la ladera de lo que ellos entienden que es una verde y florida montaña, pero que en realidad es el gran volcán de la historia humana, a punto, una vez más, de entrar en erupción, a largo plazo, tal vez para el bien de los hombres o para realizarse en un ideal, pero, a corto plazo, para destruir a un gran número de personas inocentes y causar así gran daño y sufrimiento.
Ésta también es una idea romántica, ya que una vez que adquirimos la noción de que existe algo más amplio fuera de nosotros, algo inasible, algo inalcanzable, o bien sentimos amor por ello, tal como proponía Fichte, o sentimos temor; y si sentimos temor, éste se convierte en paranoia. Esta paranoia va creciendo a lo largo del siglo XIX: alcanza su cima con Schopenhauer, es dominante en la obra de Wagner, y llega a un importante clímax en muchas obras del siglo XX donde se manifiesta la obsesión con la idea de que, hagamos lo que hagamos, habrá siempre algún cáncer, algún gusano, algo que nos condene a una perpetua frustración, ya sean seres humanos a quienes debemos exterminar o fuerzas impersonales contra las que todo esfuerzo es inútil. Obras tales como las de Kafka están cargadas de esta peculiar sensación de angst ingobernable, de terror, de aprehensión no dirigida a ningún objeto en particular. Esto también se da en la obra de los románticos tempranos. Los cuentos de Tieck, Der blonde Eckbert, por ejemplo, están cargados de terror. Sin duda, pretenden ser alegorías, aunque, de todos modos, lo que siempre ocurre es que el héroe comienza teniendo una vida feliz hasta que le sucede algo terrible. Se le presenta un pájaro dorado que le canta una canción acerca del Waldeinsamkeit, que ya en sí mismo constituye un concepto romántico; se refiere a la soledad del bosque, algo encantador y terrorífico a la vez. El mata al pájaro y ocurren varias desgracias. El continúa matando, continúa destruyendo; se ve enmarañado en una temible red que le ha sido tendida por alguna fuerza horrible y misteriosa. El intenta liberarse de ella. Vuelve a matar, a combatir, a luchar, muere. Este tipo de pesadilla es muy típica de la primera literatura romántica alemana y proviene exactamente de la misma fuente, a saber, de la noción del dominio de la voluntad sobre la vida; de la voluntad, no de la razón; no de algo analizable y controlable, sino de algún tipo de voluntad. En tanto que es mi voluntad, que se dirige a objetivos creados por mí mismo, es probable que sea benévola. En tanto que es la voluntad de un dios benévolo o la de la historia que promete llevarme a un buen destino —como aparece en los escritos de todos aquellos filósofos optimistas de la historia— es probable que no sea muy aterradora. Pero puede llegar a suceder que el fin sea más negro, más aterrorizador y más insondable de lo que creemos. De este modo, los románticos oscilan entre dos extremos: el de un optimismo místico y el de un pesimismo aterrador; y esto es lo que hace que sus escritos sean de calidad desigual.
La segunda de las tres grandes influencias que identificó Schlegel era la de la Revolución Francesa, la cual tuvo un obvio impacto sobre los alemanes, ya que produjo —como resultado de las guerras napoleónicas en particular— una vasta explosión de sentimiento nacional herido, que alimentó al movimiento romántico, en tanto que éste era, bajo cualquiera de sus formas, la afirmación de la voluntad nacional. No deseo, sin embargo, enfatizar este aspecto de la Revolución. Deseo más bien señalar que la Revolución Francesa, si bien prometió una solución perfecta para los males humanos basándose, como ya he mencionado, en un universalismo pacífico —en la doctrina del progreso continuo, cuyo ideal era la perfección clásica, y que, una vez alcanzada, perduraría eternamente fundándose en inquebrantables principios establecidos por la razón— perdió su rumbo (esto era claro para todos). En consecuencia, en lugar de reforzar la razón, la paz, la armonía, la libertad universal, la igualdad, la libertad, la fraternidad —todas las cosas que aspiraba satisfacer— promovió, por el contrario, la violencia, cambios aterradores e impredecibles de los asuntos humanos, la irracionalidad de las masas, el desmedido poder individual, el de los grandes hombres, buenos y malos, capaces de dominar a estas masas y de alterar el curso de la historia en un sinfín de modos distintos. La Revolución Francesa estimuló, en la mente y la imaginación de los hombres, la poesía de la acción, de la lucha, de la muerte; no meramente entre los alemanes sino entre todos los pueblos, y de allí que tuviera un efecto completamente contrario al que intentaba tener. En particular, alimentó la noción de que existe una gran masa misteriosa y sumergida debajo del iceberg, una de la que nada sabemos.
Era bastante natural preguntarse por qué la Revolución Francesa había fracasado, ya que, una vez ocurrida, y de modo bastante notable, la mayoría de los franceses no eran libres, ni iguales, y no eran particularmente fraternales entre sí —por lo menos en número suficientemente importante como para descalificar la pregunta—. Aunque, sin duda, un cierto número de ellos había mejorado su situación, la de muchos otros se había deteriorado. En los países vecinos también se daba lo mismo: algunas personas habían sido liberadas, pero otras no encontraban que la Revolución hubiera valido la pena.
Se ofrecieron varias explicaciones de este fracaso. Aquellos que creían en la economía sostenían que los dirigentes políticos de la Revolución Francesa habían ignorado los factores económicos. Los que creían en la monarquía o en la Iglesia sostenían que los instintos más profundos y la fe habían caído víctimas del materialismo ateo, cuyas consecuencias habían sido espantosas, y que, por ende, el fracaso de la Revolución era el castigo con el que la naturaleza humana o Dios (dependiendo de la filosofía particular de cada uno) respondía al desafío de los hombres. Pero la sospecha que la Revolución suscitó entre todos era que, tal vez, no sabíamos lo suficiente; las doctrinas de los philosophes franceses, que eran, supuestamente, el plan maestro para modificar la sociedad del modo deseado habían resultado inadecuadas. De allí que, aunque la porción superior de la vida social humana quedara a la vista —para los economistas, los psicólogos, los moralistas, los escritores, los estudiantes y todo tipo de especialistas y observadores—, no era más que la punta de un iceberg gigante, cuya sección más grande estaba sumergida en el océano. Esta porción invisible no había sido suficientemente tomada en cuenta y, por tanto, se había vengado causando todo tipo de consecuencias absolutamente inesperadas.
La noción de consecuencias no intencionadas, de que aunque nos lo propongamos, es la oscura realidad la que dispone, y de que a pesar de que la modifiquemos, ella, sin embargo, se recompondrá y nos sorprenderá con una bofetada; la noción de que si intentamos alterar demasiado las cosas —la naturaleza, los hombres, o lo que fuera— habrá entonces algo llamado «naturaleza humana» o «naturaleza social» u «oscuras fuerzas del inconsciente» o «fuerzas productivas» o «la Idea», algo, no importa el nombre que lleve esta entidad, que procederá a agredirnos y a destruirnos; esto cultivó la imaginación de muchas personas en Europa, quienes seguramente no se hubieran definido como románticos, y promovió también todo tipo de teodiceas: la teodicea marxista, la hegeliana, la de Spengler, la de Toynbee y muchos otros escritos teológicos de nuestra época. Creo que éste es el origen de esta noción; una que también nutrió la corriente de paranoia, en tanto que una vez más reavivó la conciencia de que existía algo más fuerte que nosotros, una inmensa fuerza impersonal, que no podía ser investigada ni desviada. Esto convirtió a la totalidad del universo en algo mucho más aterrador de lo que había sido para el siglo XVIII.
La tercera de las influencias de Schlegel fue la novela de Goethe Wilhelm Meister. Los románticos admiraban la novela, no tanto por su calidad narrativa sino por otras dos razones: la primera, porque era un relato sobre un hombre genial que se había formado a sí mismo; un relato de cómo un hombre podía hacerse cargo de sí mismo y por el libre ejercicio de su noble voluntad convertirse en alguien. Ésta es, probablemente, la autobiografía de Goethe el artista. Pero incluso más que eso, lo que les agradaba era el hecho de que había fuertes transiciones en la novela. De un sobrio fragmento de prosa, de una descripción científica, por ejemplo, de la descripción de la temperatura del agua, o de un tipo particular de jardín, Goethe pasaba, repentinamente, a pasajes extáticos, poéticos y líricos, a explosiones poéticas, para retornar, luego, rápida y abruptamente, a un tipo de prosa severa, aunque perfectamente melodiosa. Estas agudas transiciones de la poesía a la prosa, del éxtasis a las descripciones científicas, les parecían a los románticos un arma maravillosa para hacer estallar y derrocar la realidad. Así debían ser escritas las obras de arte: no según reglas, no debían ser copias de alguna naturaleza ya dada, de un rerum natura, de alguna estructura de las cosas que la obra de arte intentaba explicar, o peor aún, no debían ser una copia o una fotografía. La función de la obra de arte consistía en liberarnos y lo hacía al ignorar las simetrías superficiales de la naturaleza, las reglas superficiales, y mediante abruptas transiciones de un estilo a otro —de la poesía a la prosa, de la teología a la botánica, o lo que fuera— derribaba una gran cantidad de divisiones convencionales que nos restringían, que nos encerraban y que nos aprisionaban.
No creo que Goethe haya considerado esto como un análisis válido de su obra. Él veía a estos románticos con algo de nerviosismo. Tanto él como Schiller los consideraban bohemios desarraigados, artistas de tercera (lo cual, sin duda, era cierto en algunos de ellos), personas de vidas inconsecuentes y desordenadas, a quienes, sin embargo, por admirarlo y adorarlo tanto, Goethe no deseaba despreciar ni ignorar. Y así se desarrolló una relación algo ambivalente entre ellos. Le consideraban como a uno de los grandes genios alemanes, pero despreciaban sus gustos filisteos, su servilismo hacia el gran duque de Weimar y el hecho de que se había vendido en muchos aspectos —que había comenzado como un genio audaz y original y había terminado como un cortesano vestido de seda—. Por otro lado, él los veía como a artistas de escasos recursos, artistas que disimulaban su falta de talento creativo con un innecesario desenfreno expresivo. Pero al mismo tiempo eran alemanes, eran sus admiradores, la única audiencia con la que contó por algún tiempo, y, por tanto, no debían ser descuidados, ni rechazados sin consideración. Ésa era, en términos generales, la relación entre ellos. Y continuó siendo una relación difícil hasta el final de la vida de Goethe, y él mismo nunca se entregó demasiado al romanticismo. Hacia el final de su vida dijo: «El romanticismo es una enfermedad, el clasicismo es salud»[80]. Éste era, en efecto, su credo fundamental.
El propio Fausto (que los románticos no apreciaban especialmente), a pesar de que el héroe sufre un sinnúmero de transformaciones románticas, y de que se ve sacudido por la gran ola —hay muchos pasajes en los que queda claro que el héroe es comparado a un torrente desenfrenado y salvaje, que salta de escollo en escollo, y que ansía constantemente las nuevas experiencias que le ofrece Mefistófeles—, es, en definitiva, una obra de reconciliación. El tema central de Fausto, luego de haber matado a Margarita, a Filemón y a Baucis, después de haber cometido gran cantidad de crímenes tanto en la primera como en la segunda parte, es que hay cierta distensión y resolución armónica de todos estos conflictos, a pesar de haber causado gran sufrimiento y derramamiento de sangre. Pero la sangre y el sufrimiento no significaban nada para Goethe: como Hegel, él suponía que la armonía divina podía únicamente alcanzarse por choques abruptos, por discordias violentas que, desde una perspectiva más abarcadora, habrían de percibirse como elementos contribuyentes a una armonía mayor. Todo esto no es romántico. Es más bien antirromántico, pues Goethe se inclinaba a decir que había una solución ardua y dificil, una que tal vez podía ser únicamente percibida desde un punto de vista místico, pero aun así había solución. También en sus novelas, Goethe predicó lo que detestaban los románticos. La moral de Hermann y Dorotea y de Die Wahlverwandtschaften era que si se presentaba un conflicto emocional, una temible complicación entre una mujer casada y su amante, por ejemplo, no habíamos de recurrir en absoluto al divorcio o al abandono del hogar sino que, por el contrario, habíamos de resignarnos, debíamos sufrir y subyugarnos a la convención, a la preservación de los pilares de la sociedad. Esencialmente, era un discurso de orden, de autodominio, de disciplina, de eliminación de todo factor caótico o contrario a la legalidad.
Para los románticos esto era veneno puro. Nada les desagradaba más. La vida personal de muchos de ellos fue algo desordenada. El cénacle, el pequeño grupo de románticos que se reunía en Jena —los dos hermanos Schlegel, por algún tiempo Fichte, por algún tiempo Schleiermacher en Berlín, y Schelling— creía y predicaba de modo violento los deberes que acarreaba la libertad y la importancia de la libertad total, incluyendo el amor libre. August Wilhelm Schlegel se casó con una dama porque estaba embarazada —era una revolucionaria alemana de gran inteligencia, apresada durante algún tiempo por los alemanes en Mainz por haber colaborado con los revolucionarios franceses— y luego, dignamente, se la dejó a Schelling, quien estaba enamorado de ella. Esto había ocurrido antes también entre Schiller y Jean Paul, aunque sin matrimonio de por medio. Se pueden citar muchos ejemplos. Pero dejando a un lado sus relaciones personales, la gran novela que expresó su estilo de vida, y que escandalizó profundamente a Goethe y a Hegel, a pesar de no ser una obra de gran mérito literario, fue Lucinde, una especie de LadyChatterley de su tiempo, publicada por Friedrich Schlegel al final del siglo XVIII. Era una novela erótica, con violentas descripciones de distintos tipos de posiciones amorosas, y que también contenía prédicas románticas acerca de la necesidad de la libertad y de la expresión individual.
El meollo de Lucinde, más allá de su aspecto erótico, consistía en la descripción de lo que podía llegar a ser una relación libre entre seres humanos. En particular, se establecían analogías frecuentes con un pequeño bebé llamado Guillermina, que pataleaba libre y desenfrenadamente. El personaje principal dice: «¡Así deberíamos vivir! He aquí un niño, desnudo y libre de convenciones. No lleva ropa, no reconoce autoridad alguna, no cree en mentores convencionales y sobre todo no hace nada, carece de responsabilidad. El ocio es la última chispa que nos queda de aquel paraíso del que la humanidad fuera alguna vez expulsada. La libertad, la posibilidad de patalear, de hacer lo que deseamos, es el único privilegio que conservamos en este mundo temible, en este espantoso engranaje causal en el que la naturaleza nos oprime tan salvajemente»[81], y así sigue.
La novela causó gran conmoción y fue defendida por el gran predicador de Berlín Schleiermacher de un modo no del todo diferente a la defensa de El amante de lady Chatterley que habrían de hacer varios pastores británicos en la década de 1960. Es decir, del mismo modo en que se presentó el libro de Lawrence, ya no como una obra de naturaleza poco espiritual, sino como un texto que se alineaba, que era prácticamente un sostén de la ortodoxia cristiana; pues así Lucinde, que era una novela pornográfica de cuarta categoría, fue presentada por el leal Schleiermacher como una novela de naturaleza espiritual. Todas sus descripciones físicas eran entendidas alegóricamente, y todo lo que había en ella se entendía simplemente como una gran prédica, como un himno a la libertad espiritual del hombre que ya no estaba encadenado por falsas convenciones. Schleiermacher se retractó años más tarde de su posición, lo que habla mejor de su bondad, su lealtad y su generosidad que de su agudeza crítica. Pero de todos modos, el objetivo de Lucinde era el de romper con las convenciones. Allí donde hubiera convenciones, había que romper con ellas.
Tal vez los ejemplos más interesantes de esta ruptura de convenciones se den en las obras dramáticas de Tieck y en los cuentos del famoso narrador E. T. A. Hoffmann. La propuesta del siglo XVIII, y de los siglos anteriores también, como repito incansablemente, era que había una naturaleza de las cosas, un rerum natura, una estructura del mundo. Para los románticos esto era absolutamente falso. No podía haber una estructura en el mundo ya que eso nos aprisionaría, nos sofocaría. Debía haber un campo de acción. Lo potencial era más real que lo actual. Lo hecho carecía de vida. Una vez producida la obra de arte debía ser abandonada, porque una vez hecha, estaba allí, estaba acabada, pertenecía al pasado. Lo hecho, lo que ha sido construido, lo que ya ha sido comprendido, debe ser abandonado. El único modo de capturar la realidad es mediante vislumbres, fragmentos, intimaciones, una iluminación mística, ya que todo intento de circunscribirla, de ofrecer una explicación coherente, de ser armonioso, de tener un principio, un medio y un final constituye una forma de aprisionamiento absurda y blasfema, es una perversión y una caricatura de lo que, en esencia, es caótico e informe; una corriente arrolladora, un tremendo caudal de voluntad realizándose a sí misma. Ésa es la ferviente médula del dogma romántico.
Hay un cuento de Hoffmann acerca de un decente concejal de ciudad, un coleccionista de libros que se sienta, como de costumbre, en la sala de su casa, con su bata y rodeado de viejos documentos. En la puerta de entrada de su domicilio hay una aldaba de bronce, que a veces se transforma en una horrible vendedora de manzanas: a veces es la vendedora de manzanas y a veces la aldaba de bronce. Esta última a veces parpadea como la vendedora de manzanas y la vendedora de manzanas a veces se comporta como la aldaba de bronce. En cuanto a su dueño, el honorable concejal, a veces se sienta en su sillón, a veces se mete en una jarra de ponche, desaparece en su vapor y se eleva por los aires con los vahos; o, a veces, se disuelve en el ponche, emborracha a otros bebedores y vive luego diferentes experiencias. Esto es, para Hoffmann, un modelo típico de cuento fantástico, uno que lo hizo muy famoso. Cuando comenzamos a leer uno de sus cuentos nunca sabemos lo que va a ocurrir. Hay un gato en el salón. El gato puede ser un gato, pero también, por supuesto, puede ser un ser humano transformado. Ni el propio gato lo sabe bien; él nos dice que no lo sabe; y esto crea un aire de incertidumbre sobre todo lo que ocurre, lo que es intencional. Cuando Hoffmann cruzaba un puente en Berlín solía sentirse encerrado en una botella de vidrio. No estaba del todo seguro si las personas que lo rodeaban eran seres humanos o simples muñecos. Creo que esto es, genuinamente, una muestra de su delirio psicológico —psicológicamente no era del todo normal—, pero, al mismo tiempo, ilustra el tema principal de su obra, que siempre es la mutabilidad de todo en todo.
Tieck escribe una obra de teatro, El gato con botas, donde el rey le dice al príncipe que viene a verlo: «Vienes de tan lejos, ¿cómo es que hablas nuestra lengua tan bien?» A lo que el príncipe responde: «¡Chito!» El rey dice: «¿Por qué dices “¡Chito!”?» Y el príncipe responde: «Si no lo hago —si no dejas de hablar de este tema— la obra no puede continuar». Luego, se le ordena a una persona del público que se levante. Ella dice: «Esto es un insulto a las reglas del realismo. Es intolerable que los personajes discutan la obra entre ellos». Todo esto es intencional. En otra obra de Tieck un hombre, Scaramouche, está montado a un burro. De repente, aparece una tormenta y él dice: «La obra no dice nada de esto; el guión no hace referencia a la lluvia, y me estoy mojando». El toca a una puerta y aparece un mecánico. Él le dice al mecánico: «¿Por qué está lloviendo?» Y el mecánico responde: «El público aprecia las tormentas». A lo que Scaramouche responde: «En una pieza histórica digna no puede llover». El mecánico dice: «Sí que puede», cita ejemplos, y por fin dice que, de todos modos, se le ha pagado para hacer llover. Luego, se levanta una persona del público y dice: «Esta intolerable discusión debe acabar inmediatamente. La obra debe fomentar cierto grado de ilusión. Es imposible que la obra continúe si los personajes discuten sus aspectos técnicos»; y así sigue. Esa misma obra contiene a su vez otra obra de teatro, en la cual, a su vez, hay una tercera obra. Los públicos respectivos de cada obra se hablan entre ellos, y, en particular, una persona ajena al marco de la obra discute la relación que entablan los diferentes públicos entre sí[82].
Esto por supuesto tiene analogías: antecede a Pirandello, al dadaísmo, al surrealismo y al teatro del absurdo. Es el origen de todo esto. El propósito consiste en confundir la realidad y la apariencia lo más posible, en romper el límite entre la ilusión y la realidad, entre el sueño y la vigilia, entre la noche y el día, entre el consciente y el inconsciente, y dar así la sensación de un universo sin barreras, ilimitado y en perpetuo cambio, en perpetua transformación, del que cualquier hombre con voluntad pueda, aunque sea transitoriamente, hacer de él lo que le plazca. Ésa es la doctrina fundamental del movimiento romántico y, como es natural, posee también analogías de índole política. Los escritores políticos del romanticismo comienzan a decir: «El Estado no es una máquina, el Estado no es un aparato. Si el Estado fuera una máquina, los hombres habrían inventado algo diferente, pero no lo han hecho. O bien el Estado se dio por desarrollo natural o es la emanación de alguna fuerza primigenia y misteriosa que no podemos comprender y que tiene algún tipo de autoridad teológica». Adam Müller sostenía que Cristo no había muerto exclusivamente por salvar a los hombres sino también por salvar a los Estados, lo que era una afirmación muy radical de la política teológica. Luego pasaba a argumentar que el Estado era una institución mística profundamente arraigada en los aspectos más arcanos, más difíciles de desentrañar y más incomprensibles de la existencia humana, una existencia que básicamente estaba en un perpetuo vaivén. El intento de reducir el Estado a constituciones, a leyes, estaba condenado al fracaso ya que lo escrito no perduraba. Ninguna constitución, por el mero hecho de estar escrita, podía sobrevivir, ya que lo escrito carecía de vida y ella debía ser una llama viviente en el corazón de aquellos hombres que convivían formando una apasionada familia mística. Cuando empezó a surgir este tipo de discurso, esta doctrina comenzó a penetrar en campos para los que no estaba originalmente concebida y desde allí, naturalmente, acarreó consecuencias muy serias.
Me ocuparé, por fin, aunque muy brevemente, del concepto de ironía romántica, el que se funda exactamente en las mismas nociones. Fue Friedrich Schlegel quien inventó la ironía. La idea es que cuando vemos a ciudadanos honestos ocupándose de sus asuntos; cuando nos enfrentamos a un poema bien compuesto —según reglas—; cuando vemos una institución pacífica que protege la vida y la propiedad de los ciudadanos; cuando vemos estas cosas hemos de reírnos de ellas, burlarnos, ser irónicos, volarlas en pedazos, indicar que lo contrario es igualmente verdadero. Para él, la única defensa contra la muerte, contra la osificación y contra cualquier otra forma de estabilización y de congelamiento de la corriente de vida es la Ironie. Se trata de un concepto difícil, pero la noción general es que, a cada afirmación que hacemos le corresponden por lo menos tres otras, contrarias a la primera e igualmente verdaderas. Debemos creer en todas ellas, sobre todo, porque son contradictorias entre sí. Éste es el único modo de escapar de la espantosa camisa de fuerza que nos impone la lógica y a la que Schlegel tanto temía, ya tome la forma de causalidad física, de leyes creadas por el Estado, de reglas de composición poética, de leyes de perspectiva, de reglas para la pintura histórica o de cualquier otro tipo de normativa plástica establecida por aquellos mandarines franceses del siglo XVIII. Debemos escapar de todo esto. Y no es posible hacerlo, simplemente, negando estas reglas, ya que esta negación acarrearía otra ortodoxia, una nueva normativa contraria a la original. Era absolutamente necesario cortar de cuajo con las reglas.
Estos dos elementos —el de la voluntad libre y sin trabas y el del rechazo de la noción de que hay una naturaleza de las cosas, el intento de sabotear y de hacer volar en pedazos cualquier noción de estructura estable— son los más profundos y, en un sentido, los más lunáticos de este extremadamente valioso e importante movimiento.