Capítulo 20

Oyó que alguien gritaba su nombre. Alto y claro. «Fin. Fin Macleod». Pero lejos. Desde algún lugar más allá de la niebla. Se incorporó de repente, como quien sale a la superficie desde las profundidades de un mar oscuro, y recobró la conciencia con un sobresalto, parpadeando ante una luz cegadora. Sombras y formas se movían a su alrededor. Alguien había levantado la lona y la suave luz amarilla del alba inundaba el refugio de piedra. El humo que aún salía de los restos del fuego se trenzaba por efecto del viento.

Cuando Gigs dijo que debían dormir un poco antes de que amaneciera, Fin había pensado que eso sería imposible. Y sin embargo ni siquiera recordaba haberse acostado en el duro lecho de piedra. Había caído fundido por algún mecanismo de defensa. Probablemente el mismo que había enterrado todos los malos recuerdos en un rincón oscuro e inaccesible de su mente durante dieciocho años.

—¡Fin Macleod! —La voz se oyó de nuevo, pero esta vez Fin detectó un leve resuello.

Artair. El miedo lo atravesó como si fuera una flecha de hielo. Se levantó de un salto y se encaminó hacia la puerta, abriéndose paso entre los hombres para llegar hasta ella. Gigs y algunos otros estaban ya fuera. Fin se colocó la mano a modo de visera para protegerse del sol, aún bajo en el cielo, y vio, en el borde del acantilado que había más allá del faro, las siluetas de dos hombres recortadas sobre el amanecer. El cielo era casi de color amarillo, moteado de nubes sonrosadas; diez mil alcatraces lo llenaban con su batir de alas y sus gritos de disgusto ante la inesperada presencia humana.

A pesar de que Artair y Fionnlagh se hallaban a doscientos metros de distancia. Fin distinguió la cuerda que rodeaba el cuello del chico y que iba a parar a manos de su padre. Fionnlagh, con las suyas atadas a la espalda, se tambaleaba peligrosamente cerca del borde: lo único que impedía que el muchacho diera un paso en falso y cayera contra las rocas desde una altura de noventa metros era la tensión que Artair mantenía en la cuerda.

Fin avanzó con torpeza por el resbaladizo terreno, lleno de barro y algas, que lo separaba de las dos figuras de la cima del acantilado. Artair lo observaba con una extraña sonrisa.

—Sabía que eras tú. Anoche, cuando vi que llegaba la barca. No nos perdimos ni un detalle de tu aventura en el bote. ¡Estás como una puta cabra! Pero te estuvimos animando, tío. —Dirigió la mirada hacia Fionnlagh—. ¿No es así, joven Fin? Es mucho mejor de lo que había soñado. El padre viendo con sus propios ojos cómo su hijo cae al vacío. —Se volvió hacia Fin—. Vamos, Macleod. Acércate. Tendrás una vista de primera. Supongo que ya han terminado con los análisis de ADN.

Fin estaba entonces a no más de quince metros. Casi podía oler en el aire el pánico del chico. Se paró, jadeante, y miró a su viejo amigo con una mezcla de odio e incredulidad.

—¡No! —le gritó—. Vomitaste una de las cápsulas, Artair. Prednisone. Para asmáticos. Eso te señaló sin lugar a dudas.

Artair se rio.

—Dios, ojalá se me hubiera ocurrido. Lo habría hecho a propósito.

Fin empezó a caminar con más cautela, ansioso por mantener a Artair entretenido en la charla el mayor tiempo posible.

—Mataste a Angel Macritchie solo para traerme aquí.

—Sabía que no tardarías mucho en averiguarlo, Fin. Siempre fuiste un cabrón muy listo.

—¿Por qué Macritchie?

Artair se rio.

—¿Y por qué no? Era un mierda, Fin. Lo sabes. ¿Acaso alguien lo echa de menos?

Fin pensó en las lágrimas que habían asomado a los ojos del chico que Angel había dejado inválido tantos años atrás.

—Además… —Los labios de Artair esbozaron una sonrisa—, se lo había ganado. Estaba aquí hace dieciocho años, ¿lo recuerdas? Sabía lo que sucedió de verdad. Y no pasaba un solo día sin que me lo recordara, sin que alzara ante mí la perspectiva de una humillación publica. —La cara se le contrajo por la ira y el odio—. ¿Ahora te acuerdas, Fin? ¿Te lo ha contado Gigs?

Fin asintió.

—Bien. Me alegro. Toda esa basura de la amnesia. Durante mucho tiempo pensé que fingías. Pero luego comprendí que no. Que era real. Y que habías logrado escaparte de esta mierda. De los recuerdos, de la isla, de todo. Y en cambio yo seguía condenado aquí, cuidando de una madre a la que hay que alimentar con una pajita, casado con la única mujer a la que he amado… la que Fin Macleod repudió, la que tuvo a su hijo en lugar del mío. Condenado a recordar todo lo que nos hizo mi padre. Condenado a soportar la humillante idea de que muchos otros lo sabían también. Por culpa tuya. ¡Y tú por ahí, cabrón, libre de todo! ¡Dios! —Echó la cabeza hacia atrás y levantó la vista al cielo—. Pero se acabó, Fin. Ahora verás morir a tu hijo, exactamente igual que yo vi morir a mi padre en estos mismos acantilados. Por tu culpa.

—Supongo que te enteraste de que mi hijo había muerto atropellado.

Artair sonrió.

—Lo leí en el periódico, tío. Di un puto salto de alegría al saberlo. Por fin al niño de algodón le llegaba parte de su mierda. Eso fue lo que me dio la idea. La oportunidad de arruinar tu vida tal y como tú te cargaste la mía.

Fin estaba ya a un metro de ellos. Vio locura en los ojos de Artair. Y terror en los de Fionnlagh.

—No des un paso más —le espetó Artair.

—Si querías disfrutar del momento en que vi morir a mi hijo, deberías haber estado en el Royal Infirmary de Edimburgo el mes pasado. Tenía solo ocho años. Yo estaba en la unidad de cuidados intensivos cuando se le paró el corazón. —Por un instante un atisbo de humanidad asomó a los ojos de Artair—. Podrías haber contemplado mi desgracia de cerca, Artair. Podrías haber comprendido que mi vida quedaba truncada para siempre por la pérdida de ese hijo. Pero eso es algo que hoy no verás.

Artair frunció el ceño.

—¿Qué significa eso?

—Me pondrá enfermo ver morir así al joven Fionnlagh. Pero no estaré presenciando la muerte de mi hijo.

La consternación de Artair iba convirtiéndose en ira.

—¿Qué coño estás diciendo, Macleod?

—Te estoy diciendo que Fionnlagh no es hijo mío, Artair. Marsaili te lo soltó en un arranque de ira. Una venganza estúpida por haber tenido que conformarse con lo que ella consideraba la segunda opción. Por haber tenido que conformarse contigo. Para bajarte los humos y ponerte en tu sitio. —Dio varios pasos más hacia ellos—. Fionnlagh es hijo tuyo, Artair. Siempre lo ha sido, siempre lo será. —Vio la expresión de sorpresa que demudaba el semblante del chico. Pero siguió hablando, implacable—. Todos esos años golpeando al pobre crío. Vengándote en el hijo en lugar de en el padre. Durante todos estos años has maltratado a tu hijo, Artair. Exactamente igual que tu padre hizo contigo.

Por la expresión de Artair, Fin comprendió que había logrado despojarle de toda certeza, de toda convicción. Había alzado ante él el velo de una verdad con la que no podría vivir.

—¡Eso es mentira! ¡Te lo estás inventando!

—¿Ah, sí? Piénsalo un poco, Artair. Recuerda cómo fue. Recuerda cuántas veces intentó ella desdecirse de sus palabras. Cuántas veces te repitió que solo te lo había dicho para hacerte daño. —Fin dio dos pasos más.

—¡No! —Artair volvió la cabeza hacia el chico al que había tratado a puñetazos y a patadas, el chico cuya vida había convertido en un infierno, y un dolor insoportable cubrió sus facciones—. Ella me dijo la verdad. Luego se dio cuenta de que había metido la pata. —Posó sus ojos dementes en Fin—. Y uno nunca puede desdecirse de la verdad, lo sabes, Fin.

—Te mintió para herirte, Artair. Tú quisiste que eso fuera verdad. Tú quisiste cargar las culpas en el chico en mi ausencia. Así tenías un cabeza de turco. Un saco de boxeo donde descargar todo el odio que sentías hacia mí.

—¡No! —La voz de Artair fue casi un grito. Dio un aullido de bestia herida al mismo tiempo que soltaba la cuerda.

Fin corrió para alejar al chico del borde del precipicio. Con solo cogerlo notó el temblor que embargaba el frágil cuerpo del adolescente. No habría sabido decir si era de frío o de pánico. Artair los contemplaba como si no los viera; sus ojos rezumaban una intensa furia.

Fin le tendió la mano.

—Vamos, Artair. Esto no tiene por qué acabar así.

Pero Artair lo atravesó con la mirada.

—Ya es demasiado tarde. No puedo echarme atrás. —Miró al chico, que se aferraba al cuerpo de Fin. Sus ojos revelaron la tragedia de su vida en toda su inmensidad: todos los matices de todos los momentos de dolor, todos los giros del cuchillo que al final se había clavado a sí mismo—. Lo siento. —Y su voz apenas fue un susurro que flotó en el viento, un eco lejano de la misma disculpa que ofreció su padre a Fin dieciocho años atrás—. Lo siento tanto… —Cruzó su mirada con la de Fin durante un breve instante, antes de volverse sin pronunciar palabra y saltar al vacío. Los alcatraces se alzaron a su paso como si fueran los ángeles vengadores que lo llevarían al infierno.

Fin desató a Fionnlagh y lo condujo hacia el refugio a través de las rocas. Varios hombres salieron a recibirlos y echaron mantas sobre los hombros del chico. No había dicho nada. Su semblante estaba pálido y grisáceo. Sesenta metros más abajo, en la cala que había a los pies de ambos promontorios, la tripulación del Purple Isle observaba la escena desde cubierta, y desde algún lugar del sudoeste se oyó el rumor de unas hélices que azotaban el aire.

Fin se volvió justo cuando el Sikorsky descendía del cielo, provocando una desbandada de aves, como un pajarraco blanco y rojo cuyos motores zumbaban y llenaban el aire con su rugido. Vio las palabras «Guardia Costera de S. M.» pintadas de negro sobre el lateral blanco, por debajo de los rotores, cuando el aparato bajó y subió en el aire, elevándose entre los acantilados, antes de posarse con suavidad en la pista que había junto al faro. Se abrió una puerta, y por ella descendieron varios agentes uniformados.

Fin, Fionnlagh y los cazadores de pájaros contemplaron a esos policías que iban hacia ellos, tambaleándose y tropezando entre las rocas. El inspector jefe Smith lideraba el grupo: el chubasquero volaba a su espalda, sus cabellos se alborotaban a pesar de la gomina. Se detuvo frente a Fin y lo miró con desconfianza.

—¿Dónde está Macinnes?

—Llega tarde. Ha muerto.

Smith compuso un gesto que expresaba sus más serias dudas.

—¿Cómo?

—Saltó del acantilado, inspector jefe. —Y cuando vio que Smith se pellizcaba los labios, añadió—: Todos los aquí presentes lo vieron hacerlo. —Miró de reojo a Gigs, quien asintió de manera casi imperceptible.

El informe policial solo recogería la mitad de la historia. Nunca saldría de la roca toda la verdad. Permanecería allí, entre el caos de piedras y pájaros, susurrada solo al viento. Y moriría en los corazones y las mentes de los hombres que estaban allí ese día, cuando ellos murieran. Entonces ya solo la sabría Dios.

Contempló las frías y aceradas aguas del Loch a Tuath mientras el giro de los rotores llenaba la bahía de círculos concéntricos de luz fragmentada; luego viraron hacia el este, girando en redondo para llegar hasta la pista de aterrizaje que había detrás del edificio de la terminal. Allí había congregados un montón de vehículos policiales y una ambulancia, luces azuladas que centelleaban bajo el sol que caía a raudales a través de los huecos que dejaban las nubes.

Fin posó de nuevo sus ojos en el chico, que estaba junto a la puerta envuelto en mantas. Había permanecido impávido durante todo el vuelo. Fuera cual fuese la confusión que reinaba en su mente, su aspecto no la reflejaba en absoluto. El propio Fin se sentía hueco. Como una cáscara. Desvió la mirada, consternado, y distinguió a Marsaili que los esperaba al lado de la ambulancia, escoltada por un desmañado George Gunn. Iba vestida con un abrigo largo y negro, tejanos y botas, y su cabello flotaba alrededor de un semblante tan pálido como la luna de agosto. Junto a Gunn se la veía diminuta. Y Fin vislumbró en ella de nuevo a la niña con coletas que se había sentado a su lado aquel primer día de escuela, llena de obstinada determinación, pero mucho más vulnerable en esos momentos de lo que lo había sido de pequeña. Desde la isla se había informado de la muerte de Artair. Ella giró la cara para protegerse de la ráfaga de aire y polvo que provocaron las hélices del helicóptero del servicio de guardacostas al posarse en la pista.

Fin se volvió y vio a Gigs y a Pluto sumidos en un silencio taciturno en la parte trasera de la cabina. Smith había exigido que estuvieran presentes para tomarles una declaración oficial en cuanto llegaran a Stornoway. Los otros se habían quedado en la isla para recoger las cosas e iniciar el viaje de regreso a bordo del Purple Isle. Sin un solo pájaro. Por primera vez en siglos, nadie en Lewis comería carne de guga ese año.

Cuando se pararon los motores y se abrió la puerta, la mirada angustiada de Marsaili escrutó los rostros de los que desembarcaban. Fin vio cómo ella contenía el aliento al descubrir a Fionnlagh, antes de correr hacia él y lanzarle los brazos al cuello, atrayéndolo hacia sí como si no quisiera soltarlo nunca. Fin saltó por la trampilla y se quedó allí, desamparado, observándolos sin saber qué hacer. Gunn se acercó, entregó a Fin un trozo de papel que había arrancado de un cuaderno y apoyó una mano sobre el hombro de Marsaili.

—Hay que llevar al chico al hospital, señora Macinnes.

Le costó desprenderse de su hijo, pero antes de hacerlo del todo colocó ambas manos en su cara y lo miró a los ojos, en busca de alguna señal que le indicara que no la odiaba demasiado.

—Habla conmigo, Fionnlagh. Di algo. —Pero el chico volvió la cabeza hacia Fin.

—¿Era verdad? ¿Lo que le dijo a mi padre en la roca?

Marsaili miró a Fin con los ojos muy abiertos, aterrados.

—¿Qué le dijiste?

Fin apretó en la mano el trozo de papel que le había dado Gunn: tenía miedo de mirarlo.

—Le dije que Fionnlagh era hijo suyo.

—¿Y lo soy? —Fionnlagh los miró alternativamente mientras en su pecho empezaba a percibirse la agitación de la ira, como si creyera que lo excluían de algún secreto compartido solo por ellos.

—Tenías apenas unas semanas, Fionnlagh —dijo Marsaili—. Llorabas todas las noches. Yo sufría depresión posparto, además de todas las otras depresiones que existen. —Sus ojos azules se cruzaron un instante con los de Fin, antes de perderse hacia algún lugar lejano desde el que podía evocar el pasado—. Artair y yo tuvimos una pelea terrible. Ni siquiera recuerdo por qué. Pero sí recuerdo que quería hacerle daño. —Miró a su hijo con la culpa dibujada en las arrugas que le cruzaban la frente—. Y te utilicé. Le dije que eras hijo de Fin, no suyo. Me salió sin pensar. ¿Cómo podría haber imaginado a lo que conduciría todo esto, que todo terminaría así? —Alzó los ojos hacia un cielo lleno de nubes a la carrera—. Ya en ese instante deseé haberme mordido la lengua. Mil veces le repetí que solo se lo había dicho para herirlo, pero no quiso creerme. —Bajó la cabeza y acarició la cara de Fionnlagh con las yemas de los dedos—. Y tú has tenido que sufrir las consecuencias desde entonces.

—Entonces, él era mi padre. —Toda la amargura y la decepción se concentraron en las lágrimas que asomaban a los ojos de Fionnlagh.

Marsaili titubeó.

—¿Quieres la verdad, Fionnlagh? —Ella meneó la cabeza—. Pues la verdad es que no lo sé. Te lo juro. Después de que Fin y yo rompiéramos en Glasgow, volví a Lewis, destrozada y amargada. Y fui directa a los brazos de Artair. Estuvo encantado de proporcionarme el consuelo que buscaba. —Suspiró—. Así que nunca supe cuál de los dos me dejó embarazada.

Fionnlagh pareció desfallecer; su mirada perdida fue hacia las luces de los coches de policía. Intentó contener las lágrimas.

—Entonces nunca lo sabremos.

—Podemos averiguarlo… —dijo Marsaili.

—¡No! —Fionnlagh casi lo gritó—. ¡No quiero saberlo! Si no lo sé, puedo creer que él nunca ha sido mi padre.

Fin desdobló el pedazo de papel que tenía en la mano y clavó los ojos en él. Se le hizo un nudo en la garganta.

—Demasiado tarde para eso, Fionnlagh.

El chico lo miró con los ojos nublados por un súbito temor.

—¿A qué te refieres?

Unas voces roncas salían de las radios de los coches de policía.

—Anoche pedí al sargento Gunn que llamara al laboratorio que analizaba las muestras de ADN que se tomaron el miércoles. Compararon el tuyo y el de Artair. —Tanto Fionnlagh como Marsaili lo miraron con unos ojos cargados con las esperanzas y temores de dos generaciones. Fin guardó el papel en el bolsillo—. ¿Te gusta el fútbol, Fionnlagh? —El chico frunció el ceño—. Porque si te gusta, puedo conseguir unos pases para el próximo partido de liga en Glasgow. Es lo que suelen hacer padres e hijos, ¿no? ¿Ir al fútbol juntos?