Capítulo 14

Llamó a la puerta, pero el rítmico topeteo del telar prosiguió sin interrumpirse. Fin tomó aire y esperó a que se produjera una pausa para cambiar de lanzadera. Entonces aprovechó para volver a llamar. Hubo un momento de silencio y una voz lo invitó a entrar.

El cobertizo era un trastero donde se habían ido dejando todo tipo de cosas. Una bicicleta vieja, un cortacésped y una desbrozadora, herramientas de jardinero, redes de pesca y cables eléctricos. El telar había sido colocado en un rincón, frente a unas paredes atestadas de herramientas y montones de lanas de distintos colores, todos al alcance del tejedor. Habían despejado un pasillo para que pasara la silla de ruedas; Calum estaba sentado detrás del telar y tenía las manos ocupadas con dos grandes tiradores metálicos que salían del mecanismo.

Fin se quedó sin palabras. Calum había ganado mucho peso. Su cuerpo, antaño delicado, se veía ahora redondeado en los hombros y grueso. Bajo la barbilla sobresalía una buena papada y el cabello pelirrojo brillaba por su ausencia. Lo poco que quedaba de él había sido afeitado aunque conservaba el color. Una piel pálida que no parecía ver nunca el sol, blanquecina, casi azulada. Incluso aquellas vistosas pecas parecían haberse desteñido. Calum miró de reojo a Fin, que seguía justo al otro lado del umbral: sus ojos verdes denotaban cautela y suspicacia.

—¿Quién es?

Fin se alejó de la puerta para no tapar la luz.

—Hola, Calum.

Tuvieron que pasar un par de segundos antes de que Fin percibiera reconocimiento en los ojos de Calum. También vio en ellos cierta sorpresa, que sustituyó a la expresión que mostraban unos segundos antes: vacía, como si tuvieran cataratas.

—Hola, Fin. Llevo veinte años esperándote. Te has tomado tu tiempo.

Fin sabía que no había excusa.

—Lo siento.

—¿Por qué? No fue culpa tuya. Fue mi estúpida idea. Ya ves: al final no tenía alas.

Fin asintió.

—¿Cómo te ha ido? —Incluso mientras lo decía, supo que era una pregunta idiota. Solo la hizo porque no se le ocurría otra cosa mejor que decir.

—¿A ti qué te parece?

—No puedo imaginarlo.

—Apuesto a que no. A menos que se haya pasado por ello, no creo que nadie pueda imaginar lo que supone no ejercer el menor control sobre la vejiga o los esfínteres. Que tengan que cambiarte como si fueras un bebé cuando te ensucias. No te creerías las llagas que se te forman en el culo cuando tienes que estar todo el día sentado. ¿Y en cuanto al sexo? —Una risita amarga se abrió paso entre sus labios—. Bueno, como supondrás sigo siendo virgen. Ni siquiera puedo hacerme una paja. No me la encontraría ni aunque me entraran ganas. Y lo irónico es que todo se trataba de esto, al fin y al cabo. Del sexo. —Hizo una pausa, perdido en algún recuerdo lejano—. Murió, ¿lo sabías?

—¿Quién? —preguntó Fin, frunciendo el ceño.

—Anna la doncella. Se mató en un accidente de moto ya hace varios años. Y sin embargo yo sigo aquí: un informe pedazo de grasa atado a una silla de ruedas, pero fuerte como un roble. No parece justo, ¿no crees? —Apartó los ojos de Fin y terminó de enhebrar la lanzadera antes de devolverla a la ranura correspondiente del tambor—. ¿Qué te trae por aquí, Fin?

—Ahora soy poli, Calum.

—Eso había oído.

—Estoy investigando la muerte de Angel Macritchie.

—Ah, así que no has venido solo por el placer de mi compañía.

—Estoy en la isla por el asesinato. Estoy aquí porque debería haber venido hace mucho tiempo.

—Quieres enterrar a los fantasmas, ¿eh? Echar un poco de bálsamo sobre tu conciencia.

—Tal vez.

Calum apoyó la espalda en la silla y miró a Fin directamente a los ojos.

—Lo más irónico de todo es que el único amigo que he tenido durante todos estos años ha sido Angel Macritchie. No me digas que no es para partirse de risa.

—Tu madre me ha contado que fue él quien construyó el cobertizo para el telar.

—Oh, y no solo eso. Reparó la casa entera, colocó rampas para que pudiera acceder a todas las habitaciones. Hizo ese jardín de ahí fuera y trazó el sendero para que pudiera sentarme al sol si me apetecía. —Se encogió de hombros—. Aunque no me ha apetecido nunca. —Agarró los tiradores que tenía a ambos lados—. Adaptó el telar para que pudiera trabajar con él solo con las manos, añadiéndole una extensión muy útil a los pedales. —Empezó a activar las manivelas hacia delante y hacia atrás, y las lanzaderas volaron por la tela, ruedas y engranajes entrelazándose para dar lugar al complejo proceso—. Un tío listo. —Elevó su voz por encima del traqueteo de la máquina—. Mucho más listo de lo que nos parecía. —Soltó las manivelas y el telar se detuvo—. No es que gane mucho con esto. Está la pensión de mi madre, claro, y el poco dinero que nos queda de la indemnización. Pero no es fácil llegar a fin de mes, Fin. Angel se aseguraba de que no nos faltara de nada. Nunca venía con las manos vacías. Salmón, conejo, ciervo. Y, por supuesto, todos los años nos traía media docena de gugas. Las cocinaba él mismo. —Calum sacó otra lanzadera de un cubo de madera que colgaba del brazo de la silla y jugueteó con él casi sin darse cuenta—. Al principio, en sus primeras visitas, supongo que venía porque se sentía culpable. Y creo que esperaba que yo le echara la culpa.

—¿No lo hiciste?

Calum meneó la cabeza.

—¿Y con qué derecho? Él no me obligó a subir al tejado. Intentó tomarme el pelo, eso sí, pero fui yo solo el que hice el ridículo. Y tal vez quitó la escalera, pero no me empujó. Sucumbí al pánico. Fui un idiota. Solo yo tengo la culpa. —Fin vio cómo los nudillos se ponían blancos al apretar con fuerza la lanzadera antes de volver a colocarla en la caja—. Luego, cuando se convenció de que yo no le guardaba ningún rencor, supuse que no vendría más. Ya tenía la conciencia tranquila. Pero no fue así. Si hace años me hubieras dicho que acabaría siendo amigo de Angel Macritchie te habría tomado por loco. —Meneó la cabeza, como si aún le costara creerlo—. Y sin embargo, así fueron las cosas. Venía cada semana a ocuparse del jardín y se pasaba horas ahí sentado, de cháchara. Hablando de todo y de nada. —Le falló la voz, y se sumergió en un silencio que Fin no se atrevió a romper. De repente, y para sorpresa de Fin, aquellos ojos verdes se inundaron de lágrimas. Calum dirigió una mirada a su antiguo compañero de colegio—. No era un mal tipo, Fin. De verdad. —Intentó secarse las lágrimas—. Le gustaba hacer creer a la gente que era un tío duro, pero lo único que hacía era tratar al mundo como este lo había tratado a él. Como quien proyecta el sufrimiento. Yo vi otro lado de él, un lado que no creo que viera nadie más, ni siquiera su hermano. Un lado que no habría querido que nadie viera. Un lado que mostraba cómo podría haber sido en otras circunstancias, en otra vida. —Más lágrimas asomaron a sus ojos antes de caer rodando por sus mejillas. Lágrimas grandes, silenciosas, lentas—. No sé qué voy a hacer sin él. —Hizo un decidido esfuerzo por contenerlas y cogió un pañuelo para secarse la cara. Intentó sonreír, pero lo que esbozó se parecía más a una mueca—. En fin… —Un deje amargo se apoderó de nuevo de su voz—. Ha sido un detalle que vinieras. Si pasas por aquí otra vez, llama.

—Calum…

—Vete, Fin. Vete. Por favor.

A regañadientes, Fin se volvió hacia la puerta y salió por ella, cerrándola sin hacer ruido. Oyó el ruido del telar: clac-clac, clac-clac. El sol brillaba sobre el páramo, más allá de la montaña de turba, un sol burlón que solo servía para acrecentar la depresión de Fin. Le costaba imaginar de qué habrían hablado Angel y Calum durante todos esos años. Pero una cosa estaba clara. Calum no había matado a Angel Macritchie. Ese pobre tejedor inválido era probablemente la única persona en el mundo que había derramado una sola lágrima por el fallecimiento de Angel.

Mientras descendía por la carretera de la montaña, el cielo iba volviéndose más y más azul, rasgado por tiras de nubes que llegaban empujadas desde el Atlántico. Ante él se extendía un paisaje que recordaba a un edredón confeccionado a base de luz y de sombras, retazos que se perseguían en un machar salpicado de granjas y casitas, vallas y ovejas. A su derecha, el océano constituía un reflejo acerado, duro y brillante, del azul del cielo.

Pasó ante la granja de sus padres y lo invadió una angustiosa tristeza al ver el techo derrumbado. Solo unas cuantas tejas cubiertas de moho permanecían en su sitio. Las paredes que una vez habían sido blancas se veían en esos momentos manchadas de moho y algas. Las ventanas habían desaparecido. La puerta principal estaba abierta, dando paso al esqueleto oscuro de lo que antaño había sido una casa. Incluso el suelo había sido arrancado. Solo quedaba un fragmento de pintura púrpura que se negaba a desprenderse de la desvencijada puerta.

Apartó los ojos del lugar y volvió a posarlos en la carretera; pisó el acelerador.

Había alguien en el jardín del chalet de Artair, inclinado bajo el capó levantado de un viejo Mini. Fin frenó el coche y avanzó despacio hasta el principio de la calzada que llevaba a la casa. La figura del Mini se enderezó al oír el ruido de las ruedas sobre la grava. Por un momento Fin había pensado que aquella figura enfundada en un mono era Marsaili. Pero no se sintió decepcionado en modo alguno cuando comprobó que se trataba de Fionnlagh. Paró el motor y se apeó del coche. La noche antes, con la oscuridad, no había visto los coches desguazados que se amontonaban en el jardín y por la mañana habían salido con tantas prisas que tampoco se había fijado. Había cinco, oxidados y desmontados, con las piezas diseminadas sobre la hierba como si fueran los huesos de antiguos cadáveres de animales. Fionnlagh tenía una caja de herramientas abierta a su lado. En las manos sucias de grasa sostenía una llave inglesa y en la cara se apreciaba también alguna que otra mancha oscura.

—Hola —dijo al ver acercarse a Fin.

Fin señaló el Mini con un gesto.

—¿Lo has puesto en marcha ya?

Fionnlagh se rio.

—Qué va… Creo que lleva demasiado tiempo muerto. Intento darle respiración asistida.

—Tardará un poco en salir a la carretera, ¿eh?

—Eso sería un milagro.

—Estos días se vuelven a llevar, estos Minis. —Fin lo observó con detenimiento—. ¿Es un Mini Cooper?

—De los originales. Lo conseguí por cinco libras en un cementerio de coches de Stornoway. Salió más caro traerlo hasta aquí que comprarlo. Mi madre me dijo que si conseguía ponerlo en marcha me pagaría el carnet de conducir.

Mientras hablaba, Fin tuvo ocasión de observarlo de cerca. Era un chico de complexión delgada, como su madre, y en sus ojos había la misma intensidad que en los de ella. Pero también había el mismo aire travieso.

—¿Ya has pillado al asesino?

—Me temo que no. ¿Tu madre está en casa?

—Ha ido a la tienda.

—Ah. —Fin asintió, y se produjo un momento de leve tensión entre ambos—. ¿Ya has pasado por el consultorio a dejar la muestra de ADN?

Una expresión hosca invadió las facciones del chico, como si fuera una sombra.

—Sí. No había forma de librarse.

—¿Cómo va el ordenador?

La sombra se desvaneció y su cara se animó otra vez.

—Genial. Gracias, Fin. Nunca se me habría ocurrido lo de la autorización. El sistema diez es increíble. Me he pasado medio día copiando mis CD al iTunes.

—Necesitarás un iPod para descargarlos.

El chico sonrió con sorna.

—¿Has visto cuánto valen?

Fin se rio.

—Sí, ya lo sé. Pero irán bajando. —Fionnlagh asintió y se estableció entre ellos otro silencio incómodo. Luego Fin dijo—: ¿Cuánto crees que tardará tu madre?

—Ni idea. Media hora, más o menos.

—Entonces me espero. —Dudó antes de preguntar—: ¿Te apetece dar una vuelta por la playa? Creo que necesito una buena ráfaga de aire de mar para quitarme las telarañas.

—Claro. Tampoco avanzo para nada con esto. Dame dos minutos para lavarme y quitarme el mono. Y tendré que avisar a la abuela de que me voy.

Fionnlagh guardó las herramientas en la caja y se las llevó a casa. Fin lo vio alejarse y se preguntó por qué se torturaba así. Aunque fuera hijo biológico suyo, Fionnlagh seguía siendo el hijo de Artair. El propio Artair se lo había dicho esa misma mañana: «Si no ha importado durante diecisiete años, ¿por qué va a importar ahora?». Y tenía toda la razón. Si siempre había sido así, ¿el hecho de saberlo cambiaba en algo las cosas? Fin aplastó una mata de hierba con el extremo del zapato. Pues sí: las cambiaba, en cierto sentido.

Fionnlagh reapareció vestido con tejanos, zapatillas de deporte y una sudadera blanca limpia.

—Será mejor que no nos demoremos mucho. A la abuela no le gusta quedarse sola.

Fin asintió y ambos tomaron el camino que iba a la cima de los acantilados, hacia el barranco que él y Artair usaban de niños para bajar a la playa. Para Fionnlagh no fue más que un paseo: ni siquiera se molestó en sacar las manos de los bolsillos hasta que saltó el último metro, hacia el trozo de gneis levemente inclinado donde el joven Fin había hecho una vez el amor con Marsaili. A Fin, en cambio, el descenso por el saliente rocoso le resultó un poco más arduo que dieciocho años antes: se quedó rezagado mientras Fionnlagh avanzaba con paso firme sobre las resbaladizas rocas negras hasta la playa. Una vez allí, el joven esperó a que Fin lo alcanzara.

—Mi madre me ha contado que vosotros dos salisteis juntos.

—Eso fue hace mucho.

Se encaminaron a la orilla y empezaron a caminar hacia el puerto.

—¿Y por qué cortasteis?

Fin se sintió algo turbado por la franqueza del chico.

—Ya sabes… cosas que pasan. —Se rio al recordar algo de repente—. En realidad, cortamos dos veces. La primera vez teníamos solo ocho años.

—¿Ocho años? —preguntó Fionnlagh con cara de asombro—. ¿Salíais juntos a los ocho años?

—Bueno, tampoco lo llamaría exactamente salir. Había algo entre nosotros. Empezó ya desde el primer día de colegio. Yo solía acompañarla a su casa a la salida. ¿Sus padres aún viven en la granja?

—Oh, sí. Pero no los vemos mucho estos días. —Fin se sorprendió y esperó a que Fionnlagh ampliara la explicación, pero este no lo hizo. En su lugar, preguntó—: ¿Y por qué cortasteis a los ocho años?

—Fue culpa mía. Un buen día tu madre apareció en el colegio con gafas. Eran horribles. Azules, de pasta, y con unos cristales tan gruesos que sus ojos parecían pelotas de golf.

Fionnlagh se rio de la imagen descrita por Fin.

—Uau, debía de estar monísima.

—Imagínatelo. Y, cómo no, todos los de clase se burlaron de ella. «Cuatro ojos», «lechuza», la cantinela de siempre. Ya sabes lo crueles que pueden ser los críos. —De la sonrisa pasó a la tristeza—. Y yo no fui mejor que el resto. Me daba vergüenza que me vieran con ella. La evité durante el recreo y dejé de acompañarla a casa después del colegio. Creo que se quedó hecha polvo, la pobre. Porque la verdad es que tu madre era muy guapa, de niña. Muy segura de sí misma. Y la mayoría de los niños tenían celos de mí… Pero todo se esfumó cuando se puso gafas. —La pobre Marsaili tuvo que pasar por un infierno, y él había sido muy cruel—. Críos. No tienen ni idea del daño que pueden hacer.

—¿Y ya está? ¿Así se acabó todo?

—Más o menos. Tu madre estuvo persiguiéndome durante un tiempo. Pero en cuanto la veía venir hacia mí en el patio, me aseguraba de ponerme a charlar con alguien o de liarme a jugar un partido de fútbol. Siempre salía del colegio antes que ella para no tener que acompañarla. A veces, en clase, me daba la vuelta y me la encontraba mirándome con esos ojos de cervatillo, sin las gafas, que había dejado en el pupitre. Pero nunca me di por aludido. Y luego… —De repente recordó algo en lo que no había pensado desde hacía casi treinta años—. Pasó lo de la iglesia. —El recuerdo volvió a él inesperadamente nítido.

Fionnlagh estaba intrigado.

—¿Qué? ¿Qué pasó en la iglesia?

—Oh, Dios… —Fin meneó la cabeza; su sonrisa estaba llena de remordimientos—. Aunque estoy seguro de que Dios tuvo poco que ver con ello. —Las olas, cada vez más fuertes, los obligaron a alejarse un poco de la orilla para no mojarse los pies—. En esa época mis padres aún vivían y tenía que ir a la iglesia todos los domingos. Dos veces. Siempre me llevaba un tubito de golosinas. Polo Fruits, se llamaban. Constituían una especie de juego para no morir de aburrimiento. Se trataba de ver si podía extraerlos del tubo y metérmelos en la boca sin que me pillaran, y luego irlos chupando sin que se notara. Supongo que comerme el paquete entero sin ser visto suponía una pequeña y secreta victoria contra el abrumador poder de la opresión religiosa. Aunque dudo que entonces me lo planteara en esos términos.

Fionnlagh sonrió.

—Pues no debía de ser muy bueno para los dientes.

—No lo era. —Fin pasó la lengua por sus empastes—. Estoy seguro de que el pastor estaba al tanto de mis travesuras, lo que pasa es que nunca me pilló. Alguna vez se me quedó mirando con ojos severos y casi me ahogué con la saliva que se segregaba en la boca mientras intentaba no tragar hasta que apartara la vista. En fin, llegó ese domingo, y como tantos otros intenté meterme un caramelo en la boca durante la oración. Ya sabes, una de esas plegarias largas e interminables que endosan los ancianos desde la parte delantera de la iglesia. Y se me cayó el tubo al suelo. Esa maldita cosa retumbó como una piedra sobre las tablas del suelo y fue rodando hasta el centro del pasillo. Por supuesto, lo oyeron todos los que estaban allí, incluso los del palco superior, que en esos días solía estar lleno. Todos abrieron los ojos. Apenas hubo un alma en toda la iglesia que no viera el tubo de Polo Fruits allí en medio. Incluyendo a los ancianos y al pastor. La plegaria se detuvo a media frase y se quedó en el aire, como si fuera un gran signo de interrogación. Ya sabes cómo son esos silencios que parecen durar una eternidad. Y yo sabía que no había forma humana de recuperar los caramelos sin admitir que eran míos. Fue entonces cuando una pequeña figura salió de los bancos del otro lado del pasillo y recogió el tubo.

—¿Mi madre?

—Tu madre. La pequeña Marsaili cogió los caramelos delante de toda la congregación para cargar con la culpa y librarme a mí. Tenía que saber el lío en el que se estaba metiendo. Miré hacia ella diez minutos después. Esos ojos grandes, como pelotas de golf, me observaban desde el otro lado de las horribles gafas en busca de una mínima señal de gratitud, algún reconocimiento de lo que acababa de hacer por mí. Pero yo estaba tan aliviado de haberme librado de la zurra que desvié la mirada enseguida. Ni siquiera quería que me asociaran con ella.

—Qué cabrón.

Fin se volvió hacia Fionnlagh: este lo miraba con una expresión medio seria, medio divertida.

—Sí, supongo que sí. Me avergüenza reconocerlo, pero no puedo negarlo. Y no puedo volver atrás para cambiarlo, o hacer algo distinto. Sucedió así. —Sin saber por qué, el mundo se le empañó de repente. Tremendamente avergonzado, desvió la mirada del chico y la posó en la bahía mientras hacía esfuerzos furiosos por contener las lágrimas.

Fin tardó un momento en recuperarse.

—Me pasé los siguientes cuatro años sin hacerle caso. —Estaba sumergido en el mundo de la infancia que había creído enterrado—. Hasta el punto que casi llegué a olvidar que había existido algo entre nosotros. Entonces se celebró un baile, al final de la primaria, y le pedí a una chica del faro llamada Irene Davis que fuera conmigo. Tenía una edad en la que las chicas no me interesaban demasiado, pero como había que ir con alguien, se lo pedí a Irene. Ni se me pasó por la cabeza pedírselo a tu madre, hasta que recibí una carta de ella. Llegó por correo, un par de días antes del baile. —Aún veía las letras grandes y tristes, tinta azul marino sobre papel celeste—. No entendía por qué había invitado a Irene en lugar de a ella. Sugirió que no era demasiado tarde para que cambiara de opinión y fuera con ella. Su solución al problema de Irene era que tu padre podía acompañarla. La firmó: «La chica de la granja». Pero, por supuesto, ya era demasiado tarde. No podía desdecirme con Irene, aunque lo quisiera. Al final fue tu padre quien llevó a tu madre.

Habían llegado al final de la playa, y estaban casi a la sombra del cobertizo donde habían asesinado a Angel.

—Lo que solo sirve para demostrar lo mucho que sabe uno de la vida a los once años. Cinco años después, tu madre y yo estábamos enamorados hasta las trancas y decididos a pasar el resto de nuestra vida juntos.

—¿Y esa vez qué ocurrió?

Fin sonrió y meneó la cabeza.

—Ya basta. Déjanos conservar unos cuantos secretos.

—Venga, no seas así. Ahora no puedes dejarme a medias.

—Sí que puedo. —Fin dio media vuelta y emprendió el camino de regreso hacia las rocas. Fionnlagh se apresuró a ir tras él, algo rezagado, siguiendo las huellas que habían dejado en el trayecto de ida—. ¿Y qué planes tienes, Fionnlagh? ¿Has terminado ya el colegio?

Fionnlagh asintió sin el menor entusiasmo y dio una patada a una de las conchas que yacía sobre la arena mojada.

—Mi padre está intentando conseguirme un curro en la fábrica.

—No se te ve muy ilusionado.

—No lo estoy.

—¿Qué querrías hacer?

—Quiero salir de esta maldita isla.

—¿Y por qué no te vas?

—¿Adónde iba a ir? ¿Qué haría? No conozco a nadie en el continente.

—Me conoces a mí.

Fionnlagh lo miró de reojo.

—Sí, desde hace cinco minutos.

—Escucha, Fionnlagh. Tal vez no opines así ahora, pero este es un lugar mágico. —Y cuando Fionnlagh lo observó, incrédulo, prosiguió—: El tema está en que uno no lo aprecia hasta que ha estado fuera. —Era algo de lo que empezaba a percatarse en ese momento—. Y si no te vas, si permaneces aquí durante toda tu vida, a veces tu visión del mundo queda sesgada. Lo he visto en mucha gente de aquí.

—¿Como mi padre?

Fin se volvió hacia el chico, pero Fionnlagh tenía la vista puesta al frente.

—Hay personas que nunca tienen la oportunidad de irse, o no la aprovechan cuando les llega.

—Tú lo hiciste.

—Yo no veía el momento de largarme —bromeó Fin—. No te lo negaré: es un gran sitio del que irse. Pero también es un buen sitio al que volver.

Fionnlagh lo observó con curiosidad.

—¿Eso quiere decir que piensas volver?

Fin sonrió y negó con la cabeza.

—No lo creo probable. Pero eso no significa que no quisiera hacerlo.

—Vale, y si me voy al continente, ¿qué hago?

—Podrías seguir estudiando. Y, con buenas notas, llegar a la universidad.

—¿Qué me dices de la policía?

Fin vaciló.

—Es un buen trabajo, Fionnlagh. Pero no es para todo el mundo. Acabas viendo cosas que preferirías no haber visto. La cara más horrible de la naturaleza humana. Y sus consecuencias. Cosas que no puedes hacer nada por cambiar, pero con las que debes lidiar todos los días.

—¿Eso es una recomendación?

Fin soltó una carcajada.

—Quizá no. Pero alguien tiene que hacerlo. Y hay buenas personas en el cuerpo.

—¿Por eso lo dejas?

—¿Qué te hace pensar que planeo dejarlo?

—Dijiste que estabas haciendo un curso de informática por la universidad a distancia.

—No se te escapa nada, ¿eh? —Fin sonrió, reflexivo—. Digamos que estoy buscando alternativas.

Ya casi habían llegado a las rocas.

—¿Estás casado? —preguntó Fionnlagh, y Fin asintió—. ¿Tienes hijos?

Fin tardó en responder. Demasiado. Pero la negativa no le había salido de manera automática, como cuando habló con Artair. Finalmente dijo:

—No.

Fionnlagh se encaramó a las rocas y se volvió para darle la mano a Fin. Este se agarró a esa mano tendida y subió a la roca, colocándose al lado del adolescente.

—¿Por qué no me dirías la verdad sobre algo así? —preguntó Fionnlagh.

Y, una vez más, aquella franqueza desarmó a Fin. Era un rasgo que el chico había heredado de su madre.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿Me la has dicho?

Fin lo miró directamente a los ojos.

—A veces hay cosas de uno mismo de las que simplemente no quieres hablar.

—¿Por qué?

—Porque hablar de ellas te hace pensar en ellas, y pensar en ellas hace daño. —Había una nota de desesperación en la voz de Fin, y este se dio cuenta de que el chico reaccionaba ante ella y cedía un poco. Suspiró—: Tenía un hijo. De ocho años. Pero ahora está muerto.

—¿Qué pasó?

El deseo de Fin de mantenerlo en secreto empezaba a resquebrajarse bajo el implacable interrogatorio del muchacho. Se agachó junto a un charco que se había formado en las rocas; el sol centelleaba sobre la superficie vidriosa, y él metió los dedos en aquel pequeño estanque de agua salada formando olas de luz que chocaban contra aquella orilla en miniatura.

—Fue un atropello con fuga. Mi mujer y Robbie estaban cruzando la carretera. Ni siquiera había mucho tráfico. El coche surgió de la curva y… bam. Les dio de lleno a los dos. Ella salió disparada por los aires y cayó encima del capó, lo que probablemente le salvó la vida. Robbie quedó bajo las ruedas. El conductor se detuvo solo un segundo. Suponemos que había bebido, porque lo siguiente que hizo fue acelerar y largarse. No hubo testigos. Ni conseguimos la matrícula del coche. Nunca lo atrapamos.

—Dios —musitó Fionnlagh—. ¿Cuándo fue eso?

—Hace poco más de un mes.

Fionnlagh se agachó a su lado.

—Fin, lo siento mucho. Y lamento haberte hecho revivirlo otra vez.

Fin rechazó la disculpa.

—No seas tonto, hijo. ¿Cómo ibas a saberlo? —Y al oír la palabra «hijo» salir de su boca, notó que el corazón le daba un vuelco. Observó a Fionnlagh de reojo, pero el chico parecía absorto en sus pensamientos. Fin dejó que su mirada se posara en el agua, y vio, entre el reflejo del cielo, la señal de que algo se movía—. Ahí hay un cangrejo. Tu padre y yo solíamos cazarlos por docenas aquí.

—Sí, a mí también me traía a menudo cuando era un enano. —Fionnlagh se arremangó, listo para sumergir las manos en el agua para atrapar al cangrejo.

Fin se sorprendió al ver que, en paralelo a la línea del hueso, los dos antebrazos del chico presentaban magulladuras de un tono entre morado y amarillento. Cogió a Fionnlagh de la muñeca.

—¿Dónde diablos te has hecho eso?

El chico dio un respingo y apartó la mano.

—Me has hecho daño. —Se bajó las mangas para tapar los moretones y se incorporó.

—Lo siento. —Fin estaba preocupado—. Tienen mal aspecto. ¿Qué pasó?

Fionnlagh se encogió de hombros.

—No es nada. Me hice un poco de daño cuando montaba el motor nuevo del Mini. No debería haber intentado hacerlo solo.

—No, desde luego que no. —Fin también se puso de pie—. Necesitas un equipo adecuado, y ayuda, para hacer algo así.

—Creo que ahora ya lo sé.

Fionnlagh dio un pequeño salto por encima de las rocas y emprendió el camino del barranco. Fin lo siguió, embargado por la sensación de que, sin saber cómo, la confianza entre ambos se había enfriado. Pero cuando alcanzaron la cima de los acantilados todo había vuelto a la normalidad. Fionnlagh señaló hacia la carretera. Un Renault plateado ascendía por la colina.

—Esa es la señora Mackelvie. Ella llevó a mamá a la tienda. Parece que ya vuelven. Te reto.

Fin se rio.

—¿Qué? Si te doblo la edad.

—Vale, te concedo sesenta segundos de ventaja.

Fin lo miró, sonriente.

—De acuerdo.

Y salió a la carrera, acelerando junto al borde del acantilado antes de iniciar el ascenso hacia el chalet. Fue ahí cuando el camino se puso duro: de repente, las piernas le pesaban como si fueran de plomo y los pulmones gemían en busca de más oxígeno. Veía el montón de turba y oía el motor del Renault que se dirigía hacia la parte superior del camino. Ya casi había llegado. Cuando alcanzó el montón de turba vio que Marsaili bajaba a pie, cargada de bolsas de la compra, mientras el Renault se alejaba. Sonrió. Iba a ganar la carrera. Iba a ser el primero en llegar a la casa. Pero en el último momento Fionnlagh lo adelantó, riéndose, casi sin aliento, y se detuvo en el sendero mientras Fin se veía obligado a pararse y, con las manos apoyadas en las rodillas, jadeó en busca de aire.

—Vamos, vejestorio. ¿Qué te ha pasado?

Fin levantó la cabeza y vio la cara sonriente de Marsaili.

—Sí, vejestorio. ¿Qué te ha pasado?

—Unos dieciocho años —dijo Fin, aún jadeante.

Dentro de la casa sonó el teléfono. Marsaili volvió la cabeza hacia la puerta de la cocina, y Fin la notó preocupada.

—Ya lo cojo —dijo Fionnlagh. Corrió hacia la puerta de la cocina, subiendo los escalones de dos en dos, y entró en casa. Un momento después, el teléfono dejaba de sonar.

Fin advirtió que Marsaili lo miraba fijamente.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Él se encogió de hombros, aún no recuperado del todo.

—Pasaba cerca. He subido a ver a Calum.

Ella asintió, como si eso lo explicara todo.

—Será mejor que entres. —La siguió hacia la escalera que daba a la cocina. Ella dejó las bolsas en la mesa; la voz de Fionnlagh llegaba hasta allí desde la sala: seguía al teléfono. Marsaili llenó la tetera—. ¿Una taza de té?

—Sería un detalle. —Él se mantuvo de pie, incómodo, mientras ella ponía la tetera al fuego y sacaba dos tazones de una alacena. La respiración de Fin empezaba a recuperar el ritmo normal.

—Tendrá que ser de bolsa, si no te parece mal.

—Por mí perfecto.

Ella metió una bolsa en cada taza y se volvió hacia él, apoyada sobre la encimera. Oyeron la voz de Fionnlagh y luego sus pasos, que se dirigían a su cuarto. Y ella seguía con la vista fija en Fin: ojos azules que buscaban, exigían, invadían. La tetera silbó cuando el agua empezó a hervir. La puerta de la cocina no estaba cerrada del todo, y Fin oyó el silbido del viento por el resquicio.

—¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada? —dijo él.

Ella cerró los ojos, y por un momento él dejó de sentir la presión de su mirada.

—Artair me ha dicho que te lo había contado. No tenía derecho a hacerlo.

—Yo tenía derecho a saberlo.

—Tú no tenías derecho a nada. No después de… —Se detuvo ahí mientras recuperaba la calma—. No estabas aquí. Artair sí. —Volvió a mirarlo a los ojos y él se sintió atrapado, desnudo bajo aquel escrutinio—. Yo te amaba, Fin Macleod. Te amo desde el primer día que te sentaste a mi lado en el colegio. Te amé incluso cuando te comportaste como un cabrón. Te he amado durante todos estos años en que no has estado aquí. Y seguiré amándote cuando te hayas ido otra vez.

Él meneó la cabeza, sin saber qué decir, hasta que por fin inquirió tímidamente:

—En ese caso, ¿qué es lo que fue mal?

—Tú no me amabas lo suficiente. Ni siquiera estoy segura de que me amaras.

—¿Y Artair sí?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

—Oh, Fin. Deja eso, por favor.

Él cruzó la cocina en tres pasos y puso las manos sobre sus hombros. Ella desvió la cara.

—Marsaili…

—Por favor —dijo ella, casi como si supiera que él iba a decirle que también la había amado siempre—. No quiero oírlo, Fin. No ahora, no después de tantos años perdidos. —Volvió a mirarlo a los ojos. Sus rostros estaban a escasos centímetros de distancia—. No podría soportarlo.

Se habían besado antes de que ninguno de los dos fuera consciente de ello. No fue un acto premeditado, solo un gesto espontáneo. Un pequeño roce de labios antes de que se separaran de nuevo. Respiraron, y se lanzaron a un beso mucho más intenso. La tetera temblaba sobre el fuego, el agua hervía ya.

El ruido de los pasos de Fionnlagh en la escalera los obligó a separarse, soltándose como si acabaran de recibir una descarga eléctrica. Marsaili se volvió enseguida hacia la tetera, arrebolada y nerviosa, y se puso a echar agua en las tazas. Fin se metió las manos en los bolsillos y fingió mirar por la ventana, sin ver nada. Fionnlagh apareció procedente de la sala cargado con una gran mochila. Se había cambiado la sudadera por una gruesa chaqueta de lana y se había puesto un anorak. A pesar de que el sentimiento de culpabilidad los había vuelto tímidos, Fin y Marsaili no deberían haberse preocupado de que Fionnlagh lo advirtiera. Estaba de mal humor, desazonado y nervioso.

—Salimos esta noche.

—¿Hacia la roca? —preguntó Fin, y el chico asintió.

—¿Por qué tan pronto? —Cualquier sensación de incomodidad de Marsaili había quedado sofocada al instante por su preocupación maternal.

—Gigs dice que se avecina mal tiempo. Si no salimos esta noche, tal vez tengamos que esperar una semana. Astérix me recogerá al final de la carretera. Vamos a Stornoway a cargar la barca y partiremos desde allí. —Abrió la puerta.

Marsaili fue hacia él rápidamente y lo cogió del brazo.

—Fionnlagh, no tienes por qué ir. Lo sabes.

Él le brindó una mirada cargada de significado, que solo su madre podía interpretar.

—Sí. —Apartó el brazo y salió por la puerta sin tan siquiera decir adiós.

Fin vio desde la ventana cómo se apresuraba a subir por el sendero, con la mochila colgada al hombro. Se volvió hacia Marsaili, que se había quedado paralizada junto a la puerta, mirando al suelo: solo levantó la vista al sentirse observada.

—¿Qué pasó en la roca el año en que fuisteis tú y Artair?

Fin frunció el entrecejo. Era la segunda vez que se lo preguntaban ese día.

—Ya sabes lo que pasó, Marsaili.

Ella negó con la cabeza, fue un gesto casi imperceptible.

—Sé lo que todos dijisteis que pasó. Pero tuvo que haber algo más. Os cambió. A los dos. A ti y a Artair. Las cosas ya nunca volvieron a ser las mismas.

Fin soltó un bufido de exasperación.

—Marsaili, no hubo nada más. Dios, ¿es que no te parece bastante? Murió el padre de Artair. Y a mí me fue de poco.[2]

Ella inclinó la cabeza para mirarlo. En sus ojos había una acusación. Como si creyera que no decía toda la verdad.

—Hubo algo más que la muerte del padre de Artair. Tú y yo morimos. Y tú y Artair también. Fue como si todo lo que habíamos sido hasta entonces muriera aquel verano.

—¿Crees que te miento?

Ella cerró los ojos.

—No lo sé. La verdad es que no lo sé.

—Bueno, ¿y Artair qué dice?

Ella abrió los ojos y su voz bajó una octava.

—Artair no dice nada. Artair lleva años sin decir nada.

Una voz surgió de las profundidades de la casa. Débil, pero conservando un aire de mando.

—¡Marsaili! ¡Marsaili! —Era la madre de Artair.

Marsaili puso los ojos en blanco y dejó escapar un suspiro hondo y vacilante.

—Ya voy —gritó.

—Será mejor que me marche. —Fin se encaminó a la puerta.

—¿No te tomas el té?

Él se paró y se volvió: sus ojos volvieron a encontrarse y él deseó poder acariciar aquella suave mejilla con el dorso de su mano.

—En otra ocasión.

Descendió los escalones hasta el sendero y se apresuró a ir en busca del coche de Gunn, que había aparcado al otro lado de la carretera.

La sensación de que todos habían echado a perder sus vidas, de que de algún modo habían desaprovechado las oportunidades que se les brindaban ya fuera por estupidez o desidia, caía con fuerza sobre sus hombros, hundiéndolo en una profunda amargura. A ello contribuían las espesas nubes que se alzaban sobre el Minch y el aliento del Atlántico en forma de brisa gélida. Condujo colina arriba hasta salir de Crobost, hacia el cruce que llevaba al puerto, pasando ante la casa donde había vivido con su tía durante casi una década. Se apeó del coche y tomó aire, enfrentándose al viento, con el sonido del mar rompiendo en las rocas de fondo.

La casa de su tía estaba cerrada, abandonada, donada a una sociedad protectora de gatos que había sido incapaz de venderla y, tras un tiempo, se había olvidado de ella. Se dijo que lo normal sería tener alguna reacción emocional hacia el lugar, dado el tiempo que había vivido allí. Pero lo dejaba frío. Su tía nunca lo había tratado mal, y sin embargo solo conseguía asociarla a sentimientos de infelicidad. Ni un solo recuerdo. Solo una oscura y amorfa nube de melancolía que le costaba explicar, incluso para sí mismo. La casa daba a la bahía, donde antaño llegaban los barcos con la pesca, lista para ser procesada en los saladeros que se habían construido en la montaña, por encima de la orilla. En esos momentos los restos de piedra de los cimientos eran el único testimonio de su existencia. En el cabo se alzaban tres altas piedras conmemorativas. De chico habían fascinado a Fin, y las había ido a ver a menudo: reemplazaba las piedras que quedaban fuera de lugar tras alguna tormenta excepcionalmente feroz. Su tía le había dicho que las habían construido tres hombres a su regreso de la Segunda Guerra Mundial. Nadie sabía por qué y sus autores llevaban años muertos. Fin se preguntó si alguien se molestaría en arreglarlas ahora.

Bajó por la colina hacia el diminuto puerto de Crobost, donde él y Artair habían pasado horas sentados, lanzando piedras hacia las profundas y plácidas aguas. Un recio cable de acero con un gran gancho en el extremo descendía desde el cabestrante que quedaba por encima del puerto. El cabestrante estaba colocado en el interior de una especie de cobertizo cuadrado con dos aberturas en su parte frontal y una puerta en uno de los lados. Fin la abrió y se encontró con el enorme motor de gasóleo, testigo silencioso de los miles de barcas que había bajado al agua o remolcado de ella. La llave estaba puesta en el contacto y, obedeciendo a un impulso, la giró: el motor restalló sin arrancar. Ajustó el estárter y volvió a intentarlo, y esta vez el motor resopló pero acabó prendiendo, retumbando en la penumbra de aquel espacio cerrado. Alguien los conservaba en buen estado. Lo apagó, y el silencio pareció más ensordecedor que el rugido anterior.

Afuera, al borde de la grada, había media docena de botes colocados en ángulo con los pies del acantilado, uno tras otro. Fin reconoció el desvaído azul celeste del Mayflower. Costaba creer que siguiera en activo después de tantos años. Por encima del cabestrante yacía el esqueleto de una barca que había quedado en desuso hacía tiempo, volcado, con la quilla hacia arriba. En el centro aún se apreciaban los últimos restos de pintura púrpura. Fin se acercó a quitarle el moho verde que cubría las pocas placas que quedaban enteras en la proa y allí, en desvaídas letras blancas, vio el nombre de su madre, Eilidh, que su padre había pintado con esmero el día antes de botarla. Entonces todas las penas de su vida se desataron en su interior, como el agua de un manantial, y se arrodilló al lado del barco deshecho en llanto.

El cementerio de Crobost se hallaba en el machar, en la orilla oeste, detrás de la escuela: allí el pueblo había enterrado a sus muertos en el terreno arenoso durante siglos. Las lápidas se alzaban como espinas en la ladera de la montaña. A millares. Generaciones de Niseachs que disfrutaban de una última y eterna vista al mar que les había dado la vida y también se la había arrebatado. Anillos de espuma blanca rompían en la orilla mientras Fin se abría paso entre todos los nombres de aquellos que ya no estaban. Todos los Macleods y Mackenzies, Macdonalds y Murrays. Donalds y Morags, Kenneths y Margarets. Estaban expuestos ahí, a merced de las furibundas galernas del Atlántico, y poco a poco el mar se había ido comiendo el machar hasta que la gente del pueblo tuvo que construir muros de contención para evitar que los huesos de sus antepasados fueran devorados por las aguas.

Fin encontró las tumbas de sus padres. John Angus Macleod, treinta y ocho años, amado esposo de Eilidh, treinta y cinco. Dos piedras planas yacían sobre la hierba, una al lado de otra. No había vuelto desde el día que fueron enterrados, desde que vio caer las primeras paladas de tierra sobre los ataúdes. Permaneció en pie, con el viento azotándole la cara, y pensó en lo terrible que había sido. En las muchas vidas que se habían visto afectadas por esas muertes. Alteradas para siempre.