La razón por la que he introducido la figura oscura de Johann Georg Hamann es porque creo que ha sido la primera persona en declararle la guerra a la Ilustración del modo más abierto, violento y completo. Sin embargo, él no ha estado completamente solo en esto; ni siquiera a lo largo de su vida. Permítaseme explicar por qué digo esto.
El siglo XVII, como todos sabemos —esto es una triviali-dad—, fue la era del triunfo de la ciencia. Sus grandes éxitos constituyen el acontecimiento más increíble del periodo; y la profunda revolución del sentimiento humano ocurrida en tal época resultó de la destrucción de viejas formas, del ataque a la religión instituida por la ciencia natural organizada y del ataque del nuevo Estado secular a la antigua jerarquía medieval.
Al mismo tiempo, sin embargo, el racionalismo fue tan lejos que —como ocurre frecuentemente en estos casos— el sentimiento humano, al encontrarse bloqueado por un racionalismo de este tipo, buscó una salida por otras direcciones. Cuando los dioses olímpicos se vuelven demasiado mansos, racionales, normales, la gente comienza, bastante naturalmente, a inclinarse por dioses más oscuros, más subterráneos. Esto es lo que sucedió en el siglo III antes de Cristo en Grecia y es también lo que empezó a tener lugar en el siglo XVIII.
No hay duda de que la religión organizada estaba en retirada. Consideremos, por ejemplo, el tipo de religión racional que predicaban los discípulos de Leibniz en Alemania, donde el gran filósofo Wolff, quien dominaba las universidades alemanas, intentó reconciliar la religión con la razón. Lo que no pudiera reconciliarse con la razón quedaba fuera de moda, de ahí que fuera necesario salvar la religión demostrando su armonía con la razón. Wolff intentó hacer esto al señalar que los milagros podían reconciliarse con una interpretación racional del universo, al suponer, por ejemplo, que cuando Josué detuvo el sol en Jericó él no era más que un astrofísico de conocimiento más acabado que el de los otros astrofísicos de su época, y que este grado de conocimiento era, sin duda, milagroso. De modo semejante, cuando Cristo convirtió el agua en vino, él simplemente comprendía la química de modo más profundo que cualquier otro ser humano no provisto de inspiración divina.
Dada la profundidad en la que había caído el racionalismo, y el hecho de que la religión necesitaba hacer este tipo de compromiso para tener alguna oportunidad de ser aceptada, no debiera sorprendernos que la gente haya buscado satisfacción moral y espiritual en algún otro lado. Sin duda, aunque la nueva filosofía científica pudiera llegar a proveer felicidad y orden, los deseos irracionales del hombre —todo ese reino de impulsos inconscientes de los que el siglo XX nos ha dado cuenta— comenzaron a generar algunas satisfacciones propias. Así, y tal vez para sorpresa de los que creen que el siglo XVIII fue un siglo armonioso, simétrico, infinitamente racional, elegante y cristalino; un espejo pacífico de la razón y la belleza humana no perturbado por algo más profundo o más oscuro, encontramos que nunca en la historia de Europa tantas personas irracionales han vagado por ella solicitando adhesión. Es en el siglo XVIII cuando se desarrollan las sectas masónicas y rosacruces. Es entonces cuando todo tipo de charlatanes y aventureros comienzan a ser atractivos, particularmente durante la segunda mitad del siglo. Es en ese momento cuando Cagliostro aparece en París y se relaciona con los altos círculos de la sociedad, cuando Mésmero comienza a hablar de espíritus animales. Ésta es la edad favorable para todo tipo de nigromantes, de quirománticos y de hidrománticos, cuyos remedios milagrosos capturan la atención y la fe (le muchas otras personas aparentemente juiciosas y racionales. Sin duda, los experimentos ocultistas de los reyes de Suecia y de Dinamarca, de la duquesa de Devonshire y del cardenal de Roban, habrían sido sorprendentes en el siglo XIX, y nunca hubiesen sido advertidos en el XIX. Estas cosas comienzan a difundirse en el siglo XVIII.
Hubo evidentemente manifestaciones más respetables y más interesantes del mismo antiirracionalismo. Lavater en Zürich, por ejemplo, un Jung de la época, inventó la ciencia que él mismo denominó «Physiognomik»[47]. Él intentaba medir los rostros de la gente para inferir rasgos de su carácter psicológico, pues creía en la unidad e indisolubilidad de los aspectos físicos y espirituales del hombre. Sin embargo, tampoco desalentaba a todos esos frenólogos y espiritistas más dudosos, a todos esos mesías que vagabundeaban, cometiendo ocasionalmente crímenes, o en otros casos, causando meramente estupefacción, algunos de los cuales eran arrestados por sus delitos y otros dejados en libertad para vagar por las zonas más salvajes y antiguas del imperio alemán.
Sea como fuere, éste es el ambiente en que nos movemos; bajo la superficie de este siglo aparentemente coherente y elegante hay todo tipo de fuerzas oscuras en movimiento. Hamann es simplemente el representante más poético, el más profundo teológicamente hablando y el más interesante de toda esta violenta rebelión de, lo que podría decirse, la calidad contra la cantidad, de todos estos deseos y anhelos anticientíficos del hombre. La doctrina fundamental de Hamann, que he tratado de resumir, era que Dios no era un geómetra o un matemático sino un poeta; que había algo de blasfemo en intentar adjudicarle a Dios subrepticiamente nuestros propios e insignificantes esquemas lógicos humanos. Cuando su amigo Kant le dijo que la ciencia de la astronomía había finalmente llegado a su fin, que los astrónomos sabían todo lo que podían saber y que era algo muy satisfactorio que esta ciencia en particular pudiera ahora cerrarse con llave por estar completa, Hamann sintió ganas de destruirla. ¡Como si no hubiera más milagros posibles en el universo! ¡Como si el empeño humano pudiera considerarse concluido, dado por hecho, terminado! La noción misma de que los seres humanos eran finitos, de que había ciertos temas de los que se podía saberlo todo, cierta porción del universo que podía investigarse plenamente, y ciertas preguntas que podían responderse definitivamente, todo esto le parecía a Hamann chocante, irreal y francamente estúpido.
Éste es el meollo de la doctrina de Hamann. Se trata de cierto vitalismo místico que percibe en la naturaleza y en la historia la voz de Dios. El hecho de que nos hable a través de la naturaleza era una antigua creencia mística. Hamann le agregó a esto la doctrina adicional de que la historia también lo hace, de que los diferentes sucesos históricos, que son interpretados como sucesos empíricos ordinarios por historiadores ignorantes, son en realidad métodos por los que nos habla lo divino. Cada uno de ellos posee una significación oculta o mística capaz de ser percibida solamente por los ojos de un buen observador. Él fue uno de los primeros —posterior a Vico, aunque Vico no fue leído— en señalar que los mitos no eran simplemente narraciones falsas sobre el mundo, ni malignas invenciones de personas con pocos escrúpulos que buscaban llenar de polvo los ojos de los hombres, ni bonitas ornamentaciones inventadas por poetas para decorar sus mercancías. Los mitos eran el modo en que los seres humanos expresaban su sentido de lo inefable, los misterios inexpresables de la naturaleza, y no había ningún otro modo en que pudieran expresarse. Si se usaban palabras, no lograban hacerlo de modo adecuado, fragmentaban demasiado las cosas, clasificaban, eran demasiado racionales. El intento de envolver cosas en pulcros paquetes y en ordenarlos de manera bellamente analítica destruía la unidad, la continuidad y la vitalidad del tema en cuestión —es decir, de la vida y el mundo— que estábamos contemplando. Los mitos, en cambio, ofrecían este misterio en imágenes y símbolos artísticos; sin palabras lograban conectar al hombre con los misterios de la naturaleza. Ésta era, en términos generales, la doctrina de Hamann.
Todo esto era, evidentemente, una enorme protesta contra los franceses. Y se difundió más allá de Alemania. Fenómenos de este tipo se hicieron sentir también en Inglaterra, donde el exponente más elocuente de este punto de vista —algo más tardíamente que Hamann— fue el poeta místico William Blake. Los enemigos de Blake, las personas a quienes consideraba los villanos de toda esta época moderna, eran Locke y Newton. Él los veía como a diablos que aniquilaron el espíritu, al cortar la realidad en algo así como piezas simétricas matemáticas, cuando la realidad era, en verdad, una totalidad viviente que sólo podía apreciarse de modo no matemático. Era un típico seguidor de Swedenborg, y los discípulos de este último formaban parte, típicamente, de este tipo de movimientos ocultistas y subterráneos a los que me he referido.
Lo que Blake —como todos los místicos de su estilo— deseaba era recuperar algún tipo de control sobre el elemento espiritual que había quedado petrificado como resultado de la degeneración humana y del trabajo maligno de asesinos del espíritu, de matemáticos y científicos faltos de imaginación. Hay un buen número de referencias que ilustran esto. Blake sostiene que las leyes son necesarias para proteger al hombre:
Y sus hijos lloraron, y edificaron
Tumbas en lugares desolados,
Dictaron leyes de prudencia, y las llamaron
Leyes eternas de Dios[48].
Esto se dirige contra los racionalistas del siglo XVIII y contra la noción de un orden simétrico fundado en la experiencia no mística o en razonamientos lógicos. Cuando dice en esos famosos versos que todos conocemos:
Un Petirrojo en Prisión
Causa del Cielo el Furor[49],
la prisión de la que habla es la Ilustración; se trata de la prisión en la que él y personas como él sienten sofocar sus vidas durante la segunda mitad del siglo XVIII.
Niños del Porvenir,
Leyendo esta página indignada;
Sabed que en tiempos idos,
¡El amor! ¡El dulce amor! por crimen fue tenido[50].
El amor era para él idéntico al arte. Él llama a Jesús artista; y a sus discípulos también. «El arte es el árbol de la vida […] La ciencia es el árbol de la muerte»[51]. Liberemos la chispa; ése es el gran llamamiento de todas las personas que se sienten estranguladas y sofocadas por el nuevo y metódico orden científico que no responde a los problemas más profundos que agitan el alma humana.
Los alemanes tendían a suponer que en Francia nadie se daba cuenta, nadie comenzaba a darse cuenta, de lo que eran estos problemas más profundos; que todos los franceses eran como monos disecados, sin concepción alguna de lo que movía a los seres humanos, en tanto poseedores de alma y de algún tipo de necesidad espiritual. Pero esto no era del todo cierto. Si leemos, por ejemplo, a un pensador incluso tan representativo de la Ilustración como Diderot, a quien estos alemanes consideraron como uno de los representantes más abrasivos del nuevo materialismo, de la nueva ciencia, de la nueva destrucción de todo aquello que era espiritual y religioso en la vida, encontraremos algo que no es del todo diferente, incluso de la actitud de los alemanes que he estado describiendo. Diderot es plenamente consciente de que hay tal cosa como un elemento irracional en los hombres, de que existen profundidades inconscientes en las que se mueven todo tipo de fuerzas oscuras. Sabe que el genio humano se alimenta de estas fuerzas, y que las fuerzas de la luz no son por sí mismas capaces de crear aquellas divinas obras de arte que él admira. El habla muy frecuentemente con gran apasionamiento del arte y sostiene que hay algo en el gran genio, en el gran artista, un je nesais quoi (expresión del siglo XVII), que le permite al artista crear en su imaginación estas obras de arte con tal grado de amplitud, con tan magnífica profundidad y comprensión, y con un grado de coraje intelectual tan significativo —es decir, asumiendo grandes riesgos intelectuales—, que asemeja a los genios y a los artistas de este tipo a los grandes criminales. Hay un pasaje de Diderot donde discurre sobre el parecido entre los criminales y los artistas, ya que ambos desafían las reglas, ambos aman el poder, la magnificencia, el esplendor, y ambos desprecian las huellas de la vida normal, y en general, la existencia mansa del hombre demasiado civilizado.
Diderot se encuentra entre los primeros en predicar que hay dos tipos de hombre. Está el hombre artificial que pertenece a la sociedad, que funciona según sus prácticas y que busca conformar; ésta es la típica figurilla artificial y remilgada que representaban los caricaturistas del siglo XVIII. Dentro de este hombre, sin embargo, está encerrado el violento, dramático y oscuro instinto criminal de un hombre que desea liberarse. Éste es el que, controlado adecuadamente, es responsable de magníficas obras de genio. El genio de este tipo no puede ser sometido, no tiene relación alguna con aquellas leyes que el abad Batteux o el abad Dubos establecieron como convenciones racionales, como leyes a las que debía someterse la producción de toda buena obra de arte. En un pasaje típico del Salon de 1765, uno de los trabajos tempranos de crítica de arte de Diderot por el que es justamente reconocido, dice:
Cuidado con aquellos cuyos bolsillos están llenos de esprit —de ingenio—, que desparraman este ingenio en todo momento, en todo lugar. Ellos no tienen un demonio dentro de sí, ellos no son taciturnos, o sombríos, o melancólicos o silenciosos. Ellos tampoco son ni torpes ni obtusos. La alondra, el pinzón, el jilguero, el canario, todos éstos gorjean y trinan durante la mañana de su vida, y a la puesta del sol esconden su cabeza bajo el ala, y ¡he aquí! están dormidos. Es entonces cuando el genio toma y enciende su farola. Y este pájaro oscuro, solitario y salvaje, esta criatura indomable, con su taciturno plumaje melancólico, aclara su garganta e inicia su canto, hace sonar la arboleda y rompe el silencio y la oscuridad de la noche[52].
Esto es un himno al genio, a diferencia del talento, en oposición a las reglas, a las jactanciosas supuestas virtudes del siglo XVIII: la sensatez, la racionalidad, la medida, la proporción y demás. Demuestra que aun en la terriblemente disecada ciudad de París, donde según los alemanes nunca nadie ha vivido plenamente, ha visto un color, ha conocido la agitación del alma humana, había tenido noción de las agonías del espíritu, de lo que es Dios, o de lo que puede ser la transfiguración del hombre; en esta misma ciudad había personas que tenían consciencia de la trascendencia personal, de las fuerzas irracionales, de algo sin duda semejante a aquello que proclamaba Hamann.
Y aquí preguntaremos nuevamente: ¿qué pasa con Rousseau? Es una buena pregunta. Sería necio negar que la doctrina de Rousseau, sus palabras, fueron uno de los factores que influenciaron el movimiento romántico. Sin embargo, debo repetir una vez más: su influencia se ha exagerado. Si consideramos lo que Rousseau efectivamente dijo, y lo contrastamos con el modo en que lo expresó —y la manera y el modelo de vida son realmente importantes— encontramos que aquel mensaje es la crema y nata del dogma racionalista. Todo lo que dijo es lo siguiente: vivimos en una sociedad corrupta, mala e hipócrita, donde los hombres se mienten y se matan los unos a los otros y son falsos los unos con los otros. Es posible encontrar la verdad. Ha de descubrirse no por medios sofisticados ni por lógica cartesiana sino hurgando en el corazón del hombre simple y no corrompido, el salvaje noble, o el niño o quienquiera que fuera. Una vez descubierta, se constituye en una verdad eterna, verdadera para todo hombre, en todo lugar, en todo clima y estación; y cuando hayamos descubierto esta verdad, luego es importante que vivamos de acuerdo a ella. Esto no se distingue de lo que decían los profetas hebreos, ni de lo que ha dicho todo predicador cristiano que haya jamás predicado contra la sofisticada corrupción de las grandes ciudades, y el distanciamiento de Dios que ocurre en aquellos lugares.
La doctrina de Rousseau no es muy diferente de la de los enciclopedistas. En lo personal no le agradaban ya que, por temperamento, él era una especie de derviche del desierto. Él era paranoico, salvaje y taciturno en algunos aspectos, y sumamente neurótico, como diríamos hoy; de allí que no tuviera mucho en común con los irreverentes invitados del salón de Holbach ni con las elegantes recepciones de Voltaire en Ferney. Pero hasta cierto punto ésta era una cuestión personal o emocional. La sustancia de lo que Rousseau decía no era del todo diferente de la doctrina oficial de la Ilustración del siglo XVIII. Lo que era distinto era el modo, el temperamento. Cuando Rousseau comienza a describir sus propios estados mentales y estados de ánimo, las emociones que pujan en su interior, los violentos paroxismos de ira o alegría que padece, usa entonces un tono muy diferente del típico de este siglo. Pero ésta no es la doctrina de Rousseau que heredaron los jacobinos, o que influenciaron de diferentes maneras las doctrinas del siglo XIX.
Hay pasajes que justifican que sea considerado como uno de los padres del romanticismo. Por ejemplo: «No hice uso de la razón, no filosofé […] seducido me entregué a la confusión de esas grandes ideas […] El universo me sofocó e intenté dar un salto al infinito […] mi espíritu se entregó a un soberbio éxtasis»[53]. Este tipo de pasaje no se asemeja demasiado a los textos más sobrios y sensatos de los enciclopedistas; no hubiera llamado la atención de Helvétius, ni de Holbach, ni de Voltaire, ni siquiera de Diderot. Lo que Rousseau quiso decir era que nadie podía amar como amaba Rousseau, que nadie podía odiar como odiaba Rousseau, que nadie podía sufrir como sufría Rousseau, y que solamente Rousseau podía comprender a Rousseau. Él era único. Ninguna otra persona podía comprenderlo; sólo un genio podría comprender a otro genio. Se trataba de una doctrina opuesta a la visión de que la verdad estaba igualmente abierta a todo hombre sensato que no enturbiara sus pensamientos con emociones e ignorancia innecesarias. Lo que Rousseau hace es contraponer a la supuesta fría lógica contra la que él repetidamente protesta, a la fría razón, las ardientes lágrimas de vergüenza, de alegría o de miseria, o de amor, o de desesperanza, o de mortificación, o de agonía espiritual, o de visión extática, y ésta es la razón por la que Hamann lo llamó el mejor de los sofistas, pero un sofista al fin y al cabo[54]. Hamann era Sócrates y Rousseau era un sofista; él era el mejor de los sofistas porque comprendía que no todo estaba bien en ese elegante, racional y sensato París.
Con todo, Rousseau seguía siendo un sofista ya que sus doctrinas apelaban a la razón; todavía asumían que había algún tipo de institución, algún modo de vida humana virtuosa y hombres virtuosos. Si ellos pudieran deshacerse de la capa de falsedad que se les había acumulado con el paso de los siglos, si pudieran eliminar la mala sociedad que los había corrompido, entonces podrían vivir bien para siempre, de acuerdo a preceptos eternos. Esto es precisamente lo que los alemanes ponían en cuestión, y era, a su vez, lo que interpretaban que sostenía Rousseau. La única diferencia consistía en que los otros enciclopedistas de París creían que esto podía lograrse mediante reformas graduales, convenciendo a los gobernantes de su punto de vista, apoderándose de algún déspota ilustrado, de modo tal que, si fuera suficientemente ilustrado, instituyera alguna forma más perfecta de vida en la tierra. Rousseau pensaba que la maldita superestructura debía ser desmantelada en su totalidad, que toda la perversa sociedad humana tenía que ser incinerada, como para que surgiera luego un nuevo ave fénix, construido por él y sus discípulos. Pero en principio, lo que Rousseau y los otros enciclopedistas buscaban era lo mismo, aunque tal vez su visión acerca de los métodos a emplear fuera distinta.
Si comparamos este tipo de discurso con lo que decían los alemanes durante esa misma época podremos notar que la actitud de los alemanes era mucho más violenta. Hay un pasaje muy típico del poeta Lenz, que era casi contemporáneo de Rousseau. Lenz decía:
La acción, la acción es el alma del mundo; no el placer, ni el abandono al sentimiento, tampoco el abandono a la razón, sólo la acción; sólo mediante la acción nos convertimos en la imagen de Dios, el Dios que crea sin cesar y que sin cesar goza de su obra. Sin acción, todo el placer, todo el sentimiento, todo el conocimiento no es otra cosa que una muerte aplazada. No debemos cejar en nuestro empeño hasta crear un espacio abierto aunque no sea más que un temible desperdicio o un temible vacío; entonces meditaremos sobre él como Dios meditó sobre el desperdicio y el vacío previo a la creación del mundo; entonces algo surgirá. ¡Oh bienaventuranza, oh sensación divina![55]
Esto es muy distinto de Rousseau, incluso de sus más violentas elucubraciones, de sus más extáticas exclamaciones, y señala una actitud bien diferente. Esta repentina pasión por la acción como tal, este desprecio por todo orden establecido, por toda visión del universo como algo estructural que la tranquila (o incluso intranquila) percepción puede comprender, contemplar, clasificar, describir y en última instancia utilizar, todo esto se da únicamente entre los alemanes.
En lo relativo a sus causas puedo únicamente repetir mi sugerencia previa, a saber: que se debía fundamentalmente a la intensa espiritualidad pietista de la que provenía esta gente y a los estragos de la ciencia que socavaba su fe al remover las certezas religiosas del movimiento, dejando intacto el temperamento pietista.
Si observamos las piezas teatrales de cuarto, quinto y sexto orden de calidad que el llamado movimiento del Sturm und Drang alemán produjo entre los años 1760 y 1770 encontraremos un tono muy diferente del que prevalecía en la literatura europea de otros lugares. Tomemos como ejemplo a Klinger, el dramaturgo alemán que escribió la obra denominada Sturm und Drang («Tempestad y empuje»), a la que el movimiento le debe su nombre. En una de las obras dramáticas de Klinger llamada Los Gemelos, uno de ellos, un poderoso, imaginativo y ardiente romántico, mata a su débil, presuntuoso y desagradable hermano por no permitirle, argumenta, desarrollar su naturaleza personal de acuerdo a las demandas titánicas o demoniacas que ella le impone. En todas las tragedias anteriores se asumía que en alguna otra sociedad no habría lugar para estas horrendas desgracias. La sociedad es mala; por tanto, debemos mejorarla. Socava a los hombres; pues bien, uno debe poder imaginar una sociedad mejor, como hizo Rousseau, la cual no sofoque a los hombres, donde la gente no luche entre sí, los malos no estén arriba y los buenos abajo, donde los padres no torturen a sus hijos y las mujeres no estén prometidas a hombres que no aman. Tiene que ser posible edificar un mundo mejor. Pero esto no ocurre en la tragedia de Klinger, tampoco en Julio de Tarento, la tragedia de Leisewitz.
No deseo seguir enumerando nombres debidamente olvidados, pero en términos generales la esencia de estas obras plantea que hay algún tipo de conflicto insoluble en el mundo, en la naturaleza misma, que determina que los fuertes no puedan convivir con los débiles, que los leones no puedan hacerlo con los corderos. Los fuertes deben tener espacio para respirar y los débiles deben ir al paredón. Si los débiles sufren, es natural que resistan, y es justo que lo hagan, como lo es que los fuertes los eliminen. En consecuencia, el conflicto, el choque, la tragedia, la muerte —todos estos tipos de horrores— están inevitablemente enmarañados en la naturaleza del universo. Esta visión es fatalista y pesimista, no es científica ni optimista, ni siquiera es, en algún sentido de la palabra, espiritual y optimista.
Esta actitud tiene cierta afinidad natural con la concepción de Hamann de que Dios está más cerca de lo anormal que de lo normal. Es algo que él dice abiertamente: lo normal no comprende realmente lo que pasa. Éste es un momento original en el que todo el complejo á la Dostoievsky hace su aparición. En cierto sentido, evidentemente, se trata de una aplicación del cristianismo, aunque bastante nueva al ser tan sincera y profunda. Según esta concepción, Dios está más cerca de los ladrones y prostitutas, de los pecadores y taber-neros, dice Hamann, que de los suaves filósofos de París, o de los suaves clérigos de Berlín que intentan reconciliar la religión con la razón, lo que consiste en una degradación y humillación de todo lo que le importa al hombre. Todos los grandes maestros que han destacado en el empeño humano, señala Hamann, fueron de algún modo hombres enfermos, tuvieron heridas —Hércules, Ayax, Sócrates, san Pablo, Solón, los prolétas hebreos, las bacantes, las figuras demoniacas—, ninguno de ellos fue una persona en su sano juicio. Esto, me parece, es el corazón de toda esta violenta doctrina de afirmación personal que constituye el centro del Sturm und Drang alemán.
Sin embargo, todos estos dramaturgos son, comparativamente, figuras menores. Me refiero a ellos simplemente para mostrar que Hamann —quien creo merece justamente ser recuperado de la oscuridad del olvido— no estaba solo. La única obra valiosa y digna de atención que produjo el Sturm und Drang fue Werther de Goethe; es una expresión típica de su autor. Allí tampoco hay cura. No hay ningún modo por el que Werther pueda evitar el suicidio. No hay forma de solucionar el problema, estando Werther enamorado de una señora casada, siendo el voto matrimonial lo que es, y creyendo los dos en él de esta forma. Si el amor de un hombre y el de otro entran en confrontación se da una situación desesperada e impotente que termina necesariamente mal. Ésa es la enseñanza moral de Werther, y por esto se dice que jóvenes de una y otra comarca de Alemania se suicidaron en su nombre. No se debe a que en el siglo XVIII o en su sociedad en particular no existiera una solución adecuada, sino a que se desilusionaron del mundo y lo representaron como un paraje irracional donde era imposible en principio encontrar una solución.
Éste es el ambiente que se desarrolló en Alemania entre los años 1760 y 1770. Pero hubo dos hombres que, según mi opinión, fueron los verdaderos padres del romanticismo. Sin lugar a dudas, tuvieron mayor envergadura que cualquiera de las personas señaladas hasta el momento como responsables del movimiento. Por eso debo ocuparme de ellos ahora. Ambos surgieron de este movimiento, uno fue simpatizante de él y el otro le fue agudamente hostil aunque por su obra fue un promotor de sus ideales, como sucede a veces irónicamente. El primero es Herder, el segundo Kant. Sobre ellos haré algo de hincapié.
No deseo exponer las ideas generales de Herder ni las nuevas nociones con las que transformó nuestra concepción de la historia y de la sociedad; tan amplia fue la influencia que tuvo este extraordinario pensador. Él también fue pietista y prusiano y se rebeló como los otros contra el imperio pulcro de Federico el Grande. Fue este despotismo ordenado e ilustrado —y fue ilustrado—, administrado por intelectuales y funcionarios franceses bajo el liderazgo de un déspota extremadamente inteligente, enérgico y poderoso lo que asfixiaba a estos buenos hombres; incluso a Kant, sin mencionar a Herder, quien era más irascible y de temperamento menos equilibrado. Son tres las doctrinas de Herder sobre las que deseo concentrarme. Han contribuido fuertemente al movimiento romántico y procedieron bastante naturalmente del medio que he descrito. Una es la noción que denominaré expresionismo; la segunda es la de pertenencia, lo que significa pertenecer a un grupo; y la tercera es la concepción de que los ideales —los verdaderos ideales— son con frecuencia incompatibles y que no pueden conciliarse. Cada una de estas tres ideas tuvo un significado revolucionario en la época y merecen ser ligeramente reconsideradas ya que, por lo general, no se les hace justicia, incluso en el caso de los grandes pensadores de la historia de las ideas.
La primera noción, la del expresionismo, es la siguiente: Herder sostenía que una de las funciones fundamentales de los seres humanos era expresarse, hablar; en consecuencia, cualquier cosa que hiciera el hombre expresaba plenamente su naturaleza. Si no lo hacía plenamente era porque él mismo se atrofiaba, o se refrenaba, o le colocaba alguna traba a su energía natural. Esto lo aprendió de su maestro Hamann. Herder era verdaderamente un discípulo fiel y directo de esta figura extraña llamada «der Magus in Norden», el mago del Norte, «mago» en el sentido de «los tres reyes magos».
Para la estética del siglo XVIII —incluso para la estética más pasional de alguien como Diderot, si la comparamos con la seca y convencional del abad Batteux—, el valor de una obra de arte radicaba, en términos generales, en ser lo que era. El valor de una pintura radicaba en su belleza. Lo que la hacía bella podría discutirse: si era bella porque daba placer, o satisfacía el intelecto, o porque mantenía alguna relación peculiar con la armonía de las esferas o del universo y era una copia de algún original platónico al que el artista tenía acceso en momentos de inspiración; en todo esto podía haber desacuerdos. Pero en lo que todos concordaban era en que el valor de la obra de arte consistía en las propiedades que poseía, en ser lo que era, en ser bella, simétrica, bien formada, o en lo que fuera. Una taza de plata era bella porque era una taza bella, porque poseía las propiedades de belleza, cualquiera que fuera el modo en que se definiera la belleza. Esto nada tenía que ver con quién la hubiera hecho, ni con la razón por la que fue hecha. El artista tomaba el lugar de algo así como un proveedor y decía: mi vida privada no es asunto del que compre mi obra; se me ha pedido una taza de plata y aquí está, yo la suministro. No es asunto de nadie que yo sea un buen esposo o un buen ciudadano, un buen hombre o un creyente. Han encargado una mesa y aquí está la mesa. Si es sólida y firme, tal como la quieren, ¿qué pueden tener que reprocharme? Se me ha pedido una pintura, un retrato; si es un buen retrato, lleváoslo. Soy Mozart, soy Haydn, espero producir una bella composición musical, es decir, una cuya belleza sea reconocida por otros, y por la que se me pague una comisión adecuada y se me convierta tal vez en un artista de fama inmortal. Ésta es la típica visión del siglo XVIII, y es la de una gran cantidad de gente, probablemente la de la mayoría de la gente desde entonces.
Ésta no era la visión que tomaron los alemanes de los que nos estamos ocupando; en particular, no era la de Hamann, ni tampoco la de Herder. Para ellos una obra de arte es la expresión de alguien, siempre es una voz que nos habla. Es la voz de un hombre dirigiéndose a otro hombre. Sea una taza de plata o una composición musical o un poema, o incluso un código de leyes; sea lo que fuere, cualquier artefacto creado por enanos humanas es en alguna medida la expresión, consciente o inconsciente, de la actitud de vida de su creador. Cuando apreciamos una obra de arte, se nos pone de algún modo en contacto con el hombre que la creó; y la obra nos habla. Ésta es la doctrina. En consecuencia, la idea de que un artista deba decirnos: «Como artista hago lo siguiente, pero como ciudadano u esposo hago esto otro», la noción misma de que puedo fragmentarme en compartimentos y decir que con una mano hago una cosa pero que esto no tiene relación con lo que está haciendo la otra mano; de que mis convicciones personales no tienen conexión con los discursos que pongo en boca de los personajes de mi tragedia; de que soy simplemente un proveedor y que lo que debe evaluarse es la obra de arte y no su creador; que la biografía, la psicología, las intenciones, la esencia total del artista es irrelevante a la obra de arte; esta doctrina era violentamente rechazada por Herder y por aquellos que lo seguían. Tomemos como ejemplo la música folclórica. Si una canción folclórica nos habla, argumentaban ellos, es porque la gente que la creó era tan alemana como nosotros, y nos hablaban a nosotros que pertenecíamos a la misma sociedad; y porque eran alemanes usaban matices particulares, sucesiones específicas de sonidos, palabras específicas que, conectadas de cierta manera y navegando sobre la gran ola de palabras, símbolos y experiencias sobre la que navegan todos los alemanes, tenían algo peculiar que decirle a ciertas personas que no podían transmitirle a otras. Los portugueses no pueden comprender el espíritu de una canción alemana del modo en que pueden hacerlo los alemanes y estos últimos no pueden entender el espíritu de una canción portuguesa. El hecho mismo de que exista tal cosa como el espíritu de estas canciones hace suponer que no son objetos simplemente equiparables a los objetos de la naturaleza, que no nos hablan. Por el contrario, son artefactos, es decir, algo que el hombre ha creado con el propósito de comunicarse con otros hombres.
Ésta es la doctrina del arte como expresión, como comunicación. Herder parte de esta tesis y la desarrolla del modo más poético e imaginativo posible. Sostiene que algunas cosas son creadas por individuos, mientras que otras por grupos. Algunas son creadas conscientemente, mientras que otras inconscientemente. Si nos preguntamos quién ha creado la canción folclórica, la danza folclórica, las leyes alemanas, la moral alemana, quién ha creado las instituciones bajo las que vivirnos, no podemos ofrecer una respuesta; ésta yace envuelta en la niebla de la antigüedad impersonal; y, sin embargo, son una creación del hombre. El mundo es lo que de él hacen los hombres; nuestro mundo, nuestro mundo alemán, está construido por otros alemanes, y por eso huele, se siente, se ve, suena para nosotros del modo en que lo hace. A partir de esto Herder desarrolló la concepción de que todos los hombres buscan pertenecer a un grupo, o que de hecho pertenecen a alguno, y que si se les separa de éste se sentirán alienados y fuera de contexto. Toda esta concepción de estar en contexto, o desarraigado, toda esta idea de raíces, de pertenecer a un grupo, a una secta, a un movimiento, fue en gran medida inventada por Herder. Hay anticipaciones de esto en la maravillosa obra de Vico, la Nueva ciencia, aunque (repito) esto ha sido olvidado, y aunque Herder pudo haberla leído a fines de la década de 1770 parece haber desarrollado la mayoría de sus ideas antes de la fecha en la que pudo haber visto la obra de este gran predecesor italiano.
La convicción fundamental de Herder era aproximadamente la siguiente. Todo hombre que desea expresarse utiliza palabras. Las palabras no son de su invención, pertenecen ya a cierta corriente heredada de imágenes tradicionales. Asimismo, esta corriente ha sido alimentada por la expresión de otros hombres. Un hombre tiene más en común, algo de índole impalpable, con otros hombres que la naturaleza ha emplazado cerca de él, que con hombres más lejanos. Herder lo se vale de un criterio sanguíneo, tampoco de uno racial. El habla de la nación, si bien la palabra alemana Nation en el siglo XVIII no tenía la connotación que adquiere en el XIX. Habla de la lengua como vínculo, y del suelo como vínculo, y la tesis, en términos generales, es la siguiente: lo que tienen en común las personas que pertenecen a un mismo grupo es más directamente responsable de su ser que aquello que comparten con personas de otros lugares. El modo en que, por ejemplo, un alemán se levanta y se sienta, baila, legisla, su letra, poesía y su música, el modo en que se peina el cabello y en que filosofa, todo esto tiene una gestalt común e impalpable. Todas estas acciones tienen cierto modelo cualitativo en virtud del cual son reconocidas como alemanas, tanto por él como por otros; se reconocen en lo que difieren de actos similares realizados por los chinos. Los chinos también se peinan los cabellos, escriben poesía, poseen leyes, cazan y obtienen su alimento de diferentes modos y hacen sus ropas. Hay también algo común a la forma en que todos los hombres reaccionan a similares estímulos naturales. Sin embargo, hay una gestalt cualitativa peculiar que califica a ciertos grupos humanos, tal vez no sean nacionalidades, tal vez estos grupos sean más pequeños. Herder no era ciertamente un nacionalista si por esto se entiende la creencia en algún tipo de esencia profunda e impalpable relacionada con la sangre o la raza. Todo lo que él pensaba era que los grupos humanos se desarrollaban de un modo similar al crecimiento vegetal o al animal, y que las metáforas orgánicas, botánicas o biológicas eran más adecuadas para describir tal crecimiento que las químicas o matemáticas empleadas por los agentes de difusión científica franceses del siglo XVIII.
De esto se derivan ciertas conclusiones románticas; es decir, conclusiones que afectaron al antirracionalismo, al menos al modo en que se entendía en el siglo XVIII La conclusión principal en cuanto a nuestros propósitos inmediatos es la siguiente: claramente, los objetos no se pueden describir sin hacer referencia a los propósitos de sus creadores. El valor de una obra de arte debe analizarse en relación con el grupo particular al que se dirige, de la intencionalidad del hablante, del efecto sobre los interlocutores y del vínculo que se crea automáticamente entre el hablante y el interlocutor. Es una forma de comunicación y, por tanto, no puede tener un valor impersonal ni eterno. Si deseamos comprender alguna obra de arte creada por un griego de la Antigüedad no tiene utilidad alguna usar criterios intemporales de belleza aplicables a toda obra de arte y considerar entonces si ésta es o no bella en función de dichos criterios. A menos que comprendamos quiénes eran los griegos, qué deseaban, cómo vivían; a menos que (como dice Herder, haciéndose eco de Vico) por un acto de la más enorme dificultad, con el mayor esfuerzo posible de la imaginación, entremos en los sentimientos de esta gente tan extraña para nosotros —lejana en tiempo y en espacio—; a menos que intentemos por un acto de la imaginación reconstruir dentro de nosotros la forma de vida que llevaba esta gente —sus leyes, sus principios éticos, la apariencia de sus calles, sus diferentes valores—; a menos que intentemos, en otras palabras, vivir nosotros mismos su forma de vida —todo esto es hoy un lugar común, pero no lo era entre 1760 y 1770, cuando se habló de ello por primera vez—; a menos que intentemos hacer eso, las posibilidades de comprender verdaderamente su arte, sus escritos, lo que quiso decir Platón o de saber quién fue en verdad Sócrates son mínimas. Sócrates no es para Herder el sabio intemporal que era para la Ilustración francesa —el eterno sabio racionalista—; tampoco es simplemente el irónico provocador de pomposos sabelotodos, modo en el que lo concebía Hamann. Sócrates es un ateniense del siglo V que vivió en la Atenas del siglo V; no vivió en el siglo IV, ni en el II, no vivió en Alemania, ni en Francia, sino en Grecia, solamente allí y solamente entonces. Para comprender la filosofía griega debemos comprender el arte griego; y para comprender el arte griego debemos comprender la historia griega y la geografía griega, debemos observar las plantas que ellos observaron, conocer el suelo en el que vivieron, y así sucesivamente.
Se convierte esto entonces en el comienzo de toda esta noción de historicismo, de evolucionismo: la concepción de que podernos comprender a otros seres humanos únicamente en función de un medio ambiente completamente diferente del nuestro. Éste es también el origen de la noción de pertenencia. Herder es verdaderamente el primero en dilucidar esta noción y por ello rechaza toda concepción del hombre cosmopolita, del que está igualmente en contexto en París o en Copenhague, en Islandia o en India. Una persona pertenece al lugar de donde es, la gente tiene raíces, pueden crear únicamente en función de aquellos símbolos en los que fueron criados, y lo fueron en función de alguna sociedad cerrada que les hablaba en un único modo inteligible. Cualquier hombre que no haya tenido la buena fortuna de pasar por esto, que haya sido criado sin raíces, en una isla desierta, por sus propios medios, en exilio, como emigré, está en gran medida debilitado y sus poderes creativos están automáticamente reducidos. Ésta no era una doctrina que pudo haber sido comprendida, y mucho menos, aprobada por los pensadores racionalistas, universalistas, objetivistas y cosmopolitas del siglo XVIII francés.
Pero se deriva también una conclusión mucho más alarmante de todo esto, una que Herder no llegó tal vez a enfatizar del todo, y es la siguiente. Si el valor de toda cultura reside en aquello que busca —como dice, toda cultura tiene su propio centro de gravedad—, debemos determinar cuál es ese centro, o como él lo denomina, ese Schwerpunkt, antes de que podamos comprender siquiera cómo eran estos hombres en general[56]. Pues no tiene utilidad alguna evaluar estas cosas desde la perspectiva de otro siglo o de otra cultura. Luego, si hacemos eso, comprenderemos entonces que diferentes edades tenían distintos ideales y que cada uno de ellos era, a su modo, válido para su tiempo y lugar; y es más, que hoy, desde nuestra actualidad, podemos admirarlos y apreciarlos.
Pero consideremos esto ahora. Al comienzo intenté señalar que uno de los grandes axiomas de la Ilustración del siglo XVIII —que es lo que el romanticismo vino a destruir— residía en que era posible descubrir respuestas válidas y objetivas a toda gran pregunta que agitara a la humanidad: cómo vivir, cómo ser, qué es el bien, qué es el mal, qué es lo correcto, qué es lo incorrecto, qué es lo bello, qué es lo feo, por qué actuar de este modo y no de otro. Todas estas respuestas podían obtenerse por un método especial recomendado por un pensador particular; y todas podían formularse en proposiciones, las cuales, si eran verdaderas, serían compatibles unas con otras —serían tal vez incluso más que compatibles, estarían a lo mejor vinculadas las unas con otras—. Y, tomadas en su conjunto, conformarían ese ideal, ese perfecto estado de cosas que, por una razón u otra, todos desearíamos que se hiciera realidad, fuera éste o no factible o viable.
Pero supongamos ahora que Herder esté en lo cierto: supongamos que los griegos del siglo V pudieran solamente aspirar a un ideal diferente del de los babilonios, que la visión de la vida de los egipcios, sostenida por ellos porque vivían en Egipto, tenían una geografía y un clima diferentes, porque descendían de personas cuya ideología era completamente distinta de la de los griegos; supongamos que lo que deseaban los egipcios era diferente de lo que querían los griegos, siendo igualmente válido y fructífero. Herder es, realmente, uno de esos pocos pensadores del mundo que adora las cosas por ser lo que son, y que no las condena por no haber sido de otro modo. Para Herder todo es encantador. A él le agrada Babilonia y Asiria, le agrada India y Egipto. Piensa bien de los griegos, del Medioevo, del siglo XVIII, piensa bien de prácticamente todo con la excepción del ambiente inmediato de su tiempo y lugar. Si hay algo que le desagrada a Herder es la eliminación de una cultura por otra. Le desagrada Julio César porque sometió a una gran cantidad de culturas asiáticas, y ahora no podremos saber qué buscaban en esa época los capadocios. Le desagradan las Cruzadas porque perjudicaron a los bizantinos o árabes y estas culturas tienen derecho a expresarse del modo más rico y completo, sin las pisoteadas de todos estos caballeros imperialistas. Le desagradaba toda forma de violencia, de coerción, de deglución de una cultura por otra, ya que deseaba que todo fuera, lo más posible, lo que debía ser. Herder no es el inventor ni el autor —como se dice a veces— del nacionalismo, aunque sin duda algunas de sus ideas influenciaron el nacionalismo; él es autor de algo —no sé en realidad cómo denominarlo— más semejante al populismo. Es decir (para ejemplificar sus formas más cómicas), él es el promotor de todos esos anticuarios que desean que los nativos sean tan nativos como lo fueron siempre; de aquellos a los que les agrada el arte y la artesanía y que detestan la estandarización; de todos aquellos a quienes les gusta lo curioso, que desean preservar las más exquisitas formas del antiguo provincialismo sin la contaminación despreciable de la uniformidad metropolitana. Herder es el padre, el ancestro de todos esos viajeros, esos aficionados que merodean por el mundo desentrañando distintas formas de vida olvidadas, que se deleitan en todo lo que es peculiar, extraño, nativo, en todo lo que está intacto. En ese sentido, Herder alimentó en gran medida las corrientes del sentimentalismo humano. De cualquier forma, ése es el temperamento de Herder y por ello —porque estaba interesado en que todo alcanzara sus posibilidades, es decir, que todo se desarrollara del modo más rico y pleno posible— la noción de que pudiera existir un único ideal para todo hombre en todo lugar se volvía incomprensible. Si los griegos habían tenido un ideal que era perfecto para ellos en tanto griegos; si los romanos habían tenido un ideal que, aunque menos perfecto, era lo máximo que podía hacerse para gente que era, desafortunadamente, romana, personas —al menos según Herder— claramente menos dotadas que los griegos; si la temprana Edad Media había producido magníficas obras como la Canción de los Nibelungos —obra que él admiraba— o digamos, otras épicas tempranas que él consideraba expresiones simples, heroicas y no contaminadas de personas puras que vagaban por los bosques sin haber sido todavía aplastadas por un vecino celoso y temible que pisoteara brutalmente su cultura; si todo esto era cierto, también era verdad que no podíamos tener todos estos ideales juntos.
Pero, ¿cuál es el modelo de vida ideal? No podemos, al mismo tiempo, ser griegos, fenicios y medievales; orientales y occidentales; norteños y sureños. No podemos alcanzar los ideales más altos de todas las épocas y lugares al mismo tiempo. Ya que es imposible hacerlo, la noción de vida perfecta se viene abajo, la noción de que hay un único ideal humano que todo hombre debe buscar, de que esta búsqueda pueda tener una respuesta definitiva como la tienen, en principio, ciertas preguntas de la química, la física o la matemática; o si no una respuesta definitiva, al menos una más próxima a lo definitivo, con la esperanza de que cuanto más avancemos en esa dirección más cerca estemos de la respuesta final. Si esto es cierto de la física, la química y la matemática, y, como proponía el siglo XVIII, también de la ética, la política y la estética; si es posible establecer criterios que nos digan qué es lo que hace que una obra de arte sea perfecta, que una vida, un carácter, una constitución política sean perfectos; si es posible ofrecer estas respuestas fehacientemente, es sólo mediante la suposición de que todas las otras respuestas, por interesantes y fascinantes que sean, son falsas. Pero si Herder está en lo correcto; si era correcto que los griegos actuaran como griegos y que los indios como indios; si el ideal griego y el indio eran totalmente incompatibles —cosa que Herder enfatizaba con cierta alegría—; si la variedad y la diferencia del mundo no eran meramente un hecho sino algo que debíamos festejar —que es lo que él creía y alababa la variada imaginación del creador, la creatividad y las infinitas oportunidades del hombre, la inagotable ambición humana y el entusiasmo general de vivir en un mundo en el que nada podía agotarse—; si ésa era la situación, entonces la noción de una respuesta definitiva a la pregunta de cómo debemos vivir perdía sentido. No podía significar absolutamente nada, ya que todas estas respuestas eran, probablemente, incompatibles entre ellas.
De aquí la conclusión final de Herder: básicamente, cada grupo humano debe buscar aquello que está en su interioridad, que es parte de su tradición. Cada hombre pertenece al grupo al que pertenece; su función como ser humano consiste en decir la verdad tal como él la ve; su visión de la verdad es tan válida como la que tienen otros. De esta vasta variedad de colores se puede construir un mosaico maravilloso; pero nadie puede verlo en su totalidad, ni la totalidad del bosque, sólo Dios puede ver todo el universo. Dado que los hombres pertenecen al lugar al que pertenecen y que viven donde viven, son incapaces de hacerlo. Cada época tiene su propio ideal y, por tanto, cualquier retorno nostálgico al pasado es un sinsentido. Por ejemplo: «¿Por qué no podemos ser como los griegos?», «¿Por qué no podemos ser como los romanos?» —que es posiblemente lo que los filósofos políticos, o los pintores, o los escultores franceses del siglo XVIII se preguntaban— carece de significado. La noción de retorno a la Edad Media, a las virtudes romanas, a Esparta, de retorno a Atenas, o cualquier otra forma de cosmopolitismo; «¿por qué no podemos crear un Estado mundial donde todos constituyan —a modo de ladrillos ideales— una estructura eterna, una estructura indestructible construida por métodos infalibles y que sea la verdad?»; todo esto se vuelve un sinsentido, algo carente de significado y contradictorio en sí mismo. Yal permitir la emergencia de esta doctrina, Herder le asestó el más terrible golpe al cuerpo del racionalismo europeo, golpe del que nunca se recuperó.
En este sentido Herder es, sin duda, uno de los padres del movimiento romántico. Es decir, uno de los padres del movimiento cuyas características incluyen la negación de la unidad, de la armonía, de la compatibilidad de ideales, ya sea en el ámbito de la acción o en el del pensamiento. El postulado sobre la acción de Lenz que he citado antes —la acción, siempre la acción, démosle lugar; solamente podemos vivir en acción, si no nada es digno de valor— está muy de acuerdo con la visión de Herder, ya que para él la vida consiste en expresar la experiencia propia tal y como nos ocurre, comunicándosela a los otros con la totalidad de nuestra personalidad. Lo que los hombres interpretarán de ella en doscientos años, en quinientos, en dos mil años, no le interesa a Herder, no lo encuentra un motivo de preocupación. Ésta es una opinión engorrosa, sumamente nueva y extremadamente revolucionaria sobre lo que ha sido —en los últimos dos mil años— la sólida philosophia perennis de Occidente, según la cual todas las preguntas tienen respuestas verdaderas, toda respuesta verdadera puede, en principio, ser alcanzada, y todas las respuestas son, en principio, compatibles o combinables en una totalidad armónica a la manera de un rompecabezas. Si Herder estaba en lo correcto, esta visión es falsa. Y debido a esto, durante los siguientes ciento setenta años, los hombres comenzaron a discutir y a luchar, tanto de forma práctica como teórica, tanto durante el curso de las guerras nacionalistas revolucionarias como durante los violentos conflictos doctrinarios, tanto en la esfera de las artes como en la del pensamiento.