Capítulo 16

El coche retumbó sobre la parrilla para el ganado y entró en el aparcamiento. Fin lo estacionó a los pies de la escalera que daba a la casa parroquial. La luz vespertina había quedado amortiguada por unas densas nubes que se habían ido acumulando sobre el océano. En ese momento avanzaban desde el noroeste, magulladas y amenazadoras, proyectando una enorme sombra sobre el extremo septentrional de la isla. Había luz en el salón delantero de la casa del párroco, y cuando subía los escalones, Fin notó las primeras gotas de lluvia.

Llamó al timbre y esperó mientras el viento tiraba de su chaqueta y sus pantalones. Abrió la puerta una mujer joven, de treinta y tantos años. Era una cabeza más baja que Fin y tenía el cabello oscuro, muy corto por los lados, pero abundante en la corona; llevaba una camiseta blanca descuidadamente metida en unos pantalones tipo cargo de color caqui y zapatillas blancas. No respondía a la imagen que se había formado de la esposa de Donald Murray. Y le resultaba vagamente familiar. La miró sin reconocerla y ella inclinó un poco la cabeza.

—No me recuerdas, ¿verdad? —No había el menor asomo de afecto en la pregunta.

—¿Debería?

—Fuimos juntos a secundaria. Pero yo iba un par de años por detrás de ti, con lo que supongo que nunca te fijaste en mí. Nosotras estábamos todas locas por ti, claro.

Fin se percató de que se sonrojaba. Así que tenía treinta y tres o treinta y cuatro años, lo que significaba que había tenido a Donna con solo diecisiete.

—Casi oigo el engranaje del tiempo girando hacia atrás. —Había un deje de sarcasmo en su voz—. ¿No te acuerdas? Donald y yo salimos juntos durante un tiempo en la Nicholson. Luego nos reencontramos en Glasgow, cuando terminé el colegio. Fui a Londres con él. En esos días él aún no había encontrado a Dios, así que el matrimonio fue más bien una idea a posteriori. A posteriori de mi embarazo, quiero decir.

—Catriona —dijo Fin de repente.

Ella enarcó las cejas, en un gesto de fingida sorpresa.

—Punto para ti.

—Macfarlane.

—Tienes buena memoria. ¿Vienes a ver a Donald?

—En realidad, no. A Donna.

Una persiana invisible bajó entre ambos.

—No. A Donald. —Lo dijo con énfasis—. Voy a buscarlo.

Mientras esperaba empezó a llover de verdad, y para cuando Donald llegó a la puerta, Fin estaba calado hasta los huesos. El pastor lo observó con rostro impasible.

—No sabía que nos había quedado algo en el tintero, Fin.

—A ti y a mí, no. Con quien quiero hablar es con tu hija.

—Ella no quiere hablar contigo.

Fin levantó la vista al cielo, haciendo una mueca ante la lluvia.

—Mira, ¿te importa que entre? Me estoy mojando.

—No. Fin, si quieres hablar con Donna, tendrás que venir con una orden judicial. Detenla, o haz lo que haga tu gente cuando quieren interrogar a alguien. En otro caso, te pediría que nos dejaras en paz. Por favor. —Y cerró la puerta.

Fin permaneció unos minutos en la escalera, tragándose la ira, antes de subirse el cuello de la chaqueta y emprender la carrera hacia el coche. Puso en marcha el motor y conectó la calefacción antes de desprenderse de la chaqueta mojada y arrojarla al asiento de atrás. Puso primera y ya levantaba el pie del embrague cuando se abrió la portezuela del acompañante. Por ella entró Catriona Macfarlane, y la cerró de un portazo. El cabello se le había mojado y se le había pegado al cogote. La camiseta era casi transparente, y a través de ella se veía claramente un sujetador de encaje negro. Fin no pudo evitar fijarse, ni pensar en lo poco que Dios parecía haber alterado los gustos de Donald a lo largo de los años.

Ella se sentó sin decir nada, con las manos cruzadas sobre el regazo y los dedos entrelazados. Siguió en silencio.

—¿Y tú, también lo has encontrado? —dijo Fin, rompiendo el hielo.

Ella se volvió hacia él con el ceño fruncido.

—¿Encontrado? ¿A quién?

—A Dios. ¿O eso fue solo idea de Donald?

—Tú nunca lo has visto como nosotras. Cuando se enfada. Con Dios de su lado. Lleno de furia, ruido y legítima indignación.

—¿Te da miedo?

—Me da miedo lo que pueda hacer cuando descubra la verdad.

—¿Y cuál es la verdad?

Su vacilación fue momentánea. Pasó la mano por el vidrio de la ventanilla, despejando la visión de la casa parroquial.

—Donna mintió acerca de la violación de Macritchie.

—Eso ya lo suponía —masculló Fin—. Y no me sorprendería que Donald también.

—Tal vez sí. —Lanzó otra mirada hacia la casa—. Pero ignora el porqué.

Fin aguardó, pero Catriona no decía nada.

—Bueno, ¿vas a contármelo o no?

Ella se retorcía las manos.

—Yo tampoco lo habría averiguado si no hubiera encontrado aquel envase abierto en su cuarto. —Lo miró de reojo, con timidez—. Un test de embarazo.

—¿De cuánto estaba?

—Entonces apenas de unas cuantas semanas. Pero ahora ya está de tres meses y se le empieza a notar. Estaba aterrada de lo que haría Donald si lo descubría.

—¿Y por eso se inventó la historia de Macritchie? —Fin no podía creerlo. Catriona asintió—. Por Dios. ¿Acaso ignora que la paternidad puede establecerse con una simple prueba de ADN?

—Ya lo sé, ya lo sé. Fue una estupidez. Estaba histérica. Y aquella noche había bebido demasiado. Fue una pésima idea.

—En eso tienes razón. —Fin la escrutó con la mirada durante unos segundos—. ¿Por qué me cuentas esto, Catriona?

—Para que nos dejes en paz. La acusación de violación ya no importa. Ese pobre hombre está muerto. Quiero que dejes de molestarnos para que podamos resolver esto solos. —Clavó sus ojos en él—. Déjanos tranquilos, Fin.

—No puedo prometer nada.

Ella le lanzó una mirada cargada de odio y de temor, y luego abrió la puerta del coche. Cuando ya había salido bajo la lluvia, Fin preguntó:

—¿Y quién es el padre?

Ella se agachó para responderle con la cara mojada por la lluvia, gotas de agua que resbalaban por su nariz y su barbilla.

—El hijo de tu amigo. —Prácticamente lo escupió—. Fionnlagh Macinnes.

Recordaba poco del trayecto de regreso a la ciudad. Su humor oscilaba entre la perplejidad y la incertidumbre, agravadas por un opresivo cielo tormentoso que reducía las montañas de Harris a un manchurrón gris y lejano, apenas visible por la lluvia que empañaba el parabrisas. Soplaban ráfagas de viento lateral desde el páramo de Barvas, y tuvo que poner toda su atención en la carretera hasta llegar a la cima, justo al otro lado del diminuto Loch Dubh, desde donde vio las luces de Stornoway extendiéndose a sus pies bajo aquel anochecer encapotado: una ciudad que buscaba refugio al abrigo de las montañas.

Pasada la hora punta, Bayhead estaba casi desierto debido a la lluvia, pero cuando entró en el aparcamiento del muelle vio con sorpresa a una gran multitud, teñida en tecnicolor por los focos que había traído consigo el equipo de reporteros de la televisión. En su mayor parte se trataba de curiosos que soportaban la lluvia con la esperanza de salir por la tele. En el centro había una docena o más de manifestantes con pancartas, vestidos con chubasqueros rojos y amarillos. Pancartas escritas a mano con lemas como: «Salvemos a la guga», «Asesinos», «Estranguladas y decapitadas», «Asesinos de pájaros». La lluvia desteñía la tinta. A Fin le pareció un poco barato, cutre y nada original. Se preguntó de dónde sacaba los fondos esa gente.

Cuando se apeó del coche, los oyó gritar: «Asesiii-nos, asesiii-nos». Distinguió un par de rostros familiares algo apartados de la multitud, reporteros a los que Fin reconoció de los periódicos nacionales. A prudente distancia, un par de agentes uniformados observaban la escena con caras largas, mientras la lluvia caía a chorros desde los extremos de sus gorras de cuadros.

En el muelle estaba el camión que habían cargado esa misma mañana en Port of Ness. Ahora vacío, aparcado entre las cestas y las redes de pesca. Un grupo de hombres con chubasqueros y gorros de hule contemplaban el amarre del Purple Isle, la misma barca que había llevado a Fin hasta An Sgeir años atrás. Densas capas de pintura habían sido aplicadas recientemente a las oxidadas barandas y tablas de madera. La cubierta era azul y la cabina del timón había sido lacada en caoba. Parecía una puta vieja que se esforzaba por disimular su edad.

Fin bajó la cabeza y se abrió paso entre la multitud hacia el muelle. De reojo vio a Chris Adams liderando los gritos de los manifestantes, pero en aquel momento no tenía tiempo para él. Distinguió a Fionnlagh bajo uno de los gorros y lo cogió del brazo. El chico se volvió hacia él.

—Tengo que hablar contigo, Fionnlagh.

—¡Eh, colega! —Era la voz de Artair, rebosante de compañerismo afable. Dio a Fin una palmada en la espalda—. Llegas justo a tiempo para tomarte una caña con nosotros antes de que partamos. ¿Te apetece? —Fin dio media vuelta y se encontró con la sonriente cara de Artair, que lo miraba desde debajo de otra goteante capucha—. ¡Joder, tío! ¿No tienes ni un abrigo? Estás calado hasta los huesos. Toma… —Subió de un salto a la cabina del camión, cogió un chubasquero amarillo y se lo lanzó a Fin—. Vamos, nos emborracharemos juntos. Dios sabe que necesito un trago antes de salir. Nos espera un duro camino.

McNeil's estaba hasta los topes, el ambiente lleno de vapor, humo y ruido de voces animadas por el alcohol. Todas las mesas estaban ocupadas y en la barra había tres hileras de clientes. Todas las ventanas estaban empañadas, igual de turbias que las mentes de la mayoría de los individuos que llevaban ya un par de horas allí. Los doce cazadores de pájaros y Fin consiguieron abrirse paso hasta la barra, y los parroquianos que los reconocieron entonaron potentes brindis en su honor. La tripulación del Purple Isle se había quedado a bordo para preparar la salida, y para mantenerse sobrios en lo que tenía visos de ser una travesía tormentosa.

Fin se encontró con una caña de cerveza en una mano y un chupito de whisky en la otra. Artair sonreía como un maníaco.

—Mitad y mitad. Lo que hace falta para aguantar de pie.

Era la forma más rápida de emborracharse. Artair se volvió de nuevo hacia la barra. Fin cerró los ojos y se tomó el chupito de un trago; luego suavizó el ardor con un largo sorbo de cerveza. Pensó que, por una vez, emborracharse no era mala idea. Pero por el rabillo del ojo vio a Fionnlagh que se dirigía al lavabo, así que dejó ambos vasos sobre la barra y fue tras él.

Para cuando consiguió llegar, Fionnlagh se estaba lavando las manos y dos tipos se subían las cremalleras en los urinarios. Fin esperó a que se marcharan. El joven lo miraba con temor a través del espejo. En sus ojos se adivinaba que sabía que algo iba mal. Cuando se cerró la puerta, Fin le espetó:

—¿Vas a contarme la verdad de esos moretones? —Vio que el color desaparecía del semblante del chico.

—Ya te lo he contado esta tarde.

—¿Por qué mentirme sobre algo así? —Y el eco de sus propias palabras hizo que Fionnlagh se decidiera a enfrentarse con su acusador.

—¡Porque no es asunto tuyo! ¿Te enteras? —Intentó salir. Pero Fin lo agarró y lo echó hacia atrás. De un tirón le levantó el chubasquero y el suéter, dejando a la luz un pecho cubierto de magulladuras amarillentas y moradas.

—¡Por Dios! —Empujó al joven de cara contra la pared y le levantó el suéter para verle la espalda. Unos feos golpes marcaban aquella pálida piel de marfil—. Te has metido en una buena pelea, chico.

Con esfuerzo y resolución, Fionnlagh se zafó de su agarre y se dio la vuelta.

—¡Ya te he dicho que no es asunto tuyo!

Fin respiraba con dificultad, luchando por controlar unas emociones que amenazaban con ahogarlo.

—Eso lo decidiré yo.

—No. No hemos sido asunto tuyo durante dieciocho años. Y ahora te plantas aquí y lo único que haces es agobiar a mi madre. Y a mi padre. Y a mí. ¿Por qué no te largas por donde has venido y nos dejas en paz de una puta vez?

La puerta se abrió a su espalda y los ojos de Fionnlagh atisbaron por encima de Fin para ver de quién se trataba. Se sonrojó un poco, empujó a Fin y salió del lavabo. Este se volvió y se encontró con Artair, que lucía una sonrisa de sorpresa en la cara.

—¿Qué está pasando aquí?

Fin suspiró y meneó la cabeza.

—Nada.

Hizo ademán de ir detrás de Fionnlagh, pero Artair apoyó una gran mano en su pecho para frenarlo.

—¿Qué has estado diciéndole al chico? —En su voz vibraba una amenaza real y sus ojos ya no denotaban afecto alguno.

A Fin le costó recordar que ese era el mismo chico que le había dado la mano, muchos años atrás, durante el entierro de sus padres. Sostuvo con firmeza la mirada de su viejo amigo.

—No te preocupes, Artair: tu secreto está a salvo conmigo. —Bajó la mirada hacia la mano que seguía presionándole el pecho. Artair la apartó despacio, y la sonrisa reapareció en sus ojos. Pero era una sonrisa carente de humor.

—Vale, no pasa nada. Detestaría que tu chico se interpusiera entre nosotros.

Fin lo dejó allí y entró de nuevo en el bar. Buscó a Fionnlagh entre la clientela. Los cazadores de pájaros seguían en la barra, y vio que Gigs lo observaba con ojos sombríos y pensativos. Pero no encontró a Fionnlagh. Un golpe en la espalda estuvo a punto de dejarlo sin respiración.

—Vaya, si es el puto huerfanito.

Fin giró en redondo. Por un instante extraño y surrealista, casi esperó toparse con Angel Macritchie. O con su fantasma. En su lugar se encontró ante la maliciosa cara enrojecida de su hermano. A ojos de Fin, Murdo Ruadh era tan inmenso como lo había sido en su primer día de colegio. Solo que había ganado mucho peso, al igual que su hermano mayor, y su cabello pelirrojo se había oscurecido: lo llevaba engominado, peinado hacia atrás sobre su cabeza enorme y plana. Vestía una chaqueta de lanilla sobre una camiseta blanca y mugrienta, y unos tejanos anchos y caídos cuya bragueta le llegaba hasta medio muslo. Aquellas manazas callosas tenían aspecto de poder aplastar una pelota de críquet.

—¿Qué coño haces aquí, contaminando el lugar?

—Intento atrapar al asesino de tu hermano.

—Ya, como si te importara una mierda.

Fin notó que perdía los estribos.

—¿Sabes una cosa, Murdo? Quizá me importa una mierda. Pero mi trabajo consiste en meter a los asesinos entre rejas. Aunque se hayan cargado a una basura como tu hermano. ¿Lo entiendes?

—¡No entiendo una puta mierda! —Murdo temblaba de ira, su mandíbula temblaba—. ¡Cabronazo lameculos!

Se lanzó sobre Fin, que se apartó con rapidez y vio cómo el impulso de Murdo lo llevaba a chocar contra una mesa llena de vasos que cayeron al suelo con estrépito. Los clientes de la mesa, enojados y sobresaltados, se levantaron con las braguetas y las perneras de los pantalones manchadas de alcohol, entre gritos de protesta. Murdo se quedó de rodillas, como si rezara, con las manos y la cara bautizadas en cerveza. Gruñó como un oso furibundo y consiguió incorporarse. Se dio la vuelta con paso vacilante, buscando a Fin.

Fin permaneció en su sitio, levemente sin aliento, rodeado por un círculo de hombres que jaleaban la pelea pidiendo sangre. Notó una mano de hierro en el brazo y al volverse descubrió a Gigs, con el rostro serio y preocupado.

—Vamos, Fin, marchémonos de aquí.

Pero Murdo ya lo embestía: su puño, grande como un jamón de Belfast, se acercaba por el aire. Gigs tiró de Fin, y el puño se estampó contra un tipo grande y calvo con bigote de morsa. Su nariz pareció abrirse como una fruta madura. Se le doblaron las rodillas y se desplomó contra el suelo como un saco de carbón.

Un rugido recorrió el bar, pero una voz aguda se impuso a las otras, fría e imperativa. Una voz de mujer.

—¡Fuera! ¡Largo! Todos, antes de que llame a la policía.

—Ya está aquí —repuso un gracioso, y los que conocían a Fin soltaron una carcajada.

La patrona era una mujer de mediana edad, aún atractiva, de rizos rubios y rasgos delicados. Pero llevaba años en el negocio y sabía manejar a unos tipos con unas cuantas copas de más. Golpeó la barra con un sólido palo de madera.

—¡Fuera! ¡Ya! —Y nadie se mostró dispuesto a discutir con ella.

Varias docenas de hombres salieron al Callejón. La calle aparecía desierta, encharcada por la lluvia, iluminada por unas farolas que apenas podían atravesar la oscuridad del crepúsculo. Gigs aún tenía a Fin cogido del brazo, y los cazadores de pájaros se unieron a ellos para escoltarlo hasta el muelle. La voz de Murdo se impuso al zumbido del viento.

—¡Eh, cabroncete cobarde! Huyendo detrás de los colegas… ¡Como siempre!

Fin se paró en seco y se soltó de Gigs.

—Déjalo —advirtió Gigs.

Pero Fin se volvió para enfrentarse a la furia del hermano del muerto, mientras un gran grupo de hombres permanecía a su espalda contemplando la escena en un silencio tenso.

—Vamos, mierdecilla. ¿A qué esperas?

Fin sintió treinta años de odio ardiendo en su interior y supo que iba a meter la pata. Suspiró y liberó toda la tensión acumulada en su interior.

—¿Por qué no lo dejamos aquí, Murdo? Pelear no va a resolver nada. Nunca ha servido ni servirá de nada.

Se encaminó con paso vacilante hacia el otro, con la mano tendida, y Murdo lo miró con la incredulidad dibujada en la cara.

—¿No hablarás en serio?

—No —dijo Fin—. Solo quería acercarme lo bastante para asegurarme de no fallar.

Y casi antes de terminar la frase lanzó la bota con todas sus fuerzas hacia la entrepierna de Murdo, pillándolo completamente desprevenido. La mirada de puro asombro quedó reemplazada al instante por otra de dolor insoportable. Cuando se dobló, Fin le propinó un rodillazo en plena cara y vio cómo nariz y boca se llenaban de sangre. Murdo empezó a recular de espaldas hacia una multitud que se abría a su paso como si fueran las aguas del Mar Rojo. Fin fue tras él y empezó a propinarle fuertes puñetazos en el abdomen, sin detenerse, sacando gemidos de esos labios ensangrentados. Cada golpe era una venganza. Por el primer día de colegio, en el patio, cuando lo estamparon contra la pared y se salvó solo por la intervención de Donald Murray. Por la noche que robaron la rueda del tractor. Por el pobre Calum, condenado de por vida a una silla de ruedas. Por toda la brutalidad ejercida por aquel matón sin entrañas durante años. Fin perdió la cuenta de los golpes. También había perdido la razón, devorado por una furia frenética. Siguió pegándole y pegándole. Murdo estaba de rodillas, con los ojos en blanco, sangrando profusamente por la nariz y la boca. El estruendo de voces era ensordecedor.

De repente Fin notó que unas manos fuertes le cogían los brazos y se los retenían a los lados, antes de tirar de ellos y apartarlo de su víctima.

—¡Por el amor de Dios, jefe! ¡Va a matarlo! —Al volverse, descubrió la mirada perpleja de George Gunn—. Voy a sacarlo de aquí antes de que llegue la poli.

—Tú eres la poli.

—Los de uniforme —dijo Gunn entre dientes—. Si lo encuentran aquí cuando lleguen, su carrera tiene los días contados.

Rendido, Fin dejó que Gunn se lo llevara entre los abucheos de la gente. De entre todas las caras vislumbró por un instante la de Fionnlagh. El chico parecía sorprendido. Y vio que Artair se reía, encantado de ver a Murdo Ruadh recibiendo su merecido de una vez por todas.

Mientras se alejaban del Callejón hacia el pub The Crown, oyeron la sirena de un coche de policía: la señal para que el grupo entero se dispersara. Dos amigos suyos habían levantado a Murdo del suelo y se lo llevaban a rastras. Allí no había pasado nada.

Fin aún temblaba cuando se sentaron en la barra. Apoyó las manos en ella para contener el temblor. Estaban bastante indemnes. Sabía cómo protegerlas: no golpear sobre hueso, que podía dañarlas fácilmente. Había concentrado los golpes en la zona blanda y acolchada del tronco, estómago y costillas, magullando al contrincante, acabando con sus fuerzas, hiriéndolo sin herirse a sí mismo. El daño de verdad se había administrado con la bota y la rodilla al inicio del ataque. Treinta años de ira y humillación acumulados detrás de cada golpe. Se preguntó por qué no se sentía mejor, por qué seguía mareado, deprimido. Vencido.

El Crown estaba casi vacío, a excepción de una pareja joven que parecía enfrascada en una conversación íntima en una de las mesas del rincón. Gunn ocupó un taburete contiguo al de Fin y dejó un billete de cinco sobre la barra para pagar las bebidas.

—¿Qué diablos pretendía, señor Macleod? —dijo en voz baja y controlada.

—No lo sé, George. Quedar como un capullo, supongo. —Se miró y vio restos de sangre de Murdo Ruadh en la chaqueta y los pantalones—. Como un sucio capullo.

—Tiene al jefe mosqueado porque no pasó a darle el parte después de Uig. Podría meterse en un buen lío, señor. Un lío de los gordos.

Fin asintió.

—Lo sé. —Dio un largo sorbo de cerveza hasta que notó su espumoso sabor amargo. Cerró los ojos—. Creo que sé quién mató a Macritchie.

Gunn permaneció unos instantes en silencio.

—¿Quién fue?

—No digo que lo haya hecho. Solo que tiene un motivo de primer orden. Y un buen montón de cardenales que parecen confirmarlo. —Gunn aguardó a que prosiguiera. Fin bebió otro trago—. Donna Murray se inventó la historia de la violación de Macritchie.

—Creo que eso ya lo sabíamos, ¿no?

—Pero no sabíamos que estaba embarazada. Por eso lo hizo, George. Para tener a alguien a quien echarle la culpa. Para no verse obligada a enfrentarse a su padre con la verdad.

—Pero si su padre creía que la habían violado, el motivo sigue siendo válido.

—No hablo de su padre. Sino de su novio. El que la ha dejado preñada. Si creyó que la habían violado de verdad, habría tenido un motivo igual de bueno.

—¿Y quién es el novio?

Fin vaciló. En cuanto lo dijera, ya habría salido a la luz. Y no habría forma de volver a meter al genio en la lámpara.

—Fionnlagh Macinnes. El hijo de mi amigo Artair. —Se volvió hacia Gunn—. Está cubierto de morados, George. Como si se hubiera metido en una pelea de campeonato.

Gunn no dijo nada más durante unos largos minutos.

—¿Qué me está ocultando, señor Macleod?

—¿A qué viene esa pregunta, George?

—A que le ha costado mucho contarme eso, señor. Y eso significa que hay algo personal. Y si hay algo personal, está claro que no me lo ha contado todo.

Fin esbozó una sonrisa triste.

—Serías un buen poli, ¿lo sabes? ¿Has pensado alguna vez en dedicarte a esto?

—No, me han dicho que los horarios son horribles. Mi mujer no lo aguantaría.

La sonrisa de Fin se desvaneció.

—Es hijo mío, George. —Gunn frunció el ceño—. Fionnlagh. Me enteré anoche. —Apoyó la cabeza sobre las manos—. Lo que hace que el niño que Donna Murray lleva en el vientre sea mi nieto. —Soltó un prolongado silbido—. ¡Manda cojones!

Gunn dio un pequeño sorbo a la cerveza.

—Bueno, no puedo ayudarle en su vida personal, señor Macleod, pero quizá pueda tranquilizarlo un poco por lo que se refiere al chico.

Fin se volvió hacia él rápidamente.

—¿A qué te refieres?

—Ese pastor nunca me ha dado buena espina. Ya sé que su mujer dijo que estuvo en casa con ella el sábado por la noche, pero no sería la primera esposa que miente por su marido.

Fin meneó la cabeza.

—No ha sido Donald.

—Escúcheme, señor. —Gunn respiró hondo—. Hoy he estado investigando un poco. Como bien sabe, en la isla hay varias congregaciones diferentes. Donald Murray pertenece a la Iglesia Libre de Escocia. Celebran una asamblea general todos los años en la Iglesia Libre de Saint Columba, en Edimburgo. Y resulta que este año la reunión fue en mayo, la misma semana que se cometió el crimen de Leith Walk. Lo que sitúa a Donald Murray en el escenario de ambos asesinatos. Y, como cualquier otro poli que se precie, ni usted ni yo creemos en las coincidencias, ¿no es verdad, señor Macleod?

—Dios. —Fin no se esperaba aquello.

—Hace una hora el jefe ha enviado a un par de agentes a Ness para que lo acompañen a comisaría. Deben de estar interrogándolo ahora mismo.

Fin bajó del taburete.

—Voy a hablar con él.

Gunn lo cogió del brazo.

—Con el debido respeto, señor, ha estado bebiendo. Si el inspector jefe Smith huele a alcohol en su aliento, estará metido en un lío aún más gordo.

Del muelle llegaban los lejanos gritos de los manifestantes: «Asesiii-nos, asesiii-nos, asesiii-nos».

—El Purple Isle debe de estar zarpando —dijo Fin.

Fue hacia la ventana. Pero desde allí no se veía el muelle de Cromwell Street.

—¿Se van a An Sgeir esta misma noche?

Fin asintió.

—Y Fionnlagh va con ellos.

—Bueno, entonces lo tenemos controlado durante al menos dos semanas, ¿no? Y puede dejar la conversación con Donald Murray para mañana. Creo que tampoco se irá muy lejos.

—Gracias, George. Te debo una —dijo Fin, cuando salieron al Callejón.

Gunn se encogió de hombros.

—Esta noche fui a buscarlo para confirmarle que mi mujer había conseguido hacerse con un poco de salmón fresco. Suficiente para los tres. Me dijo que nos lo haría a la plancha si nos apetecía.

Pero Fin estaba distraído.

—Otra noche será, George. Dale las gracias de todos modos.

Gunn miró el reloj.

—Eh, sí, se ha hecho un poco tarde. Y si le digo la verdad, señor, el salmón lo prefiero al horno.

Fin captó el guiño.

—Yo también. —Le devolvió las llaves del coche—. Está en el aparcamiento de Cromwell Street.

Caminaron juntos hasta North Beach, donde se despidieron con un apretón de manos. Fin lo vio dirigirse hacia el aparcamiento. El Purple Isle había virado en dirección sur al extremo del muelle de North Beach y ya no se veía: debía de encontrarse entre el Esplanade y Cuddy Point. Fin desanduvo sus pasos por Castle Street, cruzó el Callejón y bajó hasta South Beach. Bajo la lluvia, las farolas mortecinas alumbraban el camino hasta la desierta estación de autobuses y hasta las luces de la nueva terminal del ferry. El viejo embarcadero quedaba sumido en la oscuridad.

Fin se metió las manos en los bolsillos, se encogió un poco por la humedad y el frío, y se encaminó hacia el muelle desierto. Aparte de un buque cisterna que había amarrado en el lado este, no se veía ni un alma. Distinguió las luces del Purple Isle cuando el barco entró en su campo visual, avanzando por ese mar agitado en dirección a la bahía de Goat Island. Veía siluetas que se movían en cubierta, pero era imposible saber de quién se trataba: solo eran manchas de color amarillo y naranja.

Ya no sabía qué sentir. Ni qué creer. Ni qué pensar. Pero sabía que ese chico que era su hijo llevaba consigo un secreto a bordo de ese barco que en esos momentos surcaba procelosos mares hacia una roca inhóspita del Atlántico Norte, donde Fin había estado a punto de morir dieciocho años atrás.

Y le turbaba pensar en el chico en la roca, entre esa matanza, los ángeles vengadores y las poleas cargadas de carne muerta.