Lo que voy a decir puede parecer una obviedad, pero en esos días la Lews Castle School estaba emplazada en el castillo de Lews. Gran parte de los estudiantes y del personal se alojaba en la misma escuela, en habitaciones dispuestas en aquel laberinto de pasillos que recordaba a una madriguera de conejos. Solo lo menciono porque el año que Calum y yo subimos al tejado fue el último que la escuela estuvo instalada ahí. El edificio se hallaba en un estado de conservación lamentable y se deterioraba a marchas forzadas, y las autoridades educativas no tenían presupuesto para financiar la remodelación. De manera que al final la escuela se trasladó a otro lugar, aunque siguió llamándose Lews Castle School.
Curiosamente la nueva ubicación fue la residencia de estudiantes Gibson, en Ripley Place, donde me alojé durante mi primer curso en la Nicholson, cuando estaba en tercero de secundaria.
Dados los malos resultados obtenidos en Crobost, Artair se fue de cabeza a la formación profesional que se impartía en la Lews Castle, donde se encontró en la encantadora compañía de viejos amigos como Murdo Ruadh y su hermano mayor, Angel. Calum había tenido la buena suerte de ir a parar a la Nicholson. Nunca dijo nada al respecto, pero debió resultar un enorme alivio verse libre del eterno acoso y las incansables palizas que le había tocado soportar durante los años en Crobost.
Nunca le presté mucha atención en el colegio. Calum se nos colgaba, supongo que con la esperanza de recoger, aunque fuera de rebote, a alguna de nuestras exnovias. A Calum no se le daban bien las chicas. Era tímido hasta la médula y se sonrojaba hasta las raíces de sus rizos castaños si alguna le dirigía la palabra. La única posibilidad que tenía de conocer a alguna era si ambos formaban parte del mismo grupo. Así no hacía el ridículo y evitaba tener que presentarse por su cuenta.
Todos asistimos aquel año al baile de San Valentín que se celebraba en el ayuntamiento de Stornoway. Lo normal habría sido que regresáramos a Ness para el fin de semana, pero con lo del baile todo el mundo se quedaba en las residencias. Un grupo tocaba en vivo los éxitos más recientes. Es curioso cómo, a esa edad, la música queda ligada a ciertos recuerdos importantes. Siempre se ha hablado del poder evocador del olfato: un aroma asociado a cierto momento o lugar de tu vida que te coge por sorpresa y te hace retroceder en el espacio y en el tiempo, revivir con sorprendente claridad un recuerdo que creías haber olvidado. Pero si pensamos en la adolescencia, es la música la que te remonta a esos años. Siempre he asociado determinadas canciones a determinadas chicas. Recuerdo a una llamada Sine (cuyo nombre sonaba como Sheena en inglés). Fue a Sine a quien llevé de pareja al baile aquel mes de febrero. Siempre que oigo la canción de los Foreigner, Waiting For a Girl Like You, aunque sea solo un fragmento en uno de esos programas de éxitos del pasado que emiten por la radio o en alguna reposición televisiva de un viejo Top of the Pops, pienso en Sine. Era una chica menuda y mona, pero se pasaba de cariñosa. Recuerdo haber pegado saltos como un imbécil al ritmo de Senses Working Overtime de XTC o de Dead Riger for Love de Meat Loaf. Pero la canción de Sine era Waiting For a Girl Like You. Aunque, si no recuerdo mal, a pesar de que el título hablaba de «esperar a una chica como tú», esa noche mi espera fue más bien corta. La dejé plantada y me marché pronto con Calum para llegar a la residencia antes de que cerraran las puertas. En fin, esa fue mi excusa.
En esa época Artair aún salía con Marsaili, así que asistieron juntos al baile de San Valentín. Esos días sonaba una canción por la radio titulada Arthur's Theme (Best That You Can Do). Era raro, porque la letra parecía haber sido escrita pensando en Artair. Todo eso de limitarse a pasarlo bien sin preocuparse de las aspiraciones que otros pudieran haber depositado en ti. Yo la llamaba Artair's Song. Esa noche, cuando la tocaron, Artair y Marsaili la bailaron juntos, bastante pegados y muy cariñosos el uno con el otro. Yo bailaba con Sine, pero no pude evitar observarlos por encima de la cabeza de mi pareja. No me había fijado antes en el primer verso de la canción, que no hablaba de Arthur, pero ese día le presté atención: hablaba de encontrar a una chica que te roba el corazón y luego perderla sin saber muy bien cómo. Y esa letra removió algo en mi interior, una especie de celos latentes o de arrepentimiento, y me descubrí abrazado a Sine pero deseando que fuera Marsaili. Se me pasó, por supuesto. Cuestión de hormonas de nuevo. Me trastocaban la cabeza en esos años.
Para Calum, la noche estaba siendo de lo más frustrante. Había estado bailando con una chica morena y recatada llamada Anna. Pero solo cuando a ella le venía bien. Él la invitaba a bailar en todas las canciones: unas veces ella decía que sí y otras lo rechazaba. Calum bebía los vientos por esa chica, y ella, que lo sabía, jugaba con él.
Hacia la mitad de la fiesta, unos cuantos salimos a la calle a pesar del frío, para fumar y bebernos unas latas de cerveza que alguien había sacado afuera. El rumor de música y voces nos siguió hacia la húmeda noche de febrero, junto con Calum. Murdo Ruadh y Angel Macritchie estaban entre el grupo y aprovecharon la ocasión para meterse un poco con él.
—Vaya, creo que no estas triunfando esta noche, chaval —dijo Murdo, mirando con malicia al pobre Calum.
—Joder, tienes toda la razón —apostilló Angel—. ¡Menuda calientabraguetas esta hecha esa tía!
—¿Qué sabréis vosotros de ella? —espetó Calum, de mal humor.
—¿Que qué sabemos? —se rio Angel—. Todo, chico. Ya la he catado.
—¡Mentiroso! —gritó Calum.
En otras circunstancias, Angel seguro que se habría ofendido y le habría replicado con los puños. Pero por alguna razón esa noche estaba de buenas y parecía más dispuesto a acoger a Calum bajo sus alas que a hacerle daño alguno. Ahora sé, por supuesto, que todo eso formaba parte de un plan prefijado.
—Anna trabaja en Lews Castle —dijo él—. Es una de las doncellas de la escuela. La llaman la doncella Anna.
Murdo Ruadh dio una palmada a Calum en la espalda.
—Eh, chico, uno no puede decir que ha vivido hasta que se ha tirado a Anna. Ha pasado por todos. —Y se echó a reír de su propio chiste.
Calum fue a por él. Como un gato. Todo uñas y golpes al aire. Lo pilló tan por sorpresa que a Murdo se le cayó la lata y la cerveza burbujeó por toda la acera. Artair y yo cogimos a Calum, y entonces sí que pensé que Murdo iba a matarlo. Pero Angel se metió en medio, apoyando su manaza en el pecho de su hermano pequeño.
—Tranquilo, Ruadh. ¿No ves que el chaval está hecho polvo?
Murdo estaba furioso. Pasar eso por alto significaba perder muchos puntos.
—¡Me voy a cargar a ese hijo de puta!
—No, no lo harás. El chico está alterado y no piensa con claridad. Recuerdo la primera vez que te pusiste tonto por una pava. Dios, fue patético. —La humillación de Murdo se hacía mayor con cada palabra que pronunciaba su hermano—. Tienes que… ¿cómo se dice…? Solidarizarte. —Sonrió—. E incluso podríamos hacerle un pequeño favor al chico.
Murdo miró a Angel como si sospechara que había perdido la chaveta.
—¿De qué hablas?
—De la noche del baño.
Una expresión de incomprensión total se dibujó en la cara de Murdo.
—¿La noche del baño? Por el amor de Dios, Angel, no vamos a compartir eso con un mierdecilla como ese.
Calum consiguió zafarse de mi agarre y se puso bien la chaqueta.
—¿A qué os referís? —Una bocina sonó en la bahía, y cuando nos volvimos, vislumbramos las luces del Suilven mientras se abría camino hacia el estrecho de Minch, al inicio del trayecto de tres horas y media hasta Ullapool.
—El personal del colegio tiene las dependencias en la parte superior del castillo —explicó Angel—. Comparten un cuarto de baño en el gallinero, y como la ventana da al tejado nunca se molestan en bajar la persiana. La pequeña Anna se da un baño todos los domingos por la noche, a las diez en punto. Creo que no hay ni un solo tío en todo el colegio que no haya subido a echarle un vistazo. Tiene un cuerpecillo de vicio, ¿no es verdad, Murdo?
Murdo se limitó a mirar de reojo a su hermano.
—Podríamos apañarte una sesión privada, si quieres.
—¡Eso es asqueroso! —protestó Calum.
—Tú mismo. —Angel se encogió de hombros—. Luego no digas que no te lo hemos propuesto. Si no te apetece, tú te lo pierdes.
Noté que Calum dudaba, pero me sentí aliviado cuando al final dijo:
—Ni hablar. —Y volvió hacia el baile como un perrillo triste.
—Es una putada que le toméis el pelo así —dije cuando él se había ido. Angel demostró una inocencia exagerada.
—Nadie le está tomando el pelo, huerfanito. Se ve el cuarto de baño con absoluta claridad. ¿Te apetece comprobarlo?
—¡Que te zurzan! —repuse. Esos días se me daba bien pegar cortes. Volví al baile en busca de Sine.
Me agradó ver que Calum estaba bailando con Anna cuando entré, pero en la hora siguiente ella debió de rechazarlo al menos unas siete u ocho veces. En un par de ocasiones lo vi sentado en una de las sillas que había junto a la pared, solo, contemplando compungido cómo ella bailaba con otros. Incluso lo hizo con Angel Macritchie, y los dos charlaron animadamente, se rieron, y la vi apretando su cuerpo contra el de él al tiempo que se volvía para mirar si Calum se daba por aludido. Y, por supuesto, él no le quitaba los ojos de encima. Era un pobre diablo, la verdad, y no pude evitar sentir lástima por él.
Pero entonces me olvidé de Calum, ya que bastante tenía con pensar cómo zafarme de las garras de Sine. Cada vez que me sentaba se me echaba encima, como si fuera una especie de sarpullido. Incluso me metió la lengua en la oreja, algo que me pareció asqueroso. Irónicamente, al final fue Calum quien me rescató. Se acercó a nosotros con las manos hundidas en los bolsillos. Recuerdo que el grupo tocaba entonces una canción de Stranglers, Golden Brown.
—Me marcho.
Miré la hora con gestos ampulosos.
—¡Dios! ¿No me digas que es tan tarde? No llegaremos a Gibson antes de que cierren. —Calum abrió la boca para decir algo, pero lo interrumpí antes de que metiera la pata—. Vamos a tener que irnos. —Me puse en pie de un salto y me volví hacia Sine—. Lo siento, Sine. Nos vemos la semana que viene. —La dejé allí plantada, con cara de pena, y arrastré a Calum hacia la puerta, situada al otro lado de la pista de baile, a toda velocidad.
—¿A qué ha venido esto? —preguntó Calum.
—Acabas de sacarme de un atolladero.
—Afortunado tú. Yo ni siquiera puedo meterme en ese atolladero.
El aire olía con fuerza a mar esa noche. Soplaba un viento gélido de febrero, capaz de partirte en dos. Ya no llovía, pero las farolas hacían brillar las calles mojadas, como si se les hubiera dado una capa de pintura. El Callejón estaba atestado, y Calum y yo nos abrimos paso entre la multitud por Cromwell Street, en dirección al puerto, hasta que esta se cruza con Church Street, antes de enfilar la cuesta hacia Matheson Road. Fue justo al girar por Robertson Road cuando Calum me dijo que pensaba hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Mañana por la noche subiré al castillo.
—¿Qué? —No podía creerlo—. Estás de guasa.
—Ya está todo acordado. He hablado con Angel antes de irme del baile. Lo arreglará todo.
—¿Por qué?
—Porque Angel tenía razón. Es una calientabraguetas. Le devolveré la pelota viéndola desnuda en la bañera.
—No, me refería a por qué Angel va a molestarse en arreglar algo para ti. Se ha pasado toda la vida moliéndote a palos. ¿Y ahora se convierte en tu amigo del alma?
Calum se encogió de hombros.
—Creo que no es tan malo como parece, ¿sabes?
—Ya, seguro. —Fui incapaz de ocultar mi escepticismo.
—En fin, lo que me preguntaba… —Vaciló. Desde allí arriba, y por encima de los tejados, alcanzábamos a ver las torres almenadas del castillo, iluminadas en la montaña, al otro lado de la bahía.
—¿Qué te preguntabas, Calum?
—Me preguntaba si me acompañarías.
—¿Qué? ¿No hablarás en serio? ¡Ni hablar! —No solo era domingo, y nos la cargaríamos con todo el equipo si nos pillaban escabulléndonos a esas horas de la noche, sino que todo el asunto despertaba mis peores sospechas. A Calum le estaban tendiendo una trampa. No entendía el porqué, pero nadie podía convencerme de que Angel había descubierto de repente un lado filantrópico en su naturaleza.
—Por favor, Fin. No puedo hacerlo solo. Ni siquiera tienes que subir al tejado, ni nada. Solo acompañarme al castillo.
—¡No! —Pero sabía que acabaría haciéndolo, aunque fuera a regañadientes. Estaba claro que preparaban algo para ese pobre desgraciado. Alguien tenía que cuidar de él. Quizá si iba con él podría evitar que se metiera en un lío demasiado grande.
Hacía un frío tremendo esa noche, y el fuerte viento procedente del Minch traía consigo frecuentes ráfagas de aguanieve y granizo. Nada me apetecía menos que abandonar la acogedora paz de la residencia para embarcarme en una absurda aventura. Pero se lo había prometido a Calum, así que ambos nos pusimos en marcha poco antes de las nueve y media, con los chubasqueros abrochados hasta el cuello y gorras de béisbol bien encajadas en la cabeza, con las viseras bajas para que nos ocultaran la cara por si nos cruzábamos con alguien. Habíamos dejado abierta una de las ventanas traseras de la residencia, que daba al pasillo del primer piso y a la que se accedía fácilmente por la tubería, para poder entrar de nuevo. Aunque no quería ni pensar en cómo sería ese ascenso en una noche como esa.
Stornoway parecía una ciudad fantasma: las farolas proyectaban débiles charcos de luz en las calles vacías y oscuras. Los lugareños, siempre temerosos de Dios, estaban encerrados a cal y canto en sus cómodas casas, con las cortinas corridas, viendo la tele y tomando cacao caliente antes de meterse en la cama. En el puerto interior, los crujidos y chasquidos de las barcas amarradas en el embarcadero intentaban hacerse oír por encima del ruido del viento. Las negras aguas heladas estaban revueltas, golpeaban los postes de cemento del muelle y estallaban en espuma blanca en la orilla de Casde Creen, al otro lado de la bahía. Caminamos a toda prisa por la desierta Bayhead y giramos en el Centro Comunitario Bridge para cruzar el puente en dirección a la arboleda. Luego seguimos colina arriba, azotados por una lluvia terrorífica, hasta llegar a la carretera que quedaba por encima del club de golf. Justo entonces, el cielo se despejó y una bellísima luna plateada derramó su luz sobre las cuidadas lomas del campo de golf: el brillo era tan intenso que casi esperabas ver a golfistas caminando por la montaña para llegar al quinto hoyo.
Lews Castle se construyó en la década de 1870 como mansión residencial para sir James Matheson, quien había comprado la isla de Lewis en 1844 con ganancias obtenidas del opio que él y su socio, William Jardine, importaban a China: una operación que se saldó con seis millones de chinos convertidos en adictos desesperados. Si uno lo piensa, resulta curioso que la desgracia de millones de seres causara una transformación esencial en una diminuta isla de las Hébridas a miles de kilómetros de distancia; también resulta extraño darse cuenta de que tanto las personas como la tierra puedan comprarse y venderse. Matheson construyó un puerto nuevo, instaló gas y depuradoras de agua, además de montar una fábrica de ladrillos en Garrabosl. Abrió una planta química para extraer alquitrán de la turba y un astillero para la construcción y reparación de barcos. Transformó los setenta kilómetros de caminos que cruzaban la isla en trescientos veinte kilómetros de vías transitables. Y, por supuesto, arrasó el antiguo Seaforth Lodge que había en la montaña, con vistas al pueblo, para construir ese falso castillo estilo Tudor.
Es un edificio extraordinario de granito rosa, con torretas, torres y muros almenados. Domina la colina sobre el puerto, y debe de constituir la estampa más inesperada de todo el archipiélago de las Hébridas.
Claro que en esa época yo no conocía la historia al completo. El castillo Lews estaba allí, como si hubiera estado toda la vida. Lo aceptabas, de la misma forma que aceptabas los acantilados que formaban el Butt o las magníficas playas de Scarasta y Luskentyre.
Esa noche se alzaba, tenebroso, entre los árboles que había en la cima, y solo se veía luz en contadas ventanas. Calum y yo eludimos la entrada principal, un inmenso porche abovedado que conducía a unas enormes puertas dobles, y nos encaminamos hacia la parte de atrás, donde Calum había quedado con Angel, junto al anexo de una sola planta que servía de cuarto de calderas. Ciertamente, en cuanto llegamos al patio estrecho y largo que separaba el cuarto de calderas de la lavandería, una figura se movió en las sombras y nos llamó con un gesto.
—¡Vamos, deprisa! —Me sorprendió ver que se trataba de Artair. La sorpresa fue mutua—. ¿Qué estás haciendo aquí? —me susurró al oído.
—Cuidar de Calum —respondí.
Pero él se limitó a menear la cabeza.
—¡Mira que eres capullo! —Y mis malos presentimientos aumentaron.
Artair abrió una puerta roja que daba a un pasillo corto y tenebroso. Olía a repollo pasado. Enseguida comprendí por qué, ya que Artair nos indicó silencio con un gesto y nos condujo a través de las cocinas, medio en penumbra, hasta salir a lo que se había dado en llamar el largo corredor, que recorría casi toda la longitud de la fachada del castillo, débilmente iluminado por las luces nocturnas. Cuando pasábamos por lo que antaño había sido la biblioteca y luego la sala de baile, me dije que si nos descubrían en algún momento lo más probable era que fuera allí. No había donde esconderse en los casi sesenta metros de pasillo. Cualquiera de las puertas que se hallaban a ambos lados, y en los dos extremos, podía abrirse en cualquier momento, lo que nos dejaría atrapados sin remisión.
De manera que respiramos aliviados cuando alcanzamos la escalera principal del final del pasillo y seguimos a Artair por los anchos escalones de piedra, subiéndolos de dos en dos hasta el primer piso. Una estrecha escalera de caracol nos llevó al segundo. Artair nos guió a través de más pasillos oscuros y puertas hasta otro corredor que conducía a un ventanal, en el extremo norte del castillo. Ahí, al amparo de las sombras, un grupo de chicos nos esperaba impaciente. Más de media docena. Las linternas nos enfocaron las caras al tiempo que yo veía las suyas. A algunos los conocía, a otros no. Murdo Ruadh y Angel estaban allí.
—¿Qué estás haciendo aquí, huerfanito? —farfulló Angel en un susurro ronco, como un eco de las palabras de Artair.
—Solo quiero asegurarme de que Calum no recibe ningún daño.
—¿Y por qué iba a recibirlo?
—Dímelo tú.
—Escucha, listillo. —Angel me agarró de las solapas de la chaqueta—. Esa putita se meterá en la bañera en menos de cinco minutos. Así que no tenemos mucho tiempo.
—No pienso subir al tejado con él. —Me liberé de su agarre.
—Y una mierda. —Murdo me soltó el aliento en la cara—. ¿Quieres que el bedel se entere de que hay un intruso en el castillo? ¿Comprendes lo que te digo?
—Por mí ya puedes llamar al bedel —repuse—. Así el plan que tienes, sea cual sea, se joderá del todo.
Murdo me miró, pero como yo había desmontado su bravata no tenía respuesta. Angel abrió la ventana y salió a la escalera de incendios.
—Vamos, Calum. Sal.
—No, Calum —dije—. Te están tendiendo una trampa.
—¡No te metas donde no te llaman, huerfanito! —Los ojos de Angel proyectaban deseos asesinos cuando me miró desde el otro lado del ventanal. Luego la expresión amenazadora se suavizó; esbozó una sonrisa y se dirigió al tembloroso Calum—: Venga, hijo. Esto no es ninguna trampa. Solo queremos proporcionarte una buena vista. Y si no te das prisa, te la perderás.
Calum soslayó mi mirada de desaprobación y salió a la escalera de incendios, que dejó escapar un quejido metálico cuando seguí sus pasos. Todavía existía la posibilidad de convencerlo de que lo dejara correr.
A partir de la plataforma del segundo piso, los escalones descendían hasta un pequeño descansillo y regresaban a la plataforma del primer piso que estaba justo debajo. Desde allí los peldaños subían hacia el tejado del porche de la entrada, y en la otra dirección descendían y rodeaban el muro hacia la parte frontal del castillo. Una escalera plegable estaba apoyada en la pared, pegada a la ventana. Angel sacó la extensión de la escalera hasta casi desplegarla del todo, apretó las tuercas para fijarla y volvió a apoyarla contra la pared, ajustando el ángulo para que subir resultara más fácil.
—Adelante.
Calum miró hacia arriba. La escalera llegaba hasta una repisa situada a casi noventa metros de distancia de las almenas del tejado. Vi el pánico en sus ojos.
—No puedo.
—Claro que puedes. —La voz de Angel sonaba tranquilizadora.
Calum parecía un conejillo asustado.
—Ven conmigo, Fin. No se me dan bien las alturas.
—Pues podrías haberlo pensado antes de venir, joder —susurró Murdo a través de la ventana.
—Oye, no tienes por qué hacerlo, Calum —dije—. Volvamos a casa.
No estaba preparado para la violencia con que Angel me empujó contra la pared.
—Sube con él, huerfanito. Asegúrate de que no se hace daño. —Noté su saliva en la cara—. A eso has venido, ¿no?
—¡No voy a subir al tejado!
Angel se inclinó y me susurró al oído, casi de manera íntima:
—Huerfanito, o subes por las buenas, o bajas. Por las malas.
—Fin, por favor —insistió Calum—. Tengo demasiado miedo para hacerlo solo.
No vi que tuviera ninguna otra salida. Me zafé de las manos de Angel.
—Vale.
Miré hacia el tejado, maldiciéndome por haber accedido a venir. De hecho, no parecía muy complicado subir por la escalera y luego apoyarte en una de las almenas para saltar al tejado. El tejado era plano, y una vez estabas arriba no había riesgo de caer, ya que las propias almenas formaban un muro de contención.
—Nos estamos quedando sin tiempo —dijo Angel—. Y cuanto más estemos aquí, más posibilidades hay de que nos atrapen.
—Venga, Calum —dije—. Terminemos con esto.
—¿Subes conmigo?
—Te sigo. —Lancé una mirada a través de la ventana en busca de Artair. Este se encogió de hombros, como diciendo que no era culpa suya que yo hubiera decidido meterme en ese fregado.
—En cuanto estéis arriba veréis el tejado a dos aguas de la buhardilla. Es el tragaluz del cuarto de baño. Sabréis cuál es cuando se encienda la luz.
Yo no dejaba de preguntarme dónde estaría el truco. Qué íbamos a encontrar de verdad ahí arriba. Pero ya no había vuelta atrás. Al menos, de momento había dejado de llover y la luz de la luna facilitaba la visión.
Calum se subió a la escalera, haciéndola temblar bajo su peso, y sus crujidos rebotaron en la salida de incendios.
—Por el amor de Dios, no hagas ruido —le ordenó Angel en un susurro impostado, al tiempo que agarraba la escalera para mantenerla firme. Luego se volvió hacia mí—: Vale, huerfanito, ahora te toca a ti. —Sonrió, y supe que todo aquello acabaría en un mar de lágrimas.
Como había previsto, resultó relativamente fácil acceder al tejado desde la escalera. Incluso para Calum. Me uní a él, agachándome en la superficie plana de piedra, y a través de las almenas distinguimos una vista panorámica de todo el puerto. Las barcas tenían algo irreal, como botes de juguete alineados contra el muelle, y por encima de la montaña se extendía la ciudad: tiras de farolas formando las líneas de las calles, dispuestas en el clásico estilo de parrilla cruzada. En algún lugar, hacia el Minch, vimos las luces de un remolcador que avanzaba con firmeza en dirección norte a través de un fiero oleaje.
A la luz de la luna el tejado a dos aguas se me reveló sin problemas. Había un par de tragaluces, pero en ninguno se apreciaba luz.
—¿Y ahora qué? —susurró Calum.
—Ahora esperamos a ver qué luz se enciende.
Nos agachamos con las espaldas contra las almenas y las rodillas pegadas al pecho para entrar en calor. Esperamos. Miré la hora. Eran poco más de las diez. Oí risas y crujidos procedentes de la escalera de incendios y tuve la tentación de abandonar la empresa y descender. Pero la idea de Angel esperándonos a los pies de la escalera fue suficiente para decidirme a concederle otros cinco minutos.
De repente se encendió una luz en el tragaluz más cercano, y un rectángulo amarillo se proyectó sobre el tejado. Los ojos de Calum centelleaban de emoción.
—Tiene que ser ella. Vamos. —Envalentonado de repente, avanzó por el tejado hacia el tragaluz.
Me dije que, ya que estaba allí, bien podía echar un vistazo. De manera que lo seguí, y estuvimos un minuto o más agachados bajo la ventana, intentando hacer acopio de valor para levantar las cabezas hacia la luz y asomarnos al interior. Oíamos el ruido del agua de la ducha y a alguien que se movía justo debajo del tragaluz.
—Tú primero —dije—. Es mejor que te apresures antes de que el vapor empañe el cristal y no se vea nada.
Una mirada preocupada turbó el semblante de Calum.
—No había pensado en eso. —Muy despacio se apoyó en el tejado inclinado hasta ponerse de puntillas, y vi cómo acercaba la cara al tragaluz. Oí una imprecación, y luego lo tuve agachado a mi lado otra vez, con el semblante enfurecido. Creo que nunca lo había visto tan enfadado—. ¡Cabrones! ¡Malditos hijos de puta! —Tampoco le había oído nunca decir esas cosas.
—¿Qué pasa?
—Míralo tú mismo. —Apenas podía respirar de la indignación—. ¡Cabrones!
Así que me incorporé hasta apoyar la cara a la altura de la ventana. Justo al mismo tiempo en que alguien, al otro lado, levantaba el pestillo y la abría de par en par. Me encontré cara a cara con una mujer gorda de tez pálida, que solo llevaba puesto un gorro de ducha de color rosa. La expresión sobresaltada de su semblante podría haber sido el reflejo del mío propio. No estoy seguro de si oí mi grito o el suyo, pero ambos chillamos, de eso estoy seguro, y ella retrocedió por el susto y cayó dentro de la bañera: una montaña de carne blanca y trémula que desplazó litros de agua caliente por todo el suelo. Por un instante me quedé paralizado, sin poder apartar la vista de aquella mujer gorda y desnuda que flotaba en la bañera. Tenía al menos sesenta años. Mi cara debió de resultar visible a la luz del cuarto de baño, porque ella también me miraba, espatarrada en la bañera. No tenía ningunas ganas de ver lo que escondían esas piernas, pero me descubrí con la mirada fija en ella, horrorizado y fascinado a la vez. Ella tomó aire, una bocanada jadeante que hizo temblar sus enormes y flácidos pechos, y gritó como un cerdo en el matadero. Pensé que me iban a reventar los tímpanos. Bajé de golpe hacia el tejado y casi caí encima de Calum.
Tenía los ojos como platos.
—¿Qué ha pasado?
Meneé la cabeza.
—No importa. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
Oí sus gritos —«¡ayuda!», «¡que me violan!»—, y no pude evitar pensar que qué más querría ella. Las luces se encendían en todo el tejado. Corrí hacia el lugar donde teníamos la escalera con Calum jadeando detrás de mí. Me metí entre las almenas, me volví y dejé caer la pierna esperando tocar el peldaño superior antes de percatarme de que no estaba allí.
—¡Mierda!
—¿Qué sucede? —Calum estaba aterrado.
—Esos cabrones han quitado la escalera.
Así que ese era su plan. Dejarnos atrapados en el tejado. Debían de saber que Anna no se bañaría esa noche. Tal vez incluso estuviera compinchada con ellos. Lo que ninguno de ellos podía haber previsto, de todos modos, era que nos vería la señora gorda que sí se dio un baño. Ya no había escalera, estábamos atrapados en el tejado, y el castillo en pleno se hallaba en estado de alerta. Era cuestión de tiempo que nos encontraran, y entonces nos la cargaríamos con todo el equipo. Volví al tejado, debatiéndome entre la ira y la humillación que se nos venía encima.
—¡No podemos quedarnos aquí! —Calum estaba poseído por el pánico—. Nos encontrarán.
—No tenemos otra opción. No hay forma de bajar, a menos que de repente te hayan crecido alas.
—¡No podemos dejarnos atrapar! ¡No podemos! —Se estaba poniendo histérico—. ¿Qué dirá mi madre?
—Creo que esa es la menor de tus preocupaciones, Calum.
—Dios, Dios —repetía una y otra vez—. Hay que hacer algo.
Se subió a las almenas y lo agarré.
—¿Qué haces?
—Si llegamos a la repisa, podemos saltar desde allí hasta la escalera de incendios. No son más de tres metros. —Y eso salía de un chico que solo diez minutos antes proclamaba su pánico a las alturas.
—¿Estás loco? Calum, es demasiado arriesgado.
—No, podemos hacerlo. Podemos.
—¡Dios, Calum, no!
Pero no pude hacer nada para detenerlo. Se agarró con una mano a cada lado del hueco y se descolgó hasta que los pies rozaron la repisa. Ya se encendían las luces de la torre norte. La mujer seguía gritando, pero su voz se oía más lejana. La imaginé corriendo desnuda por el pasillo y me estremecí ante la idea.
Vi que Calum miraba hacia abajo, y cuando volvió la cara hacia mí su rostro era una sábana blanca, pálido bajo la luz de la luna. Había una mirada extraña en sus ojos y el estómago me dio un vuelco. Presentí que algo malo iba a pasar.
—Fin, me equivocaba. No puedo hacerlo. —Su voz era temblorosa, sin aliento.
—Dame la mano.
—No puedo moverme, Fin. No puedo moverme.
—Sí puedes. Solo dame la mano y te subiré al tejado otra vez.
Pero él no paraba de menear la cabeza.
—No puedo. No puedo. No puedo.
Sin poder creerlo, vi cómo se soltaba y desaparecía de mi vista. Me quedé paralizado, como si me hubiera vuelto de piedra. Se hizo un silencio sobrecogedor, que quedó roto por un terrorífico impacto en la escalera de incendios. Calum no había emitido el menor gemido. Debió de transcurrir casi medio minuto antes de que me atreviera a asomar la cabeza. Se había pasado de la plataforma del segundo piso y había caído un piso más abajo, chocando de espaldas contra la barandilla y deslizándose hasta llegar a la parrilla metálica. Su cuerpo estaba doblado, en un ángulo poco natural. No se movía.
Ese fue el peor momento de mi vida. Cerré los ojos y recé con fervor para que todo fuera una pesadilla de la que era posible despertar.
—¡Macleod! —Mi nombre llegaba desde abajo y oí un chasquido en la escalera de incendios. Al abrir los ojos vi a Angel en la plataforma. Había vuelto a colocar la escalera y se esforzaba por sacar la extensión. El borde de la escalera arañó la pared, justo bajo las almenas—. ¡Macleod! ¡Joder, baja ya!
Yo seguía siendo de piedra, del mismo granito de las paredes, parte de ellas, encerrado allí por los siglos de los siglos. No conseguía apartar los ojos del pobre Calum, torcido y boca abajo, a nueve metros de distancia.
—¡Macleod! —Angel casi gritó mi nombre.
Mis venas congeladas se llenaron de nuevo de sangre y empecé a sufrir unos temblores incontrolados. Pero al menos pude volver a moverme. Y con piernas temblorosas me descolgué como un autómata a través de las almenas y apoyé los pies en la escalera. Bajé más rápido de la cuenta, con las manos quemándome al contacto con el frío metal. Apenas había llegado a la plataforma cuando Angel me agarró de la chaqueta. Su cara estaba a centímetros de la mía. Su aliento olía a tabaco y por segunda vez esa noche sentí su saliva en mi rostro.
—No dirás una palabra. ¡Ni una puta palabra! Nunca has estado aquí, ¿vale? —Y cuando no contesté, acercó aún más su cara—. ¿Vale? —Asentí—. De acuerdo, vamos. Baja por la escalera de incendios. Ni te molestes en mirar atrás.
Me soltó y empezó a bajar a través de la ventana, dejando la escalera donde estaba, apoyada contra la pared. Distinguí unas caras asustadas en medio de la oscuridad. Aun así, me quedé quieto. Angel me echó una mirada desde dentro. Y por primera vez en mi vida vi miedo en esa cara. Miedo de verdad.
—¡Baja! —Cerró la ventana de golpe.
Entonces di media vuelta y bajé corriendo por la escalera de incendios hasta llegar a la plataforma del primer piso. Allí me paré. Tenía que pasar por encima del cuerpo de Calum para alcanzar el siguiente tramo de la escalera. Pude verle la cara. Pálida e inerte, como si durmiera.
Y entonces vi la sangre que salía de su nuca y teñía de rojo el metal: densa y oscura, como la melaza. Me llegaban voces desde algún lugar de abajo y se encendieron las luces de la puerta principal. Me arrodillé y le toqué la cara. Aún estaba caliente, y su pecho subía y bajaba. Respiraba. Pero no podía hacer nada por él. Lo encontrarían en cuestión de minutos. Y también a mí si no me iba. Pasé con cuidado por encima de él y bajé corriendo el tramo final de la escalera, tan deprisa como pude, saltando la última media docena de escalones, y luego busqué desesperadamente un escondrijo entre los árboles. Oí que alguien gritaba, y pasos que corrían sobre la grava. Pero no miré atrás. Y no paré de correr hasta llegar al puente y al centro social. A lo lejos se oía el lamento de una sirena y vi la luz azul de una ambulancia que centelleaba entre los árboles en dirección al castillo. Me apoyé en la barandilla del puente, con fuerza, para que las piernas no se me doblaran, y vomité en el río Bayhead. El gélido viento de febrero me helaba las lágrimas, y por fin me apresuré a llegar a la carretera principal donde emprendí el largo y fatigoso camino que subía por Mackenzie Street hasta Matheson Road. La mayoría de las casas tenían las luces encendidas, y me sentí como si fuera el único ser vivo de todo Stornoway. Cuando por fin me encontré en Ripley Place, oí la lejana sirena de la ambulancia que iba entonces del castillo hacia el hospital. Si hubiera creído en los milagros, le habría pedido uno a Dios allí mismo. Quizá la culpa de todo sea mi falta de fe.
Esa fue la última vez que lo vi y he vivido con el recuerdo de ese momento desde entonces. Esa cara blanca como el yeso salpicada de pecas. La mata de rizos pelirrojos. La sangre como melaza mojando el metal. Aquella torsión imposible de su cuerpo, inerte bajo la luz de la luna.
Lo trasladaron a una unidad especializada de Glasgow. Circuló la noticia de que se había roto la columna y de que no volvería a andar. No regresó al colegio. Durante los primeros meses permaneció en el continente sometido a terapia intensiva. Es sorprendente lo rápido que cicatrizan las heridas abiertas. Cuando quedó claro que las circunstancias reales que rodearon a lo que había sucedido esa noche no saldrían nunca a la luz, nuevos recuerdos reemplazaron a los viejos y en carne viva, como una nueva capa de piel, y el pobre Calum fue desvaneciéndose poco a poco de nuestras conciencias. Hasta convertirse en una de esas viejas cicatrices que solo duelen cuando te acuerdas de ella.