Capítulo 18

El accidente en la roca arruinó el resto del verano. No estoy seguro de que no arruinara también el resto de mi vida. Estuve ingresado durante casi una semana. Dijeron que sufría un traumatismo agudo, y los dolores de cabeza se prolongaron durante meses. Sospechaban que podía tener alguna fractura craneal, pero el escáner no mostró señal de ello. Tenía el brazo izquierdo roto por dos sitios y lo llevé enyesado durante más de un mes. Todo mi cuerpo estaba amoratado, y cuando recobré el conocimiento apenas podía moverlo.

Marsaili vino a verme todos los días, pero la verdad era que no me apetecía nada tenerla cerca. Sin saber por qué, su presencia me turbaba. Creo que se sintió dolida por mi frialdad, como si su afecto estuviera cayendo en saco roto. Mi tía acudió un par de veces al hospital, aunque no se mostró demasiado compasiva. En esos días ya debía de saber que su enfermedad era terminal. Yo había sufrido un encuentro de cerca con la muerte, pero los médicos afirmaban que me recuperaría completamente. ¿Por qué malgastar su compasión conmigo?

Gigs también se dejó caer por el hospital. Una sola vez. Le recuerdo vagamente, sentado al lado de mi cama, mirándome con esos profundos ojos azules llenos de consternación. Me preguntó por mis recuerdos de lo sucedido. Pero en mi cerebro se había formado una especie de niebla. Recordaba los hechos de forma fragmentada. Imágenes sueltas. El padre de Artair escalando hasta el repecho para ayudarme. Su miedo. Su cuerpo tendido en las rocas, al fondo del acantilado, los espumosos dedos del mar que lo arrastraban hacia las profundidades. Las dos semanas se habían convertido en algo difuso, como si las viera a través de una gasa. Dijeron que se debía a la conmoción. Que solo el tiempo haría que esa gasa desapareciera y las imágenes cobraran mayor nitidez.

Lo que más recuerdo de la estancia en el hospital fue que Artair no vino a verme ni una sola vez. No fui consciente de ello durante los primeros días, pero cuando empecé a recuperarme y a oír que tardarían poco en darme el alta, me percaté de que no había aparecido por allí. Se lo comenté a Marsaili y ella me dijo que la madre de Artair se había desmoronado por completo. Hubo un funeral. Sin cuerpo. El cortejo fúnebre llevó al cementerio de Crobost un ataúd vacío, que solo contenía un puñado de objetos queridos por el difunto. Dicen que resulta difícil aceptar la muerte de alguien sin la presencia del cadáver. Dado que estaba claro que el mar no iba a devolverlo, me dije que la aceptación por parte de sus familiares sería casi imposible y empecé a pensar que quizá Artair me culpaba de todo. Marsaili repuso que no creía que se tratara de buscar culpables. Solo del dolor inherente a la pérdida de un padre. Algo que precisamente yo tenía que entender. Y, por supuesto, lo entendí.

El periodo más duro fue el comprendido entre el alta del hospital y la partida hacia la universidad. Un tiempo muerto, lleno de días largos y vacíos. Ya estábamos en septiembre, del verano solo quedaba el recuerdo. Yo me sentía muy deprimido, por lo sucedido en la roca y por la muerte del padre de Artair. Mi entusiasmo por Glasgow se había mitigado, pero albergaba la esperanza de que todo cambiaría cuando estuviera allí, de que en cuanto lo dejara todo atrás sería capaz de empezar de cero.

Evitaba a Marsaili, lamentaba incluso que hubiéramos acordado compartir habitación en Glasgow. En cierto sentido ella formaba parte de ese todo que yo necesitaba dejar atrás. Y, por lo que se refiere a Artair, eludí el tema. Si no había tenido la decencia de pasar por el hospital a verme, desde luego no sería yo quien diera el primer paso.

Los días que no llovía daba largos paseos por los acantilados: iba hacia el sur por la costa este, más allá de las ruinas de la iglesia y el antiguo pueblo de Bilascleiter, hasta la playa larga y plateada de Tolastadh, donde pasaba horas sentado entre las dunas contemplando el mar. Las únicas almas que se veían por allí eran los turistas que venían del continente; la única compañía, las miles de aves marinas que sobrevolaban las rocas y se sumergían en las aguas en busca de los peces del Minch.

Fue al regreso de uno de esos paseos cuando mi tía me informó de que la madre de Artair había sufrido una embolia. Había oído que estaba grave. Comprendí que no podía retrasarlo más. Como aún llevaba el brazo enyesado y no podía coger la bici, fui a pie. Los viajes cuyo destino te perturba siempre se te hacen cortos. Apenas tardé en descender la colina hasta el chalet de Artair. Lo cual aumentaba la ridiculez de no haberlo hecho hasta entonces.

El coche de su padre se hallaba aparcado en el camino, donde lo había dejado antes de salir hacia An Sgeir. Un potente recordatorio de que su dueño no había vuelto. Llamé a la puerta de atrás y me quedé en el escalón, con el corazón en un puño. La puerta pareció tardar una eternidad en abrirse. Artair estaba tremendamente pálido, lucía unas oscuras ojeras y había perdido peso. Me miró sin dar muestras de la menor emoción.

—Me han dicho lo de tu madre.

—Será mejor que entres.

Aguantó la puerta y pasé a la cocina. El olor al tabaco de pipa de su padre aún flotaba en la casa. Otro recordatorio de su ausencia. También había un desagradable olor a comida rancia. La pila estaba llena de platos sucios.

—¿Cómo está?

—Pues quizá habría sido mejor para ella haber muerto. Tiene un lado paralizado. Ha perdido gran parte de sus funciones motrices. Le ha afectado al habla. Aunque los médicos opinan que mejorará. Si sobrevive. Me han dicho que cuando vuelva tendré que darle de comer como si fuera un bebé. Y es casi seguro que no volverá a caminar.

—Por Dios, Artair. No sabes cuánto lo siento.

—Dicen que ha sido por el trauma de la muerte de mi padre. —Lo que me hizo sentir aún peor, si es que era posible. Pero él se limitó a encogerse de hombros y a señalar mi brazo enyesado—. ¿Y tú cómo vas?

—Aún tengo dolores de cabeza. Me quitan el yeso la semana que viene.

—Justo a tiempo para ir a Glasgow. —Su voz tenía un deje amargo.

—No viniste al hospital a verme. —No lo formulé en tono de pregunta, pero ambos sabíamos que en el fondo pedía un porqué.

—He estado ocupado —repuso, quisquilloso—. Tuve que organizar el entierro. Hay un millón de detalles administrativos de que ocuparse. ¿Tienes idea de la cantidad de papeleo que conlleva la muerte? —Pero no esperaba respuesta—. No, claro que no. Tú no eras más que un crío cuando murieron tus padres. Hubo quien se encargó de toda esa mierda.

Su tono condescendiente me encendió.

—Me echas la culpa de la muerte de tu padre, ¿no? —le espeté a bocajarro.

Me lanzó una mirada tan extraña que me descolocó por completo.

—Gigs dice que no recuerdas gran cosa de lo que sucedió en la roca.

—¿Qué hay que recordar? —dije, aún desconcertado—. Me caí. Vale, no me acuerdo de cómo fue exactamente. Alguna estupidez, seguro. Y tu padre se subió a ese repecho y me salvó la vida. Si eso me hace responsable de su muerte, entonces mea culpa. Lo siento. No he lamentado tanto algo en toda mi vida. Tu padre estuvo genial. Lo recuerdo a mi lado, diciendo que todo saldría bien. Y así fue, aunque no para él. Siempre le estaré agradecido, Artair. Siempre. No solo por salvarme la vida. Sino por darme una oportunidad en la vida. Por todas esas horas que me dedicó para que aprobara los exámenes. Nunca podría haberlo logrado sin su ayuda. —De repente lo había sacado todo: tristeza, culpa…

Recuerdo que Artair seguía mirándome, con esa rara expresión en los ojos. Supongo que debía de estar valorando qué parte de la culpa merecía, porque pareció llegar a una decisión: de repente, la tensión y la ira se evaporaron, como el veneno que se desprende de una pócima al hervir. Meneó la cabeza.

—No te culpo, Fin. De verdad. Es solo que… —Se le enrojecieron los ojos—. Aceptar la muerte de un padre es duro. —Emitió un suspiro cargado de llanto—. Y ahora esto. —Levantó las manos, en gesto de desesperación, y luego volvió a dejarlas caer.

Lo sentí tanto por él que hice algo que nunca había hecho antes. Algo que los machotes de Lewis no hacen nunca. Le di un abrazo. Percibí su sorpresa inicial, un momento de desconcierto, antes de que me devolviera el abrazo, y entonces sentí en el cuello el roce de su cara sin afeitar y los sollozos que sacudían su cuerpo.

Marsaili y yo partimos por separado hacia Glasgow a finales de septiembre y nos encontramos en el bar The Curlers, en Byres Road. Habíamos ido ya por nuestra cuenta al piso de Highburgh Road a dejar las cosas, pero quedaban temas por resolver. Por mi parte, tenía que enfrentarme a mis sentimientos por Marsaili, o mejor dicho a la falta de ellos. No pude explicarlo entonces, ni puedo ahora. Había escapado vivo de An Sgeir. Pero una parte de mí había muerto en la roca. Y de algún modo Marsaili pertenecía a esa parte que se había quedado allí. Tenía que evolucionar, reconstruir mi vida, y no estaba seguro de cuál era el lugar de Marsaili en ese proceso, si es que lo había. Para ella el tema era más simple: ¿quería que estuviéramos juntos o no? Debo confesar mi cobardía. No se me da bien terminar relaciones. Cuando se me ofrece la oportunidad de cortar de manera clara y limpia tiendo a retrasarlo, por miedo a causar dolor. Al final todo acaba complicándose más aún y se causa más daño del necesario. De manera que, ya fuera por falta de ganas o de valor, no fui capaz de decirle que todo había terminado.

En su lugar tomamos unas copas y fuimos a cenar a un restaurante chino de Ashton Lane. Bebimos vino durante la cena y varios coñacs con el postre, y cuando llegamos al piso estábamos borrachos. Nuestra habitación era una estancia grande situada en la parte delantera del apartamento: creo que originalmente había sido el salón. Tenía techos altos de cornisas moldeadas y una estufa de gas en una chimenea de madera bellamente tallada. Unas espectaculares vidrieras de colores daban a la calle arbolada. Tras un corto tramo de escaleras había un cuarto de baño compartido, y en la parte de atrás del piso, una gran cocina común provista de una mesa enorme y un televisor situado junto a una ventana que daba al patio de luces. Al entrar oímos voces y música en la cocina, pero esa noche no nos sentíamos muy sociables. Fuimos directos a nuestro cuarto y cerramos la puerta con llave. La luz de las farolas del exterior se filtraba a través de las hojas de los árboles y proyectaba sombras en el suelo. Ni siquiera nos molestamos en correr las cortinas antes de montar la cama y despojarnos de la ropa. Supongo que si por casualidad alguien se asomó en los apartamentos de enfrente, pudo vernos con claridad Pero en ese momento no pensamos en ello. El alcohol y las hormonas se combinaron, dando lugar a un arrebato de sexo furioso, breve e intenso.

Parecía que había transcurrido un siglo desde la última vez que hicimos el amor en la playa de Port of Ness. Esa primera noche en Glasgow llenó una necesidad física, pero después me quedé tumbado boca arriba, mirando al techo, contemplando cómo el reflejo de la luz se movía debido a la brisa que agitaba las hojas. No había sido igual. Me sentí vacío, plenamente consciente de que todo había acabado entre nosotros y de que enfrentarse a ello era solo cuestión de tiempo.

A veces, cuando uno quiere eludir la responsabilidad de tomar una decisión desagradable, lo que hace es provocar situaciones en las que el destino, o incluso la otra parte, pueda cargar con la culpa de tomar dicha decisión. Eso pasó conmigo y con Marsaili durante ese primer trimestre en la Universidad de Glasgow. Visto en perspectiva, no acabo de entender quién se apoderó de mi cuerpo en esas semanas de otoño que desembocaron en el primer invierno en la ciudad. Pero sí estoy seguro de que ese alguien era un cabrón complicado, taciturno y difícil. Bebía demasiado. Fumaba demasiado hachís. Hacía el amor con Marsaili cuando se le antojaba. Y la trataba fatal el resto del tiempo.

Descubrí muchas cosas de mí mismo. Descubrí que no tenía demasiado interés en el arte, ni en estudiar una carrera. De hecho, no me interesaba estudiar, punto. ¡Cuando pienso en las horas que el pobre señor Macinnes había malgastado conmigo! En todo ese tiempo y esfuerzo desaprovechados. Descubrí que yo era lo que los de ciudad llaman un teuchter, un paleto montañés, identificado al instante por un feo acento del que intenté librarme con todas mis fuerzas. Al parecer, el gaélico sonaba absurdo a los que no lo conocían, de manera que dejé de hablarlo con Marsaili, incluso cuando estábamos a solas. Descubrí que tenía éxito con las chicas, y que parecía haber unas cuantas dispuestas a acostarse conmigo. Eran los días anteriores al primer gran impacto del sida y los encuentros sexuales eran bastante frecuentes. Iba a una fiesta acompañado de Marsaili y salía de allí con otra. Cuando volvía al piso, la encontraba acostada en la oscuridad. Nunca reconoció haber llorado por mí, pero las manchas de rímel en la almohada revelaban la verdad.

Todo se precipitó hacia el final del primer semestre. Dos chicas compartían el cuarto que había frente al nuestro, al otro lado del pasillo. Una de ellas se había encaprichado de mí. No se había molestado en disimularlo, ni siquiera cuando Marsaili estaba presente, lo que le había granjeado su más sincero odio. Se llamaba Anita. Era guapa, pero su predisposición era tan obvia que uno perdía el interés. Era demasiado insistente. Como Sine. Y yo siempre me he echado atrás en esos casos.

Un día volví temprano de la facultad. Me había saltado unas cuantas clases y me había ido al bar. Ya casi había gastado toda la beca de ese año, pero me daba igual. Hacía un frío de órdago y un cielo denso preñado de nieve flotaba sobre la ciudad. Las tiendas estaban llenas de motivos navideños. Mis padres habían muerto dos semanas antes de Navidad, y desde entonces esas fechas habían sido tristes y deprimentes. Agravadas por mi tía, que nunca se molestó en darles un toque especial, aunque fuera solo por mí. Mientras los demás críos esperaban la Navidad con ilusión, la perspectiva de las vacaciones navideñas me llenaba de desazón. Y toda esa algarabía comercial que invadía la gran ciudad —las luces, los árboles y los escaparates adornados. Junto con el incesante sonsonete de los villancicos en tiendas y bares— solo servía para acrecentar mi sensación de soledad.

Estaba bastante achispado y consumido por la autocompasión cuando entré en el piso. Anita estaba sola en la cocina. Se estaba liando un porro y levantó la vista, contenta de verme.

—Hola, Fin. He conseguido un hachís de primera. ¿Te apetece fumar?

—Claro. —Encendí la tele: echaban unos horribles dibujos animados doblados al gaélico que solían emitir en horario de tarde por la BBC2. Era extraño volver a oírlo. A pesar de que eran simples dibujos animados, no pude evitar una punzada de añoranza.

—Dios —dijo Anita—. No sé cómo os aclaráis. Suena como noruego acelerado.

—¿Por qué no te vas a tomar por el culo? —le dije en gaélico.

Sonrió.

—Eh, ¿qué has dicho?

—He dicho que me gustaría follarte.

Enarcó una ceja depilada.

—¿Qué diría Marsaili?

—Marsaili no está.

Encendió el porro y le dio una larga y lenta calada antes de pasármelo. Vi cómo el humo salía despacio de su boca mientras yo llenaba mis pulmones. Cuando por fin lo exhalé, dije:

—¿Alguien te ha hecho el amor alguna vez en gaélico?

Se rio.

—¿En gaélico? ¿A qué te refieres?

—Si te lo hubieran hecho, no te haría falta preguntarlo.

Se levantó y cogió el porro de mis manos: fumó y me lo puso en los labios, para que pudiéramos compartir el humo. Noté el roce de sus senos en el pecho; la mano que tenía libre bajó hasta mi entrepierna.

—¿Por qué no me lo enseñas?

Si nos hubiéramos ido a su cuarto en lugar de al mío, quizá las cosas hubieran terminado de otra forma. Pero entre la bebida, el hachís y la chica que me metía mano en el pantalón, yo no me encontraba en condiciones de pensar en nada. La cama estaba sin hacer. Encendí la estufa de gas, nos desnudamos y nos metimos entre las mismas sábanas que había compartido con Marsaili la noche anterior. Hacía frío y nos apretamos para entrar en calor. Yo le susurraba cosas en gaélico.

—Es como si me estuvieras lanzando un hechizo —dijo ella. Y en parte así era. Hacía magia con la lengua de mi padre. De mi abuelo. Seduciéndola, halagándola, prometiéndole cosas que nunca cumpliría. Entrando en ella para depositar mi semilla. Ella tomaba anticonceptivos, así que esa semilla caía en tierra yerma. Pero por un momento supuso una vía de escape. No para ella, sino para mí. Una oportunidad de liberarme y volver a conectar con el Fin Macleod que había sido. Era libre para ser el chico que hablaba gaélico. Libre para acercarme a mis antepasados y reunirme con ellos… Bueno, creo que el hachís también desempeñó su papel.

No estoy seguro de cuándo me percaté de que Marsaili estaba en el umbral. Pero en cuanto la vi, me incorporé enseguida. Su semblante estaba blanco como el papel.

—¿Qué pasa? —preguntó Anita, y entonces también la vio.

—¿Por qué no recoges tus cosas y te vas? —le dijo Marsaili en voz muy baja.

Anita me miró, y asentí. Y, dando muestras de un evidente fastidio, saltó de la cama, recogió sus cosas del suelo y salió del cuarto con la cabeza muy alta. Marsaili cerró la puerta. Sus ojos eran los de un perro apaleado por su amo. Mostraban traición, dolor, desconfianza. Supe que no podía decir nada en mi defensa.

—Hay algo que nunca te he dicho —empezó ella—. La única razón por la que solicité el ingreso en la universidad fue porque sabía que tú lo habías hecho.

Me di cuenta entonces de que eso tenía que haber sido antes de que nos encontráramos en la isla de Great Bernera. Y pensé en la nota en la que me imploraba no llevar a Irene Davis al baile del final de primaria. Firmada: «La chica de la granja». Y supe que nunca había dejado de amarme, en todos esos años. Tuve que desviar la mirada, incapaz de posarla en ella. Al final comprendía lo que había hecho: le había quitado la esperanza. La esperanza de que algún día me recuperaría. De reencontrar al viejo Fin. No es que yo supiera más que ella dónde estaba ese Fin, ni estoy seguro de que me quedara la menor esperanza de encontrarlo.

Quise decir que lo sentía. Abrazarla, decirle que todo saldría bien. Lo mismo que me había dicho el señor Macinnes en la roca.

Marsaili no dijo nada más. Bajó la maleta de encima del armario y empezó a meter sus cosas en ella.

—¿Adónde vas?

—A casa. Mañana cogeré el tren hacia Inverness, y luego el autobús a Ullapool.

—¿Dónde pasarás la noche?

—No lo sé. Pero en esta casa no, eso seguro.

—Marsaili…

—¡No, Fin! —Me interrumpió con brusquedad. Luego, en tono más suave, con la voz tomada, dijo—: Por favor, no.

Me senté al borde de la cama, aún desnudo y tiritando de frío, y contemplé cómo hacía la maleta. Cuando hubo terminado, se puso el abrigo y arrastró la maleta hasta el pasillo. Cerró la puerta sin decir palabra. Luego oí que la puerta principal se abría y se cerraba.

Fui hacia la ventana y la observé caminando, cargada con la maleta, en dirección a Byres Road. La niña que se sentó a mi lado en mi primer día de colegio y que se ofreció a ser mi traductora. La misma que me robó un beso entre las balas de heno en el establo de Mealanais Farm y que cargó con la culpa cuando se me cayeron los caramelos en la iglesia. Después de tantos años había conseguido herirla más allá de lo soportable y alejarla de mi vida. Unos grandes y gordos copos de nieve empezaron a caer. La perdí de vista antes de que llegara al semáforo.

Solo volví a la isla en una ocasión después de aquello, cuando mi tía murió de repente en el mes de abril del año siguiente. Digo de repente porque la noticia fue para mí absolutamente inesperada. Pero en realidad había sido un deterioro largo y lento que había durado meses. Yo no tenía ni idea de que estuviera enferma, aunque resultó que le habían diagnosticado un cáncer avanzado el verano anterior. Se había negado a someterse a quimioterapia: dijo a los médicos que había tenido una vida larga y feliz, había bebido los mejores vinos y fumado los mejores cigarrillos, se había acostado con los hombres más deseados (y con alguna que otra mujer) y había gastado el dinero a manos llenas. ¿Por qué estropear los seis últimos meses? Al final fueron casi nueve, de los cuales había pasado la mayor parte sola, machacada por el dolor, en el gélido frío de su último invierno.

Cogí el autobús hasta Ness y subí a pie por la colina de Crobost hasta llegar a la casa de mi tía. Era un ventoso día de primavera, pero había cierta suavidad en el viento que soplaba sobre la hierba muerta y un atisbo de calor en la luz del sol que atravesaba a ratos las furiosas hordas de nubes.

El interior aún conservaba el frío del invierno, el olor a humedad y a desinfectante. Todos los coloridos jarrones de flores secas, las paredes pintadas de púrpura, las telas de color rosa y naranja, herencia de los mejores días de mi tía, tenían en esos momentos un aire triste y hortera. Era ella quien les daba vida, y sin ella todo se veía barato y cutre. Siempre había sido una presencia poderosa en esa casa que ya se había quedado tremendamente vacía.

La chimenea en la que había encendido su último fuego aún conservaba las cenizas y las ascuas carbonizadas, grises y atrozmente frías. Me senté en su silla durante mucho rato, contemplando el hogar y pensando en todos los años que había vivido con ella. Era extraordinaria la escasez de recuerdos que me quedaban de esa época. Qué infancia tan fría, tan extraña…

En mi cuarto encontré todos mis juguetes viejos que ella había metido en cajas y apilado en el armario, un triste recordatorio del pasado que yo estaba demasiado ansioso por dejar atrás. Pensé en la carta de Pablo a los corintios: «Cuando era niño, hablé como un niño, comprendí como un niño y pensé como un niño: pero cuando me hice un hombre, aparté las cosas de mi infancia». Todas esas horas del sabbat pasadas en la Iglesia Libre de Crobost habían dejado su huella. Bajé las cajas de juguetes y las tiré al contenedor de basura.

No sabía qué hacer con las pertenencias de mi tía. Fui a su habitación y abrí el armario. Su ropa colgaba en hileras mudas, los colores apagados por la sombra de su muerte. Había conservado pantalones, faldas y blusas que ya no se ponía desde hacía años. Era como si hubiera guardado esas prendas con la esperanza de que algún día reencontraría a la persona que había sido en los sesenta: joven, delgada, atractiva, con toda una vida por delante.

No quería pasar ni una sola noche en la casa. Pero como tampoco tenía dónde alojarme, cuando oscureció encendí el fuego, me envolví con una manta y me acosté en la butaca, frente a la chimenea, entrando y saliendo de un extraño sueño en el que mi tía y el señor Macinnes bailaban juntos en una inmensa y desierta sala de baile.

Desperté al oír ruidos. Era de día. Al mirar el reloj, me percaté de que había dormido casi diez horas. Alguien llamaba a la puerta. Respondí, aún envuelto en la manta, con los ojos entrecerrados para acostumbrarlos a la luz del sol, y me encontré con una señora llamada Morag. Creo que era una prima segunda, pero mucho mayor que yo. No estoy seguro de que hubiera vuelto a verla desde el entierro de mis padres.

—Fin. Pensé que debías ser tú. Al oler el humo me dije que había alguien en casa. Tengo llave, pero no quería usarla si había alguien dentro. ¿Sabes que el entierro es hoy?

Asentí débilmente y recordé que mi tía nunca había tenido una palabra amable para Morag. Pero resultó que había sido Morag, en ausencia de nadie más, quien había organizado todo lo referente al funeral.

—Entra, por favor.

Y también fue Morag quien resolvió el problema de las cosas de mi tía. Dijo que su familia podía utilizar algunas, y que lo que no les sirviera lo llevaría a la parroquia de Stornoway.

—¡Alguien ha tirado tus viejos juguetes! —Estaba indignada—. Los he encontrado en la basura. Los he sacado para que no se estropeen.

Pensé que algún otro crío construiría a su alrededor nuevos recuerdos. Solo esperaba que fueran más felices que los míos.

No había mucha gente en la iglesia. Unos cuantos parientes lejanos, algunos acérrimos habitantes del pueblo que no se perdían un solo funeral y varios vecinos curiosos, seguramente movidos por las ganas de averiguar algo más de aquella excéntrica mujer ya mayor que había vivido en un espléndido aislamiento en la «casa blanca» del puerto. No fue hasta el final del oficio, con los himnos gaélicos aún resonando en los oídos, cuando me levanté y me encaminé hacia la puerta, y entonces vi a Artair y a Marsaili que salían de uno de los bancos posteriores. Debían de saber que yo estaba delante, y sin embargo se habían apresurado a salir subrepticiamente, casi como si intentaran esquivarme.

Pero un cuarto de hora después los vi a las puertas de casa, entre el grupo de gente que había acudido a despedir el féretro antes de que una docena de nosotros lleváramos los frágiles restos de mi tía a su morada eterna. Artair me saludó con un asentimiento de cabeza y un apretón de manos, y nos encontramos codo con codo cuando elevamos el ataúd de los respaldos de las sillas que habían sacado al asfalto. Estoy seguro de que el ataúd pesaba más que mi tía. Vi a Marsaili vestida de negro entre las mujeres que observaban con respeto el cortejo fúnebre de hombres que emprendía el largo camino al cementerio. Esta vez sí cruzamos las miradas, pero fue solo un momento. Ella bajó la vista enseguida, como si estuviera abrumada por el dolor. Había tratado poco a mi tía y nunca le había caído especialmente bien, así que el dolor no podía deberse a su muerte.

Artair no me dirigió la palabra hasta que el ataúd estuvo en la tumba y los enterradores empezaron su tarea. Unos cuantos nos quedamos rezagados en los pilares de la entrada del cementerio, soportando el fuerte viento que venía del Atlántico.

—¿Qué tal la universidad? —dijo él.

—Distinta de lo que imaginaba, Artair.

Asintió como si lo comprendiera.

—¿Te gusta Glasgow?

—No está mal. Mejor que esto.

Llegamos a la verja antes de poder decir nada más. Los demás se nos adelantaron y me quedé con él mientras la cerraba. Se volvió hacia mí y pareció pensárselo mucho antes de seguir hablando.

—Hay algo que deberías saber, Fin. —Tomó aire y oí el rumor sordo de sus vías respiratorias—. Marsaili y yo nos hemos casado.

No sé por qué… en realidad no me asistía ningún derecho, pero sentí una súbita oleada de furia y de celos.

—¿Ah, sí? Felicidades.

Por supuesto, él sabía que no lo decía de corazón. Pero ¿qué otra cosa puede decirse?

Asintió como si me creyera.

—Gracias.

Y ambos apresuramos el paso para alcanzar a los otros.