IV
LOS ROMÁNTICOS MODERADOS

Me dedicaré ahora a tres pensadores alemanes, a dos filósofos y a un artista —un dramaturgo— que dejaron una profunda huella en el movimiento romántico, tanto en Alemania como más allá de sus fronteras. Estos románticos podrían llamarse, con justicia, «románticos moderados». Luego me ocuparé de los románticos desenfrenados en quienes, en última instancia, desembocó este movimiento.

«La naturaleza de las cosas», dijo alguna vez Rousseau, «no es lo que nos trastorna, sólo la mala voluntad lo hace»[57]. Esto es probablemente cierto para la mayoría de la humanidad. Pero hubo algunos alemanes del siglo XVIII para quienes esto era definitivamente falso. A ellos no les trastornaba meramente la mala voluntad de la gente sino la naturaleza de las cosas. Uno de ellos fue el filósofo Immanuel Kant.

Kant odiaba el romanticismo. Detestaba toda forma de extravagancia, de fantasía, lo que él llamaba el Schwärmerei: cualquier tipo de exageración, misticismo, vaguedad, confusión. Sin embargo, se le considera con justicia uno de los padres del romanticismo, en lo que hay cierta ironía. Kant fue educado como Hamann y Herder —a quienes conocía— en un ambiente pietista. Consideraba a Hamann un místico patético y aturdido. De Herder, tampoco le agradaban los escritos por sus amplias generalizaciones no apoyadas en evidencias y por sus abarcadoras e imaginativas conclusiones que —pensaba— eran ofensivas a la razón.

Kant fue un admirador de las ciencias. Tenía una mente extremadamente precisa y lúcida: escribió de modo oscuro, aunque rara vez de modo impreciso. Él mismo fue un distinguido científico (fue cosmólogo). Tal vez creyó más profundamente en los principios científicos que en cualquier otro y consideró que la tarea de su vida consistía en explicar los fundamentos de la lógica y del método científico. Le desagradaba todo lo que fuera en algún aspecto rapsódico o confuso. Le agradaban, en cambio, la lógica y el rigor. Él consideraba que aquellos que hacían objeciones a dichas cualidades eran intelectualmente indolentes y creía que la lógica y el rigor eran ejercicios difíciles para la mente humana y que habitualmente aquellos que encontraban dificultad en ellos inventaban objeciones sin fundamento. Sin duda, hay una gran cuota de verdad en lo que decía. Pero si Kant es de alguna forma el padre del romanticismo, no lo es en tanto crítico de las ciencias ni tampoco como científico, sino, específicamente, por su filosofía moral.

Kant estaba auténticamente intoxicado con la idea de la libertad humana. Su educación pietista no resultó en las rapsódicas comuniones personales de Hamann y otros, sino que lo llevó a preocuparse intensamente por la vida interior y moral del hombre. Una de sus convicciones era que todo hombre era consciente de la diferencia entre, por un lado, las inclinaciones, los deseos y las pasiones que lo arrastran y que son parte de su naturaleza emocional, sensible o empírica y, por otro lado, la noción del deber, de obligación, que entra —frecuentemente— en conflicto con el placer y con las inclinacio-nes. La confusión entre estas dos nociones le parecía una falacia de orden primario. Él pudo muy bien haber citado las famosas palabras de Shaftesbury, quien se oponía a la visión de que el hombre estaba determinado o condicionado por factores externos. El hombre, decía Shaftesbury a principios del siglo XVIII, no es «un Tigre fuertemente encadenado, o un Mono bajo la Disciplina del Látigo»[58]; es decir, un tigre preso del miedo al castigo, o un mono bajo la influencia del látigo del deseo, o nuevamente, del miedo al castigo.

El hombre es libre, tiene una libertad innata y original; y esta libertad, según Shaftesbury, nos otorga el privilegio de ser nosotros, de hacernos dueños de nosotros mismos. Pero esto, en el caso de Shaftesbury, era meramente un obiter dictum que no tenía mucha relación con el resto de su filosofía. En el caso de Kant, esto se convirtió en un obsesivo principio central. Para él, el hombre es hombre únicamente porque elige. La diferencia entre el hombre y el resto de la naturaleza —ya sea animal, inanimada o vegetal— es que el resto de las cosas se rige por la ley de causalidad, las cosas siguen rigurosamente cierto esquema preestablecido de causa y efecto. El hombre, en cambio, es libre de elegir lo que desea. Esto, la voluntad, es lo que distingue a los seres humanos de los objetos de la naturaleza, lo que le permite al hombre elegir entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto. No hay mérito alguno en escoger lo correcto a menos que sea posible escoger lo incorrecto. Las criaturas que están determinadas a elegir perpetuamente lo bueno, bello y verdadero —cualquiera que sean las causas— no tendrían mérito, ya que por nobles que fueran sus resultados su modo de actuar sería siempre automático. En consecuencia, Kant suponía que toda esta noción de mérito moral —esta noción de recompensa moral, vinculada al hecho de que elogiamos y culparnos, de que consideramos que hemos de felicitar o de reprobar a los seres humanos por actuar de éste o aquel modo— presupone el hecho de que los hombres son capaces de elegir libremente. Por esta razón, Kant sentía una intensa antipatía —al menos en lo político— por el paternalismo.

Hay dos obstáculos fundamentales que obsesionaron a Kant durante toda su vida. Uno es la obstrucción de los hombres y el otro es la de las cosas. La obstrucción de los hombres es un tema suficientemente conocido. En un breve ensayo llamado «Una respuesta a la pregunta: “¿Qué es la Ilustración?”» Kant establece que ser ilustrado no se refiere a otra cosa que a la capacidad de los hombres de determinar sus propias vidas, es cortar con las determinaciones ajenas, alcanzar la madurez y autodeterminarse, para bien o para mal, sin descansar demasiado en la autoridad, en ninguna institutriz: ni en el Estado, ni en los padres, ni en las nodrizas, ni en la tradición, ni en ningún tipo de valores instituidos en los que recaiga por completo la responsabilidad moral. El hombre es responsable de sus propios actos. Si cede su responsabilidad, o si es demasiado inmaduro como para ponerla en práctica, él es por tanto un bárbaro, alguien que carece de civilización, o un niño. La civilización es madurez y la madurez es autodeterminación, es estar determinado por consideraciones racionales y no verse empujado ni arrastrado por algo sobre lo que no se tiene control, en particular, por otras personas. «Un gobierno paternalista» dice Kant —se refiere a Federico el Grande implícitamente, ya que hubiera sido arriesgado para un profesor de Kónigsberg hacerlo abiertamente— basado en la benevolencia de un gobernante que trata a sus súbditos como «a niños […] constituye la mayor forma de despotismo», y «destruye la libertad»[59]. En algún otro lugar escribió lo siguiente: «Un hombre que depende de otro hombre ya no es un hombre, él ha perdido su posición, él no es más que la propiedad de otro hombre»[60].

Kant es, en su filosofía moral, particularmente vehemen-te contra toda forma de dominación de un ser humano por otro. Él es, verdaderamente, el padre de la noción de la explotación como mal. No creo que podamos encontrar antes del siglo XVIII, y en particular antes de Kant, demasiado sobre la explotación como un mal. En efecto, ¿por qué habría de ser tan censurable que un hombre use a otro hombre para satisfacer sus propios intereses y no los ajenos? Tal vez existan peores vicios; tal vez sea más censurable la crueldad, o —como mantenía la Ilustración— la ignorancia, la indolencia u otras cosas semejantes. Esto no es así para Kant. El empleo de otras personas para satisfacer fines propios y no los de esas personas le parece una forma de degradación impuesta por un hombre sobre otros, un modo de cercenar a la gente, de quitarles aquello que los distingue como hombres, a saber, su libertad de autodeterminación. Por esto encontramos en Kant un sermoneo tan apasionado en contra de la explotación, la degradación, la deshumanización y todo aquello que luego habría de convertirse en moneda corriente de los escritores liberales y socialistas de los siglos XIX y XX: la noción de degradación, de cosificación, de mecanización de la vida, de alienación impuesta por hombres sobre otros hombres, de enajenación, de utilización del hombre como objeto, como materia prima para otros, del tratamiento del hombre como entidad que se puede forzar, determinar o educar contra su voluntad. El carácter monstruoso de todo esto, la idea de que esto es, moralmente, lo peor que un ser humano puede hacerle a otro queda de manifiesto en esta apasionada propaganda kantiana. Sin duda, esta temática también se puede encontrar en autores anteriores a Kant —en particular, en algunos escritores cristianos— pero fue él quien la secularizó por primera vez y la convirtió en materia común europea.

Ésta es, en efecto, una noción fundamental. Pero, ¿por qué sintió esto Kant? Porque pensaba que los valores eran entidades que los seres humanos generaban por sí mismos. La noción era la siguiente: si los seres humanos dependen en sus acciones de algo exterior a ellos y que está fuera de su control; si, en otras palabras, el origen de la conducta de los hombres no está en ellos mismos sino en otra cosa; no pueden ser considerados seres responsables. Si no son seres responsables, entonces no son completamente seres morales. Y si no lo son, las distinciones humanas entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo libre y lo carente de libertad, entre el deber y el placer, son engaños. Kant no estaba dispuesto a aceptar esto y, en efecto, lo negaba. Consideraba que el reconocimiento de la existencia de cursos de acción que podemos decidir si seguir o no era un dato primario de la conciencia; tanto como el hecho de que vemos mesas, sillas, árboles y objetos en el espacio; de que percibimos otros objetos en la naturaleza. Éste es un dato básico. Y si esto es así, no es posible que los valores, es decir, los fines u objetivos que persigue el hombre, estén hiera de nosotros —ya sea en la naturaleza o en Dios—, ya que si lo estuvieran, y si su intensidad determinara nuestras acciones, seríamos esclavos de ellos. Y ésta sería una forma extremadamente sublime de esclavitud, aunque esclavitud al fin. Ser indómito, libre, es comprometerse libremente con algún tipo de valores morales. Podemos hacerlo o no con cierto valor, pero la libertad radica en el compromiso mismo y no en el estatus del valor, ya sea racional u otro. Reside en el hecho de que asumimos el compromiso o no lo hacemos; de que podemos asumirlo, aunque no sea necesario hacerlo. Aquello con lo que decidimos comprometernos es otra cuestión —una que puede analizarse por vías racionales— pero el compromiso o la falta de ella es lo que, fundamentalmente, convierte a un valor en un valor para uno. En otras palabras, el hecho de calificar un acto como bueno o malo, como correcto o incorrecto, significa afirmar que existen, de hecho, acciones libres y de autodeterminación por parte de los seres humanos; lo que luego habría de llamarse conducta engagé, de compromiso o conducta no indiferente.

A esto se refiere Kant cuando dice que los hombres son un fin en sí mismo. Y ¿qué otra cosa podría ser un fin? Los hombres eligen cursos de acción a seguir. De tener que sacrificar la libertad de un hombre es necesario hacerlo por algo que esté por encima de él. Y nada es más elevado que aquello que los hombres consideran como el valor moral más alto. Calificar una cosa como de alto valor moral significa que alguien está dispuesto a vivir o a morir por ella; a falta de esto, no tendremos el quid que la hace un valor moral. Un valor se constituye en valor por la elección del hombre —al menos así ocurre con el deber, o con un fin que trasciende al deseo y a las inclinacio-nes— y no por un atributo intrínseco al valor, no por algo ajeno al hombre. Los valores no son estrellas de algún firmamento moral, son interiores; son lo que los seres humanos eligen libremente como razón de vida, de lucha o de muerte. Éste es el sermón fundamental de Kant. El no desarrolla demasiados argumentos alrededor de esto; simplemente lo propone como una verdad evidente, en una serie de proposiciones más o menos repetidas.

Pero, según Kant, más siniestra que la obstrucción, el avasallamiento, el apisonamiento y la intimidación de los hombres es la pesadilla del pensamiento determinista, la esclavitud de los hombres por la naturaleza. Si, dice Kant, aquello que es cierto para la naturaleza inanimada —es decir, la ley de la causalidad— fuera también cierto para todos los aspectos de la vida humana no existiría la moralidad. Ya que entonces los hombres estarían enteramente condicionados por factores externos, e incluso cuando se engañaran a sí mismos suponiéndose libres estarían de hecho determinados. En otras palabras, para Kant, el determinismo, en particular el determinismo mecanicista, es incompatible con cualquier Forma de libertad, de moralidad y es, en consecuencia, falso. Por determinismo entiende cualquier tipo de determinación por parte de factores externos, ya sean materiales —físicos o químicos—, de los cuales trataba el siglo XVIII, o pasiones, las cuales eran entendidas como algo irresistible para el hombre. Si decimos de una pasión que es más fuerte que nosotros, que no la pudimos evitar, que cedimos a ella, que fuimos arrastrados por ella, que nos incapacitó, que nos abrumó, estamos confesando nuestra impotencia y esclavitud.

Para Kant, esta situación no era necesariamente así. La cuestión del libre albedrío había sido un enigma desde la Antigüedad. Fue inventada por los estoicos y ha ocupado la imaginación humana desde entonces. Kant lo veía como una pesadilla y cuando le presentaron la solución oficial al problema —a saber, que si bien nuestra elección es, en efecto, una elección (podemos elegir entre una cosa u otra; nadie puede negar esto), los objetos entre los que hemos de escoger y nuestros mecanismos de selección están determinados— la rechazó. En otras palabras, la doctrina oficial sostenía que si bien era cierto que, cuando había alternativas, era posible elegir entre una u otra, el solo hecho de encontrarnos en una situación donde éstas (y no otras) eran las alternativas, y el hecho de que nuestra voluntad estuviera determinada, de alguna manera, por esa situación, significaba que, a pesar de que actuábamos según nuestra voluntad, ella no era auténticamente libre. Kant consideró que esta solución era un subterfugio miserable que no podía convencer a nadie. Y en consecuencia, cortó toda ruta posible de escape; es decir, todas las rutas oficiales que habían propuesto otros filósofos que se sentían también perturbados por el problema. Este tema, aunque fue particularmente central para Kant, también ha dominado el pensamiento europeo, y desde entonces, en alguna medida, la acción europea.

Constituye un problema que ha obsesionado tanto a filósofos como a historiadores del siglo XIX y también de nuestro siglo. Ha surgido hoy bajo diferentes formas con peculiar agudeza, por ejemplo, como debate entre los historiadores sobre los roles relativos de los individuos y de las vastas fuerzas impersonales en la historia, ya sean sociales, económicas o psicológicas. Ha surgido bajo la forma de varios tipos de teoría política: hay quienes sostienen que los hombres están determinados, por ejemplo, por su posición objetiva en una estructura —digamos, por la estructura de clase— y hay quienes mantienen que no lo están, o al menos, que no están completamente determinados de tal modo. Surge en la teoría legal como un desacuerdo entre aquellos que dicen que el crimen es una enfermedad —y que debería remediarse por medios médicos ya que es algo de lo que el criminal no es responsable— y aquellos que sostienen, en cambio, que el criminal tiene capacidad de decisión sobre su conducta; y, en consecuencia, que curarle, aplicarle un tratamiento médico constituye un insulto a su innata dignidad humana. Esta última fue, ciertamente, la posición tomada por Kant. Él creía en el castigo retributivo (lo que se considera hoy una posición retrógrada, y probablemente lo sea) porque pensaba que el hombre preferiría ser enviado a prisión más que a un hospital; pues si había hecho algo por lo que se le culpaba o castigaba, ya que pudo haberse abstenido de hacerlo, todo esto presuponía que era un ser humano con poder de elección (aun cuando eligiera mal), y no alguien meramente condicionado por fuerzas incontrolables; digamos, por el inconsciente, el medio ambiente, el trato propiciado por sus padres, o miles de otros factores que lo convertían en alguien incapaz de actuar de otro modo; o por ignorancia, o por alguna enfermedad física. Él sostenía que esto constituía un insulto mayor para el criminal, en tanto que lo trataban como a un animal o como una cosa en lugar de como a un ser humano.

Kant trata este asunto con pasión, y me gustaría exponer todos los matices de su posición. Según él, la generosidad, por ejemplo, es un vicio, ya que es en definitiva una forma de condescendencia y de patrocinio. Se trata, en última instancia, de lo que los ricos dan a los pobres. En un mundo que fuera justo no haría falta la generosidad. A Kant, la compasión le parece una virtud detestable. Él preferiría ser ignorado, insultado, maltratado antes que ser objeto de compasión, ya que presupone una condición de superioridad por parte de quien compadece sobre quien es compadecido, y esta superioridad era algo que él rechazaba firmemente. Todos los hombres son iguales, todos los hombres son capaces de determinarse así mismos, y si uno se compadece de otro, lo está reduciendo a un animal o a una cosa, o al menos, a un objeto lastimoso. Esto era para Kant el insulto más temible a la dignidad y a la moral humana.

Ésta era la concepción moral kantiana. A Kant le espanta-ba la noción de un mundo exterior mecánico; y si Espinosa y los deterministas del siglo XVIII estaban en lo cierto —Helvétius, Holbach o los científicos, por ejemplo—; si el hombre era simplemente un objeto de la naturaleza, una masa de músculos, hueso, sangre y nervios determinada por fuerzas exteriores como los animales y los objetos; entonces el hombre no era más que una «rueda dentada»[61]. Se movía, aunque no por voluntad propia. No era más que un reloj. Estaba programado, hacía tictac, pero no se programaba a sí mismo. Este tipo de libertad no era libertad alguna y carecía por completo de valor moral. De ahí el rechazo que siente Kant por el determinismo a ultranza, y el gran hincapié que hace sobre la voluntad del hombre. A esto lo denomina autonomía. Ser vapuleado por factores externos a uno mismo, ya sean físicos o emocionales es, para él, la heteronomía, es decir, la dependencia de leyes cuyos orígenes están fuera del ser humano.

Todo esto presupone una concepción nueva y algo revolucionaria de la naturaleza, que se convierte en un elemento central del conocimiento europeo. Hasta entonces, la actitud que se tomaba frente a la naturaleza, cualquiera que fuera la acepción de ese término —algunos especialistas han contado hasta doscientas acepciones del término en el siglo XVIII era, en general, respetuosa o benévola. Era vista como un sistema armónico o al menos como un sistema de tal simetría y buena composición que dislocarse de ella era causa de sufrimiento para el hombre. De allí que el modo de curar al hombre —ya se trate de un criminal o de una persona desdichada— consistía en recuperar su naturaleza, en restituirlo al seno de la naturaleza. Aunque, como he explicado anteriormente, hubo diferentes concepciones de la naturaleza —mecanicistas, biológicas, orgánicas, físicas (se utilizan todo tipo de metáforas)— siempre se conservó el mismo estribillo: la Sabia Naturaleza, la Madre Naturaleza, sus resortes, de los que no hemos de desprendernos. Incluso Hume, el menos metafísico de los pensadores, sostiene que cuando los hombres están fuera de quicio —si enloquecen o son desdichados— la naturaleza, por lo general, vuelve a imponerse; esto significa que se imponen ciertos hábitos fijos y que ocurre un proceso de recuperación. Se cicatrizan las heridas. Los hombres son reintegrados al flujo armonioso, o al sistema armónico, según se entienda a la naturaleza como algo estático o dinámico. Sea como fuere, los hombres se recuperan al ser reincorporados en este ámbito acogedor y consolador que nunca debieron haber abandonado.

Lisa y llanamente, esto no es verdad para Kant. La noción de Sabia Naturaleza, de Madre Naturaleza, de algo benévolo, que adoramos, de algo que el arte debe imitar, de lo que se deriva la moral, o en lo que se funda la política, como decía Montesquieu, todo ello descalifica la libertad de elección innata del hombre debido a que la naturaleza es mecánica (e incluso siendo orgánica y no mecánica) los eventos que se dan en ella se suceden con rigurosa necesidad. Por tanto, si el hombre es parte de la naturaleza, él también se ve determinado, y la moralidad se convierte así en una espantosa ilusión. La naturaleza en Kant se vuelve, en el peor de los casos, en un enemigo, y en el mejor de los casos, en material neutral que uno puede moldear. Se concibe al hombre, en parte, como objeto natural: su cuerpo y sus emociones son parte de la naturaleza; todas las cosas que son capaces de hacerle heterónomo o depender de otras cosas ajenas a su ser son naturales. Pero cuando ejerce su máxima libertad, cuando desarrolla su máximo potencial humano y alcanza su más alta nobleza, entonces el hombre domina la naturaleza, es decir, la moldea, la rompe, le impone su personalidad, hace lo que él elige hacer, porque se compromete con ciertos ideales. Y al comprometerse con estos ideales, le imprime su sello a la naturaleza, por lo que ella se convierte en material plástico. Algunas de sus partes son más plásticas que otras, pero toda la naturaleza debe ser presentada al hombre como algo sobre lo que él puede ejercer una influencia, y no como algo a lo que él —al menos en su totalidad— está sujeto.

La noción de la naturaleza como enemigo o como material neutral es relativamente nueva. Por esto Kant aplaudió la Constitución francesa de 1790. Por fin, decía, había aquí una forma de gobierno en la que todos los hombres, al menos teóricamente, podían votar libremente, expresar su opinión. Ya no están obligados a obedecer a un gobierno, por benévolo que sea; a obedecer a la Iglesia, por excelente que sea; a seguir principios, por tradicionales que sean, si estas instituciones no son producto de su creación. Los hombres ya no tienen que hacer ninguna de estas cosas. Una vez que se animaba al hombre a votar libremente siguiendo su propio criterio, como proponía la Constitución francesa —no según su impulso, Kant no lo llamaría así, sino según su voluntad interior—, quedaba liberado. Y más allá de que Kant interpretara correctamente o no este suceso le parecía que la Revolución Francesa constituía un importante evento liberador, pues afirmaba el valor del espíritu individual. Él sostuvo también algo semejante de la Revolución Americana. Cuando sus contemporáneos deploraron el Terror, y sin disimulo, calificaron de horrendo lo que ocurría en Francia, Kant, que en parte coincidía con ellos, no se desdijo de su posición original y continuó manteniendo que la Revolución Francesa, a pesar de no haber tenido éxito, era a todas luces un experimento en la dirección correcta. Esto pone de manifiesto la pasión con la que este profesor algo provinciano del este prusiano —un hombre normalmente convencional, obediente, prolijo y anticuado— consideraba este gran capítulo liberador de la historia del hombre. Constituía la autoafirmación de los seres humanos ante los grandes ídolos del pasado que, según él, se habían erguido sobre ellos. La tradición, esos antiguos principios inquebrantables, los reyes, los gobiernos, los ancestros, toda forma de autoridad, aceptada simplemente por ser autoridad, todo esto le repugnaba a Kant. Normalmente no se ve a Kant bajo esta lente, pero no hay duda de que su filosofía moral está firmemente fundada sobre este principio antiautoritario.

Esto consistía, evidentemente, en afirmar la primacía de la voluntad. En un sentido, Kant sigue siendo hijo de la Ilustración del siglo XVIII, pues creía que todos los hombres, si tenían pureza de corazón, al preguntarse por la conducta correcta a seguir, llegarían —en circunstancias equivalentes— a idénticas conclusiones; pues la razón les da la misma respuesta a sus preguntas. Y en esto también creyó Rousseau. En algún momento, Kant sostuvo que existía únicamente una minoría de personas esclarecidas, o suficientemente experi-mentadas, o moralmente dignas, capaces de proveer respuestas correctas. Sin embargo, bajo la influencia de la lectura del Emilio de Rousseau, a quien admiraba profundamente —la única representación humana hallada en su escritorio fue su retrato—, se convenció de que todos los hombres eran capaces de lograr esto. Cualquier hombre, más allá de sus carencias —podía ser ignorante, no conocer la química, la lógica, la historia—, era capaz de encontrar una respuesta racional a la pregunta: ¿cómo hemos de obrar? Y todas las respuestas racionales a esta pregunta debían por necesidad coincidir[62]. Repito: un hombre que actúa meramente por impulso, por más generoso que sea, una persona que se comporta según su carácter natural, por más noble que sea, un hombre que actúa bajo cualquier tipo de presión ineluctable, ya sea exterior o interior, no está obrando moralmente, o al menos no se constituye en un agente moral. Lo único digno de poseerse es la libre voluntad; ésta es la proposición Fundamental que introduce Kant al campo del pensamiento. Y ha tenido consecuencias sumamente revolucionarias y sub-versivas que difícilmente él mismo pudo haber imaginado.

Surgieron múltiples versiones de esta doctrina hacia fines del siglo XVIII, pero tal vez la más vívida e interesante de todas, desde nuestro punto de vista, es la de su fiel discípulo, el dramaturgo, poeta e historiador Friedrich Schiller. Éste estaba tan intoxicado como Kant con la idea de la voluntad, de la libertad, de la autonomía y del hombre independiente. A diferencia de pensadores previos, de un Helvétius o de un Holbach, quienes sostenían que preguntas de índole social, moral, artística, económica o preguntas fácticas de todo tipo tenían respuestas ciertas, y que lo importante consistía en lograr que los hombres comprendieran dichas respuestas y que actuaran según ellas. Los medios para lograrlo eran poco relevantes. En suma, en directa oposición a todo esto, Schiller insiste constantemente en que lo único que hace hombre al hombre es su capacidad de elevarse por encima de la naturaleza, de moldearla, de explotarla y de subyugarla a su hermosa, libre y moralmente encausada voluntad.

Hay ciertas expresiones características que reaparecen en todos los escritos de Schiller, tanto en sus escritos filosóficos como en sus obras teatrales. Él se refiere constantemente a la libertad espiritual: a la libertad de la razón, al reino de la libertad, al ser libre, a la libertad interior, a la libertad del pensamiento, a la libertad moral, a la libertad de la inteligencia —una frase favorita—, a la sagrada libertad, a la inexpugnable ciudadela de la libertad; y hay muchas otras expresiones donde en lugar de usar la palabra «libertad» utiliza la palabra «independencia». La teoría de la tragedia de Schiller se funda sobre esta noción de libertad; su obra trágica y su poesía rezuman esta concepción. Es de este modo —y ya no tanto a través de la lectura directa de Kant— que esta idea ejerció una influencia tan importante sobre el arte romántico, tanto en la poesía como en la plástica. La tragedia no consiste en una mera observación del sufrimiento: si el hombre fuera pura razón no sufriría en absoluto. El sufrimiento desahuciado, el sufrimiento humanamente inevitable, el de un hombre abrumado por la desgracia, no es objeto de tragedia, sino meramente causa de horror, de compasión y tal vez de disgusto. La única cosa que puede propiamente considerarse trágica es la resistencia, la resistencia del hombre a aquello que lo oprime. Laocoonte, quien resiste su natural impulso a escapar a pesar de las verdades que conoce; Régulo, quien se entrega a los cartagineses, aunque habría vivido una vida más placentera (aunque tal vez igualmente desgraciada) en Roma; el Satán de Milton, quien luego de haber visto el espantoso espectáculo del Infierno continúa obstinadamente con sus designios malditos: todos son personajes trágicos debido a que se imponen, a que no se dejan tentar por el conformismo, pues no ceden a la tentación del placer ni del dolor, ya sea ésta física o moral, y se cruzan de brazos en la encrucijada desafiando a la naturaleza. El desafío —que es moral para Schiller y no cualquier desafío; es el desafío en nombre de algún ideal con el que nos comprometemos seriamente— es lo que hace tragedia a la tragedia, pues crea un conflicto en el que el hombre se enfrenta a fuerzas que lo superan, ampliamente o no, según sea el caso.

Ni Ricardo III ni Yago son personajes trágicos para Schiller, pues se comportan como animales, responden al impulso de la pasión. De ahí que Schiller apunte que observamos el comportamiento llamativo e ingenioso de estos animales humanos con fascinación, ya que no los vemos como a seres humanos, no los pensamos en términos morales. El talento y la imaginación de Shakespeare crea, para estos personajes, extraordinarias peripecias, a veces intelectualmente más exi-gentes que las que puede enfrentar un hombre medio. Y apenas comprendemos lo que sucede, reconocemos que los mueve la pasión, y que no la pueden resistir. Una vez que entendemos esto ya no son seres humanos para nosotros y nos producen entonces vergüenza y disgusto. Pensamos de este modo porque no están comportándose como seres humanos, porque han renunciado a su humanidad; por eso son detestables e inhumanos y no constituyen figuras trágicas. Tampoco lo es —lamento decirlo— Lovelace, en la novela Clarissa de Richardson: él es meramente un mujeriego que persigue a varias damas bajo el impulso ingobernable de su pasión; y si este impulso es verdaderamente ingobernable no tenemos tragedia, independientemente de lo que ocurra.

Schiller cree que el teatro puede funcionar como un elemento preventivo. Si estuviéramos en la situación de Laocoonte, o en la de Edipo, o en la de quien fuera, luchando contra el destino, probablemente caeríamos derrotados. Más aún, se apoderaría de nosotros un terror tal que ofuscaría nuestros sentimientos o nos haría perder el juicio. Es difícil saber qué haríamos en esa situación, pero cuando observamos estos sucesos en el escenario permanecemos relativamente tranquilos y distanciados, y de este modo, la experiencia cumple una función persuasiva y educativa. Vislumbramos qué significa comportarse como un hombre, y el objetivo del arte —o al menos el propósito del arte dramático que se ocupa de los hombres— consiste en representar a los hombres conduciéndose del modo más humano posible. Ésta es la doctrina de Schiller y ella se deriva directamente de la doctrina kantiana.

La naturaleza es indiferente al hombre, es amoral, y nos destruye del modo más despiadado y horrendo. Esto es, precisamente, lo que nos hace comprender que no formamos parte de ella. Permítaseme hacer referencia a un fragmento típico de Schiller:

La circunstancia misma de que la naturaleza, considerada en su totalidad, se mofe de todas las reglas que el entendimiento prescribe para ella, de que siga un curso libre y caprichoso, y eche por tierra, sin contemplación alguna, las creaciones de la sabiduría; de que se apodere de lo significativo y de lo trivial, de lo noble y de lo ordinario, y los implique en un único y espantoso desastre; de que proteja el mundo de las hormigas y tome al hombre, su más gloriosa criatura, en sus brazos de gigante y lo despedace; de que, con frecuencia, destruya las obras más arduas del hombre, que son en realidad sus propias obras; todo ello en apenas una hora mientras se entrega durante siglos a la creación de obras desatinadas […][63].

Schiller considera esto como algo típico de la naturaleza, y subraya, enfatiza, destaca el hecho de que esto es naturaleza y no arte, de que es naturaleza y no es hombre, de que es naturaleza y no moralidad. Y así, establece un agudo contraste entre la naturaleza —esta entidad elemental, caprichosa, tal vez causal o azarosa—, y el hombre —quien es moral, distingue entre el deseo y la voluntad, entre el deber y el interés, entre lo correcto y 10 incorrecto, y que actúa según ello— y si es necesario, en contra de la naturaleza.

Ésa es la doctrina central de Schiller, que aparece en la mayoría de sus tragedias. Permítaseme ofrecer un ejemplo bien típico que ilustra cuán lejos fue con todo esto. Él rechazó la solución kantiana porque le parecía que, aunque la voluntad kantiana nos liberaba de la naturaleza, el filósofo nos emplazaba en una vía moral demasiado estrecha, en un severo y limitado mundo calvinista, donde las únicas alternativas consistían en ser un juguete de la naturaleza o en seguir este triste sendero del deber luterano formulado por Kant —un sendero que mutila y destruye, que estorba y que traba a la naturaleza humana—. Si el hombre es libre, no debe serlo simplemente para cumplir con su deber, sino para elegir entre darle lugar a la naturaleza o cumplir libremente con su deber. Debe elevarse por encima del deber y de la naturaleza y poder elegir cualquiera de ellos. Schiller asevera esto cuando reflexiona sobre la Medea de Corneille. En esta pieza teatral, Medea, la princesa de Cólquide, enfadada con Jasón, quien primero la rapta de Cólquide para luego abandonarla, mata a sus propios hijos, los hierve vivos. Schiller no aprueba la acción; sin embargo, sostiene que Medea es heroica y que Jasón no lo es. Ella desafía la naturaleza, desafía su propia naturaleza, sus propios instintos maternales, los afectos por sus hijos, se eleva por encima de la naturaleza y actúa libremente. Lo que hace puede ser abominable, pero en principio es alguien que puede alcanzar alturas más elevadas —es libre y no depende del impulso de la naturaleza— que el pobre y filisteo Jasón, un ateniense con la decencia típica de su época y generación, que vive una vida completamente ordinaria, no del todo inocente, aunque tampoco trágicamente siniestra. Es un hombre que se deja simplemente arrastrar por la marea del sentimiento convencional y que carece absolutamente de valor. Medea, al menos, es alguien, y pudo haber alcanzado el pico de la grandeza moral: Jasón, en cambio, no es nadie.

Estas categorías aparecen también en otras obras suyas. En Fiesco, uno de sus escritos tempranos, el epónimo héroe es el tirano de Génova, y es, sin duda, dañino: oprime a los genoveses. Sin embargo, aunque lo que hace es censurable, él es superior a todos esos bribones y necios, a todos esos ignorantes y canallas de Génova, quienes tienen necesidad de un amo, y a quienes, en consecuencia, él domina. No hay duda de que sería justo que el líder republicano Verrina lo ahogara, como termina haciéndolo en la obra. Sin embargo, perdemos algo con la muerte de Fiesco. Él, como ser humano, es cualitativamente superior a las personas que, con justicia, lo asesinan. Ésta, en términos generales, es la doctrina de Schiller, y es el comienzo de esa famosa doctrina del gran pecador y del hombre superfluo que jugaría un papel tan importante en el arte del siglo XIX.

Werther murió bastante inútilmente y René, en la historia de Chateaubriand que lleva el mismo nombre, también. Mueren inútilmente porque pertenecen a una sociedad que es incapaz de hacer uso de ellos. Son personas superfluas; y lo son porque su moralidad —que se nos hace entender es superior a la de la sociedad que los rodea— no puede imponerse a la temible oposición ofrecida por los filisteos, los esclavos y las criaturas heterónomas de la sociedad en la que viven. Éste es el comienzo de un largo linaje de hombres superfluos especialmente cultivado en la literatura rusa: el Chatsky de Griboedov, Eugeni Onegin, los superfluos personajes de Turguénev, los de Oblomov; todos los variados personajes de la novela rusa incluyendo al mismo Doctor Zhivago. Éste es el origen de esta genealogía.

Hay también otro linaje, el de los hombres que sostienen que si la sociedad es mala, si es imposible que se dé en ella la moralidad adecuada, si ella obstruye todo lo que uno hace, si no hay nada que se pueda hacer, entonces, deshagámonos de ella —dejemos que se venga abajo, descuidémosla— que se permita toda forma de delincuencia. Éste es el origen del gran pecador en Dostoievsky y del personaje nietzscheano, una persona que quiere devastar aquella sociedad cuyos valores no permiten la actuación de la persona superior, de la que comprende lo que significa ser libre. Por tanto, prefiere destruirla, prefiere romper los principios en los que él mismo a veces se basa, prefiere la autodestrucción, el suicidio, continuar naufragando como un objeto en una corriente incontrolable. Tiene su origen en Schiller, bajo la influencia, extrañamente, de Kant, el que se hubiera horrorizado al comprobar que podían deducirse tales consecuencias de su ortodoxa doctrina, una doctrina en parte pietista y en parte estoica.

Ésta es una de las ideas dominantes del movimiento romántico, y si nos preguntamos cuándo ocurre cronológicamente, no es del todo difícil establecerlo. Hacia fines de 1760, Lessing escribió una obra teatral llamada Minna von Barnhelm. No deseo ofrecer mayor detalle sobre la trama de esta obra no demasiado interesante, sino tan sólo decir que su héroe es un hombre llamado comandante Tellheim, una persona honrada y maltratada —víctima de una injusticia— y quien, porque tiene un agudo sentido del honor, se niega a conocer a la dama a quien ama y por quien es amado. El asume que ella puede pensar que él ha actuado de un modo no del todo honrado, aunque él sea inocente; y dada la posibilidad de que pueda pensarlo, es incapaz de enfrentarse con ella hasta el momento y con la condición de que quede claro que es inocente, y que no merece una actitud negativa que resulte de una posible mala interpretación de sus actos. Él se comporta honradamente aunque de modo bastante necio. Lessing desea destacar que aunque era un buen hombre, en verdad era cortés, no era, sin embargo, muy sensato —se asemejaba bastante al misántropo de Moliere—. Al final, la pieza termina bastante bien, ya que la dama demuestra ser mucho más sensata que el caballero (como el amigo de Alcestes en Moliere) y consigue crear una situación en la que se pone en evidencia su inocencia de modo triunfal, y se nos sugiere que se unen y que viven felices el resto de sus vidas. Ella es la heroína y habla en nombre del autor, con su sensatez, su tolerancia, su madurez y su sentido humano y compasivo de la realidad. Tellheim es un hombre que ha sido perjudicado por la sociedad, que se compromete apasionadamente con ideales propios —el honor, la integridad en su forma extrema— que está engagé y comprometido a fondo; él es, de hecho, aquello que Schiller quiere que sea la gente.

A principios de 1780, Schiller escribió Los bandidos, una pieza teatral cuyo héroe, como he mencionado anteriormente, es Karl Moor, quien también fue perjudicado, y, por haberlo sido, se convierte en jefe de pandilla de unos ladrones y asesina, saquea e incendia edificios, hasta que finalmente se entrega a la justicia y facilita su ejecución. Karl Moor es comandante Tellheim elevado a un nivel heroico. En consecuencia, si queremos saber cuándo surge en verdad el héroe romántico —al menos en Alemania, que parece ser la cuna de esta figura— es en algún momento entre finales de 1760 y comienzos de 1780. No intentaré explicar cuáles fueron las razones sociológicas de dicha ocurrencia.

En El misántropo de Moliere, por ejemplo, Alcestes es alguien amargamente desilusionado con el mundo, que no puede tolerar, ni ajustarse a sus valores triviales y repulsivos, pero él no es el héroe de la obra. Hay personas más sensatas que intentan hacer que recobre el sentido común y que finalmente lo logran. Él no es detestable, ni despreciable, pero tampoco es un héroe. Si es algo, es cómico; también Tellheim lo es ligeramente; es complaciente, agradable, amigable, atractivo moralmente, aunque ligeramente ridículo. Hacia 1780, este tipo de figura ya no es ligeramente ridícula sino que es satánica; y éste es el cambio, ésta es la gran ruptura entre lo que podría llamarse la tradición racionalista o ilustrada, es decir, la que establece que hay una naturaleza de las cosas que debe aprenderse, comprenderse, conocerse y a la que la gente debe ajustarse para no destruirse o para no ponerse en ridículo, y la tradición donde, por el contrario, el hombre se compromete con los valores a los que suscribe y, si es necesario, perece heroicamente en su defensa. En otras palabras, parece surgir entonces la noción de martirio, de heroísmo, como una cualidad que ha de adorarse en sí misma.

La visión fundamental de Schiller[64] es que el hombre pasa por tres estadios: al primero lo llama el Notstaat, es decir, el estadio regido por la necesidad bajo la forma de algo que denomina Stof trieb —«instinto material» sería su traducción literal, «instinto» en su sentido psicológico moderno—. En este estadio, el hombre es gobernado por la materia. Se trata de una jungla al estilo hobbesiano en la que los seres humanos están poseídos por sus pasiones y deseos, donde no tienen ideales, en la que, simplemente, chocan unos con otros, y donde es necesario, de alguna manera, separarlos. Éste es el estadio que Schiller denomina estadio salvaje. A éste le sigue otro que no es salvaje; por el contrario, es uno en el que los hombres adoptan principios muy rígidos que convierten en fetiches para mejorar su condición. Curiosamente, Schiller lo denomina estadio bárbaro. Para él, un salvaje es alguien guiado por pasiones que no puede dominar. Los bárbaros, en cambio, son personas que adoran ídolos, por ejemplo, principios absolutos, sin saber en realidad el por qué: porque son tabúes, están establecidos, constituyen un decálogo, porque alguien les recalcó que eran absolutos, porque proceden de una fuente oscura de autoridad incuestionable. Esto es lo que él denomina el estadio bárbaro. Debido a que estos tabúes se erigen como una autoridad racional, Schiller llama a este segundo estadio el Vernunftstaat, el estadio racional, que trata de Kant y de sus mandamientos.

Pero esto no resulta suficiente, hay una tercera condición a la que aspira Schiller. A semejanza de todos los autores idealistas de su tiempo, cree que existió alguna vez una magnífica unidad humana, una edad dorada, donde la pasión y la razón no estaban divididas y donde la libertad no estaba separada de la necesidad. Luego sucedió algo alarmante: la división del trabajo, la desigualdad, la civilización. En breve, surgió la cultura, según la entendía Rousseau, y como resultado de esto aparecieron deseos ingobernables, celos, envidias, hombres enfrentados con otros hombres, y hombres enfrentados a sí mismos, fraude, miseria, alienación. ¿Cómo podemos retornar a este estadio original sin recaer en un modelo, ni deseable ni practicable, de inocencia o infantilismo? Esto debe lograrse, según Schiller, mediante el arte: la liberación a través del arte. Pero, ¿qué es lo que quiere decir Schiller con esto?

Schiller nos habla del Spieltrieb, «el instinto de juego». Él dice que el único modo en que los hombres pueden liberarse es adoptando la actitud de jugadores. Pero, ¿qué significa esto? Para él, el arte es un juego en el cual la dificultad principal consiste en reconciliar, por un lado, las necesidades de la naturaleza —que no pueden evitarse, y que nos causan ansiedad— y por otro, estos severos mandamientos que reprimen y reducen el ámbito de nuestra vida. La única manera de lograr esta reconciliación es colocándonos en la posición de personas que imaginan o que inventan libremente. Si fuéramos niños jugando —para ilustrarlo simplemente, aunque este ejemplo no pertenece a Schiller— podríamos personificar a los pieles rojas. Y si pudiéramos en efecto imaginar que somos pieles rojas nos convertiríamos en ellos, y obedeceríamos sus reglas sin presión. No sentiríamos presión alguna ya que nosotros habríamos inventado las reglas y los papeles del juego. Según este ejemplo, todo lo que hacemos nos pertenece; nada nos restringe. Por tanto, si fuéramos capaces de convertirnos en criaturas que obedecen leyes, no porque fueron dictadas por terceros, ni porque nos aterrorizan, ni tampoco porque fueron establecidas por algún dios iracundo, o por hombres temibles, o por Kant, o por la naturaleza misma; si pudiéramos obedecer estas leyes por libre elección —expresan el ideal humano según se desprende de la historia y de los filósofos— de la misma manera en que los inventores de un juego obedecen sus reglas con entusiasmo, pasión, placer, debido a que son de su creación; por fin, si pudiéramos convertir el imperativo de las reglas en una operación natural, prácticamente instintiva, completamente libre, armoniosa y espontánea, nos salvaríamos.

Pero, ¿cómo se pueden reconciliar los hombres entre ellos? Podrían verse envueltos en juegos de diferente índole, y podrían conducirlos, una vez más, a desastres tan importantes como los del pasado. Schiller retorna —aunque no de modo muy convincente ni eficaz— el principio kantiano que establece que si somos racionales, si somos como los griegos, si somos armoniosos, si nos comprendemos a nosotros mismos, y entendemos lo que son la libertad, la moralidad, los placeres y las delicias de la creación artística, entonces alcanzaremos seguramente una relación armónica con otros creadores, con otros artistas desinteresados en atacar y destruir a otros hombres e interesados, en cambio, en convivir con ellos en un mundo feliz, unido y creativo. Éste es el tipo de utopía en el que culmina el pensamiento de Schiller. Aunque no es muy convincente, su dirección general es bastante clara. Para Schiller, los artistas son personas que obedecen sus propias reglas. Ellos inventan las reglas y los objetos. El material del que se valen podrá provenir de la naturaleza, pero todo lo otro es su propia creación.

Esto introduce por primera vez lo que me parece a mí una nota crucial en la historia del pensamiento humano, a saber: que los ideales, los fines, los objetivos no se descubren mediante la intuición, ni por medios científicos, ni por la lectura de textos sagrados, ni escuchando a expertos o a personas con autoridad. Los ideales no se descubren sino que se inventan; no se encuentran en algún lugar sino que se crean del mismo modo en que el arte es creado. Las aves, sostiene Schiller, son inspiradoras porque suponemos —aunque erróneamente— que dominan la gravedad, que volando se elevan sobre la necesidad, y esto es algo que nosotros somos incapaces de hacer. Un jarrón es inspirador porque constituye el triunfo sobre la materia bruta, es un triunfo —puede decirse— de la forma, de la forma creada libremente, y no se trata de aquellas rigurosas formas que han sido impuestas por calvinistas y luteranos y otras tiranías religiosas y seculares. De aquí su pasión por las formas de la creación, por ideales creados por el hombre. Alguna vez fuimos una totalidad, fuimos griegos. (Éste es el gran mito griego, uno que, sin duda, es absurdo si tomamos en cuenta la historia, pero que, sin embargo, ha dominado a los alemanes en su desamparo político: Schiller y Hólderlin, Hegel, Schlegel y Marx). Fuimos alguna vez niños que jugaban bajo la luz del sol y no distinguíamos entre la libertad y la necesidad, entre la pasión y la razón; eran tiempos de felicidad e inocencia. Pero este tiempo se ha marchado, la inocencia ha desaparecido y la vida ya no nos ofrece estas cosas; hoy se nos ofrece una descripción del universo que no es más que una severa cadena causal. En consecuencia, es necesario que reafirmemos nuestra humanidad, que inventemos nuestros propios ideales, y éstos, porque son de nuestra invención, se oponen a la naturaleza, no pertenecen a ella sino que se enfrentan a ella. Así, el idealismo —la invención de los objetivos humanos— constituye una ruptura con la naturaleza. Nuestra tarea consiste en transformarla de tal modo, en educarnos hasta tal punto, como para poder convertir nuestra naturaleza, que no es demasiado flexible, en algo que nos posibilite perseguir y concretar algún ideal del modo más hermoso y más natural posible.

Hasta aquí llega Schiller. Ésa es su herencia, que habría más tarde de empapar el alma de los románticos, quienes abandonaron la noción de armonía y la de razón, y quienes se tornaron —como ya he sugerido— en seres más desenfrenados.

El tercer pensador al que deseo referirme es Fichte, quien era filósofo y un discípulo de Kant, el cual también sumó a esta noción de libertad una defensa particularmente apasionada, tal y como se ilustra en la siguiente referencia. «La mera referencia al término libertad», dice Fichte, «abre y hace florecer a mi corazón, mientras que el término necesidad lo contrae dolorosamente»[65]. Esto ilustra el temperamento de Fichte, quien en otra ocasión dijo: «La filosofía de un hombre es el reflejo de su temperamento, no su temperamento el reflejo de su filosofía»[66]. Hegel se refirió al sentimiento melancólico y de horror de Fichte ante la mera posibilidad de pensar en las leyes eternas de la naturaleza y su estricta necesidad. Hay personas que se deprimen ante la idea de este orden rígido, de esta simetría inquebrantable, de un mundo sin salida en donde todo se sigue de un modo ineluctable, ordenado y completamente inalterable. Y Fichte se encontraba entre ellos.

Su contribución al pensamiento romántico consiste en lo siguiente. Dice: si actuamos simplemente como seres contemplativos y buscamos en el ámbito del conocimiento las respuestas a preguntas tales como ¿qué hemos de hacer? y ¿cómo hemos de vivir?, nunca descubriremos la respuesta. No lo haremos porque el conocimiento supone siempre un conocimiento más amplio: llegamos a una proposición, nos preguntamos por aquello que la valida, y entonces, para validarla, se alude a otro conocimiento, a otra proposición. Esta última necesita a su vez validación propia; es necesaria una generalización más amplia que apuntale esa idea, y así sucesivamente. Por tanto, esto desemboca en una búsqueda sin fin; y terminamos simplemente con un sistema espinoseano, que en el mejor de los casos constituye una unidad lógica y rígida carente de movimiento.

Esto no es verdad para Fichte. Nuestras vidas no dependen del conocimiento contemplativo. La vida no se inicia con una mirada desinteresada de la naturaleza o de los objetos; comienza con la acción. El conocimiento es un instrumento, como nos recordarían William James y Bergson, además de muchos otros. Es tan sólo un instrumento provisto por la naturaleza para facilitar una vida efectiva, de acción. El conocimiento es saber cómo sobrevivir, qué hacer, cómo ser, cómo adaptar las cosas a nuestras necesidades, saber, en otras palabras, cómo vivir (y qué hacer para no perecer) de un modo semialerta, semiinstintivo. Este conocimiento, que presupone la aceptación de ciertas cosas en el mundo —caprichosamente, porque la necesidad biológica y la imperiosa necesidad de sobrevivir lo presuponen— es para Fichte un acto de fe. «No actuamos en respuesta a nuestro saber», dice Fichte, «actuamos porque estamos llamados a actuar y esto deviene en conocimiento»[67]. El conocimiento no es un estado pasivo. La naturaleza exterior incide en nosotros y nos detiene, pero es la arcilla para nuestra creación; y si creamos, recuperamos nuevamente la libertad. Luego, Fichte nos propone algo importante: las cosas son lo que son, no porque son independientes de nosotros sino porque nosotros las determinamos de ese modo. Las cosas dependen del modo en que las tratamos, de lo que pedimos de ellas. Esto constituye una forma de pragmatismo temprano, el cual tiene muy largo alcance. El alimento no es un objeto añorado por mi apetito, más bien es mi apetito quien convierte al alimento en objeto, nos dice Fichte. «No siento apetito porque hay alimento disponible; el objeto se torna en alimento a consecuencia de que siento apetito»[68]. «Yo no acepto lo que la naturaleza me ofrece simplemente porque debo aceptarlo»; eso es lo que hacen los animales. Yo no registro lo que ocurre a modo de una máquina; eso es lo que Locke y Descartes sostienen que hacen los hombres, pero es falso. «Yo no acepto lo que la naturaleza me ofrece simplemente porque debo aceptarlo, yo creo en ello sólo porque quiero»[69].

¿Quién es amo y señor, la naturaleza o yo? «Yo no estoy determinado por los fines, los fines son determinados por mí»[70]. «El mundo», en palabras de uno de sus comentaristas, «es el poema soñado por nuestra vida interior»[71]. Ésta es una expresión muy dramática y muy poética que sugiere que la experiencia es algo que nosotros determinamos porque actuamos. Debido a que actúo de un modo determinado, veo las cosas de una manera determinada: el mundo de un compositor es diferente del de un carnicero; el de un hombre del siglo XVII es diferente del de uno del siglo XII. Puede haber coincidencias entre ellos, pero hay más cosas o, por lo menos, cosas más importantes que no lo son, según Fichte. Del mismo modo, dijo Schlegel: los ladrones son románticos porque los hago románticos; nada es romántico por naturaleza. La libertad es acción pura, y no es un estado contemplativo. «Ser libre», dice Fichte, «no significa nada; ganar la libertad, en cambio, es celestial»[72]. Creo mi propio mundo del modo en que creo un poema. Sin embargo, la libertad también tiene un lado negativo: debido a que soy libre puedo exterminar a otros. Incluye también la libertad de actuar de modo reprensible. Los salvajes se matan unos a otros y las naciones civilizadas, dice Fichte con visión de futuro, valiéndose del poder de la ley, de la unidad y de la cultura, continuarán exterminándose entre ellas. La cultura no sirve como freno a la violencia. Ésta es una opinión que hubiera sido rechazada de forma unánime prácticamente por la totalidad del pensamiento del siglo XVIII (aunque hay algunas excepciones). Para este siglo, la cultura servía de freno a la violencia porque la cultura era conocimiento, y éste nos alertaba acerca de la inconveniencia de la violencia[73]. Pero esto no era así para Fichte: el único freno a la violencia no era la cultura sino alguna forma de regeneración moral; «el hombre debe ser y debe hacer»[74].

La concepción de Fichte es que el hombre, más que un actor, es acción continua. Para alcanzar su pico debe generar y crear constantemente. Alguien que no crea, un hombre que simplemente acepta lo que la vida o la naturaleza le ofrece, está muerto. Y esto no solamente es aplicable a los hombres sino también a las naciones (aunque no trataré aquí las consecuencias políticas de la doctrina de Fichte). Fichte comenzó discurriendo acerca de los individuos, pero luego se preguntó qué era un individuo, cómo era que uno se convertía en un individuo completamente libre. Es obvio que no podemos ser completamente libres en tanto somos objetos tridimensionales arrojados en el espacio y la naturaleza nos determina de infinitas maneras. Por ende, el único ser completamente libre debe ser algo que va más allá del hombre, es algo interno: aunque no pueda superar las limitaciones de mi cuerpo, puedo desarrollar mi espíritu. El espíritu, para Fichte, no es el del hombre individual sino que es algo compartido por muchos hombres, y es común a muchos de ellos porque cada espíritu individual es imperfecto, porque está, en cierta medida, encerrado y confinado por el cuerpo que habita. Pero si nos preguntamos qué es el puro espíritu, es cierta entidad trascendente (algo semejante a Dios), un único fuego del que cada uno de nosotros es una chispa individual. Ésta es una noción mística que se remonta, al menos, hasta Boehme.

Paulatinamente, habiendo concluido las invasiones napoleónicas y surgido el sentimiento nacionalista en Alemania, Fichte descubrió que, tal vez, lo que había dicho Herder sobre los seres humanos era cierto; que son otros hombres los que hacen al hombre, que la educación y el lenguaje convierten al hombre en hombre. El lenguaje no es invención propia, sino que fue inventado por otros, y yo soy un elemento más en este flujo compartido. Mis tradiciones, mis costumbres, mi perspectiva, todo lo relativo a mi persona es, de alguna manera, creación de otros hombres, con quienes conformo una unidad orgánica. Así, gradualmente, Fichte pasó de concebir la noción del individuo como ser humano empírico lanzado en el espacio a creer en la noción del individuo como algo más amplio, digamos, por ejemplo, una nación, una clase social o una secta. Yuna vez que concebimos al individuo así, entonces, es su tarea actuar, es su responsabilidad ser libre, y serlo para una nación significa ser independiente de otras naciones, y si aquéllas la obstruyen en su anhelo de libertad debe declarar la guerra.

De este modo, Fichte termina convirtiéndose en un vehe-mente patriota nacionalista alemán. Si somos una nación libre; si somos grandes creadores empeñados en forjar los elevados valores que, de hecho, la historia nos ha confiado por habernos mantenido al margen de la gran decadencia que recayó sobre las naciones latinas; si somos más jóvenes, más saludables, más vigorosos que estos pueblos decadentes —y aquí reaparece la fobia contra los franceses— que no son más que las ruinas de lo que fue, sin duda, la digna civilización romana; si eso es en efecto lo que somos, luego, debemos ser libres a toda costa, y, por tanto, dado que el mundo no puede ser libre y esclavo al mismo tiempo, debemos conquistar a los otros y absorberlos en nuestro seno. Ser libre es estar libre de obstáculos, es hacer libres a otros, es ser capaz de sobreponernos a cualquier obstáculo mientras desarrollamos nuestro poderoso instinto creativo. Así, llegamos al umbral de la noción de un nacionalismo amplio o de un instinto colectivo inspirado en el modelo de clase, de una concepción mística compartida por hombres inspirados lanzados al futuro para no quedar detenidos, para no verse negados, oprimidos por lo estático —ya sea la naturaleza estática, o instituciones estáticas, principios morales, políticos, artísticos, o cualquier otra cosa no creada por ellos y que no se encuentre en un proceso fluido de constante transformación—. Éste es el origen de la fuerza motora de individuos inspirados o naciones inspiradas que están constantemente recreándose, permanentemente buscando purificación e intentando alcanzar un inefable pico de autotransformación, una perpetua recreación de sí mismos, como si fueran obras de arte empeñadas constantemente en reinventarse, yendo más y más lejos, a semejanza de un diseño cósmico en perpetua renovación. Esta concepción metafísico-religiosa, que surge de las sobrias páginas de Kant, y que él repudió con máxima vehemencia e indignación, habría de afectar de modo extremadamente violento la política y la moral alemana, así como el arte, la prosa y la poesía alemana. Y luego, por contagio natural, llegaría a los franceses, y también a los ingleses.