Normalmente dormía como un tronco. Pero aquella noche no había forma de conciliar el sueño. No es que pretenda sugerir que tuve alguna premonición de lo que se avecinaba, ni mucho menos. Lo más probable es que el insomnio se debiera a la cama. Era mi vieja cama, la misma en la que había dormido durante los primeros tres años de mi vida antes de que mi padre montara las habitaciones del desván. Estaba pegada a un hueco de la pared de la cocina, el espacio de la casa donde pasábamos la mayor parte del tiempo. Era una especie de cajón de madera con un espacio debajo para guardar sábanas. Una cortina la separaba del resto de la estancia.
Siempre me había sentido abrigado y seguro en ella, ya que me dormía arrullado por el murmullo de voces de mis padres y despertaba acompañado del olor a turba y a tostadas, y del chisporroteo de las gachas en el fuego. Me había costado mucho adaptarme al frío aislamiento del nuevo cuarto del desván, pero desde que lo había logrado no conseguía dormir en mi antigua cama. Pero esa noche me había tocado acostarme abajo: mi tía se había quedado de canguro y no quería pasarse la noche subiendo y bajando escaleras.
Debía de estar medio adormilado, porque lo primero que recuerdo fue el sonido de voces en la entrada y un aire frío que penetraba por la casa hasta mi lecho a través de alguna puerta abierta. Bajé descalzo de la cama, en pijama. La sala estaba iluminada por las ascuas de la chimenea y por una extraña luz azul que se proyectaba en las paredes. Tardé un momento en darme cuenta de que procedía del exterior. Las cortinas no estaban corridas, así que me acerqué a atisbar desde la ventana: había un coche de policía en la carretera, empañado por la lluvia que descendía sobre el cristal. La luz azul del techo del coche era casi hipnótica. Vi siluetas en el camino y luego oí la voz de una mujer, que gemía como si estuviera enferma.
No tenía ni idea de qué sucedía, aún estaba medio dormido y desorientado cuando se abrió la puerta. Se encendieron las luces de la habitación y casi me cegaron. Mi tía estaba allí, pálida como un fantasma, y un aire gélido entró tras ella y me envolvió como si fuera una gran manta fría. Vi a un agente de policía y a una mujer de uniforme, detrás de mi tía. Pero son solo fragmentos sueltos. No puedo dar fe de lo que pasaba de verdad. Solo recuerdo el súbito y suave calor de los pechos de mi tía cuando se arrodilló para abrazarme, y sus sollozos entrecortados mientras repetía una y otra vez: «Pobrecito. Mi pobre pequeño».
Hasta el día siguiente no comprendí del todo que mis padres habían muerto. Si es que un chaval de ocho años llega a comprender de verdad qué es la muerte. Sabía que habían ido a un baile en Stornoway la noche anterior, y supe también que no iban a volver. A esa edad, es un concepto difícil de manejar. Recuerdo que me sentí enojado con ellos. ¿Por qué no regresaban? ¿Acaso no sabían que los echaría de menos? ¿No les importaba? Pero al mismo tiempo yo había pasado suficiente tiempo en la iglesia como para tener una idea clara del paraíso y el infierno. Eran lugares a los que iba uno al morir. A uno o a otro. Por tanto, cuando mi tía me dijo que mis padres habían ido al paraíso, imaginé vagamente que se trataba de un lugar situado más allá del cielo, del que ya no se podía volver. Lo único que no conseguía entender era por qué.
Al echar la vista atrás, me sorprende que mi tía me dijera tal cosa, dadas sus opiniones sobre Dios y la religión. Supongo que creyó que era la manera más suave de darme la noticia. Aunque, la verdad, la noticia de la muerte de unos padres nunca puede ser suave.
Yo estaba en estado de shock. La casa se llenó de gente durante todo el día. Mi tía, unos primos lejanos, vecinos, amigos de mis padres. Una sucesión de caras consternadas y preocupadas por mí. Es la única vez que oí una explicación de lo sucedido. Mi tía no volvió a hablar de ello conmigo durante todos los años que viví con ella. Alguien dijo, aunque no sé quién, era solo una voz en aquella sala abarrotada, que una oveja había saltado de la cuneta y que mi padre había dado un volantazo para esquivarla. «A la altura del cobertizo del páramo de Barvas, ya sabes, ese con el tejado verde». Las voces bajaron de tono, y entre el cúmulo de susurros que yo apenas podía descifrar, oí que otra persona decía: «Según parece, el coche dio al menos seis vueltas de campana antes de estallar». Hubo otro suspiro, y una voz exclamó: «¡Dios mío! ¡Qué muerte tan horrible!».
Pasé mucho tiempo a solas en mi cuarto, apenas consciente del trasiego de personas de abajo, de los coches que se acercaban a la casa y se marchaban un rato después. Había oído varias veces comentar a la gente lo valiente que yo era, y que mi tía les decía que no había vertido ni una sola lágrima. Pero ahora sé que las lágrimas suponen una especie de aceptación. Y yo aún no estaba listo para eso.
Me senté al borde de la cama, tan entumecido que ya no notaba ni el frío, y paseé la mirada por la habitación, deteniéndome en todos los objetos familiares que la llenaban. El oso panda con quien compartía la cama, una bola de cristal de esas que sueltan nieve y en cuyo interior están Santa Claus y un reno que me habían regalado las navidades pasadas. Una gran caja de juguetes viejos, de los que usaba cuando apenas podía gatear: objetos grandes de plástico de variados colores y piezas sueltas de Lego. Mi camiseta del equipo de fútbol que llevaba en la espalda el nombre de Kenny Dalglish y el número siete. El balón que me había comprado mi padre en la tienda de deportes de Stornoway un sábado por la tarde. Un estante lleno de juegos de mesa. Dos más, atestados de cuentos infantiles. Tal vez mis padres no tuvieran mucho dinero, pero se habían asegurado de que no me faltara de nada. Hasta entonces. Ya no podían darme lo que más quería.
Esa tarde, allí sentado, se me ocurrió que también yo moriría algún día. Era un pensamiento nuevo para mí, y entablé una intensa lucha con la pena para hacerse un hueco en mi pequeña taquilla de horrores. Pero enseguida lo deseché: decidí que, dado que solo tenía ocho años, eso quedaba muy lejos, y que ya me ocuparía de ello cuando llegara el momento.
Seguí sin derramar ni una sola lágrima.
El día del entierro, el viento era como un reflejo de la ira y la desesperación que yo aún no había logrado manejar. Llovía, a un paso del aguanieve. Las galernas de diciembre soplaban desde el mar, sacudían los paraguas y nos abofeteaban. Duras y frías.
En mis recuerdos todo es negro y gris. Se celebró un largo y solemne servicio religioso en la iglesia, y aún me emociona el sonido de los salmos gaélicos: esas voces simples sin acompañamiento suponen una potente evocación del dolor. Después, más de cien personas se congregaron bajo la lluvia a las puertas de casa, en torno a los ataúdes, colocados uno al lado del otro y apoyados en los respaldos de sendas sillas en mitad de la carretera. Corbatas, sombreros y abrigos negros. Paraguas negros luchando contra el viento. Semblantes tristes, pálidos.
Yo era demasiado pequeño para ayudar a llevar un ataúd, de manera que ocupé mi lugar al principio del cortejo fúnebre, justo detrás de ellos, con Artair a mi lado. Oía su desazón en el susurro ronco que salía de sus pulmones. Y me conmovió más de lo que puedo explicar el hecho de que en un momento dado me cogiera la mano con la suya, pequeña y fría, y me la apretara en una expresión silenciosa de amistad y compasión. Me aferré a ella durante todo el camino hasta el cementerio.
En la isla de Lewis solo los hombres pueden acompañar a los muertos hasta sus tumbas, de manera que las mujeres se alinearon en la carretera para vernos marchar. Vi a la madre de Marsaili: su rostro era la viva imagen de la pena, y recordé que olía a rosas aquel primer día que fui a la granja. Marsaili estaba a su lado, agarrada a su abrigo, con lazos negros en las trenzas. Advertí que ese día no se había puesto las gafas. Se me acercó a pesar de la lluvia, con sus amables ojos azules, y aprecié en ellos tanto dolor que tuve que desviar la mirada.
Entonces asomaron las lágrimas, disimuladas por la lluvia. Fue la primera vez que lloré por mis padres. Y supongo que fue entonces cuando acepté que se habían ido para siempre.
No me había planteado qué iba a ser de mí después del entierro. Aunque, de haberlo hecho, dudo que nunca habría imaginado el cambio tan brutal que me esperaba.
En cuanto la última persona se hubo marchado de casa, mi tía me hizo subir a mi cuarto a hacer la maleta. Toda mi ropa se metió en ella sin el menor cuidado. Se me permitió coger una bolsa pequeña y hacer una selección de juguetes y cuentos. Dijo que volveríamos otro día a buscar lo que quedaba. Yo no terminaba de entender que esa ya no iba a ser mi casa, y en realidad nunca volvimos a por el resto. No tengo ni idea de dónde fue a parar.
Me llevó rápidamente hasta su coche, que estaba en la carretera con el motor en marcha y los limpiaparabrisas en funcionamiento para despejar los cristales de lluvia. En el interior no hacía frío, pero olía a humedad y las ventanillas estaban todas sucias. Ni siquiera se me ocurrió mirar atrás mientras nos alejábamos colina abajo.
Yo había estado antes en casa de mi tía y siempre me había parecido un lugar frío e inhóspito, a pesar de todos los jarrones de colores con flores de plástico y las telas que tenía por todas partes. Esa casa poseía una humedad fría que en un rato se te metía hasta los huesos. Aquel día no había ningún fuego encendido, así que todavía tenía un aspecto más terrible de lo habitual cuando ella abrió la puerta y ambos entramos. La bombilla desnuda del recibidor proyectaba una luz dura y brillante mientras subíamos la escalera, cargados con la maleta y la bolsa.
—Ya hemos llegado —dijo ella, y abrió la puerta de una de las habitaciones de la buhardilla, al final del pasillo, de techos inclinados, empapelada y con manchas de humedad, y con las ventanas oxidadas y empañadas por la fría lluvia—. Este es tu cuarto.
Había una cama individual contra una pared, adornada con un edredón de hilo de color rosa. Un armario de antes de la guerra, con las puertas abiertas, mostraba sus perchas y estantes vacíos que esperaban mis enseres. Ella dejó la maleta sobre la cama y la abrió.
—Mete tus cosas en el armario en el orden que quieras. Me temo que hoy solo hay arenques para merendar.
Ya casi estaba en la puerta cuando dije:
—¿Cuándo volveré a casa?
Se paró y me miró. Y aunque sus ojos rezumaban compasión, estoy seguro de que en ellos también había una nota de impaciencia.
—Esta es tu casa ahora, Fin. Te llamaré cuando el té esté listo.
Cerró la puerta al salir, dejándome en esa fría y triste habitación que ya era la mía. Mi desolación era abrumadora. Encontré el oso panda en la bolsa de los juguetes y me senté al borde de la cama, abrazado a él, mientras notaba que la humedad del colchón se me filtraba a los pantalones. Ese día, por vez primera, fui consciente de que mi vida había sufrido un cambio inexorable.