Nubes bajas acariciaban las cimas de las montañas, empujadas hacia la isla por un fuerte viento del oeste que mecía peligrosamente las cestas de flores de colores colgadas de la fachada de la comisaría de Stornoway. Los desechos arrojados al suelo se arremolinaban por la calle y los paseantes se dejaban empujar por la brisa, encogidos por un frío poco habitual en el mes de agosto.
Fin subió fatigado a Church Street desde el puerto, vestido con una parka y un jersey de lana en lugar de la camisa manchada de sangre que había dejado en remojo en el baño del hotel. Había dormitado durante la noche, pero no había conseguido dormirse. Dormirse de verdad. Ese sueño que supone un fundido en negro de ideas, sumergiéndolas con suavidad hacia el fondo de un profundo pozo oscuro. En varios momentos se planteó llamar a Mona. Pero ¿qué habría podido decirle? ¿Que ya no tenían que llorar la pérdida de Robbie? ¿Que había encontrado otro hijo cuya existencia desconocía?
Cruzó el aparcamiento y entró en la comisaría por la puerta de atrás. El sargento de guardia estaba en el mostrador, rellenando formularios. El penetrante olor a cuartos de baño y desinfectante propio de las celdas policiales de cualquier comisaría quedaba suavizado por el aroma a tostadas y café. Fin echó un vistazo a la cámara de seguridad que había sobre el mostrador y mostró la identificación al sargento.
—¿Sigue aquí el reverendo Murray?
El sargento asintió y señaló hacia el pasillo. La puerta que comunicaba con las celdas estaba abierta y la mayoría de las puertas, entornadas.
—La primera a la derecha. No está cerrada con llave. —Notó la sorpresa de Fin—. De momento solo nos ayuda en la investigación, señor. No ha sido detenido oficialmente. ¿Le apetece un café?
Fin negó con la cabeza y fue hacia el pasillo. Todo estaba limpio y recién pintado. Paredes de color crema, puertas de color beis. Empujó la de la primera celda a la derecha. Donald estaba sentado en un banco de madera bajo una pequeña ventana situada en lo alto de la pared. Estaba comiéndose una tostada y tenía una taza de café humeante a su lado, apoyada sobre el mismo banco. Aún llevaba el alzacuellos bajo una chaqueta que a esas horas se veía ya arrugada y desaliñada. Un poco como su cara. No había dormido mucho más que Fin. Se apreciaban unas sombras oscuras debajo de sus ojos, y el cabello, despeinado y alborotado, le caía sobre la frente. Echó un rápido vistazo a Fin sin dar muestras de reconocerlo.
—Mira eso. —Señaló con la cabeza uno de los rincones de la celda, a la izquierda de Fin. Pintadas en el suelo rojo oscuro había una flecha blanca y una E mayúscula—. Señala el este. Hacia La Meca. Para que los presos musulmanes sepan hacia dónde rezar. El sargento me ha dicho que no recuerda haber tenido encerrado a un solo musulmán. Pero así lo marca la ley. Le pedí si podía dejarme una Biblia para encontrar en ella algo de consuelo en medio de este infierno. Se disculpó. Alguien la había cambiado de sitio. Pero podía proporcionarme un ejemplar del Corán y una colchoneta, si me servían de algo. —Levantó la vista; su semblante expresaba un profundo disgusto—. Esta ha sido siempre una isla cristiana, Fin.
—Sí, llena de valores cristianos, como la verdad y la honestidad, Donald.
Donald lo miró directamente a los ojos.
—Yo no he matado a Angel Macritchie.
—Ya lo sé.
—En ese caso, ¿por qué estoy aquí?
—No te he traído yo.
—Dicen que estuve en Edimburgo cuando se cometió el otro asesinato. Pero eso puede aplicarse a un millón de personas más.
—¿Puedes dar cuenta de tus movimientos de esa noche?
—Varios de nosotros nos alojamos en el mismo hotel. Creo que cenamos juntos. Lo están confirmando con el resto. Claro que eso no da cuenta de mis movimientos después de que nos acostáramos… ya que dormí solo.
—Me alegro de oírlo. Tengo entendido que el número de prostitutas de Edimburgo aumenta cada vez que se celebra allí la asamblea general. —Donald le lanzó una mirada de desdén—. En fin, eso tampoco importa. Tu ADN te exonerará de haber matado a Macritchie cuando lleguen los resultados de las pruebas. El código de barras de Dios.
—¿Por qué estás tan seguro de que no fui yo?
—Llevo pensando en ello toda la noche.
—Vaya, me alegro de no haber sido el único que no ha pegado ojo. ¿Y a qué conclusión has llegado?
Fin se apoyó en el marco de la puerta. Se sentía débil y cansado.
—Siempre te había considerado un buen tipo, Donald. Capaz de pelear por lo que creías, sin ceder ni un ápice a los matones. Y nunca te he visto levantarle la mano a nadie. Tu poder era psicológico, no físico. Sabías cómo tratar con la gente difícil sin recurrir a la violencia. No te creo capaz de matar a nadie.
—Bien, gracias por el voto de confianza.
Fin hizo caso omiso de su tono.
—Pero sí eres capaz de tener un orgullo enorme, obstinado y egocéntrico.
—Sabía que había un pero.
—Enfrentarte a los matones, arriesgarte por los otros, desafiar a tu padre, jugar a ser el rebelde sin causa. Todo forma parte de la misma razón que culminó con tu reencuentro con Dios.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es esa razón?
—Un deseo abrumador de ser el centro de atención. Contigo siempre se ha tratado de imagen, ¿no es verdad, Donald? La imagen que tienes de ti mismo. La imagen que quieres proyectar. El descapotable rojo, la sucesión de chicas monas, las drogas, la vida loca. Y ahora la Iglesia. No se puede pedir más protagonismo. Al menos no en la isla de Lewis. Al final todo se resume a lo mismo. ¿Sabes a qué?
—¿Por qué no me lo dices tú, Fin? —A pesar del tono displicente, las palabras de Fin no caían en saco roto. Las mejillas de Donald se habían teñido de rojo.
—Orgullo. Eres un hombre orgulloso, Donald. Y antepones ese orgullo a todo lo demás. Lo cual tiene su gracia porque siempre había pensado que el orgullo es un pecado.
—No me des clases sobre la Biblia.
Pero Fin no estaba dispuesto a dejarlo ahí.
—Y, según dicen, es lo que precede a la caída. —Se apartó de la puerta y se metió las manos en los bolsillos mientras caminaba hacia el centro de la celda—. Sabes perfectamente que Macritchie no violó a Donna. Y también creo que sabes por qué ella mintió al respecto.
Por primera vez Donald desvió la mirada, posándola en el suelo, concentrándola en algo que solo veía él. Fin notó que los dedos se tensaban alrededor del asa de la taza.
—Sabes que está embarazada, ¿verdad? Pero prefieres no ver la verdad, dejar que el mundo crea que fue culpa de Macritchie. Porque, ¿cómo quedaría tu imagen si no? Tu precioso ego. A la hija del párroco le han hecho un bombo, no porque la hayan violado, no, sino porque mantuvo relaciones sexuales con su novio. Qué mancha en tu reputación. Qué golpe para tu orgullo.
Donald seguía con la vista fija en el suelo; los músculos de la mandíbula temblaban de ira silenciosa.
—Piensa en esto, Donald: tu mujer y tu hija te tienen miedo. ¡Miedo! Y te diré algo más. Angel Macritchie no merecía gran cosa. Pero no era un violador. Tal vez no tuviera muchos rasgos positivos, pero no merece una mancha como esa en su memoria.
Fin descendía deprisa la escalera de comisaría, inmerso en los mismos pensamientos que lo habían tenido en vela casi toda la noche. Ni uno solo de ellos incluía al inspector jefe Tom Smith, de manera que tardó un momento en procesar su voz.
—¡Macleod! —Una voz seca y con marcado acento de Glasgow. Como Fin no reaccionaba, volvió a llamarlo, más fuerte—. ¡Macleod! —Fin se giró y lo vio plantado en el umbral de la puerta de una de las salas de interrogatorio—. Entre.
La imagen suave y de uñas arregladas cultivada por el inspector jefe de Glasgow se había desvanecido por completo. Iba sin afeitar, con la camisa arrugada y arremangada hasta los codos. El cabello, engominado el día anterior, caía en forma de mechones apelmazados a ambos lados de su ancha frente y el aroma a Brut había quedado reemplazado por el del olor corporal, que en realidad era solo levemente peor. Estaba claro que también él había pasado la noche en vela.
El inspector jefe cerró la puerta de la sala y dijo a Fin que se sentara. La mesa estaba llena de papeles y el cenicero rebosaba. Pero él no se sentó.
—Ha estado hablando con Murray. —No era una pregunta.
—Se han equivocado de hombre.
—Estaba en Edimburgo la noche del asesinato en Leith Walk.
—Como todos los demás pastores de la Iglesia Libre de la isla.
—Pero ellos no tenían ningún motivo para matar a Macritchie.
—Ni Murray tampoco. Sabe que Macritchie no violó a su hija. Su novio la ha dejado embarazada, así que la chica se inventó el cuento.
Por una vez, y sin que sirviera de precedente, Smith se quedó sin palabras. Pero fue solo una reacción momentánea.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque conozco a esta gente, inspector jefe. Soy uno de ellos, como usted se complació en apuntar cuando me los describió como «poco sofisticados» el día de mi llegada.
Smith se encrespó.
—No le voy a aguantar ni una impertinencia, Macleod.
—¿Pero yo sí debería poner la otra mejilla cuando a usted le da por insultar? ¿Es así como funciona esto?
Smith se mordió la lengua.
—Ya que es tan condenadamente listo, Macleod, seguro que sabrá quién se cargó a Macritchie. —Hizo una pausa—. ¿Es así?
—No, señor. Pero creo que usted tenía razón desde el principio. No hay conexión con el caso de Edimburgo. Solo alguien que intenta llevarnos a un callejón sin salida.
—Me honra disfrutar de su aprobación, inspector. ¿Y cuándo llegó a esta conclusión exactamente?
—En la autopsia, señor.
—¿Por qué?
Fin meneó la cabeza.
—Había algo que no encajaba. Demasiados detalles que no se correspondían. Pequeñas cosas. Pero en conjunto lo suficiente como para hacerme pensar que lo más probable era que estuviéramos ante dos asesinos distintos.
Smith caminó hacia la ventana, con los cortos brazos cruzados sobre el pecho. Se volvió hacia Fin.
—¿Y cuándo pensaba compartir este dato conmigo, si puede saberse?
—No era un dato, señor. Solo un presentimiento. Pero si lo compartía con usted, me habría embarcado en el primer avión de regreso a Edimburgo. Y yo tenía la sensación de que mi conocimiento local me proporcionaba algo que ofrecer a la investigación.
—¿Y optó por decidirlo por su cuenta? —Smith meneó la cabeza con incredulidad. Se apoyó en la mesa, los nudillos apretados hasta volverse blancos, y olisqueó el aire—. No huelo a alcohol. ¿Se ha enjuagado la boca con elixir antes de venir esta mañana?
Fin frunció el ceño.
—No sé de qué me habla, señor.
—Hablo de un oficial que está bajo mis órdenes y que anoche se vio envuelto en una pelea de borrachos en el Callejón. Hablo de un agente que solo va a estar bajo mi mando el tiempo que tarde en embarcarlo en el primer avión que salga de aquí. Lo quiero fuera de la isla, Macleod. Si no consigue un billete de avión, váyase en ferry. —Se incorporó en toda su altura, que tampoco era mucha—. Ya he hablado con el jefe de su división en Edimburgo. Así que supongo que le espera un caluroso recibimiento cuando llegue a casa.
Aquel frustrado retorno a la isla había llegado a su fin. Todos los dolorosos encuentros con los fantasmas del pasado. Casi suponía un alivio. Y Fionnlagh tenía razón: no se había preocupado de ellos en dieciocho años, así que no le asistía el menor derecho a volver y meterse en sus vidas. Un hombre había sido asesinado y su asesino seguía libre. Pero eso ya no era responsabilidad suya. Se volvía a casa, si es que aún la tenía. Si es que Mona aún estaba allí. Podría limitarse a correr de nuevo la cortina y olvidar. Mirar hacia delante en lugar de hacia atrás. En ese caso, ¿por qué la perspectiva lo llenaba de angustia?
Fin pasó ante el mapa en relieve de Lewis y Harris que había colgado en el pasillo y empujó la puerta de emergencia que comunicaba con recepción. El agente de guardia, parapetado detrás del cristal, levantó la vista; frente a él una serie de monitores mostraban las imágenes que captaban las cámaras de seguridad. Dos figuras solitarias esperaban pacientemente en sillas de plástico apoyadas en la pared opuesta a la ventana, pero Fin no se percató de su presencia. Ya casi estaba en la puerta principal cuando una de ellas lo llamó al mismo tiempo que se ponía de pie.
Catriona Macfarlane, o Murray, como Fin supuso que debía de hacerse llamar ahora, estaba allí, retorciéndose las manos. Se la veía pálida y derrotada. Y, sentada en la fila vacía de asientos de atrás, como una muñeca de trapo, había una chica que no parecía tener más de doce años, con el cabello peinado hacia atrás y un semblante sin rastro de maquillaje. Con sorpresa, Fin cayó en la cuenta de que esa debía de ser Donna. Tenía un aspecto tan infantil… Resultaba difícil hacerse a la idea de que podía estar embarazada de tres meses. Tal vez maquillada se veía mayor. No puede decirse que fuera fea. Había heredado el aspecto de su padre: la misma delicada piel de marfil y el cabello rubio rojizo. Llevaba tejanos y una blusa rosa, debajo de un anorak acolchado que la ahogaba.
—¡Cabrón! —exclamó Catriona.
—No he tenido nada que ver con esto, Catriona.
—¿Cuándo le vais a dejar marchar?
—Por mí, puede irse cuando quiera. Me facturan de regreso a Edimburgo. Así que tus deseos se hacen realidad: no volveré a molestaros. —Esas vidas no eran ya asunto suyo.
Abrió la puerta y bajó corriendo la escalera, sacudido por el viento. Ya había cruzado Kenneth Street y pasaba ante el puesto de pescado con patatas, frente a Nazir's, cuando oyó pasos en la acera a su espalda. Volvió la mirada y se encontró con Donna, que avanzaba deprisa por Church Street en su busca. Su madre estaba en la escalera de la comisaría. Gritó el nombre de su hija, pero Donna no le hizo el menor caso. La chica llegó hasta Fin y dijo, casi sin aliento:
—Tengo que hablar con usted, señor Macleod.
Una camarera que masticaba chicle les llevó dos cafés a la mesa que habían elegido junto a la ventana. Un tráfico constante zumbaba por Cromwell Street, al otro lado del cristal. Seguía haciendo mal tiempo y un mar del color del peltre llegaba a puerto en forma de arcos de corona blanca.
La chica jugueteaba con la cucharilla.
—No sé por qué he pedido café. Ni siquiera me gusta.
—¿Quieres otra cosa? —Levantó la mano para llamar a la camarera.
—No, da igual. —Donna siguió jugando con la cucharilla y dándole vueltas a la taza sobre el café que había derramado en el plato. Fin puso azúcar al suyo y lo removió con paciencia. Si tenía algo que decirle, dejaría que lo hiciera a su ritmo. Bebió un sorbo. Apenas estaba tibio. Por último, ella se decidió a mirarlo—. Sé que mi madre le dijo la verdad sobre lo que pasó con el señor Macritchie. —Para ser una chica que había acusado falsamente a un hombre de violación, había un candor extraordinario en sus ojos—. Y estoy bastante segura de que mi padre también sabe que es mentira.
—Así es.
Acusó la sorpresa.
—Entonces tiene que saber que mi padre no lo mató.
—Nunca he pensado que tu padre pudiera matar a nadie, Donna.
—En ese caso, ¿por qué está retenido?
—No está retenido. Está colaborando con la investigación. Puro procedimiento.
—Nunca quise causar tantos problemas. —Se mordió el labio, y Fin notó que hacía esfuerzos por no romper a llorar.
—¿Qué le dijiste a Fionnlagh?
De repente las lágrimas se contuvieron. Lo miró, algo asustada.
—¿A qué se refiere?
—¿Sabe que estás embarazada?
Bajó la cabeza, moviéndola en sentido negativo, y volvió a jugar con la cucharilla.
—No… no me he atrevido a contárselo. Aún no.
—Así que no hay ninguna razón para que él no crea aún tu historia sobre Macritchie. A menos que le hayas dicho lo contrario. —No dijo nada—. ¿Lo has hecho? —Meneó la cabeza—. Entonces cree que Macritchie te violó.
Levantó la vista, con los ojos llenos de indignación.
—¡No puede creer que Fionnlagh lo matara! Es la persona más amable que he conocido en toda mi vida.
—Bueno, tienes que admitir que le proporcionaste un buen motivo. Y lleva en el cuerpo un montón de magulladuras que no se muestra muy dispuesto a explicar.
En ese momento ella adoptó una expresión que denotaba más perplejidad que indignación.
—¿Cómo puede usted pensar eso de su propio hijo?
Al instante todo el aplomo de Fin se vino abajo. Asimiló lo que ella acababa de decir, sin poder creerlo del todo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con la voz tomada.
Ella se dio cuenta de que le había dado la vuelta a la tortilla.
—Me lo contó Fionnlagh.
No era posible. Simplemente, no lo era.
—¿Fionnlagh lo sabe?
—Desde siempre. O al menos desde que tiene uso de razón. El señor Macinnes le dijo hace años que no era hijo suyo. Fionnlagh ni siquiera se acuerda de cuándo. Lo ha sabido siempre. —En sus ojos había esa misma mirada de antes—. Estaba llorando cuando me lo contó. Y eso me hizo sentir que yo era muy especial para él. Porque no se lo ha dicho a nadie más. A nadie. Y yo pensé… vaya… soy la única que comparte su secreto. —El brillo de su rostro al recordar el momento se disipó—. Los dos estamos bastante convencidos de que por eso su padre le ha estado pegando durante todos estos años.
Fin estaba atónito. Tenía la boca seca. Se sentía mareado.
—¿A qué te refieres?
—Es un tipo corpulento, su padre. Y Fionnlagh… bueno, no es que sea Míster Universo, ¿no cree? Así que eso aún dura.
—No lo comprendo. —Tenía que haberla entendido mal.
—¿Qué es lo que no entiende, señor Macleod? El padre de Fionnlagh lo maltrata. Lleva años haciéndolo. Nunca en un lugar donde pueda verse. Pero el pobre Fionnlagh ha tenido costillas fracturadas, un brazo roto… moretones en el pecho, en la espalda y en las piernas. Como si su padre quisiera castigar al hijo por los pecados del padre.
Fin cerró los ojos y deseó despertar de la pesadilla. Pero esta aún no había terminado.
—Fionnlagh siempre lo ha ocultado. No se lo ha dicho a nadie. Hasta la noche que él y yo… Ya sabe, lo hicimos. Y lo vi con mis propios ojos. Entonces me lo contó. Su padre… bueno, en realidad no es su padre, ¿verdad? Es un monstruo, señor Macleod. Un absoluto monstruo.