I
EN BUSCA DE UNA DEFINICIÓN

Podría esperarse que comenzara, o que intentara comenzar, con alguna definición del romanticismo, o al menos, con alguna generalización que aclarara qué entiendo por éste. Pero no pretendo entrar en tal trampa. Ya el sabio y eminente profesor Northrop Frye señala[8] que cuando alguien se embarca en una generalización sobre el tema, aun en algo tan inocuo como decir, por ejemplo, que nació entre los poetas ingleses una actitud nueva ante la naturaleza —digamos, por ejemplo, en Wordsworth y Coleridge por oposición a Racine y Pope—, no faltará quien presente evidencia contraria basándose en los escritos de Hornero o Kalidhasa, en las epopeyas árabes preislámicas, en la poesía española medieval y, finalmente, en los propios Racine y Pope. Por esta razón, no pretendo generalizar sino expresar de algún otro modo lo que concibo como romanticismo.

La literatura sobre el romanticismo es más abundante que el romanticismo mismo, y la literatura encargada de definir de qué se ocupa esta literatura es, por su parte, verdaderamente voluminosa. Existe una especie de pirámide invertida. Se trata de un tema peligroso y confuso en el que muchos han perdido, no diría su sano juicio, aunque sí su propio sentido de dirección. Esta situación es comparable a esa caverna oscura descrita por Virgilio, donde todas las pisadas iban en una única dirección; o a la caverna de Polifemo, donde aquellos que allí se internaban parecían no emerger nunca. Luego me embarco en este tema con algo de temor.

La importancia del romanticismo se debe a que constituye el mayor movimiento reciente destinado a transformar la vida y el pensamiento del mundo occidental. Lo considero el cambio puntual ocurrido en la conciencia de Occidente en el curso de los siglos XIX y XX de más envergadura y pienso que todos los otros que tuvieron lugar durante ese periodo parecen, en comparación, menos importantes y estar, de todas maneras, profundamente influenciados por éste.

La historia, no sólo del pensamiento, sino de la conciencia, la opinión y también de la acción; la historia de la moral, la política y la estética es en gran medida una historia de modelos dominantes. Cuando analizamos una civilización en particular descubrimos que sus escritos más característicos, y sus otros productos culturales, reflejan un patrón de vida específico que rige a los responsables de dichos escritos, pinturas o producciones musicales particulares. Comprendemos, entonces, que para identificar una civilización, para concebir el tipo de civilización que es, y para entender el mundo en el que pensaron, sintieron y actuaron aquellos hombres, es importante intentar, en la medida de lo posible, aislar ese patrón dominante por el que se rige dicha cultura. Consideremos, por ejemplo, la filosofía o la literatura griega de la era clásica. Si analizamos la filosofía de Platón, por ejemplo, descubrimos que el autor se ve dominado por un modelo de pensamiento geométrico o matemático. Vemos claramente que su línea de pensamiento está condicionada por la noción de que existen verdades axiomáticas, cristalinas e inquebrantables de las que es posible, gracias a una lógica severa, deducir ciertas conclusiones absolutamente infalibles. Resulta evidente que es posible alcanzar este tipo de saber absoluto por un método especial, recomendado por él; que existe un conocimiento absoluto del mundo, y que de poder acceder a él —del que la geometría, es decir, la matemática en general, es su expresión más cercana, su paradigma más perfecto—, podríamos organizar nuestras vidas en función de este saber, de estas verdades, de una vez y para siempre, de modo estático y sin necesitar cambio futuro. Así, podría esperarse que todo sufrimiento, toda duda, toda ignorancia, toda forma de vicio o locura humana desaparecieran de la tierra.

La noción de que hay en algún lugar una visión perfecta, y de que solamente se necesita para alcanzar dicha verdad cierto tipo de disciplina severa, o cierto tipo de método análogo, de algún modo, a las frías y aisladas verdades matemáticas, afecta a una gran cantidad de otros pensadores del periodo posplatónico. Sin duda, afecta al Renacimiento, que sostenía ideas similares; a pensadores como Espinosa; a pensadores del siglo XVIII y XIX también, quienes creían posible llegar a algún tipo de conocimiento, que aunque no absoluto, fuera de todas maneras casi absoluto, y arreglar, gracias a éste, el mundo, creando un orden racional en el que la tragedia, el vicio y la estupidez —causantes de tanta destrucción en el pasado— pudieran ser finalmente evitadas gracias al uso de información cuidadosamente adquirida y a la aplicación de una razón universalmente inteligible.

Me he referido a un tipo de modelo ofreciéndolo, simplemente, a modo de ejemplo. Estos modelos comienzan invariablemente por liberar a la gente del error, de la confusión, de alguna realidad ininteligible que la gente intenta explicarse gracias a ellos. Casi invariablemente, sin embargo, ellos terminan por esclavizar a estas mismas personas, al no poder dar cuenta de la experiencia en su totalidad. Los modelos se inician, entonces, como liberadores y terminan funcionando despóticamente.

Analicemos otro ejemplo: una cultura paralela durante un periodo similar, la de la Biblia, la de los judíos. Encontraremos un modelo dominante completamente distinto, un conjunto de ideas diferentes que hubieran sido incomprensibles para los griegos. La noción en la que se origina el judaísmo y el cristianismo es, en gran medida, la de la vida en familia, de las relaciones entre padre e hijo, y tal vez también de las de miembros de una tribu con otra. Estas relaciones fundamentales por las que se explican la vida y la naturaleza —el amor de los hijos por el padre, la hermandad entre los hombres, el perdón, los mandatos de un superior dirigidos a un inferior, el sentido del deber, la transgresión, el pecado y su consecuente necesidad de expiación—; todo este complejo de cualidades, por el que se explicaría la totalidad del universo según los creadores de la Biblia, y también según aquellos que en gran medida se ven influenciados por ésta, habría sido francamente incomprensible para los griegos.

Consideremos un salmo bien conocido donde el salmista dice: «Cuando Israel salió de Egipto […] la mar lo vio y huyó, retrocedió el Jordán, los montes brincaron lo mismo que carneros, y las colinas como corderillos», y se le ordenó a la tierra: «Tiembla […] ante la faz del Dios de Jacob»[9]. Esto habría sido incomprensible para Platón o Aristóteles, ya que la idea de un mundo que responde personalmente a las órdenes del Señor, la noción de que todas las relaciones, tanto animadas como inanimadas, han de ser interpretadas bajo la forma de relaciones humanas, o lo que es lo mismo, entre personalidades, en un caso, divinas, en otro humanas, constituye una concepción de lo divino y de su vínculo con la humanidad muy alejada de la griega. De aquí la ausencia entre los griegos de la noción de obligación, la ausencia de una noción de deber tan difícil de comprender por aquellos que leen a los griegos bajo una lente influenciada, en parte, por la tradición judía.

Permítaseme intentar explicar cuán extraños pueden ser los diferentes modelos, ya que esto es importante para trazar la historia de estas transformaciones de conciencia. Han acon-tecido considerables revoluciones en la perspectiva general de la humanidad, que han sido, a veces, difíciles de volver a localizar debido a que las suprimimos interpretándolas como algo familiar. Giambattista Vico —el pensador italiano que prosperó a principios del siglo XVIII, si puede acaso atribuírsele prosperidad a un pensador totalmente olvidado y abandonado en la pobreza— ha sido el primero, tal vez, en hacernos notar la extrañeza de las culturas antiguas. Éste señala, por ejemplo, que en la cita «Jovis omnia plena»[10] («Todo está lleno de Iovis»), terminación de un hexámetro latino perfectamente conocido, se dice algo no del todo comprensible para nosotros. Por un lado, Júpiter o Iovis es una gran divinidad barbuda que lanza truenos y rayos. Por otro lado, se dice que todo —omnia— está «lleno de» este ser barbudo; algo que no es inteligible. Vico señala entonces, con imaginación y sentido, que la visión de estos pueblos de la antigüedad, tan alejados de nosotros, debe haber sido muy diferente de la nuestra para que hayan sido capaces de concebir a su dios no sólo como gigante barbudo imperando sobre dioses y hombres, sino también como algo de lo que la totalidad de los cielos podría estar llena.

Observemos un ejemplo más familiar. Cuando Aristóteles en la Ética a Nicómaco discute la cuestión de la amistad, éste señala —de modo bastante sorprendente para nosotros— que existen varios tipos de relaciones amistosas. Hay una amistad, por ejemplo, que consiste en una forma de locura apasionada de un ser humano por otro; y otra en relaciones de negocio, de comercio, de compra y venta. El hecho de que para Aristóteles no sea nada extraño decir que existen dos tipos de amigos, que hay gente cuya vida está enteramente brindada al amor, o lo que es lo mismo, cuyas emociones están empeñadas en el amor, y por otro lado, hay gente que vende zapatos a otra, y que ambas son especies de un mismo género, es algo a lo que nosotros, ya sea como resultado de la cristiandad, o del movimiento romántico, o de cualquier otra índole, no podemos acostumbrarnos con facilidad.

Ofrezco estos ejemplos para exponer, simplemente, que estas culturas de la antigüedad son más extrañas de lo que pensamos, y que han ocurrido transformaciones mucho más profundas en la historia de la conciencia humana que las que podría ofrecer una lectura no crítica y ordinaria de los clásicos. Existen, desde ya, muchos otros ejemplos. El mundo puede concebirse orgánicamente —como un árbol, en el que cada parte vive para y a través de las demás— o mecánicamente, tal vez como resultado de algún modelo científico, en el que las partes se relacionan externamente y en donde el Estado, o cualquier otra institución humana, es concebida como una máquina destinada a promover la felicidad o a prevenir que la gente se haga daño mutuamente. Estas concepciones de vida son muy diferentes, pertenecen a climas de opinión divergentes y se ven influenciadas por distintas consideraciones.

Lo que sucede como regla general es que algún tópico gana ascendencia —digamos, por ejemplo, la física o la química— y, como resultado de la enorme influencia que ejerce sobre la imaginación de su generación, se aplica también a otros campos. Esto ha ocurrido con la sociología en el siglo XIX y con la psicología durante el nuestro. Mi tesis es que el movimiento romántico ha sido una transformación tan radical y de tal calibre que nada ha sido igual después de éste. Es en esta afirmación en la que deseo concentrarme.

¿Dónde tomó impulso el movimiento romántico? Ciertamente, no ha sido en Inglaterra aunque, sin duda, técnicamente nació allí; esto es lo que dirán todos los historiadores. De todos modos, no es allí donde se presentó en su forma más dramática. Surge aquí la pregunta: ¿cuando me refiero al romanticismo estoy reseñando algo que ocurre históricamente, como parezco sugerir, o es tal vez un marco mental permanente no exclusivo ni monopolizado por una época en particular? Herbert Read y Kenneth Clark[11] han tomado esta última posición. Según ellos, el romanticismo constituye un estado de conciencia permanente que puede encontrarse en cualquier lugar. Kenneth Clark lo localiza en algunas líneas de Adriano; Herbert Read nos provee de una gran cantidad de ejemplos. El barón Seilliére, que ha escrito abundantemente sobre el tema, cita a Platón, a Plotino, al novelista griego Heliodoro y a muchos otros autores que han sido, según él, escritores románticos[12]. Pero yo no deseo entrar en esta cuestión, aunque pueda ser cierta. El tema que yo deseo tratar está confinado en el tiempo. No propongo ocuparme de una actitud humana permanente sino de una transformación particular ocurrida en el tiempo y que aún nos afecta hoy. Quiero limitar mi atención a lo ocurrido durante el segundo tercio del siglo XVIII y que no tuvo lugar en Inglaterra ni en Francia aunque sí, en gran parte, en Alemania.

La visión tradicional del cambio histórico y de la historia en general nos da cuenta de esto. Comenzamos con un elegante dix-huitiéme francés, en el que todo empieza siendo tranquilo y suave, obedeciéndose las reglas en la vida y en el arte, existe un avance general de la razón, progresa la racionalidad, se retira la Iglesia y la sinrazón cede a los ataques prodigados por los philosophes franceses. Hay paz, hay calma, hay construcciones elegantes, se cree en la aplicación de la razón universal tanto en cuestiones humanas como en la práctica artística, en la moral, en la política, en la filosofía. Entonces, se da una invasión súbita y aparentemente inexplicable. Surge repentinamente una erupción violenta de la emoción, del entusiasmo. Las personas comienzan a interesarse por los edificios góticos, por la introspección. La gente se vuelve súbitamente neurótica y melancólica; comienza a admirar el arranque inexplicable del talento espontáneo. Hay una retirada general de aquel estado de cosas vidrioso, simétrico y elegante. Al mismo tiempo, ocurren también otros cambios. Estalla una gran revolución; hay descontento; se decapita al rey; comienza el terror.

No resulta del todo claro qué tienen que ver estas dos revoluciones entre sí. Cuando leemos la historia, tenemos la sensación de que algo catastrófico ocurrió hacia fines del siglo XVIII. Al principio, las cosas parecían desarrollarse de modo comparativamente tranquilo; luego, ocurrió una estrepitosa ruptura. Algunos le dan una buena acogida, otros la denuncian. Estos últimos suponen que ésta ha sido una edad elegante y pacífica: aquellos que no la vivieron, dirá Talleyrand, no conocieron el verdadero plaisir de vivre[13]. Otros dicen que se trató de una edad artificial e hipócrita, que la revolución introdujo un ámbito de mayor justicia, humanidad, libertad, de mayor comprensión del hombre por el hombre. Haya sido del modo que fuere, la cuestión es la siguiente: ¿cuál es la relación entre esta revolución romántica —esta repentina entrada en los ámbitos del arte y la moral de una actitud nueva y turbulenta— y aquella que típicamente se conoce como la Revolución Francesa? ¿Fueron los que danzaron sobre las ruinas (le la Bastilla, aquellos que decapitaron a Luis XVI, los que se vieron afectados por ese impetuoso culto al talento, por esa precipitada invasión de emocionalismo de la que se nos habla, o por ese repentino desorden y turbulencia que inundó el mundo de Occidente? Aparentemente, no. Está claro que los principios bajo los que se llevó a cabo la Revolución Francesa fueron los de la razón universal, del orden, de la justicia; principios en absoluto conectados con aquel sentido de unicidad, de profunda introspección emocional, de diferencia de las cosas, de disimilitudes más que de similitudes, con los que se asocia usualmente al movimiento romántico.

¿Pero qué pasa con Rousseau? Por supuesto, se le relaciona —acertadamente— con el movimiento romántico y está considerado como uno de sus progenitores. Sin embargo, el Rousseau responsable de las ideas de Robespierre y de las de los jacobinos franceses no es, me parece a mí, el que mantiene una conexión obvia con el romanticismo. Aquel Rousseau es el que escribió El contrato social, un tratado típicamente clásico que se refiere al retorno del hombre a aquellos principios primarios y originales que todos los hombres comparten; al reino de la razón universal que une a los hombres frente al de las emociones, que los distancian; al reino de la justicia y paz universal por oposición a los conflictos, la turbulencia y los desórdenes que enajenan los corazones humanos de la mente y que dividen a los hombres.

Es difícil ver, entonces, qué relación existe entre esta importante agitación romántica y aquella revolución política. Se desarrolla también durante esta época la Revolución Industrial, que no ha de tomarse como algo irrelevante. Después de todo, las ideas no engendran ideas. Algunos factores sociales y económicos son, por cierto, responsables de grandes trastornos en la conciencia humana. Nos encontramos, entonces, con un problema. Se da la Revolución Industrial, se da la gran revolución política francesa auspiciada por principios clásicos y también se da la romántica. Tomemos incluso como ejemplo la gran manifestación artística de la Revolución Francesa. Si observamos las famosas pinturas revolucionarias de David resulta difícil conectarlo específicamente con la revolución romántica. Sus cuadros presentan una elocuencia jacobina y austera que evoca un retorno a Esparta y a Roma; comunican una protesta contra la frivolidad y la superficialidad de vida que se relaciona con la prédica de hombres tales como Maquiavelo, Savonarola o Mably, gente que denunció la frivolidad de su época en nombre de ideas eternas de carácter universal. El movimiento romántico, por su parte —nos lo dicen todos sus historiadores—, constituyó una protesta pasional contra cualquier tipo de universalidad. En consecuencia, se presenta una dificultad para entender lo que pasó.

Para darle algún sentido a esto que veo como una gran ruptura, para explicar por qué pienso que en aquellos años, entre 1760 y 1830, ocurrió algo tan transformador, ese gran quiebro en la conciencia europea, para justificar al menos con algo de evidencia por qué merece decirse esto, ofreceré un ejemplo. Supongamos que viajáramos por Europa occidental en 1820 y que habláramos en Francia con los jóvenes de avant-garde amigos de Victor Hugo, con los Hugolâtres; que fuéramos a Alemania y que conversáramos allí con gente relacionada alguna vez con madame de Staél, que comunicó el espíritu alemán a los franceses. O que hubiéramos conocido a los hermanos Schlegel, grandes teóricos del romanticismo; o a uno o dos amigos de Goethe en Weimar, al poeta y fabulista Tieck, por ejemplo. O que hubiéramos hablado con otras personas vinculadas con el movimiento romántico: sus seguidores universitarios, los estudiantes, los jóvenes, los pintores y escultores que se vieron profundamente influenciados por estos poetas, dramaturgos y críticos. Supongamos, por ejemplo, que hubiéramos conversado en Inglaterra con alguien influenciado por Coleridge, o sobre todo, por Byron en Inglaterra o en Francia, o en Italia, o más allá del Rin, o del Elba. Supongamos que hubiéramos estado con todas estas personas. Habríamos descubierto que su ideal de vida era más o menos el siguiente: Los valores a los que les asignaban mayor importancia eran la integridad, la sinceridad, la propensión a sacrificar la vida propia por alguna iluminación interior, el empeño en un ideal por el que sería válido sacrificarlo todo, vivir y también morir. No estaban fundamentalmente interesados en el conocimiento, ni en el avance de la ciencia, ni en el poder político, ni en la felicidad; no querían en absoluto ajustarse a la vida, encontrar algún lugar en la sociedad, vivir en paz con su gobierno, o es más, sentir fidelidad por su rey o su república. Habríamos descubierto que el sentido común, la moderación, no entraba en sus pensamientos; que creían en la necesidad de luchar por sus creencias aun con el último suspiro de sus cuerpos, en el valor del martirio como tal, sin importar cuál fuera el fin de dicho martirio. Consideraban a las minorías más sagradas que las mayorías, que el fracaso era más noble que el éxito pues este último tenía algo de imitativo y vulgar. La noción misma de idealismo, no en su sentido filosófico sino en el sentido ordinario del término, es decir, el estado mental de un hombre que está preparado para realizar grandes sacrificios por un principio o por alguna convicción, que se niega a traicionarse, que está dispuesto a ir al cadalso por lo que cree, debido a que lo cree; esta actitud era relativamente nueva. La gente admiraba la franqueza, la sinceridad, la pureza del alma, la habilidad y disponibilidad por dedicarse a un ideal, sin importar cuál fuera éste.

Sin importar cuál fuera éste: eso es lo importante. Supongamos que conversáramos en el siglo XVI con algún participante en las grandes guerras religiosas que desgarraron Europa durante aquel periodo. Supongamos que le dijéramos a un católico de la época empeñado en dichas hostilidades lo siguiente: «Es cierto que los protestantes creen en algo falso y que creer en lo falso es cortejar la perdición; no hay duda tampoco de que son peligrosos para la salvación de las almas y que no existe cosa más importante que dicha salvación. Pero son tan sinceros, están tan dispuestos a morir por su causa, su integridad es tan notable, que uno debería concederles cierto galardón de admiración por la dignidad moral y el carácter sublime con que se disponen a morir». Este sentimiento habría sido incomprensible. Cualquiera que supiera realmente, o que estuviera convencido de saber la verdad, digamos por ejemplo, un católico que creyera en las verdades predicadas por la Iglesia, habría entendido que aquellas personas capaces de brindarse por completo a la teoría y práctica de la falsedad eran, simplemente, personas peligrosas y que cuanto más dedicadas estaban a ello, más dementes eran. Ningún caballero cristiano habría supuesto, cuando luchaba contra los musulmanes, que debía admirar la pureza y sinceridad con las que un infiel creía en sus doctrinas absurdas. Sin duda, si uno era una persona decente y mataba a un enemigo valiente no estaba obligado a escupir sobre su cuerpo. Su actitud consistía en pensar que era una lástima que tanto coraje (calidad universalmente admirada), tanta habilidad, tanta devoción, hubiera sido depositada en una causa tan palpablemente absurda y peligrosa. Pero uno no habría dicho lo siguiente: «Poco importa lo que piensa esta gente, lo importante es el estado mental con el que creen en esto, que no se hayan traicionado, que hayan sido hombres íntegros. Ésta es gente a la que puedo respetar. Si se hubieran pasado a nuestro bando simplemente por salvarse, esto habría sido una forma de acción demasiado egoísta, demasiado prudente, demasiado despreciable». Según este estado mental, la gente diría lo siguiente: «Si creo en algo y tú crees en otra cosa, es importante que luchemos por ello. Tal vez sea bueno que tú me mates a mí o que yo te mate a ti; quizá, en un duelo, sea mejor que nos matemos mutuamente. Pero la peor de las posibilidades es el compromiso, ya que ello significa que hemos traicionado aquel ideal que nos mueve».

El martirio fue siempre admirado, pero tenía que estar al servicio de la verdad. Los cristianos admiraron a los mártires por ser testigos de la verdad. Si hubieran sido testigos de lo falso no habría habido nada en ellos de admirable, tal vez algo por lo que sentir pena. Para 1820 surge una perspectiva en la que el estado mental, el motivo, es más importante que la consecuencia; en la que la intención supera en importancia al efecto. La pureza de corazón, la integridad, la devoción, la dedicación, todo lo que nosotros apreciamos sin dificultad y que forma parte de la textura misma de nuestras actitudes morales cotidianas, se fue convirtiendo poco a poco en un lugar común, primero entre las minorías; y luego, gradualmente, se expandió hacia afuera.

Permítaseme ofrecer un ejemplo que expresa lo que entiendo por este cambio. Tomemos la obra de teatro de Voltaire sobre Mahoma. Voltaire no estaba particularmente interesado en él; esta pieza pretendía ser un ataque a la Iglesia. No obstante, Mahoma aparece como un monstruo fanático, supersticioso y cruel que impide todo intento de libertad, de justicia y de razón, y que en consecuencia debe ser denunciado como enemigo de todo lo que Voltaire consideraba más importante: la tolerancia, la justicia, la verdad y la civilización. Veamos ahora lo que Carlyle dirá mucho más tarde. Carlyle —a quien se considera, exageradamente, como un representante altamente característico del movimiento romántico— describe a Mahoma en un libro titulado On Heroes, Hero-Worship, and theHeroic in History en el que enumera y analiza a una gran cantidad de héroes. Mahoma es descrito como «una ardiente masa de vida surgida de las mismas entrañas de la naturaleza»[14]. Es un hombre de resplandeciente sinceridad y poder que, por tanto, ha de ser admirado. Se le compara con el siglo XVIII, y no es agradable: un siglo apagado e inútil, un siglo que —según Carlyle— está equivocado y es de segundo orden. Carlyle no está interesado en las verdades del Corán, no asume que contenga algo en lo que él ha de creer. Admira a Mahoma por constituir una fuerza elemental, por vivir una vida intensa, por contar con muchos seguidores; valora que algo fundamental haya ocurrido en la vida de los hombres, un fenómeno tremendo, un gran evento conmovedor que, para Carlyle, Mahoma apremia.

La importancia de Mahoma radica en su carácter y no en sus creencias. La cuestión acerca de la verdad o falsedad de sus convicciones le habría parecido una cuestión irrelevante a Carlyle. En el curso de estos mismos ensayos, Carlyle dice lo siguiente: «El catolicismo sublime de Dante […] ha de ser roto en pedazos por un Lutero; el feudalismo noble de Shakespeare […] debe finalizar con la Revolución Francesa»[15]. ¿Pero por qué ha de hacerse esto? Porque no es importante que el catolicismo sublime de Dante haya o no haya sido verdadero; sino que fue un gran movimiento, que tuvo su tiempo, y que ahora algo igualmente poderoso, igualmente convincente, sincero, profundo y conmovedor, debe tomar su lugar. La importancia de la Revolución Francesa radica en que le atestó un gran golpe a las conciencias de los hombres; que los que la llevaron a cabo fueron sinceros, y no hipócritas sonrientes, como Carlyle pensaba que había sido Voltaire. Ésta es una actitud que no diré que es totalmente nueva, pues es peligroso afirmar esto, pero que, de todos modos, es suficientemente novedosa como para ser digna de atención. Sea lo que fuere lo que la haya causado, ocurrió, me parece a mí, entre los años 1760 y 1830. Comenzó en Alemania y creció deprisa.

Consideremos otro ejemplo de lo que quiero decir: la actitud hacia la tragedia. Generaciones previas han asumido que la tragedia se debía siempre a algún tipo de error: que alguien tomaba una cosa por otra, que alguien se equivocaba. Se trataba, o bien de un error moral, o de uno intelectual. Éste podría haber sido evitado, o era quizá inevitable. Para los griegos, la tragedia era un error que los dioses le enviaban a los hombres y que ningún hombre sujeto a ellos podría haber evitado; aunque en principio, si estos hombres hubieran sido omniscientes, no habrían cometido errores tan graves y no se habrían entonces prodigado tales infortunios. Si Edipo hubiera sabido que Layo era su padre, no lo habría asesinado. Esto es cierto, en gran medida, hasta en las tragedias de Shakespeare. Si Otelo hubiera sabido que Desdémona era inocente, ninguno (le los desenlaces particulares de esa tragedia podrían haber ocurrido. En consecuencia, la tragedia se funda en lo inevitable o, tal vez, en alguna carencia humana que podría ser evitada —el conocimiento, la destreza, la firmeza moral, la habilidad para vivir, la ejecución de lo correcto en el momento propicio, o lo que fuere—. Seres humanos más perfectos —moralmente más firmes, intelectualmente más adecuados y, sobre todo, personas omniscientes, y tal vez también, con suficiente poder— podrían siempre evitar aquello que, de hecho, constituye la esencia de la tragedia.

Esto no es así para el siglo XIX temprano ni aun para el XVIII tardío. Si leemos la tragedia de Schiller Los bandidos —a la que me referiré más adelante— veremos que Karl Moor, el héroe-villano, es un hombre que se venga de una sociedad detestable al convertirse en un ladrón y cometer varios asesi-natos atroces. Finalmente, se le castiga, pero si nos preguntamos: «¿A quién ha de culparse? ¿Acaso es responsable de su origen? ¿Están sus valores totalmente corrompidos, o está enfermo? ¿Cuál de los dos lados tiene la razón?», la tragedia no nos da una respuesta, aún más, la pregunta misma le habría parecido a Schiller superficial y ciega.

Se da aquí un choque, tal vez inevitable, de clases de valores incompatibles. Nuestros antepasados han asumido que era posible reconciliar las cosas buenas. Pero ya no creemos en esto. Si leemos la tragedia de Büchner La muerte de Danton, en la que finalmente Robespierre causa las muertes de Danton y de Desmoulins durante la Revolución, y si nos preguntamos: «¿Estaba equivocado Robespierre al hacer esto?», la respuesta es negativa. La tragedia es tal que Danton, aunque era un revolucionario sincero que cometió algunos errores, no merecía morir y, sin embargo, Robespierre estaba en lo cierto al llevarlo a la muerte. Se da aquí un choque que más tarde Hegel denominará «el bien para el bien»[16]. Este choque no se debe a un error, sino a un tipo de conflicto de carácter inevitable, a elementos sin conexión que merodean por la tierra, a valores que no se pueden reconciliar. Lo importante es que la gente se empeñe en esos valores con todo su ser. Si así lo hacen, son héroes adecuados para la tragedia. Y si no lo hacen, son filisteos, miembros de la burguesía, gente con nada de bueno y sobre la que no vale la pena escribir.

La figura que domina como imagen durante el siglo XIX es la de un Beethoven despeinado en su buhardilla. Beethoven es un hombre que ejecuta lo que hay dentro de sí. Es pobre, ignorante, grosero. Sus modales son malos, sabe poco, y tal vez no sea un personaje muy interesante si ponemos a un lado la inspiración que lo lleva hacia adelante. Pero él no se traicionó. Se sienta en su buhardilla y crea. Y lo hace de acuerdo con la luz interna que lo inspira, y esto es todo lo que un hombre debe hacer; es lo que lo convierte en un héroe. Aunque no sea un genio como Beethoven, aunque esté loco como el héroe de Balzac en Le Chef d’oeuvre inconnu (La obra de arte desconoci-da), y cubre sus lienzos con pinturas, de modo tal que al final no hay nada que resulte inteligible, sólo una excesiva capa de pintura incomprensible e irracional; aun así, esta figura merece algo más que mera lástima. Pues es un hombre que se ha de-dicado a un ideal, que ha dejado el mundo a un lado y que representa las cualidades más heroicas, más espléndidas, de mayor sacrificio de sí mismo que un ser humano pueda poseer. Gautier, en su famoso prólogo a Mademoiselle de Maupin de 1835, defendiendo la noción del arte por el arte mismo, les dice a los críticos en general, y también al público, lo siguiente: «¡No, imbéciles! ¡No! Sois tan tontos y cretinos, un libro no os proveerá de un plato de sopa; una novela no es un par de botas; un soneto no es una jeringa; una pieza dramática no es un ferrocarril […] no, doscientas mil veces, no»[17]. La idea de Gautier es que aquella antigua defensa del arte (aparte de la escuela de la utilidad social que él ataca particularmente —Saint-Simon, los utilitaristas, los socialistas—), aquella idea de que el propósito del arte consiste en darle placer a un gran número de personas, o incluso, a un número pequeño de cognoscenti cuidadosamente entrenados, no es para él una noción válida. El fin del arte es producir belleza y si sólo el artista percibe la belleza de su objeto esto es suficiente como destino de vida.

Claramente, algo ocurrió para que la conciencia se haya alejado, hasta tal punto, de la noción de que hay verdades universales, cánones universales de arte, de que toda acción humana ha de dirigirse a la ejecución de lo recto, de que los criterios de esta ejecución son públicos, demostrables y de que iodo hombre inteligente los descubriría al aplicar su razón; para que se haya alejado de todo esto y haya tomado una actitud tan diferente con respecto a la vida y a la acción. Evidentemente, algo ocurrió. Cuando nos preguntamos qué pasó, se nos dice que hubo un gran retorno al emocionalismo, que surgió un repentino interés por lo primitivo y por lo remoto —por lo remoto en el tiempo y en el espacio—, que se manifestó un anhelo por lo infinito. Se hace referencia a la «emoción recobrada en la tranquilidad»[18]; se dice algo —aunque no queda clara su relación con las cosas mencionadas anteriormente— de las novelas de Scott, de las canciones de Schubert, de Delacroix, del nacimiento del culto al Estado, de la propaganda alemana a favor de la autosuficiencia económica y también de las cualidades sobrehumanas, de la admiración por el genio espontáneo, de los marginados, de los héroes, del esteticismo, de la autodestrucción.

¿Qué tienen todas estas cosas en común? Si tratamos de descubrirlo, se pone a la vista un cuadro bastante sorprendente. Permítaseme ofrecer algunas definiciones del romanticismo que he seleccionado de los escritos de algunos de los autores más eminentes que han tratado el tema. Ponen en evidencia que el asunto no es nada fácil.

Stendhal dice que lo romántico es lo moderno y lo interesante, y que el clasicismo es lo antiguo y lo carente de energía[19]. Quizá esto no es tan simple como suena: lo que quiere decir Stendhal es que el romanticismo consiste en comprender las fuerzas vitales que nos empujan por oposición al intento de escapar hacia algo obsoleto. Sin embargo, lo que dice en realidad en el libro sobre Racine y Shakespeare es lo que acabo de enunciar. Su contemporáneo Goethe piensa, en cambio, que el romanticismo es una enfermedad, que es lo débil, lo enfermizo, un grito de combate de una escuela de poetas frenéticos y de reaccionarios católicos; el clasicismo es, en cambio, fuerte, fresco, alegre, consistente, como lo es Homero y la canción de los Nibelungos. Nietzsche piensa que no es una enfermedad sino una terapia, una cura para la enfermedad. Sismondi, un crítico suizo de notable imaginación aunque no del todo simpatizante del romanticismo a pesar de haber sido amigo de madame de Staél, dice que el romanticismo es la unión del amor, la religión y la caballería. Pero Friedrich von Gentz, que fue agente principal de Metternich durante aquella época y contemporáneo de Sismondi, sostiene que es una de las cabezas de la Hidra y que las otras dos son la reforma y la revolución. Según él, se trata de una amenaza de la izquierda a la religión, a la tradición y al pasado y, en consecuencia, algo que debe suprimirse. Los jóvenes románticos franceses, «la joven Francia», sugieren algo de esto al decir: «Le romantisme c’est la révolution»[20]. ¿Pero la révolution contra qué? Aparentemente, una revolución contra todo.

Heine dice que el romanticismo es la flor granate nacida le la sangre de Cristo, un volver a despertar de la poesía sonámbula de la Edad Media, germinaciones soñolientas que nos observan con los ojos profundamente doloridos de espectros gimientes. Los marxistas dirán que fue, efectivamente, una huida de los horrores de la Revolución Industrial, y Ruskin estaría de acuerdo al decir que es el contraste entre un presente monótono y aterrorizador y un bello pasado; esto último es tina modificación de la visión de Heine, no del todo alejada de ella. Taine, en cambio, sostiene que el romanticismo es una revuelta burguesa contra la aristocracia posterior a 1789; que es la expresión de la energía y fuerza de los nuevos arrivistes; es decir, el opuesto exacto a lo dicho anteriormente. Es la expresión de las vigorosas fuerzas de empuje de la nueva burguesía (nitra los viejos valores, decentes y conservadores, de la sociedad y de la historia. El romanticismo no es una expresión de debilidad ni de desesperación sino la expresión de un optimismo brutal.

Friedrich Schlegel —el mayor precursor, heraldo y profeta del romanticismo que haya existido— dice que surge en el hombre un deseo terrible e insatisfecho por dirigirse a lo infinito, un anhelo febril por romper los lazos estrechos de la individualidad. Sentimientos no del todo diferentes pueden encontrarse en Coleridge, y aun también en Shelley. Pero Ferdinand Brunetiére, hacia fines del siglo, dirá que el romanticismo es egoísmo literario, que es el énfasis de la individualidad a expensas de un mundo más amplio, que es lo opuesto a la autotrascendencia, que es la pura autoafirmación. Y el baron Seilliére asentirá y dirá que es egomanía y primitivismo; e Irving Babbit lo repetirá.

El hermano de Friedrich Schlegel, August Wilhelm Schlegel, y madame de Staél estuvieron de acuerdo al sostener que el romanticismo provenía de las naciones romances, o al menos, de las lenguas romances; que se originaba, en realidad, en una modificación de la poesía de los trovadores provenzales. Renan, en cambio, piensa que es celta. Gaston Paris dice que es bretón y Seilliére que proviene de la fusión de Platón y de pseudo Dionisio, el areopagita. Joseph Nadler, erudito crítico alemán, sostiene que el romanticismo es la nostalgia de aquellos alemanes que vivieron entre el Elba y Niemen, por la antigua Alemania central de la que alguna vez llegaron, sueños diurnos de exiliados y de colonos. Para Eichendorff es la nostalgia protestante por la Iglesia católica. Para Chateaubriand, que no vivió entre el Elba y Niemen, y por ende no experimentó aquellas emociones, es el secreto e inexpresable gozo del alma jugando consigo misma: «Hablo indefinidamente de mí mismo»[21]. Para Joseph Aynard es la voluntad de amar algo, una actitud o emoción hacia otros, y no hacia uno mismo, es lo diametralmente opuesto a la voluntad de poder[22]. Middleton Murry sostiene que Shakespeare era esencialmente un escritor romántico, y agrega que todos los grandes escritores a partir de Rousseau han sido románticos. Pero para el eminente crítico marxista Georg Lukács ningún gran escritor ha sido romántico, ni tan siquiera Scott, Victor Hugo o Stendhal[23].

Si consideramos todas estas referencias que provienen, después de todo, de hombres que merecen ser leídos, de autores que han escrito de modo brillante y profundo sobre muchos otros temas, se hace patente que existe cierta dificultad en hallar el elemento común a esas generalizaciones. Debido a esto, Northrop Frye nos previno sabiamente contra tal búsqueda. Todas estas definiciones en competencia no han sido nunca en realidad —al menos en tanto recuerdo— tema de protesta de alguien. Nunca produjeron el grado de indignación crítica que suscitarían definiciones o generalizaciones universalmente entendidas como absurdas e irrelevantes.

El próximo paso consiste en ver qué características han sido denominadas románticas por los escritores sobre el tema, es decir, por los críticos. De esto emerge un resultado bastante peculiar. Existe tal diferencia entre los ejemplos que he acumulado que la dificultad por la que fui incapaz de escoger un tema se vuelve ahora todavía más extrema.

El romanticismo es lo primitivo, lo carente de instrucción, lo joven. Es el sentido de vida exuberante del hombre en su estado natural, pero también es palidez, fiebre, enfermedad, decadencia, la maladie du siécle, La Belle Dame Sans Merci, la (lanza de la muerte y la muerte misma. Es la cúpula de vidrio multicolor de un Shelley, aunque también su blancura radiante de eternidad. Es la confusa riqueza y exuberancia de la vida, Fülledes Lebens, la multiplicidad inagotable, la turbulencia, la violencia, el conflicto, el caos, pero también es la paz, la unidad con el gran «yo» de la existencia, la armonía con el orden natural, la música de las esferas, la disolución en el eterno espíritu absoluto. Es lo extraño, lo exótico, lo grotesco, lo misterioso y sobrenatural, es ruinas, claro de luna, castillos encantados, cuernos de caza, duendes, gigantes, grifos, la caída de agua, el viejo molino de Floss, la oscuridad y sus poderes, los fantasmas, los vampiros, el terror anónimo, lo irracional, lo inexpresable. También es lo familiar, el sentido de pertenencia a una única tradición, el gozo por el aspecto alegre de la naturaleza cotidiana, por los paisajes y sonidos costumbristas de un pueblo rural, simple y satisfecho, por la sana y feliz sabiduría de aquellos hijos de la tierra de mejillas rosadas. Es lo antiguo, lo histórico, las catedrales góticas, los velos de la antigüedad, las raíces profundas y el antiguo orden con sus calidades no analizables, con sus lealtades profundas aunque inexpresables; es lo impalpable, lo imponderable. Es también la búsqueda de lo novedoso, del cambio revolucionario, el interés en el presente fugaz, el deseo de vivir el momento, el rechazo del conocimiento pasado y futuro, el idilio pastoral de una inocencia feliz, el gozo en el instante pasajero, en la ausencia de limitación temporal. Es nostalgia, ensueño, sueños embriagadores, melancolía dulce o amarga; es la soledad, los sufrimientos del exilio, la sensación de alienación, un andar errante en lugares remotos, especialmente en el Oriente, y en tiempos remotos, especialmente en el medioevo. Pero consiste también en la feliz cooperación en algún esfuerzo común y creativo, es la sensación de formar parte de una Iglesia, de una clase, de un partido, de una tradición, de una jerarquía simétrica y abarcadora, de caballeros y dependientes, de rangos eclesiásticos, de lazos sociales orgánicos, de una unidad mística, de una única fe, de una región, de una misma sangre, de «la terre et les morts»[24] —como ha dicho Barrés—, de la gran sociedad de los muertos, los vivos y los aún no nacidos[25]. Es el torismo de Scott, de Southey y de Wordsworth, y también es el radicalismo de Shelley, de Büchner y de Stendhal. Es el medievalismo estético de Chateaubriand, y también la abominación por el medioevo de Michelet. Es el culto a la autoridad de Carlyle y el odio a la autoridad de Victor Hugo. Es el extremo misticismo de la naturaleza, y también el extremo esteticismo antinaturalista. Es energía, fuerza, voluntad, vida, étalage du moi; y también es tortura de sí, autoaniquilación, suicidio. Es lo primitivo, lo no sofisticado, el seno de la naturaleza, las verdes praderas, los cencerros, los arroyos murmurantes y el infinito cielo azul. Y a la vez no deja de ser el dandismo, el deseo de vestirse de etiqueta, los chalecos color carmín, las pelucas verdes, el cabello azul, que los seguidores de gente como Gérard de Nerval llevaron durante cierta época en París. Es la langosta que paseó Nerval atada a una fina cuerda por las calles parisinas. Es el exhibicionismo descabellado, la excentricidad, la lucha de Hernani, el ennui, el taedium vitae, es la muerte de Sardanápalo, ya sea pintada por Delacroix o recreada por Berlioz o Byron. Es el estertor de los grandes imperios, las guerras, la destrucción y el derrumbe de diferentes mundos. Es el héroe romántico —el rebelde, l’hommefatal, el alma maldita, los Corsario, los Manfredo, los Giaour, los Lara, los Caín, toda la población de los poemas heroicos de Byron—. Es Melmoth, es Jean Sbogar, todos los descastados y los Ismael, así como también los cortesanos de buen corazón y los convictos de alma noble de la ficción decimonónica. Es el beber en un cráneo humano; es Berlioz cuando proclamó su deseo de escalar el Vesubio para comunicarse con un alma semejante. Es los rebeldes satánicos, la ironía cínica, la risa diabólica, los héroes oscuros; y también la visión de Dios y de sus ángeles que tiene Blake, la gran sociedad cristiana, el orden eterno y «los cielos estrellados incapaces de expresar plenamente el carácter infinito y eterno del alma cristiana»[26]. Es —en breve— unidad y multiplicidad. Consiste en la fidelidad a lo particular que se da en las pinturas sobre la naturaleza, por ejemplo, y también en la vaguedad misteriosa e inconclusa del esbozo. Es la belleza y la fealdad. El arte por el arte mismo, y el arte como instrumento de salvación social. Es fuerza y debilidad, individualismo y colectivismo, pureza y corrupción, revolución y reacción, paz y guerra, amor por la vida y amor por la muerte.

No es del todo sorprendente entonces, que A. O. Lovejoy —uno de los especialistas más escrupulosos y versados en la historia de las ideas de los dos últimos siglos— haya bordeado la desesperación al enfrentarse con este panorama[27]. Lovejoy desenmarañó tantas líneas de pensamiento romántico como le fue posible. Y no sólo se encontró con que algunas contradecían a las otras —lo que es evidente— y que algunas eran irrelevantes a otras, sino que intentó ir más allá. Tomó dos especímenes que nadie negaría que pertenecen al romanticismo: el primitivismo y la excentricidad o dandismo, y se preguntó qué tenían en común. El primitivismo, que aparece a comienzos del siglo XVIII en la poesía inglesa y también, en cierta medida, en la prosa inglesa, celebra al hombre en estado de naturaleza, la vida simple y los patrones irregulares de acción espontánea por oposición a la sofisticación corrompida y al verso alejandrino que resultan de una sociedad altamente desarrollada. Intenta demostrar que existe una ley natural y que ésta puede identificarse de modo más patente en el corazón de un nativo no corrompido por la instrucción, o en el de un niño no instruido. ¿Pero qué tiene todo esto en común, se pregunta inteligentemente Lovejoy, con los chalecos color carmín, los cabellos azules, las pelucas verdes, el ajenjo, la muerte, el suicidio, es decir, con la excentricidad general de aquellos seguidores de Nerval y de Gautier? Lovejoy concluye diciendo que no ve, en realidad, lo que hay de común, y uno simpatizaría con él. Podría decirse, tal vez, que hay en ambos un aire de rebelión, que ambos se rebelaron contra algún tipo de civilización. Uno para dirigirse a una isla a lo Robinson Crusoe y comulgar allí con la naturaleza viviendo entre gente no corrupta y simple; el otro, para encontrar algún tipo de esteticismo violento o dandismo. Sin embargo, la mera revuelta, la mera denuncia de corrupción no puede ser romántica. De hecho, no consideramos a los profetas judíos ni a Savonarola ni incluso a los pastores metodistas como particularmente románticos. Esto sería ir demasiado lejos. De ahí que sintamos cierta simpatía por la pérdida de esperanza de Lovejoy.

Permítaseme citar un párrafo escrito por George Boas, un discípulo de Lovejoy, a propósito de todo esto:

[…] luego de la discriminación de los distintos romanticismos llevada a cabo por Lovejoy, no debería haber mayor discusión acerca de lo que fue, en realidad, el romanticismo. No fue otra cosa que una variedad de doctrinas estéticas, algunas de las cuales estaban conectadas lógicamente con otras y otras que no lo estaban, y todas fueron llamadas por el mismo nombre. Este hecho, sin embargo, no implica que hayan tenido una esencia común, del mismo modo que no implica que cientos de personas llamadas John Smith tengan un mismo parentesco. Éste es tal vez el error más común y engañoso que proviene de una confusión entre ideas y palabras. Se podría hablar durante horas de éste y tal vez uno debiera hacerlo[28].

Desearía aliviar vuestros miedos inmediatamente al decirles que yo no intento hacer esto. Es más, creo que tanto Lovejoy como Boas —a pesar de ser especialistas eminentes y de que sus contribuciones han sido esclarecedoras en lo que respecta al pensamiento— están, en este caso, equivocados. El movimiento romántico existió, tuvo algo que fue central a él, creó una gran revolución en el conocimiento, y es importante descubrir de qué trató esta revolución.

Ciertamente, uno puede abandonar totalmente el juego. Uno puede decir, junto a Valéry, que denominaciones como elromanticismo y el clasicismo, denominaciones como el humanismo y el naturalismo, no son nombres de los que uno pueda valerse. «No es posible embriagarse, como tampoco es posible calmar la sed, con etiquetas de una botella»[29]. Resta mucho por decir a favor de este punto de vista. Ya la vez es cierto que es imposible rastrear el curso de la historia humana prescindiendo de algunas generalizaciones. En suma, y por difícil que sea, es importante investigar qué causó esa enorme revolución en el conocimiento humano ocurrida durante aquellos siglos. Habrá gente que enfrentada a esta plétora de evidencia que he reunido sienta cierta simpatía por el ya ausente sir Arthur Quiller-Couch, que comentó, con típica flema británica, que «toda esta agitación acerca de [la diferencia entre el clasicismo y el romanticismo] no merece la más mínima atención de un hombre en su sano juicio»[30].

No puedo afirmar que comparto este punto de vista, pues me resulta demasiado derrotista. Trataré de explicar lo mejor posible, en qué consistió fundamentalmente —a mi modo de ver— el movimiento romántico. El único modo razonable y seguro de aproximarnos a esto, o al menos, el único camino que creo que puede ayudarnos, es el de seguir un lento y paciente método histórico: analizar los comienzos del siglo XVIII considerando la situación que se daba entonces; identificar uno a uno los factores que la socavaron y ver qué combinación particular o confluencia de factores causó, hacia fines de ese siglo, lo que me parece a mí fue la gran transformación de la conciencia de Occidente; la que, por cierto, aún se deja sentir en nuestro tiempo.