Marsaili estaba junto a la pila de turba, llenando un cubo. Llevaba tejanos, botas y una gruesa chaqueta de lana. Por una vez su cabello estaba suelto y flotaba en torno a su rostro. Como soplaba viento del norte, no oyó que el coche de Fin se acercaba por el sendero. Un Daewoo pequeño, color vómito, que había alquilado en la ciudad aprovechando una oferta barata por el día entero. Tras ella, en la costa, el mar rompía en airadas coronas blancas, tomando fuerzas para enfrentarse con la tormenta que se avecinaba por el noroeste, como si se preparara para plantar cara a un ejército invasor.
—Marsaili.
Ella se incorporó, sobresaltada por esa voz tan cercana, y se volvió hacia él. Su cara denotaba sorpresa… y luego alarma al ver la expresión de los ojos de Fin.
—¿Qué pasa?
—Tenías que saber que maltrataba al chico. —Y ella cerró los ojos y dejó caer el cubo al suelo; los trozos de turba se desparramaron por el césped.
—Intenté detenerle, Fin. De verdad.
—No lo suficiente. —Su tono era áspero, acusador.
Ella abrió los ojos y él vio que las lágrimas asomaban a ellos, listas para caer.
—No te imaginas cómo es. Al principio, cuando Fionnlagh era pequeño, no podía creerlo. Veía los cardenales y pensaba que eran porque se caía. Pero el número de caídas tiene un límite.
—¿Y por qué no te lo llevaste de aquí?
—Lo intenté, créeme. Quise irme. Pero Artair me dijo que si me atrevía a dejarlo, vendría a por nosotros. Dijo que nos encontraría dondequiera que fuéramos. Y mataría a Fionnlagh. —Sus ojos rogaban desesperadamente comprensión por parte de Fin. Pero él se había vuelto de piedra.
—¡Podrías haber hecho algo!
—Así es. Me quedé. E hice cuanto estuvo en mi mano para frenar las palizas. No le pegaba si yo andaba por casa, así que intenté estar siempre aquí. Para protegerlo, para mantenerlo a salvo. Pero no siempre era posible. Pobre Fionnlagh. Es un chico magnífico. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas sin que hiciera nada por evitarlo—. Lo aceptó todo como si fuera lo que cabía esperar. Ni una lágrima. Ni una queja. Se limitó a aceptarlo.
Fin notó que temblaba. De ira y de dolor.
—Por Dios, Marsaili, ¿por qué?
—¡No lo sé! —Su respuesta fue casi un grito—. Es como si lo hiciera para vengarse de mí por alguna razón. Pasara lo que pasase en esa maldita roca, sea lo que sea lo que ninguno queréis contarme, le cambió de manera radical.
—¡Ya sabes lo que pasó, Marsaili! —Fin elevó los brazos, desesperado, y los dejó caer, llevado por la frustración.
Ella meneó la cabeza.
—No, no lo sé. —Le lanzó una mirada larga y dura, atónita por su obstinación—. Nos cambió a todos y lo sabes, Fin. Pero en el caso de Artair fue peor. Al principio no me di cuenta. Creo que me lo escondía. Pero luego, tras el nacimiento de Fionnlagh, todo empezó a salir de él, como si fuera veneno.
El móvil que Fin llevaba en el bolsillo empezó a sonar. Scotland The Brave. Alegre y vibrante. Desafortunadamente inadecuado en aquellas circunstancias. Se quedaron mirándose a los ojos durante un momento mientras la ridícula melodía ganaba volumen.
—¿Vas a contestar o no?
Nadie en la isla disponía de su número. Así que tenía que ser alguien del continente.
—No. —Esperó a que saltara el buzón de voz y suspiró aliviado cuando la musiquilla cesó por fin.
—¿Y ahora qué? —Ella se secó las lágrimas de la cara con el dorso de la mano, dejando una mancha sucia de carbón en la mejilla.
—No lo sé. —Veía cansancio en los ojos de Marsaili, como si esos años con Artair y las palizas que su hijo se había visto obligado a soportar le hubieran ido quitando la vida. Unas palizas que ella había sido incapaz de evitar. El teléfono volvió a sonar—. ¡Mierda! —Lo sacó del bolsillo y atendió la llamada. Era el contestador que le informaba de que tenía un mensaje nuevo. Escuchó con impaciencia y oyó una voz que le resultó familiar, pero tan fuera de contexto que tardó unos instantes en identificarla.
«Demasiado liado para ponerte al teléfono, ¿eh? Seguro que andas por ahí, a la caza del asesino. O eso espero». Era el forense, el profesor Angus Wilson. «Bueno, por si aún no lo has pillado, aquí tengo algo que puede ayudarte. Constará en el informe, pero pensé que no estaría de más ponerte al tanto por adelantado. ¿Te acuerdas de la cápsula que encontramos en el vómito del asesino? Contiene una forma oral de cortisona llamada prednisone. Suele usarse para tratar alergias epidérmicas graves. Pero también resulta muy útil para reducir la inflamación de las vías respiratorias, así que se receta a menudo a pacientes de asma. Así que te sugiero que tengas los ojos abiertos en busca de alguien que o bien tenga un fuerte sarpullido o sea asmático crónico. Feliz caza, colega». El contestador le dijo que no había más mensajes.
Fin se preguntó por qué el suelo no lo engullía. El resto de su mundo acababa de desmoronarse, así que ¿por qué la tierra seguía firme bajo sus pies? Desconectó el móvil y volvió a guardárselo en el bolsillo.
—¿Fin? —Marsaili estaba asustada. Él lo notó en su voz—. Fin, ¿qué pasa? Es como si hubieras visto un fantasma.
La miró sin verla. Se hallaba en el cobertizo de Port of Ness. Era sábado por la noche y estaba oscuro. Había dos hombres allí. Uno era Angel Macritchie. El otro se colocó bajo la luz de la luna. Era Artair. Fin ignoraba por qué estaba ahí, pero cuando Macritchie se dio la vuelta, vio algo que podía ser un tubo metálico o un palo de madera, alumbrado por la luz que procedía de la ventana, que se estampaba contra la cabeza de Angel. El grandullón se desplomó de rodillas antes de caer de morros al suelo. Artair estaba nervioso, respiraba a toda velocidad. Se arrodilló y tumbó a la víctima. El peso muerto era mayor del que había esperado. Oyó algo, ruidos procedentes del pueblo, y el pánico hizo que se le obstruyeran las vías respiratorias. Su estómago reaccionó echando el contenido por la boca. Un acto reflejo. Encima de Macritchie, que seguía inconsciente. Artair rebuscó en el bolsillo hasta dar con las cápsulas y se tragó una; luego usó el inhalador y esperó a que hiciera efecto, aún de rodillas, jadeando en la oscuridad. Poco a poco la respiración se normalizó y prestó atención, por si su ataque había atraído la atención de alguien. Pero al no oír nada, reanudó la tarea, colocando sus gruesos dedos en torno a la garganta de Angel. Y apretó. Poseído ya por la urgencia de terminar la tarea.
Fin cerró los ojos en un intento por borrar esas imágenes y cuando volvió a abrirlos se dio de bruces con el semblante consternado de Marsaili.
—¡Fin, por el amor de Dios! ¡Dime algo!
Su voz, cuando consiguió hallarla, salió débil y ronca.
—Háblame del asma de Artair.
Ella frunció el ceño.
—¿A qué viene esto ahora?
—Solo dime… —Su voz fue ganando firmeza—: ¿ha empeorado en los últimos tiempos?
Ella movió la cabeza, exasperada, preguntándose a qué obedecían aquellas preguntas tontas.
—Sí —respondió—. Se convirtió en una pesadilla. Los ataques eran cada vez peores hasta que le cambiaron la medicación.
—¿Prednisone?
La sorpresa la hizo inclinar la cabeza y el azul de sus ojos se ensombreció. Una premonición, tal vez.
—¿Cómo lo sabes?
La cogió del brazo, dispuesto a llevarla hacia la casa.
—Enséñamelo.
—Fin, ¿qué diablos pasa?
—¡Enséñamelo, Marsaili!
Entraron en el cuarto de baño y ella abrió un pequeño armario que había sobre el lavamanos. El frasco estaba en el estante superior. Fin lo cogió y lo abrió: estaba casi lleno.
—¿Por qué no se las ha llevado consigo?
Marsaili estaba desorientada.
—Yo qué sé… Quizá tenga otro frasco.
Fin ni siquiera quería pensarlo.
—¿Hay algún lugar donde guarda sus papeles? ¿Algún cajón cerrado?
—No lo sé. —Lo pensó, abrumada, pero le costaba concentrarse—. Espera… hay un cajón del escritorio que siempre mantiene cerrado.
—Vamos.
El escritorio estaba apoyado bajo la ventana en lo que había sido el estudio del señor Macinnes, atestado de papeles, revistas y bandejas llenas de facturas pagadas y no pagadas. Fin había dormido allí la otra noche, pero ni siquiera se había dado cuenta. La silla alta que solía estar junto al escritorio no estaba a la vista y su lugar lo ocupaba una silla vieja de comedor. Fin se sentó en ella. Intentó abrir el cajón de la izquierda: contenía un archivador lleno de papeles de la casa. Fin los ojeó rápidamente pero no vio nada de interés. Cuando fue a abrir el de la derecha, lo encontró cerrado.
—¿Tienes la llave?
—No.
—Dame un destornillador grande. O un punzón.
Ella salió de la habitación sin decir palabra y regresó a los pocos minutos con un destornillador grande. Fin lo cogió, lo clavó entre la parte superior del cajón y el escritorio e hizo palanca hasta astillar la madera y abrir el cajón. De una barra colgaban diversas carpetas. De color amarillo, azul, rosa. Las revisó una por una. Facturas, inversiones, cartas. Artículos de periódico, descargados de internet. Fin se detuvo y oyó su propia respiración. Alientos cortos, acelerados. Sacó los artículos y los depositó encima de la mesa. El Herald, el Scotsman, el Daily Record, el Edinburgh Evening News, el Glasgow Evening Times. Todos con fecha de finales de mayo o principios de junio. «Se halla un cadáver destripado en Leith». «El destripador de Edimburgo». «Estrangulado y mutilado». «Muerte a la sombra de la cruz». «Conclusiones de la investigación policial sobre el crimen de Leith Walk». Más de dos docenas en un período de tres semanas, cuando el impacto del asesinato estaba en su punto álgido y antes de que la noticia de una subida de impuestos municipales ocupara las primeras páginas. Fin golpeó la mesa con el puño y una pila de revistas cayó al suelo.
—¡Por el amor de Dios, Fin, dime qué está pasando! —La voz de Marsaili poseía ya un atisbo de histeria.
—Artair mató a Angel Macritchie.
El silencio de la estancia era tan denso que Fin casi podía sentirlo. La voz de Marsaili, débil y aterrada, consiguió atravesarlo.
—¿Por qué?
—Era la única forma de asegurarse de traerme de regreso a la isla. —Agitó algunos artículos impresos y varios de ellos salieron volando por los aires—. Los periódicos iban llenos del asesinato de Edimburgo. Publicaron todos los detalles morbosos. Y que yo estaba al mando de la investigación. Así que, si aparecía otro cadáver en Lewis… con el mismo modus operandi… ¿qué posibilidades había de que yo terminara implicado en un momento u otro? Sobre todo cuando la víctima era alguien con quien fui al colegio. Fue un tiro a ciegas, tal vez. Pero salió bien. Aquí estoy.
—Pero ¿por qué? Oh, Fin, ni siquiera puedo creer que te esté oyendo decir eso. ¿Para qué te querría aquí?
—Para contarme lo de Fionnlagh. Para que supiera que era hijo mío. —Pensó en las palabras de Donna Murray: «Como si quisiera castigar al hijo por los pecados del padre».
Marsaili se sentó en el borde de la cama y se cubrió la cara con las manos.
—No lo entiendo.
—Dijiste que golpeaba a Fionnlagh para vengarse de ti. No era de ti de quien quería vengarse, sino de mí. Ha estado moliendo a palos al chico todos estos años y era importante que yo lo supiera antes de… —Su voz se truncó, asustado de terminar la frase en voz alta.
—¿Antes de qué?
Fin se volvió despacio hacia ella.
—No le importaba dar una muestra de ADN a la policía. Sabía que cuando averiguáramos que había sido él, ya estaría en la roca. Y sería demasiado tarde para detenerlo.
Marsaili se levantó, como empujada por un resorte, como si de repente comprendiera hacia dónde se dirigía todo eso.
—¡Para, Fin! ¡Para!
Él meneó la cabeza.
—Por eso no se ha molestado en llevarse las cápsulas. Al fin y al cabo, ¿para qué iba a necesitarlas si no pensaba volver?
Fin miró la hora y se levantó. Guardó los artículos en la carpeta. En el exterior, arreciaba el viento. Veía la orilla, las olas que se estampaban contra las rocas y se retiraban en forma de espuma. Se volvió hacia la puerta. Marsaili lo cogió del brazo.
—¿Adónde vas?
—Voy a intentar evitar que mate a nuestro hijo.
Ella se mordió el labio e intentó contener los sollozos que amenazaban con ahogarla. Sus mejillas estaban llenas de lágrimas.
—¿Por qué, Fin? ¿Por qué querría hacerlo?
—Porque por algún motivo quiere hacerme daño, Marsaili. Infligirme más dolor del que pueda soportar. Debe haberse enterado de que ya he perdido a un hijo. —Y la expresión de sus ojos le indicó que ella lo ignoraba—. ¡Qué mejor manera de apretarme las tuercas que matar al otro!
Él se zafó de su agarre, pero ella lo siguió hasta la puerta y volvió a cogerlo.
—Fin, mírame. —En su voz había una súplica irresistible. Él se giró y vio desesperación en su rostro—. Antes de que te vayas… hay algo que debes saber.
La lluvia azotaba los cristales de la ventana de la sala de incidencias, ocultando la vista de la bahía, desde los tejados del puerto al abandonado castillo de Lews. Había casi dos docenas de agentes trabajando en la sala. Todos se volvieron hacia Fin. Salvo George Gunn y un par más, que siguieron hablando por teléfono. El inspector jefe Smith estaba furioso y exasperado. Se había duchado y cambiado de ropa. Había vuelto a echarse gomina en el pelo y despedía aquel fuerte olor a Brut. Quizá fuera la pieza central de la sala de incidencias, pero Fin le había ganado por la mano. Y eso no le hacía ninguna gracia. Se sentía acorralado.
—De acuerdo. Admito que ese tal Artair Macinnes sea probablemente el asesino que buscamos.
—Su ADN lo confirmará —dijo Fin.
Smith echo una mirada despectiva a los artículos de periódico que estaban diseminados sobre la mesa más cercana.
—Y cree que imitó el asesinato de Leith Walk solo para atraerlo a usted a la isla.
—Sí.
—Para decirle que su hijo es en verdad hijo de usted.
—Sí.
—Y luego matarlo. —Fin asintió. Smith se mantuvo en silencio durante unos instantes—. ¿Por qué?
—Ya le he dicho lo que pasó en An Sgeir.
—Que su padre murió por salvarle la vida hace dieciocho años. ¿De verdad cree que es motivo suficiente para llevarlo a cometer dos asesinatos tantos años después?
—No puedo explicarlo. —La frustración de Fin se iba convirtiendo en ira—. Solo sé que ha molido a palos a ese chico durante toda su vida, y que ahora que me ha dicho que es hijo mío piensa matarlo. Ha matado en una ocasión para traerme hasta aquí. Basándonos en las pruebas, creo que nadie puede negarlo.
Smith suspiró y meneó la cabeza.
—No voy a arriesgar la vida de mis agentes enviándolos a una roca, a cincuenta millas de distancia en medio del Atlántico y en plena tormenta.
Gunn colgó e hizo girar la silla.
—El último parte meteorológico del guardacostas, señor. Vientos tormentosos en los alrededores de An Sgeir La situación empeora. —Miró a Fin casi con ojos de disculpa—. Dicen que no hay forma de que un helicóptero pueda aterrizar en estas condiciones.
—Ahí lo tiene. —Smith parecía aliviado—. Tendremos que esperar a que amaine la tormenta.
—El jefe del puerto ha confirmado que el Purple Isle ha regresado de An Sgeir. Atracó hace una hora.
—¡No voy a pedir un barco para salir en estas condiciones!
Un sargento de uniforme entró en la sala.
—Señor, no conseguimos conectar con la roca por radio.
—Entonces pasa algo grave —dijo Fin—. Gigs siempre mantiene un canal de comunicación abierto. Siempre.
Smith miró al sargento en busca de confirmación. Este asintió. El inspector jefe se encogió de hombros.
—Aun así, no podemos hacer nada hasta mañana.
—¡Mañana el chico podría estar muerto! —Fin elevó la voz. Un silencio tenso se apoderó de la sala.
Smith levantó un dedo y se lo acercó a la punta de la nariz. Era un gesto extraño y amenazador. Su voz era un gruñido ronco.
—Está a punto de meterse en un problema muy serio, Macleod. Está fuera del caso, ¿se acuerda?
—¿Cómo coño voy a estar fuera? ¡Soy el centro de este puto caso! —Dio media vuelta y salió a paso rápido hacia el pasillo.
Cuando llegó al final de Church Street y giró a la izquierda por Cromwell, Fin estaba empapado. La parka y la capucha habían protegido la parte superior de su cuerpo, pero llevaba los pantalones pegados a las piernas y su cara acusaba el azote del frío y la lluvia que caía sobre el páramo. Se volvió hacia la puerta de una tienda de regalos con la fachada pintada de color verde en busca de refugio y vio unas réplicas de treinta centímetros de los jugadores de ajedrez de Lewis que lo observaban con expresión curiosa desde el otro lado del escaparate, casi como si quisieran brindarle su simpatía. Buscó el móvil y marcó el número de la sala de incidencias, que no estaba a más de doscientos metros. Uno de los agentes contestó la llamada.
—Quiero hablar con George Gunn.
—¿De parte de quién?
—De un amigo.
Hubo una pausa breve.
—Un momento, señor.
—Sargento Gunn.
—George, soy yo. ¿Puedes hablar?
Un instante de silencio.
—No.
—Vale, pues entonces escucha. Solo escucha. George, necesito que me hagas un favor. Un gran favor.
La barca oscilaba debido a la corriente del puerto interior: crujía y tiraba de las cuerdas. Un cubo de plástico rojo rodaba de un extremo a otro de la cubierta. Se oía el roce y el traqueteo de las pesadas cadenas; de hecho, todas las jarcias de la estructura del barco vibraban y chirriaban por causa del viento. La lluvia martilleaba los cristales de la cabina, y Padraig MacBean estaba sentado en el asiento del piloto, gastado y roto por años de uso: tiras de cinta adhesiva intentaban retener el denso relleno que pugnaba por salir. Tenía un pie apoyado en el timón y fumaba, con aire pensativo, los restos de un cigarrillo liado a mano. Era joven para ser patrón, no debía de tener más de treinta años. El Purple Isle había pertenecido a su padre, y había sido el viejo MacBean quien llevó a Fin a la roca dieciocho años atrás, cuando Padraig apenas tenía doce. El viejo MacBean había llevado y traído a los cazadores de pájaros en su peregrinaje anual a An Sgeir durante treinta años. Tras su muerte sus hijos habían tomado el relevo. El hermano menor de Padraig, Duncan, era el primero de a bordo. La tripulación se completaba con un solo miembro más, un chaval joven llamado Archie. El paro lo había llevado a unirse a ellos, en principio solo por seis meses, para adquirir experiencia. De eso ya hacía dos años.
—Menuda historia, señor Macleod —decía Padraig, con el peculiar acento de las islas—. Debo admitir que ese Artair Macinnes nunca ha sido santo de mi devoción. Y su chico es muy callado. —Dio otra calada a la tacha del cigarrillo—. Pero no puedo decir que advirtiera nada raro en el viaje de ida.
—¿Me llevarás? —le preguntó Fin, sin demostrar la menor impaciencia, consciente de que era mucho pedir.
Padraig bajó la cabeza y atisbo hacia el exterior.
—Hay una tormenta de tres pares ahí afuera, señor.
—Estamos hablando de la vida de un chico, Padraig.
—Y yo le hablo de mi barco y de las vidas que arriesgaré si decido zarpar.
Fin no dijo nada. Sabía que la decisión estaba en el aire. Él lo había pedido. No podía hacer más. Padraig intentó apurar el cigarrillo, pero este ya se había consumido. Miró a Fin.
—No puedo obligar a los chicos. —Fin sintió que la esperanza se filtraba por todos sus poros—. Pero puedo preguntárselo. Que decidan ellos. Si dicen que sí, saldremos. —El pecho de Fin se hinchó de esperanza.
Siguió al joven patrón a través de la cocina del barco. Los chubasqueros estaban colgados de ganchos en una de las paredes, sobre una hilera de botas de agua de color amarillo. Una montaña de platos sucios se amontonaban en una pila llena de agua turbia, cuya capa de grasa resaltaba bajo la cruda luz eléctrica. Había una tetera en el hornillo, debajo de una serie de tazas de porcelana también prendidas de sus respectivos ganchos.
Cruzaron unos travesaños con remaches metálicos dispuestos sobre un hueco y llegaron a una zona estrecha en la parte trasera de la barca. En torno al casco de popa había instaladas seis literas, y una mesa triangular con bancos a ambos lados ocupaba la mayor parte del espacio. Duncan y Archie estaban sentados con sendas tazas de té y cigarrillos, viendo una imagen borrosa en un diminuto televisor suspendido en uno de los rincones. Ann Robinson se mostraba grosera con una pobre concursante e insistía en que era el rival más débil. Una mujer de mediana edad y cara sonrojada caminó hacia la cámara: el paseo de la vergüenza. Padraig apagó la tele y acalló las protestas de la tripulación con una mirada. Para ser tan joven había algo en él que se hacía notar, una presencia tranquila y poderosa.
En un murmullo, bajo la anodina luz amarilla de la bodega de esa vieja barca oxidada, les contó lo que les pedía Fin. Y por qué. Los dos jóvenes escucharon la historia: los raídos jerséis y gastados tejanos, las uñas rotas manchadas de grasa, y las caras sucias y pálidas proclamaban una pobreza endémica que se remontaba a generaciones. De vez en cuando miraban a Fin de reojo. A duras penas se ganaban la vida esos chicos. Si es que a eso se le podía llamar vida: comer, dormir y cagar a bordo de aquel viejo trasto veinticuatro horas al día, cinco y a veces seis días por semana. Arriesgando sus vidas diariamente solo para subsistir. Cuando Padraig hubo terminado, se mantuvieron en silencio durante un momento. Luego, Archie dijo:
—Bueno, supongo que nos saldrá más barato que ir al pub.
Eran más de las siete cuando zarparon, bordeando el Cuddy Point para salir al puerto exterior y enfrentarse a la fuerte corriente que procedía del estrecho de Minch. Para cuando hubieron dejado atrás Goat Island y entrado en aguas profundas, el mar rompía contra ellos, como una avanzadilla de la tormenta que los esperaba. Padraig iba al timón, con semblante concentrado, verdoso por el reflejo fosforescente de las viejas pantallas del radar que centelleaban y pitaban en el tablero de control. Aunque aún quedaba algo de luz en el cielo, era imposible ver nada. Padraig los guiaba gracias a los instrumentos, y al instinto.
—Esto pinta muy negro. Y eso que aquí, al abrigo de Lewis, las cosas no están tan mal. Será mucho peor cuando rodeemos el Butt.
Fin no podía imaginar nada mucho peor. A la altura del faro de Tiumpan Head ya había vomitado dos veces, y declinado el ofrecimiento de Archie: huevos fritos y salchichas que, por increíble que parezca, el chico estaba consiguiendo hacer en una barca sometida a un vaivén constante.
—¿Cuánto tardaremos? —preguntó a Padraig.
El patrón se encogió de hombros.
—Anoche lo hicimos en ocho horas. Ahora podríamos tardar nueve o más. Nos dirigimos al centro de la tormenta. No llegaremos a An Sgeir hasta la madrugada.
Fin recordó cómo se había sentido dieciocho años antes cuando rodearon el Butt de Lewis y el rayo del faro se desvaneció del todo. Habían dejado atrás la seguridad que proporcionaba la isla, y avanzaban en las procelosas aguas del Atlántico Norte a merced de una barca oxidada y de la habilidad de su capitán. En ese momento se había sentido asustado, solo, tremendamente vulnerable. Pero nada de eso podía compararse con el furioso ataque que el océano lanzó sobre ellos esta vez en cuanto rebasaron el extremo septentrional de Lewis. Los motores de gasóleo batían en la oscuridad, luchando contra elementos que parecían insuperables; el agua se levantaba a su paso, montañas negras de cimas nevadas, chocando contra la proa y golpeando la cabina con rabia. Él se agarraba donde podía mientras se preguntaba cómo diantre conseguía Padraig mantener la calma e intentaba imaginar cómo podrían superar otras siete u ocho horas de tormenta sin perder la vida en el empeño.
—Antes de morir —Padraig tenía que gritar por encima del rugido de los motores y la ira de la tempestad—, mi padre compró otro barco para sustituir al Purple Isle. —Asintió, sonriendo para sus adentros, con los ojos clavados en las pantallas que tenía delante y en la oscuridad que acechaba al otro lado del cristal—. Sí, era una preciosidad. La bautizó como la Dama de Acero. Invirtió mucho tiempo y dinero en dejarla a su gusto. —Lanzó una mirada a Fin—. Hay veces en que desearías que fuera igual de fácil con las mujeres. —Se volvió y siguió sonriendo hacia la oscuridad, pero la sonrisa se le desvaneció enseguida—. El viejo pensaba vender esta en cuanto pudiera. Pero no llegó a hacerlo. Cáncer de hígado. Se nos fue en cuestión de semanas. Y yo tuve que ocupar su sitio. —Sacó un cigarrillo arrugado de una lata de tabaco Virginia y lo encendió—. Perdí a la Dama de Acero en el primer viaje. Reventó un caño en la sala de máquinas. Para cuando nos dimos cuenta, entraba más agua de la que podíamos achicar. Ordené al resto que lanzaran el bote e hice cuanto pude para salvarla. Estaba en la sala de máquinas, con el agua al cuello, cuando por fin me di por vencido. Escapé por los pelos. —El fuerte viento de la cabina hacía que el humo del cigarrillo se trenzara en el aire—. Pero tuvimos suerte. Hacía buen tiempo y teníamos otra barca a la vista. Vi cómo se hundía. Todo lo que mi padre había puesto en ella. Sus esperanzas, sus sueños… Y yo solo podía pensar en cómo iba a decirles a mis tíos que había perdido la barca de mi padre. Pero no debería haberme preocupado. Estuvieron encantados de vernos a salvo. Uno de ellos me dijo: «Hijo, un barco es solo un montón de madera y metal. Su único corazón es el de los hombres que navegan en él». —Dio una profunda calada al cigarrillo—. Aun así, se me pone la piel de gallina cada vez que paso por el lugar donde se hundió… La imagino en el fondo del mar, justo debajo de donde la vimos por última vez. Todos los sueños de mi padre enterrados para siempre. Como él.
Fin percibió la intensidad del joven patrón como si hubiera una tercera persona en la cabina. Lo miró a los ojos.
—Acabamos de pasar ese punto, ¿verdad?
—Sí, señor Macleod, así es. —Lanzó una mirada rápida al policía—. ¿Por qué no se tumba un rato en una litera? Nunca se sabe, igual hasta duerme un poco. Esto se va a hacer muy largo.
Duncan relevó a Fin en la cabina, y este bajó a la bodega y ocupó la misma litera donde había dormido la única vez que había realizado ese viaje. No tenía esperanzas de dormir: sabía que en esas largas horas que tenía por delante dispondría de mucho tiempo para dar vueltas y más vueltas a todas las preguntas sin respuesta que lo acosaban. Preguntas que no obtendrían respuesta hasta que llegaran a An Sgeir. Y eso si había suerte y conseguían llegar a tiempo: Artair y Fionnlagh quizá estuvieran muertos, y en ese caso él nunca las sabría. Y nunca se perdonaría por no haber presentido, aunque fuera de manera difusa, algo de lo que iba a pasar.
Se sorprendió, pues, cuando Archie lo despertó de repente.
—Ya casi hemos llegado, señor Macleod.
Fin bajó de la litera, estupefacto y desorientado, y se frotó los ojos con los nudillos. El ruido sordo de los motores, estable y rítmico, parecía haberse convertido en parte de él, rebotándole en la cabeza, enervándole el alma. La barca se movía sin pausa, inclinándose y cabeceando, pero se las apañó para volver a subir a la cubierta sin caerse. Duncan estaba al timón; su semblante era la expresión pura de la concentración. Padraig estaba sentado a su lado con la mirada perdida en la oscuridad. No tenía buen color. Vio el reflejo de Fin en el cristal y se volvió hacia él.
—Llevo una hora intentando contactar con ellos por radio, pero solo capto interferencias. Eso me huele mal, señor Macleod. No es propio de Gigs.
—¿Cuánto falta?
—Diez minutos, tal vez menos.
Fin escrutó el panorama, pero no consiguió ver nada. También Padraig se esforzaba por vislumbrar algo en la oscuridad.
—¿Dónde cojones está el faro? —Le dio a un interruptor y todas las luces del Purple Isle invadieron la noche.
Los noventa metros de acantilado en los que Fin había estado a punto de perecer se alzaban en el mar casi frente a ellos, negros, brillantes y manchados por las tiras blancas del guano. Se sobresaltó al verlos tan cerca.
—¡Dios! —exclamó. Casi sin querer dio un paso atrás y se agarró al marco de la puerta para no perder el equilibrio.
—¡Joder, gira! —gritó Padraig a Duncan. Su hermano dio un fuerte golpe de timón hacia la izquierda, y el Purple Isle se escoró peligrosamente, casi volcado sobre las olas que rompían en torno a ellos—. ¡No hay luz! —exclamó—. ¡Ni una puta luz!
—¿Anoche funcionaba? —gritó Fin.
—Sí. Se veía a millas de distancia.
Duncan había recuperado el control de la barca, colocándola de nuevo contra el viento; avanzaron alrededor del extremo sur de la roca, circunvalando el Promontorio del Faro y llegando por fin a una zona relativamente tranquila, el Gleann an Uisge Dubh. Allí se notaba una evidente disminución del viento. Sin embargo, las olas seguían siendo de tres metros o más: la corriente estallaba en una lluvia de espuma blanca en el lugar donde solían desembarcar las provisiones, el acceso a las cuevas que cruzaban las entrañas de An Sgeir.
Padraig meneó la cabeza.
—Ya puede olvidarse de echar el bote en el agua esta noche, señor Macleod.
—No he hecho todo este camino —chilló Fin por encima del ruido de los motores— para quedarme sentado en una maldita barca mientras ese tío se carga a mi hijo.
—Si acerco el Isle lo bastante como para desembarcarlo a usted en el bote, acabaremos estrellándonos contra esas rocas.
—Recuerdo haber visto a tu padre ir marcha atrás en una barca en el muelle de Port of Ness, un día de tormenta —dijo Fin—. Era la época en que traían a las gugas hasta Ness.
—¿Se acuerda de eso? —preguntó Padraig con los ojos muy brillantes.
—Todo el mundo se acuerda, Padraig. Entonces yo no era más que un crío. Pero la gente lo comentó durante años.
—Mi padre no sabía lo que era el miedo. Si creía que podía hacer algo, lo hacía y punto. La gente decía que debía tener los nervios de acero. Pero no era verdad. Simplemente no tenía nervios.
—¿Cómo lo hizo?
—Primero arrojó el ancla y luego fue marcha atrás. Supuso que si pasaba algo, siempre podría meter la marcha y arrastrar el ancla… y ponerse a salvo.
—Y bien, ¿cuánto hay de tu padre en ti, Padraig?
El aludido lanzó a Fin una mirada larga y dura.
—Una vez en ese bote estará solo, señor Macleod. No podré hacer nada por usted.
Fin se preguntó si alguna vez había estado más aterrado. Ahí afuera, con ese tremendo mar rompiendo sobre las rocas, se sentía totalmente a merced de la naturaleza. Era una extraña confrontación con sus aspectos más poderosos y despiadados, frente a los cuales él no era más que una figura diminuta e insignificante. Sin embargo, habían logrado llegar sanos y salvos tras superar cincuenta millas de océano tormentoso: ya solo quedaban unos escasos metros por cubrir. Duncan prendió un cabo del bote hinchable y lo mantuvo tenso desde la popa mientras Padraig hacía avanzar el Purple Isle marcha atrás hacia la cala, sin aflojar la cadena del ancla. Los acantilados de los dos promontorios se cerraban en torno a ellos, a una distancia peligrosa, y la barca se deslizó por la corriente, primero hacia un lado y luego hacia el otro. Oían cómo el mar cateaba[3] contra la roca, sorbiéndola como si intentara devorarla.
Padraig indicó con un gesto que ya había entrado tanto como podía, y Duncan repitió el ademán para que lo viera Fin. Había llegado el momento. Una cortina de lluvia casi horizontal lo sacudió mientras descendía por los peldaños de la escalerilla, con dedos húmedos y entumecidos por el frío reinante. Había conseguido permanecer seco gracias al chubasquero, pero sabía que eso no duraría mucho. El chaleco salvavidas parecía ridículamente endeble. Si caía al agua, lo más probable era que solo consiguiera mantenerlo a flote el tiempo necesario para que el mar lo arrojara contra la roca. El bote neumático oscilaba ante él, subiendo y bajando como en una montaña rusa: era imposible acceder. Respiró hondo, como quien se prepara para una larga zambullida, se soltó del Purple Isle y se dejó caer contra el bote. Mientras este cedía bajo su peso, sus manos buscaron con desesperación la cuerda que rodeaba su contorno para izarse hacia el interior, pero no hallaron más que la superficie lisa y húmeda. Creyó que se caía, que resbalaba hacia el interior de un pozo, que el bote se le escapaba, y se preparó para el impacto contra el agua. Pero en el último momento, su mano rozó el plástico abrasivo de la cuerda y se agarró a ella con fuerza. El bote volvía a estar debajo de él; esta vez, agarrado con firmeza a la cuerda, él subió y bajó a su mismo ritmo, sin miedo a perderlo.
Levantó la vista y distinguió el semblante pálido de Duncan ya bastante lejos, en cubierta. Daba la impresión de estar gritándole algo que Fin no conseguía oír. Se arrastró hacia la parte trasera del bote y tiró el motor fueraborda por la popa. Tiró del estárter. Una, dos, tres, cuatro veces. Nada. A la quinta, el motor renqueó, farfulló y prendió por fin, y él aflojó enseguida el estárter para que no se calara. Era la hora de la verdad. Sujeto solo por esa soga umbilical, estaba a punto de abandonar la seguridad de la barca madre.
El cabo osciló a su espalda mientras maniobraba, dirigiendo la parte frontal del bote hacia el punto de amarre. Le dio al acelerador y aquel diminuto bajel de color naranja salió disparado a una sorprendente velocidad en dirección a las rocas. Gracias a las luces de la barca vio la gran boca negra de la cueva que se abría ante él, y pudo oír el eco del rugido del mar que salía con fuerza desde las entrañas de la isla. Una corriente blanca de espuma hervía a su alrededor, y sintió cómo el bote se elevaba con la corriente, propulsado hacia las rocas. Giró del timón y puso el motor a la máxima potencia, salvándose de la colisión en el último segundo, y el mar le absorbió de nuevo hacia la bahía. El rugido era ensordecedor. Ni siquiera se atrevía a volver la vista hacia la barca.
Viró el bote y lo encaró de nuevo hacia las rocas. Estas subían y bajaban con la corriente, como si lo evaluaran y luego se ocultaran preparando la emboscada. Se mantuvo en ese vaivén durante un minuto entero mientras hacía acopio de su maltrecho coraje. Se percató de que todo dependería de acertar el momento. No podía permitirse correr cuando la corriente era más fuerte como había hecho la vez anterior: esta tenía mucha más fuerza que su pequeño motor y lo estamparía contra las rocas en cuestión de segundos. Tenía que aprovechar el instante en que esta se retiraba, acelerando al máximo para evitar la colisión. ¡Fácil! Casi se rio de sus ridículos intentos de intelectualizar una acción como esa. La verdad era que, si Dios existía, la vida de Fin estaba solamente en Sus manos. Respiró hondo varias veces, a la espera de que el mar volviera a romper contra las rocas, y luego aceleró con fuerza hacia las aguas que descendían coronadas de espuma blanca. La boca de la cueva se cerraba a su alrededor, y tuvo la impresión de que el avance era inexistente, que se limitaba a mantenerse en el mismo sitio envuelto de niebla y espuma, cuando de repente salió lanzado hacia delante a una velocidad incontrolada. Intentó girar el timón, pero la hélice estaba fuera del agua y sus aspas chillaban cortando un aire que no ofrecía resistencia alguna. Todo An Sgeir parecía lanzarse hacia él. Chilló, desafiante, cuando el mar lo acogió en su regazo, sacándolo del bote y lanzándolo contra las rocas con una fuerza que lo dejó sin un atisbo de aliento. Notó el sabor de la sangre en la boca y los afilados bordes del gneis arañándole la carne. Del bote no quedaba ni rastro, y él estaba pegado a la roca por la fuerza del agua. Entonces, al instante, la presión que lo mantenía allí se disipó y el mar se dispuso a engullirlo hacia el fondo. Notó cómo resbalaba sobre la pulida superficie negra de esa roca suavizada por millones de años de erosión. Buscó algún asidero, pero el inmenso collar de algas que rodeaba An Sgeir se deslizó entre sus dedos como si fueran babas, y fue consciente del empeño del mar en llevarlo consigo, de sus deseos de hundirlo en un abismo frío y oscuro donde solo le esperaría el sueño eterno.
Y entonces lo palpó. El roce frío del acero, el movimiento de la anilla a la que sus manos se agarraron desesperadamente. Aguantó. Y siguió aguantando. Con el hombro prácticamente dislocado debido a los sucesivos tirones del mar, antes de que este, a regañadientes, renunciara a su presa. Por un momento se mantuvo inmóvil, aferrado al amarradero, como una de esas criaturas que el mar arroja a la costa. Después buscó un lugar donde apoyar el pie, a continuación un agarre, y luego la fuerza para darse impulso y subir antes de que el mar volviera a reclamarlo. Pudo notar el flagelo marino en los talones cuando dio con el repecho rocoso donde Angel había encendido un fuego de turba y había preparado el té para ellos el día que llegaron a la isla, dieciocho años atrás. Lo había logrado. Estaba en la roca, a salvo del mar. Este ya tenía que conformarse con escupirle su ira a la cara.
Por primera vez fue consciente de que había parado de llover: unos enormes claros en el cielo negro liberaron unos súbitos e inesperados fragmentos de luna que vertieron su luz sobre toda la isla. Vio al Purple Isle en un charco de plata centelleante: regresaba marcha atrás a la seguridad de la bahía, aún oscilando en un mar que lo atacaba furioso por su complicidad en la huida de Fin.
Fin sacó la linterna que llevaba prendida del cinto con la esperanza de que aún funcionara. El foco le alumbró el rostro, y él lo movió en la penumbra para comunicar a la tripulación que estaba a salvo. Luego se llevó las rodillas al pecho, apoyó la espalda en el acantilado y se mantuvo acurrucado allí durante unos buenos cinco minutos, intentando recuperar el aliento y las fuerzas, así como la voluntad para escalar hasta la cima. Enfocó el reloj con la linterna. Eran más de las cuatro de la madrugada. En menos de dos horas, el alba asomaría por el este. Casi temía pensar en lo que le traería el nuevo día.
No volvió a llover. Fragmentos de luna asomaban a ratos entre las cicatrices negras del cielo. Fin se preguntó si eran imaginaciones suyas o era cierto que el viento había aflojado un poco. Se puso de pie con cuidado y enfocó la pendiente con la linterna. Atrapada en el haz de luz suave y brillante estaba la polea que los cazadores de pájaros usaban para izar las provisiones hasta la cima de la roca. Fin elevó la linterna y siguió el ángulo de las partes más escarpadas de la roca hasta dar con la cuerda que colgaba entre las piedras. Subió hasta ser capaz de agarrarse al extremo y tiró de él con fuerza. La cuerda resistió. Se la ató a la cintura y emprendió el largo ascenso hasta la cima, ayudándose de ella para no perderse en la oscuridad y para superar las cuestas más escarpadas.
Tardó unos buenos veinte minutos en llegar al techo de la isla y deshacerse de la cuerda. Miró hacia atrás, jadeante, agotado y castigado por el viento que soplaba sin tregua por aquel caos de roca y piedra, y vio las luces del Purple Isle parpadeando desde la bahía. Al volver la cabeza, una luna casi llena surgió de los restos nubosos de la tormenta y derramó su brillo sobre An Sgeir. Distinguió entonces la cuadrada y solitaria silueta del faro en la parte más elevada de la isla, y a unos cientos de metros, entre piedras y nidos, la forma oscura y achaparrada del viejo refugio de piedra. No había luz, ni señal de vida alguna. Pero el viento llevó hasta él el olor de humo de turba, señal inequívoca de que había alguien dentro.
Las crías de petrel vomitaban a su paso mientras él avanzaba entre las rocas a la luz de la linterna, volcando nidos y provocando que los pájaros llenaran la noche de graznidos. La lona que colgaba de la entrada estaba sujeta al suelo con piedras de gran tamaño. Tiró de ella y entró.
Distinguió las ascuas del fuego de turba que aún brillaban en la penumbra del centro de la estancia y notó el agrio olor a sudor humano, más fuerte aún que el insidioso aroma del humo. Paseó la linterna por las paredes, atravesando el aire denso y azulado, y vio formas humanas tendidas en colchonetas por todo el suelo de piedra. Varias ya se agitaban y el haz de luz captó un semblante pálido y adormilado. Era Gigs. Este intentó protegerse de la luz con una mano.
—¿Artair? ¿Eres tú? ¿Qué diablos pasa?
—No soy Artair. —Fin soltó la lona—. Soy Fin Macleod.
—¡Dios! —exclamó alguien—. ¿Cómo diantre has conseguido llegar hasta aquí?
Ya estaban todos despiertos. Varios hombres se incorporaron en las colchonetas, movieron las piernas y se levantaron. Fin los contó rápidamente. Eran diez.
—¿Dónde están Artair y Fionnlagh? —Alguien encendió una lamparita, y bajo esa luz espectral Fin vio los rostros a través de la humareda: lo miraban como si fuera un fantasma.
—No lo sabemos —dijo Gigs. Se encendió otra lámpara y alguien se acercó a atizar el fuego con nuevos trozos de turba—. Estuvimos trabajando hasta el anochecer, preparando las poleas. Artair y Fionnlagh se separaron del grupo; todos creímos que habían vuelto a la casa. Pero cuando llegamos no había ni rastro de ellos, ni de sus cosas. Y la radio estaba hecha pedazos.
—¿Y no sabes adónde han ido? —Fin no podía creerlo—. No es que en An Sgeir haya muchos sitios donde esconderse. Y además no podrían haber aguantado mucho, a la intemperie y con este tiempo.
—Pensamos que habrían bajado a las cuevas —apuntó uno de los hombres.
—Pero ni idea de por qué. —Gigs clavó la mirada en Fin—. Quizá tú puedas decírnoslo.
—¿Cómo diablos has venido hasta aquí, Fin? —Era Astérix—. No sabía que tuvieras alas.
—Me ha traído Padraig.
—¿Con este tiempo? —Pluto se esforzó por verle la cara en la oscuridad reinante. Había formado parte del equipo el año que Fin los acompañó—. ¿Estás loco?
El nerviosismo de Fin empezó a alcanzar cotas de pánico.
—Creo que Artair piensa matar a Fionnlagh. Tengo que encontrarlos. —Apartó la lona y salió hacia la tormenta. Gigs cruzó la casa en tres pasos y lo cogió del brazo.
—¡No digas tonterías, hombre! No se ve nada. Solo conseguirás partirte la crisma. —Tiró de él hacia el interior y colocó la lona en su sitio—. De aquí no sale nadie hasta que amanezca. Así que lo mejor será que nos sentemos y tomemos una taza de té mientras nos cuentas de qué va todo esto.
Cuando los cazadores de pájaros se sentaron en torno al fuego, las llamas ya lamían los secos pedazos de turba. Astérix puso a hervir el agua. Algunos hombres se abrigaban con mantas echadas sobre los hombros. Otros se pusieron las gorras. Varios cigarrillos encendidos contribuían a espesar una atmósfera ya cargada. Permanecieron sentados en un silencio extraño y tenso, a la espera de que hirviera el agua y Astérix llenara las tazas. Fin halló cierta seguridad en aquella paciencia tranquila; intentó relajar un poco los músculos, agotados después de lo acontecido en la última hora. Apenas le parecía posible haber llegado hasta allí.
Astérix fue llenando las tazas; las latas de leche en polvo y azúcar fueron pasando de mano en mano. Fin endulzó mucho su té y dio generosos sorbos de ese líquido lechoso con sabor a jarabe. No se parecía mucho al té, pero resultaba reconfortante y notó que el azúcar le daba fuerzas. Levantó la vista y descubrió que todos lo miraban, lo que le provocó una rara sensación de déjà-vu. Obviamente, dieciocho años atrás había vivido muchas noches en torno al fuego en ese refugio de piedra, pero esto era distinto. Esto tenía el aire de un sueño. O cuando menos de algo sutilmente irreal. Ese oscuro espectro de aprensión empezó a nublarle las ideas: estaba seguro de haber pasado por eso antes, pero no lo recordaba del todo.
—A ver… —Gigs rompió el silencio—. ¿Por qué querría Artair matar a su hijo?
—Hace dos noches me dijo que Fionnlagh era hijo mío. —El viento parecía un grito lejano. En el interior el aire se mantuvo inmóvil, el humo flotaba en el casi como si fuera algo sólido—. Y por alguna razón que desconozco, siente hacia mí un odio irracional. —Fin meneó la cabeza y tomó aire antes de proseguir—. Fue Artair quien mató a Angel. Lo hizo imitando un asesinato de Edimburgo que yo había investigado para intentar atraerme a la isla. Estoy bastante seguro de que quería que supiera que Fionnlagh era en realidad mi hijo para hacerme sufrir con su muerte.
Una sensación de desasosiego se apoderó de los hombres. Fin vio que algunos se lanzaban miradas extrañas, cargadas de intención.
—¿Y no se te ocurre una sola razón que explique ese inmenso odio de Artair hacia ti?
—Solo se me ocurre que tal vez me echa la culpa de la muerte de su padre. —Fin tuvo la sensación de que esa opinión era compartida por otros de los allí presentes—. Pero no fue culpa mía, Gigs. Tú lo sabes. Fue un accidente.
Sin embargo, Gigs seguía observándolo atentamente, con una expresión de incomprensión en los ojos.
—De verdad no te acuerdas de nada, ¿no es así?
Fin fue consciente de que su respiración se aceleraba: el miedo empezaba a atraparlo con sus dedos largos y fríos.
—¿A qué te refieres?
—Nunca supe si había sido el golpe en la cabeza —dijo Gigs—. La conmoción y todo eso. O si era algo más profundo. Algo mental. Algo psicológico que te había borrado el recuerdo. —El pánico invadió todos los rincones del cerebro de Fin. Tenía la sensación de que una herida largo tiempo olvidada iba a ser abierta para extraer de ella un pedazo de metralla, y de que no podría soportarlo. Quería gritarle a Gigs que callara. Fuera lo que fuese, no quería saberlo. Gigs se rascó la barba que empezaba a poblarle la mandíbula—. Al principio, cuando fui a verte al hospital, pensé que fingías. Pero ahora estoy bastante seguro de que no era eso. De que no recuerdas nada. Quizá haya sido para bien, quizá no. Eso solo lo sabrás tú.
—Por el amor de Dios, Gigs, ¿de qué estás hablando? —La taza temblaba en las manos de Fin. Algo innombrable flotaba sobre ellos, suspendido en el humo.
—¿Te acuerdas de la noche en que te encontré borracho en el arcén de la carretera? ¿Balbuceando que no querías ir a la roca? —Fin asintió sin decir nada—. ¿No te acuerdas de por qué?
—Tenía miedo, nada más.
—Miedo, sí. Pero no de la roca. Cuando te llevé a la granja, me contaste algo que te había provocado un dolor que ni siquiera alcanzo a imaginar. Te sentaste en la silla, delante del fuego, y sollozaste como un bebé. Eran lágrimas que nunca he visto en los ojos de un hombre. Lágrimas de miedo y de humillación.
Fin se quedó boquiabierto. Gigs tenía que referirse a otra persona. No a él. Él había estado allí esa noche. No hubo lágrimas. Simplemente estaba borracho.
Gigs paseó la mirada por los semblantes del resto.
—Algunos de vosotros estuvisteis ese año en la roca, así que ya sabéis de qué hablo. Otros no. Y a estos últimos les diré ahora lo mismo que dije entonces. Lo que pasa en la roca, sea lo que sea, se queda aquí. En la isla. Estará en vuestras cabezas, pero nunca saldrá por vuestros labios. Y si alguien dice una sola palabra al respecto, tendrá que vérselas conmigo antes de enfrentarse con el Creador. —Y no hubo un solo hombre en esa casa que dudara de tal aseveración.
Mientras las llamas devoraban el carbón, las sombras de los allí reunidos danzaban en las paredes como testigos mudos de un juramento de silencio. La oscuridad que reinaba tras la lámpara parecía reducir el espacio, atraer las paredes hacia ellos. Los ojos se volvieron hacia Fin: vieron a un hombre tembloroso, cuyo rostro exangüe estaba blanco como el papel.
—Era el diablo en persona, ese individuo.
Fin frunció el ceño.
—¿Quién?
—Macinnes. El padre de Artair. Os hizo cosas inimaginables a los dos. En su despacho. Todos esos años de clases particulares a puerta cerrada. Primero a Artair, luego a ti. —Se paró para tomar aire, casi ahogado por el silencio—. Eso es lo que me contaste esa noche, Fin. Nunca habías hablado de ello con Artair. Nunca lo habíais admitido. Pero ambos sabíais lo que pasaba, lo que estaba sufriendo el otro. Establecisteis un pacto de silencio entre los dos. Y por eso estabas tan contento ese verano. Porque todo había terminado. Porque te ibas de la isla. Porque no tendrías que volver a ver a Macinnes. Era el final, de una vez por todas, de algo que nunca le habías confesado a nadie. ¿Cómo soportar la vergüenza de que alguien supiera lo que os hacía? La humillación… Pero ya estaba. Podías pasar página. Olvidarlo para siempre.
—Y entonces nos dijo que iríamos a la roca. —La voz de Fin no era más que un leve susurro.
Las sombras oscurecieron el semblante serio de Gigs.
—De repente, cuando ya creías haberlo dejado todo atrás, te veías obligado a dos semanas más con él en An Sgeir. Conviviendo día y noche con el hombre que te había destrozado la vida. Y Dios sabe que aquí estamos todos juntos. No hay forma de huir. Aunque no pudiera ponerte un dedo encima, tendrías que soportar su presencia durante casi veinticuatro horas al día. Para ti era algo impensable. No te culpé entonces, ni te culpo ahora, por cómo te sentías.
Aunque Fin tenía los ojos cerrados, los sentía abiertos por primera vez en dieciocho años. La sensación que le había embargado durante toda su vida adulta, de que había algo que se le escapaba, que no alcanzaba a ver, se había disipado para siempre. El impacto era físicamente doloroso. Estaba rígido, tenso. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Su conciencia estaba ahora plagada de recuerdos, como esa nítida visión de las escenas de una pesadilla que te asalta justo al despertar. Notó cómo ese vacío interior se llenaba de bilis mientras las imágenes se sucedían en su retina, como si en su cerebro se proyectara una de esas antiguas películas familiares, borrosa por los años. Percibía el olor del polvo que cubría los libros del estudio del señor Macinnes, y el hedor a tabaco y a alcohol en su aliento cuando se excitaba. Sintió el tacto de aquellas manos frías y secas, y se estremeció como si estuviera ocurriendo en ese momento. Y vio de nuevo la imagen de aquel tipo raro, de piernas larguísimas, que había invadido sus sueños desde la muerte de Robbie, como el heraldo de esos recuerdos. La figura que se mantenía callada en un rincón de su estudio, con la cabeza inclinada para no tocar el techo y los brazos colgando enfundados en las mangas del anorak. Entonces lo reconoció por primera vez. Era el señor Macinnes. Con los mechones de pelo largo y gris tapándole las orejas, y esos ojos muertos, malditos. ¿Cómo no lo había visto antes?
Abrió los ojos y descubrió que las lágrimas brotaban de ellos, quemándole las mejillas como si fueran ácido. Se puso de pie y, tambaleándose, fue hacia la puerta; apartó la lona y vació el contenido del estómago contra la tormenta. Se dejó caer de rodillas, víctima de unas arcadas que acabaron agarrotándole los músculos del abdomen hasta cortarle la respiración.
Unas manos lo incorporaron con cuidado y lo dirigieron de vuelta hacia el cálido interior. Alguien le echó una manta sobre los hombros. Lo sentaron de nuevo en su sitio, junto al fuego. Sollozaba, presa de un temblor incontrolable, como si tuviera fiebre. Una fina capa de sudor brillaba en su frente.
Oyó la voz de Gigs:
—No sé hasta dónde recuerdas ahora. Fin, pero esa noche, cuando me lo contaste, me enfurecí tanto que sentí deseos de matarlo. ¡Pensar que un hombre podía hacerles algo así a unos críos! ¡A su propio hijo! —Su respiración salía en forma de jadeos roncos—. Y luego quise acudir a la policía. Denunciarlo. Pero me suplicaste que no lo hiciera. No querías que se enterara nadie. Nunca. Comprendí que la única forma de lidiar con el tema era aquí, en la roca. Entre nosotros. Para que nunca se enterara de ello nadie más.
Fin asintió. Ya no le hacía falta oír el resto. Lo recordaba con tanta claridad como si hubiera sucedido el día anterior; las capas de olvido depositadas por los años se habían fundido sin remedio. Recordaba la primera noche, a los hombres reunidos en torno al fuego, y a Gigs cerrando la Biblia después de la lectura y sorprendiéndolos a todos con la denuncia, alta y clara, de los crímenes cometidos por el padre de Artair. El silencio forzado, la negación por parte del señor Macinnes. Y la insistencia de Gigs, sus amenazas, como si fuera el fiscal de un tribunal: amedrentándolo físicamente, sacando a colación la ira de Dios, proclamando en voz alta todo lo que le había contado Fin, hasta que Macinnes tuvo que ceder. Y vomitarlo todo como si de veneno se tratara, sumido en el pánico y la vergüenza: no podía explicar por qué lo había hecho, nunca había querido que pasara, lo sentía tanto, tanto… No volvería a suceder. Se lo compensaría a los chicos, a los dos.
Fin también recordó la mirada que le había dirigido Artair desde el otro lado del fuego, impregnada del dolor de sentirse traicionado. Fin había roto el pacto de silencio. Se había cargado lo único que permitía que la familia Macinnes siguiera funcionando como tal: la negación del hecho. Y en ese momento Fin cayó en la cuenta de que la madre de Artair tuvo que haber estado al tanto de todo… y que también ella había optado por negar la realidad.
Gigs dejó que su mirada recorriera las caras de los hombres. Las llamas alumbraban el horror que expresaban sus ojos.
—Esa noche fue juzgado. Por un jurado de sus iguales. Y lo declaramos culpable. Le prohibimos la entrada al refugio. Su castigo sería vivir por su cuenta, en la roca, durante las dos semanas que estaríamos aquí. Le dejaríamos comida en los túmulos y nos lo llevaríamos de regreso al final del viaje. Pero ya no volvería a la roca. Y nunca, nunca, volvería a ponerles la mano encima a los chicos.
Fin comprendió por qué el señor Macinnes no aparecía nunca en sus recuerdos de la roca. Pero en ese instante vio de nuevo la silueta fantasmal del padre de Artair escalando desde las cuevas para recoger la comida que le dejaban junto a los túmulos. Una figura vacilante, avergonzada. Aunque Gigs no había hecho el menor comentario al respecto, debió de notar la hostilidad de Artair hacia Fin después de su confesión y decidió mantenerlos en equipos distintos durante las dos semanas de estancia en la roca.
Fin clavó los ojos en las llamas que ardían en el centro y arrojaban su luz hacia la cara de Gigs.
—El día que sufrí el accidente. Después de que el señor Macinnes me atara a la cuerda. No se cayó, ¿verdad?
Gigs meneó la cabeza con aire triste.
—No lo sé, Fin. De veras que no. No teníamos ni idea de cómo bajar a buscarte. Entonces alguien lo vio subir desde abajo. Debió de oír el tumulto desde las cuevas. Supongo que intentaba redimirse de algún modo. Y en cierto sentido lo logró. Es probable que te salvara la vida. Pero si cayó o saltó al vacío… Bueno, eso no lo sabe nadie con certeza.
—¿No lo empujaron?
Gigs inclinó un poco la cabeza y miró a Fin.
—¿Quién iba a hacer eso?
—Yo. —Tenía que saberlo.
Afuera, la tormenta se agotaba ya. Pero el viento seguía silbando, chillando en cada grieta de las rocas, en los barrancos y las cuevas, entre todos los túmulos dejados por generaciones de cazadores de pájaros que habían pasado por allí.
—Te habíamos izado ya al menos quince metros cuando él cayó —dijo Gigs—. Si algo lo empujó, solo pudo ser la mano de Dios.