Capítulo 12

Las montañas de Harris se alzaban ante ellos, atravesando la oscura nube baja y haciéndole unos grandes agujeros que revelaban asombrosos retazos de un azul intenso e irregulares tiras blancas. El sol iluminaba parte de las aguas de un lago, que centelleaban en la montaña. Al doblar la curva vieron un viejo refugio abandonado: era una estampa tan eterna como la de la propia isla.

—Y hay gente que prefiere soportar el tráfico de la M25 durante dos horas todos los días —dijo George Gunn—. Menudos chiflados, ¿eh?

Fin asintió, aunque pensó que él podía contarse entre esos chiflados. ¿Cuántas horas de su vida perdía en atascos por las calles de Edimburgo? La carretera de Uig serpenteaba a través de uno de los paisajes más bellos e inhóspitos de la tierra. Pero a medida que se acercaban las montañas, envueltas en niebla y humedad, pintadas de azul, púrpura y verde intenso, de ellas se desprendía una desasosegante sensación de amenaza: a la sombra de ese hosco esplendor, Fin se descubrió sumido en la misma melancolía con que se había despertado.

A su regreso al hotel de Stornoway se había dado una larga ducha de agua caliente, con la que intentó quitarse de encima los recuerdos de la noche anterior. Pero estos se obstinaban en seguir ahí, acosándolo… La imagen del joven Fionnlagh, tan parecido al joven Fin, inquieto y preocupado ante la perspectiva de su primer viaje a An Sgeir. También estaba la sorpresa ante el cambio percibido en su viejo amigo: aquel Artair de piel joven, antaño malicioso y lleno de vida, era en el presente un tipo con sobrepeso, bebedor y blasfemo, atrapado en un matrimonio sin amor, que cargaba con una madre inválida y un hijo que no era suyo. Y Marsaili… Pobre Marsaili, castigada por los años y por la vida, débil y cansada.

Sin embargo, en aquellos momentos que compartieron a solas en la mesa, él había vuelto a descubrir a la antigua Marsaili: asomaba en el brillo de sus ojos, en su sonrisa, en el roce de los dedos sobre su cara. Y el mismo ingenio sarcástico de siempre que él tanto había adorado.

Gunn se percató de que su compañero estaba distraído y lo miró de reojo.

—Un penique por sus pensamientos, señor Macleod.

Fin salió de su ensimismamiento y se obligó a sonreír.

—Yo no gastaría el dinero si fuera tú, George.

Se internaron en un largo barranco, tallado en la roca sólida por la incansable fuerza del mar a lo largo de millones de años. Un río antes caudaloso y ya reducido a un hilo de agua entre las piedras. Al salir de las sombras, vislumbraron por primera vez la playa de Uig a través de una hendidura en la tierra. Hectáreas de arena blanca. Ni siquiera se veía el océano.

Gunn se alejó de la orilla, tomando un camino que pasaba sobre una rejilla para el ganado y ascendía hacia las montañas, en paralelo a un río ancho y caudaloso cuyas aguas chocaban contra afilados pedazos de piedra que ascendían desde su lecho en forma de peldaños.

—¿Les llega mucho salmón fresco a Edimburgo, señor Macleod?

—No. Estos días parece que solo conseguimos el de granja.

—Ah, no es lo mismo, ¿eh? Con todos esos conservantes y antibióticos, y los pobres peces nadando en círculos. La carne es tan blanda que puedes atravesarla con los dedos. —Echó un vistazo al río que corría a su lado—. Supongo que por eso hay tantos tipos dispuestos a pagar un buen dinero por pescar uno de verdad.

—Y también por eso hay muchos otros que se arriesgan a hacerlo sin permiso. —Fin evitó mirar a Gunn—. ¿Has probado salmón del bueno en los últimos tiempos, George?

Gunn se encogió de hombros.

—Bueno, ya sabe, señor Macleod, de vez en cuando cae alguno. Mi mujer conoce a alguien que nos los proporciona.

—¿Tu mujer?

—Sí. —Gunn lo miró disimuladamente—. Yo no pregunto, señor Macleod. Lo que uno no sabe, no le hace daño.

—La ignorancia no exime del cumplimiento de la ley.

—Ya, y a veces la ley es un incordio. Dios no puso el mejor salmón del mundo en nuestros ríos para que un inglés pueda venir y cobrar a otros ingleses una verdadera fortuna a cambio de dejarles que se lo lleven.

—¿Y si supieras de alguien que se dedicara a la pesca furtiva?

—Oh, lo detendría sin dudarlo —afirmó Gunn con seguridad—. Es mi trabajo. —Mantuvo los ojos puestos en la carretera—. Quizá le apetezca cenar conmigo y con mi mujer esta noche, señor Macleod. Me atrevería a decir que ella podría conseguir una ración de salmón genuino de alguna parte.

—Una oferta tentadora, George. Igual te tomo la palabra. Pero esperemos a ver cómo va el día primero. Nunca se sabe, tal vez me embarquen en un avión esta misma tarde.

La carretera ascendía, y por debajo, enclavado en la orilla de un diminuto lago en forma de garabato gris, estaba Suainaval Lodge rodeado por un puñado de pinos escoceses, que crecían al abrigo de las montañas circundantes. La finca ocupaba el terreno de lo que antaño debía de haber sido una vieja granja, a la que se habían anexionado otras tierras y más construcciones. Era una propiedad impresionante, recién pintada de un brillante color blanco que la hacía destacar sobre el tenebroso paraje. Una carretera asfaltada descendía hasta una zona de aparcamiento situada a un lado de la casa y hasta un embarcadero, donde se veían unas cuantas barcas flotando en las erizadas aguas del lago. Solo había un vehículo aparcado, un desvencijado Land Rover. Gunn paró a su lado y ambos se apearon del coche. Un individuo corpulento vestido con un mono azul y una chaqueta de lana, con una gorra a juego sobre la cara rubicunda y redonda, se apresuró a salir de la casa.

—¿Puedo hacer algo por vosotros, tíos?

A Fin le pareció que debía de rondar los cuarenta, pero no resultaba fácil saberlo. Tenía la cara curtida y surcada de venitas. El pelo que asomaba bajo la gorra era pelirrojo, salpicado de blanco.

—Policía —dijo Gunn—. De Stornoway.

El hombre soltó un suspiro de alivio.

—Vaya, me alegro de oírlo. Creí que eran los del ministerio que se presentaban un día antes.

—¿De qué ministerio? —preguntó Fin.

—Agricultura. Vienen a contar las ovejas para calcular el subsidio. Ayer estuvieron en la granja de Coinneach Iain, y aún no me ha dado tiempo de trasladar sus animales aquí. —Señaló con la cabeza un pequeño establo que había en la orilla opuesta y un pedazo de tierra vallado que ascendía colina arriba. Se distinguían unas cuantas ovejas blancas entre los brezos.

Fin frunció el entrecejo.

—Ahí ya hay ovejas.

—Ah, sí, esas son mías.

—Entonces, ¿para qué quiere trasladar las de Coinneach Iain hasta aquí?

—Para que el enviado del ministerio piense que tengo el doble de las que tengo y me dé el doble de subsidio.

—¿Quiere decir que las mismas ovejas se cuentan dos veces?

—Claro. —Parecía sorprendido ante la lentitud de comprensión de Fin.

—¿Cree que debería contárnoslo?

—Bah, no es ningún secreto. —El hombre hablaba con cierto desdén—. Lo sabe hasta el tipo del ministerio. Si están las ovejas cuando llega, las cuenta. Es la única forma de salir adelante. Por eso he tenido que coger este empleo en la finca.

—¿De qué trabajo se trata? —preguntó Gunn.

—Soy el guarda. Cuido del lugar cuando sir John no está.

—¿Sir John qué? —dijo Fin.

—Wooldridge —dijo el guarda con una carcajada—. Me ha dicho que lo llame Johnny, pero no me sale, siendo sir y todo eso. —Extendió una mano grande—. Soy Kenny, por cierto. —Sonrió—. Otro Coinneach, así que la gente me llama Kenny. Gran Kenny.

Fin consiguió liberar su mano estrujada del potente apretón de la monstruosa garra de Kenny.

—Bueno, Gran Kenny —dijo, mientras flexionaba los dedos—. ¿Está Johnny por aquí?

—Oh, no. Sir John nunca está en verano. Siempre trae a un grupo en septiembre. El otoño es mejor para la pesca.

Gunn sacó una hoja de papel doblada y la desdobló.

—¿Y qué hay de un tal James Minto?

El rostro de Gran Kenny se ensombreció, las venitas que le rodeaban la nariz se volvieron de un color morado oscuro.

—Oh, sí. Él sí que está por aquí. Siempre ronda por aquí.

—No parece particularmente complacido por eso —comentó Fin.

—Mire, yo no tengo nada en contra de ese tipo, señor. Pero no le cae bien a nadie. Alguien tenía que poner coto a los pescadores furtivos, y supongo que él ha hecho un buen trabajo. Pero hay maneras y maneras de hacer las cosas. Usted ya me entiende.

—¿Y a ti no te gusta la suya? —dijo Gunn.

—Pues no, señor, a mí no.

—¿Dónde podemos encontrarlo? —preguntó Fin.

—Está en una vieja finca que hay entre las dunas, al sur de la playa de Uig. —Se detuvo de golpe al recordar con quién estaba hablando. Frunció el ceño—. ¿Qué ha hecho? ¿Se ha cargado a alguien?

—¿Le sorprendería? —dijo Fin.

—Pues no, señor, para nada. No me sorprendería en lo más mínimo.

La pequeña finca de Minto, situada entre las dunas al final de la carretera de la costa, había sido un alojamiento vacacional. Disfrutaba de vistas a la playa de Uig, desde el lejano océano al oeste hasta el Uig Lodge, en el este, una impresionante finca con coto de caza que se alzaba en espléndido aislamiento sobre un risco con vistas a la playa, ante montañas que ascendían en capas ondulantes, azules y de un tono púrpura pastel, como si fueran recortes de papel dispuestos uno encima de otro. Justo enfrente, en el extremo más alejado de la playa, había un grupo de edificios pintados de blanco en Baile-na-Cille, el lugar de nacimiento de Kenneth Mackenzie, el profeta escocés.

—Claro que en gaélico lo conocemos como Coinneach Odhar —le había explicado su padre a Fin—, y el mundo como el Vidente de Brahan.

Fin recordaba con claridad meridiana ese día que, sentado en el borde del machar mientras su padre montaba la cometa, oyó la historia del fantasma que, al regresar a su tumba una noche en Baile-na-Cille, había dicho a la madre de Coinneach que buscara una piedrecita redonda y azul en un lago cercano.

—Le dijo que si entregaba esa piedra a su hijo y él se la acercaba al ojo, podría ver el futuro.

—¿Y ella la encontró? —había preguntado Fin a su padre, con los ojos muy abiertos.

—Sí, hijo, lo hizo.

—¿Y él de verdad pudo ver el futuro?

—Predijo muchas cosas, Fionnlagh, que luego se han cumplido —le dijo su padre, y se embarcó en una lista de profecías que no significaban nada para el pequeño Fin.

Pero a día de hoy, un Fin adulto contempló las tumbas del lejano machar y recordó una profecía que su padre no había vivido para ver cumplida. El Vidente de Brahan había escrito: «Cuando los hombres en coches sin caballos vayan a Francia por debajo del mar, Escocia se verá libre de toda opresión». Cuando él y su padre volaban cometas en la playa, el túnel del canal de la Mancha era apenas un proyecto difuso en la mente de Margaret Thatcher, y ni siquiera el más ferviente nacionalista podría haber predicho la instauración de un Parlamento escocés en Edimburgo antes de fin de siglo. Coinneach Odhar había terminado en la hoguera, acusado de brujería, trescientos años antes.

—Este sitio tiene algo mágico —dijo George Gunn, alzando la voz para ser oído por encima de un viento que erizaba los laicos arbustos del machar como si fueran las aguas ondulantes del océano.

—Sí, así es. —Y Fin pensó en el granjero que había encontrado el Ajedrez de Lewis enterrado en las arenas de Uig, hecho con colmillos de morsa por los noruegos en el siglo XII. Y pudo imaginar que, como rezaba la leyenda, el granjero pensó que esas figuras eran elfos y gnomos, los diminutos espíritus del folclore celta, así que dio media vuelta y puso pies en polvorosa.

Un hombre salió por la puerta principal de la caseta justo cuando ellos se apeaban del coche. Vestía pantalones militares metidos en botas negras hasta la rodilla y una gruesa chaqueta de lana con parches de cuero en codos y hombros. Apoyada en el brazo llevaba una escopeta y una cartera de lona le colgaba del hombro. Tenía el pelo negro, rapado al uno, y la cara afeitada. Pero ni siquiera un intenso bronceado conseguía ocultar los restos amarillentos de las magulladuras ni las cicatrices, ya en proceso de curación, en sus labios partidos. Sus ojos eran de un llamativo color verde, y Fin decidió que debía de tener su misma edad. El hombre se detuvo un momento, cerró la puerta y se encaminó hacia ellos haciendo gala de una leve cojera.

—¿Puedo ayudarles en algo, caballeros? —Hablaba en voz baja, su suave acento cockney apenas se percibía bajo el rumor del viento. Pero la voz no reflejaba la cautela que se vislumbraba en sus extraños ojos verdes, ni la tensión que Fin notaba en su cuerpo y sus movimientos: un aire felino, contenido pero listo para saltar.

—¿James Minto? —dijo Fin.

—¿Quién lo pregunta?

—El inspector de policía Finlay Macleod. —Fin hizo un gesto señalando a Gunn—. Y el agente George Gunn.

—¿Identificación? —Minto seguía mirándolos con cautela. Ambos mostraron sus credenciales, y él asintió después de observarlas—. Muy bien, lo han encontrado. ¿Qué quieren?

Fin señaló la escopeta.

—Supongo que tiene permiso para eso.

—¿Usted qué cree? —La precaución se convertía en hostilidad.

—Creo que le he hecho una pregunta que no ha contestado.

—Sí, tengo permiso.

—¿Contra qué piensa disparar?

—Contra conejos, si es que es asunto suyo, inspector. —Hacía gala de la actitud de un soldado raso que demostrara su desdén por un oficial de mayor rango.

—No contra pescadores furtivos.

—No disparo contra esos. Los atrapo y se los paso a ustedes.

—¿Dónde estaba el sábado entre las ocho y la medianoche?

Por primera vez a Minto le flaqueó la seguridad en sí mismo.

—¿Por qué?

—Las preguntas las hago yo.

—Pues no voy a contestarlas a menos que me dé una buena razón.

—Si no contesta, lo esposaré, lo meteré en el coche y lo llevaré a Stornoway, donde se le acusara de obstrucción a una investigación policial.

—Inténtalo si tienes huevos, tío, y acabaras con dos brazos rotos.

Fin había leído el informe que Gunn había sacado de Minto. Exmiembro de las fuerzas aéreas especiales, había servido en el Golfo y en Afganistán. Algo en la voz de Minto le indicó que hablaba en serio. Fin mantuvo el tono de voz sereno:

—Amenazar a un agente de policía es un delito, señor Minto.

—Pues espósame y méteme en el coche.

Fin se sorprendió al oír el tono de tranquila amenaza que destilaba la voz de Gunn.

—Creo que será mejor que conteste a las preguntas del señor Macleod, señor Minto, o será usted quien acabara con los brazos rotos, porque se los partiré mientras le pongo las esposas.

Minto le lanzó una mirada que expresaba reconocimiento. Hasta entonces había prestado poca atención a Gunn. Si lo había catalogado como un simple agente sin importancia, estaba cambiando de opinión a marchas forzadas. Tomó una decisión.

—El sábado por la noche me quedé en casa. Viendo la tele. Aunque no es que la señal sea muy buena por aquí. —Apartó la mirada de Gunn y volvió a posarla en Fin.

—¿Alguien puede confirmarlo? —dijo Fin.

—Sí, como si tuviera un montón de colegas por Uig. No paran de pasar por casa para charlar y tomarse una cerveza.

—Entonces, ¿estuvo solo?

—Vaya, es listo como el hambre.

—¿Qué programas vio? —preguntó Gunn, con la autoridad de alguien que, probablemente, había estado viendo la tele el sábado por la noche.

Minto le lanzó una mirada desconfiada.

—¿Cómo coño voy a saberlo? La puta tele es siempre igual. Un asco. —Los miró alternativamente—. Miren, cuanto antes me pregunten lo que de verdad quieren saber, antes se lo diré, y podremos poner punto final a este jueguecito, ¿de acuerdo?

—Quizá deberíamos seguir jugando dentro —dijo Fin—. Y así podría hacernos una taza de té. —Parecía una buena forma de romper las hostilidades.

Minto se lo pensó solo un momento.

—Sí, de acuerdo. ¿Por qué no?

Para ser un hombre que vivía solo, Minto mantenía la casa en perfecto orden. El minúsculo salón era espartano y estaba limpio, libre de cuadros o adornos a excepción de un tablero de ajedrez que había sobre una mesita, junto a la ventana, en el que las piezas se hallaban enzarzadas en mitad de un conflicto sobre los cuadrados negros y blancos. Fin atisbó hacia el interior de la cocina mientras esperaba a que Minto saliera con el té. No había un solo plato sucio a la vista. La cubertería estaba pulcramente colgada en la pared, y los trapos habían sido doblados con esmero y puestos a secar sobre un radiador. Minto apareció con una bandeja provista de una tetera y tres tazas con sus respectivos platillos, una jarrita con la leche y el azucarero con terrones de azúcar. Fin no se esperaba tanta delicadeza. Había algo levemente maniático en la meticulosidad de Minto, un orden y una disciplina que quizá había aprendido durante sus años en el ejército. Fin se planteó qué motivaría a un hombre a instalarse solo en un sitio como ese. La naturaleza de su trabajo ya no podía granjearle muchas amistades. Pero daba la impresión de que el individuo se esforzaba por ganarse enemigos. El Gran Kenny había dicho que no le caía bien a nadie. Y Fin entendía el porqué.

Mientras Minto servía el té. Fin comentó:

—No es fácil jugar al ajedrez contra uno mismo.

Minto miró de reojo el tablero.

—Juego por teléfono. Con mi antiguo comandante.

—Veo que tiene el Ajedrez de Lewis.

Minto sonrió.

—Sí, aunque no es el original, por desgracia. Aún no se me ha ocurrido cómo robarlo del Museo Británico. —Hizo una pausa—. Es bonito, ¿verdad?

«Bonito» no era una palabra que Fin habría esperado oír en labios de Minto. Si en algún momento había sospechado que Minto podía ser sensible a la parte estética de la vida, no le habría creído capaz de apreciarla. Pero si había una cosa que había aprendido Fin en sus años en el cuerpo era que por mucho que creyeras tener calado a alguien, este siempre podía sorprenderte.

—¿Ha visto los originales? Tienen algunas piezas en el Museo Nacional de Escocia, en Edimburgo.

—No he estado nunca en Edimburgo —dijo Minto—. De hecho, de Escocia solo conozco esto. Y no he salido de la isla desde que llegué, hace quince meses. —Fin asintió. Si eso era verdad, Minto quedaría descartado en el caso de Leith Walk—. Al principio creí que venían a decirme que habían pillado a los cabrones que me partieron la cara.

—Me temo que no —declaró Gunn.

—Ya —dijo en tono irónico—. No sé cómo se me ha ocurrido tal cosa. Como todos los polis de por aquí, están más preocupados en cuidar de los suyos. ¿No? —Se sentó, echó dos terrones de azúcar en el té y se sirvió también un poco de leche.

—Muchos de sus pescadores furtivos también acaban señalados —repuso Gunn.

—Muchos de mis pescadores furtivos se molestan cuando los pillan.

—¿Trabaja solo? —intervino Fin.

—No. Sir John tiene en nómina a un par de tipos más. Gente de aquí, ya sabe, que probablemente se pone a pescar en cuanto no estoy delante.

—La nómina de sir John debe de ser bastante considerable —dijo Fin—. Tres de ustedes cobrando sueldos solo por pillar a pescadores furtivos.

Minto se rio.

—Una gota en el maldito océano, tío. ¿Sabe que hay agrupaciones de pescadores que vienen hasta aquí, se alojan en la finca y pagan diez de los grandes a la semana a cambio de un solo pez? Se mueve mucha pasta por temporada, ¿sabe a lo que me refiero? Y esos tipos no están nada contentos si pagan ese dinero y no hay peces en el río. Hace cien años, allá en Grimersta Estate, pescaban más de dos mil salmones al año. Dicen que en esa época el propietario del lugar pilló cincuenta y siete con la misma caña en un solo día. Ahora tenemos suerte si sacamos unos centenares por temporada. El salmón es una especie en extinción, inspector. Y mi trabajo consiste en que no llegue a extinguirse.

—¿Moliendo a palos a cualquiera a quien descubra pescando ilegalmente?

—Eso lo ha dicho usted, no yo.

Fin dio un sorbo al té, pensativo, momentáneamente sobresaltado por el inesperado aroma a Earl Grey. Miró a Gunn, y vio que el agente había vuelto a dejar la taza en la mesa, con el té intacto. Fin se concentró de nuevo en Minto.

—¿Se acuerda de un hombre llamado Macritchie? Lo pilló pescando en la finca hace unos seis meses. Lo entregó a la policía, en bastante mal estado, al parecer.

Minto se encogió de hombros.

—He pillado a unos cuantos en los últimos seis meses, tío. Y todos son Mac-algo. Deme más pistas.

—Fue asesinado el sábado por la noche en Port of Ness.

Por un instante se evaporó cualquier atisbo de la chulería innata de Minto. Una expresión de recelo se dibujó en su semblante.

—Ese es el tío que salía en el periódico el otro día. —Fin asintió—. ¡Por Dios! ¿Creen que he tenido algo que ver con eso?

—Usted recibió una buena paliza hace unas semanas. A manos de un asaltante, o asaltantes, desconocidos.

—Sí, claro, desconocidos porque su gente no ha movido un puto dedo para atraparlos.

—¿No eran simples pescadores con los que se encontró por mala suerte?

—No, venían a darme bien. Estaban esperándome, al acecho.

—¿Por qué no pudo identificarlos? —preguntó Gunn.

—Porque los muy capullos iban enmascarados, por eso. No querían que les viera la cara.

—Lo que significa que se trataba de caras que usted conocía —apuntó Fin.

—¿Sí? ¡No me diga! No se me habría ocurrido nunca. —Minto dio un buen sorbo al té como si así quisiera tragarse el mal sabor dejado por su sarcasmo.

—Pues debe de haber más de uno por aquí que no lo aprecia mucho —dijo Fin.

Y en ese momento Minto vio la luz.

—Ustedes creen que fue ese tipo, Macritchie. Creen que fue él y que yo me lo cargué para vengarme.

—¿Lo hizo?

La risa de Minto carecía de la menor alegría.

—Deje que le diga algo, tío. Si llego a saber quién me hizo esto —se señaló la cara—, me habría ocupado de él deprisa y sin hacer ruido. Y no habría dejado huellas.

Afuera, el viento seguía doblando los arbustos. Las sombras de las nubes corrían sobre millas de arena compacta, y vieron que había cambiado la marea y en esos momentos cubría la orilla a una velocidad indecente. Se pararon al llegar al coche y Fin dijo:

—Me gustaría subir a Ness, George, a hablar con unos cuantos tipos.

—Yo debo volver a Stornoway, señor. El inspector jefe Smith nos tiene muy controlados.

—Supongo que tendré que pedirle un coche.

—Oh, yo no lo haría, señor Macleod. Lo más probable es que se lo niegue. —Gunn vaciló—. ¿Por qué no me lleva a comisaría y luego coge mi coche? Si uno no pregunta, nadie puede decirle que no, ¿no cree?

Fin sonrió.

—Gracias, George. —Abrió la puerta del coche.

—¿Qué opina? —dijo Gunn, señalando la caseta con la cabeza—. De Minto.

—Creo que de no haber sido por el agradable paseo de ida y vuelta, habríamos perdido el tiempo miserablemente. —Gunn asintió. Pero Fin tuvo la impresión de que se trataba más de un gesto de respeto que de asentimiento real—. ¿No estás de acuerdo?

—Bueno, creo que es probable que tenga razón, señor Macleod. Pero ese tipo no me gusta mucho. Me ha dado repelús. Con su entrenamiento tiene que saber usar un cuchillo, y no creo que se lo pensara dos veces antes de hacerlo.

Fin se pasó una mano por su cabello rizado.

—Están bien entrenados, esos tipos de las fuerzas aéreas especiales.

—Sí.

—¿Y crees que podrías haberle roto los brazos?

Gunn le dirigió una mirada y se sonrojó, mientras una débil sonrisa le asomaba a los labios.

—Creo que me habría roto todos los huesos del cuerpo antes de que hubiera dado ni un solo paso hacia él, señor Macleod. —Inclinó un poco la cabeza—. Pero él no tenía por qué saberlo.

La alfarería llevaba a los pies de la colina desde que Fin tenía uso de razón. Cuando se hizo cargo del negocio, Eachan Stewart era un tipo de unos treinta años, con el pelo largo y una mirada airada, y a los chicos de Crobost les había parecido un viejo. Fin y sus compañeros lo consideraban un brujo, y sin que sirviera de precedente hacían caso a sus padres y no se acercaban a la alfarería por miedo a que les echara mal de ojo. Stewart no era oriundo de la isla, aunque se decía que su abuelo era de Carloway, que era el equivalente de Lewis al salvaje oeste americano. Nacido en algún lugar del norte de Inglaterra, había sido bautizado como Hector, pero al reencontrarse con sus raíces había adoptado la versión gaélica del mismo nombre, Eachan.

Cuando aparcaba el coche de Gunn en el arcén de enfrente de la casa, Fin vio a Eachan sentado ante la puerta principal. Ya hacía años que había cumplido los sesenta. Llevaba el cabello igual de largo, pero se le había puesto totalmente blanco, y sus ojos habían perdido fiereza, embotados, como su cerebro, por años de fumar hachís. En el desvencijado tejado de la casa, el cartel pintado de rojo que daba nombre al lugar, The Pottery, se conservaba tal y como lo había colocado treinta años atrás. Un jardín caótico, lleno de la basura acumulada tras años de recoger trastos en las playas, estaba engalanado por una red de pescador de color verde situada entre los carcomidos postes de la valla. Unas estacas de madera blanquecina conducían a una vieja puerta. Habían puesto una viga sobre dichas estacas y la habían sujetado con trozos de cuerda deshilachada, de la que colgaban boyas, flotadores y señales, en colores naranja, rosa, amarillo y blanco, que chocaban entre sí por la acción del viento. Unos arbustos atrofiados y castigados por la corriente se aferraban tercamente a la fina capa de turba donde Eachan los había plantado cuando Fin no era más que un chaval.

En aquella época una de las grandes atracciones que animaban el camino al colegio de los chicos habían sido las misteriosas obras de arcilla que Eachan Stewart había iniciado poco después de su llegada. Durante un período de unos dos años había trabajado el suelo infértil y lleno de juncos que rodeaba la casa, cavando y arrastrando carretillas de tierra por el páramo para formar con ella montañas gigantescas, a diez o doce metros de distancia. Seis en total. Los chicos se sentaban en la colina y lo observaban desde una prudente distancia mientras él las nivelaba y plantaba hierba; al final, asombrados, cayeron en la cuenta de que Stewart se había construido una pista de minigolf de tres hoyos, con zonas de tierra, zonas verdes y banderillas clavadas en los hoyos. Se habían quedado boquiabiertos el primer día que lo habían visto aparecer con el suéter de rombos y la gorra de tela, y una bolsa llena de palos de golf colgada al hombro, para enfrentarse al primer hoyo y estrenar la pista. Tardó solo quince minutos, pero a partir de ese momento se convirtió en una rutina que él cumplía con fervor religioso todas las mañanas, lloviera o hiciera sol. Con el tiempo dejó de ser una novedad para los chavales, que encontraron otras cosas más interesantes de qué ocuparse. Eachan Stewart, alfarero excéntrico, se había fundido con el paisaje y se había vuelto invisible para todos.

Fin se percató de que aquel campo de golf que el alfarero chiflado había construido con esfuerzo tantos años atrás estaba invadido por la maleza, descuidado y abandonado a su suerte. Eachan levantó la vista cuando oyó que la verja rozaba los arbustos. Entornó los ojos con aire inquisitivo mientras Fin se acercaba. Estaba montando móviles de cerámica para colgarlos entre las dos docenas o más que ya tenía alineados delante de la casa. El tintineo de esas coloridas piezas de terracota mecidas por el viento llenaba el aire. Miró a Fin de arriba abajo.

—Bueno, a la vista de esos zapatos diría que es usted policía, joven. ¿Me equivoco?

—No te equivocas, Eachan.

Eachan pareció sorprendido.

—¿Te conozco? —No había perdido el acento de Lancashire a pesar de los años.

—Me conociste. Que me recuerdes o no ya es otro tema.

Eachan le escrutó la cara y Fin creyó oír cómo rodaban los engranajes de su memoria. Acabó meneando la cabeza.

—Tendrás que darme alguna pista.

—Mi tía solía comprarte… ¿cómo decirlo? Algunas de tus piezas más originales.

Los ojos del viejo se iluminaron.

—Iseabal Marr —dijo—. Vivía en la casa nueva que hay al lado del faro. Me encargó unos maceteros grandes de colores primarios para sus flores secas, y fue la única del pueblo que me compró una de mis putas parejas de cerdos. Era una criatura excéntrica, no lo vamos a negar. Dios la tenga en su gloria. —Fin pensó que tenía guasa que Eachan calificara de excéntrica a su tía—. Y tú debes de ser Fin Macleod. Dios, hijo, la última vez que te vi fue cuando ayudé a sacarte del Purple Isle el año que el viejo Macinnes murió en la roca.

Fin sintió que las mejillas se le enrojecían, como si acabaran de propinarle un bofetón. No tenía ni idea de que Eachan hubiera sido uno de los hombres que lo sacó del bote aquel año. No guardaba ningún recuerdo del viaje de regreso de An Sgeir, ni de la ambulancia que lo había llevado a Stornoway por el páramo. Lo primero que recordaba era el roce de las sábanas blancas y almidonadas del hospital y la visión del semblante consternado de una joven enfermera.

Eachan se levantó y le ofreció la mano.

—Me alegro de verte, chico. ¿Cómo te va?

—Todo bien, Eachan.

—¿Y qué te trae hasta Crobost?

—El asesinato de Angel Macritchie.

La afabilidad de Eachan se esfumó de inmediato, sustituida por una reacción de cautela.

—Ya les he dicho a los polis todo lo que sé de Macritchie. —Se volvió bruscamente y entró en la casa, una figura cabizbaja vestida con un pantalón de peto tejano y una de esas camisas de abuelo, mugrienta y de manga larga. Fin lo siguió hacia el interior. La casa constaba de una gran sala que servía de taller, tienda, salón, cocina y comedor. Eachan vivía, trabajaba y vendía sus productos allí. No había un solo hueco en toda la estancia: todas las mesas y estantes estaban llenas de tiestos, copas, platos y figuritas. Donde no había obras de cerámica, había platos sucios y colada por lavar. Cientos de móviles colgaban de las vigas. El horno estaba al fondo, en un rincón, y el retrete se hallaba en un cobertizo exterior, en el jardín. Un perro dormitaba sobre un sofá, que parecía hacer también las funciones de cama, y un hilo de humo se alzaba de un hornillo de acero donde quemaba los carbones, enturbiando la escasa luz que conseguía colarse entre los trastos que había diseminados frente a las ventanas.

—No he venido en misión oficial —dijo Fin—. Y lo que pase aquí solo lo sabremos tú y yo. Lo único que me interesa es la verdad.

Eachan cogió una botella de whisky casi vacía de uno de los estantes de encima de la pila, sacó las hojas de té de una taza sucia y se sirvió un poco.

—La verdad es algo muy subjetivo. ¿Quieres? —Fin meneó la cabeza y Eachan apuró la bebida de un solo trago—. ¿Qué deseas saber?

—Macritchie te pasaba hachís, ¿verdad?

Eachan abrió mucho los ojos, atónito.

—¿Cómo lo sabes?

—La policía de Stornoway sospechaba desde hacía tiempo que Macritchie traficaba con hachís. Y por aquí todos saben que le das al porro de vez en cuando.

Los ojos de Eachan se abrieron aún más.

—¿Lo saben? Me refiero a la policía.

—Incluso la policía, sí.

—En ese caso, ¿cómo es que no me han detenido nunca?

—Porque hay peces más grandes que llevar a la sartén, Eachan.

—Dios. —Eachan se dejó caer en un taburete, como si el hecho de que todos supieran, y hubieran sabido siempre, que fumaba hachís despojara al acto de toda su gracia ilícita. Luego miró a Fin, súbitamente alarmado—. ¿Y crees que eso me da motivos para matarlo?

Fin casi se echó a reír.

—No, Eachan. Creo que te da un buen motivo para mentir por él.

El viejo frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—La violación de Donna Murray. Y ese defensor de los derechos de los animales al que zurraron en la puerta de tu casa.

—Eh, para, para. Espera un momento —protestó Eachan con voz aguda—. Vale. Vale. Lo reconozco. Angel le dio una buena tunda a ese chico. Le vi hacerlo, justo en la puerta de mi casa, tal y como has dicho. Pero no fui el único que lo vio. Y el chico ese me dio pena, no te digo que no, pero se lo había ganado a pulso. Nadie en todo Crobost habría delatado a Angel por eso. —Se sirvió los restos que quedaban de whisky con mano temblorosa—. Pero por lo que se refiere a Donna Murray, esa chiquilla mentía.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque esa noche subí al club social para tomarme una caña antes de que cerraran, y la vi salir, cruzar el aparcamiento y luego tirar carretera arriba. —Se tomó el whisky.

—¿Ella te vio?

—No, no lo creo. Parecía preocupada. Yo estaba al otro lado de la carretera y esa farola lleva meses sin funcionar.

—¿Y?

—Y luego vi salir a Angel. Bueno, lo vi salir haciendo eses, para ser exactos. Tío, estaba como una cuba. Aunque hubiera tenido ganas, no había podido ni con su alma. El aire frío le dio en la cara como si fuera un mazo y se puso a vomitar por toda la acera. No me acerqué a él, te lo aseguro. No quería que me viera. Podía ponerse muy violento cuando había bebido demasiado. De manera que me quedé quieto, bajo esa farola estropeada, y lo observé durante un par de minutos. Él se apoyó en la pared hasta recobrar el aliento y luego tomó la carretera en dirección a su casa. En dirección contraria a Donna Murray. Y yo fui a beberme mi birra.

—¿No viste a nadie más ahí afuera?

—No. Ni a un alma.

Fin se quedó pensativo.

—¿Y por qué crees que lo acusó de haberla violado?

—¿Cómo narices voy a saberlo? ¿Acaso importa? Ya está muerto. Da lo mismo.

Pero en el fondo Fin creía que podía importar.

—Gracias, Eachan. Aprecio tu franqueza. —Se encaminó hacia la puerta.

—¿Qué pasó realmente aquel año en la roca? —Eachan había vuelto a bajar la voz, pero sus palabras no habrían causado mayor efecto si las hubiera dicho a gritos.

Fin se detuvo en seco y dio media vuelta.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, todos dijeron que fue un accidente. Pero nadie habló de ello. Ni una palabra en todos estos años. Ni siquiera Angel, y ese era incapaz de guardar un secreto más de cinco minutos.

—Eso es porque no había secreto alguno que guardar. Me caí en el acantilado. El señor Macinnes me salvó la vida y perdió la suya.

Pero Eachan meneó la cabeza.

—No. No te olvides de que yo estaba presente cuando llegó el bote. Hubo algo más. Nunca he oído a tantos hombres decir tan poco en toda mi vida. —Miró de reojo a Fin a través de la penumbra y dio unos pasos vacilantes hacia él—. Vamos, puedes contármelo. Solo estamos tú y yo, nadie sabrá nunca lo que pase en estas cuatro paredes. —Su sonrisa tenía algo desagradable.

—¿Tienes idea de dónde vive Calum Macdonald? —preguntó Fin.

Eachan frunció el ceño, desconcertado por el repentino cambio de tema.

—¿Calum Macdonald?

—Es de mi edad. Fuimos juntos al colegio. Creo que trabaja en un telar.

—¿El tullido?

—Ese.

—Ardilla, le llaman.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Ni idea. Vive en la casa de paredes de gotelé que hay en la cima de la colina. La última del pueblo, a la derecha. —Eachan hizo una pausa—. ¿Qué tiene él que ver con lo que pasó en An Sgeir?

—Nada —dijo Fin—. Solo quiero ir a ver a un viejo amigo. —Y, tras dar media vuelta, salió de la casa, hacia la melodía que tocaban esos móviles de cerámica, agitados por el refrescante viento del norte.

El chalet con fachada de gotelé de Calum Macdonald se hallaba enclavado entre otras tres casas justo en la cima de la colina. La última vez que Fin había estado en Crobost, la casa se encontraba en avanzado estado de abandono: una vivienda vieja de una sola planta con un techo de cinc destrozado. Desde entonces alguien había invertido en ella mucho dinero. Tejado nuevo, cristales dobles en las ventanas, una cocina anexa construida en la parte de atrás. Había un jardín vallado, cuyos muros lucían el mismo gotelé que la fachada. Y alguien había dedicado mucho tiempo a atender el jardín, trazando parterres y plantando flores. Fin sabía que hubo una especie de indemnización económica, aunque no había dinero en el mundo que pudiera compensar el hecho de tener que pasar el resto de tu vida en una silla de ruedas. Supuso que el dinero había ido a parar a la casa, al menos en parte.

La madre de Calum había enviudado antes de que este naciera, otra víctima del mar, y los dos vivían en una casita pareada cerca del colegio. Fin sabía que Calum nunca le había hablado del acoso que sufría en la escuela, o de lo que había pasado la noche que se partió la columna. Todos habían vivido aterrados de que la historia saliera a la luz. Pero nunca sucedió. Como todas las otras cosas de su vida, sus temores, sus sueños y sus deseos íntimos, Calum se lo guardó para sí, y la esperada tormenta no llegó a desatarse.

Fin aparcó junto a la verja y subió por el sendero hasta la puerta de la cocina. Había una rampa en lugar de un escalón. Llamó y aguardó. Había otras dos casas detrás de la de Calum, y un gran garaje de hormigón con puertas rojas oxidadas. Un patio descuidado lleno de restos de cadáveres de tractores y piezas de camiones desguazados. Un agudo contraste con el pulcro y bonito jardín que había a este lado del muro. La puerta se abrió, y Fin se encontró con una señora de avanzada edad que apareció en la parte superior de la rampa. Llevaba un delantal estampado sobre una chaqueta gruesa y una falda de lanilla. La última vez que vio a la madre de Calum, los cabellos de esta eran negros como ala de cuervo. Ahora eran níveos. Pero seguían esmeradamente peinados en ondas suaves, en torno a un semblante casi tan blanco y marcado por una tracería de finas arrugas. Sus ojos eran de un azul lánguido, acuoso, y lo miraron sin reconocerlo. Fin casi se sobresaltó al verla. Nunca se acababa de hacer a la idea de que personas de su edad tuvieran padres que aún vivían.

—¿Señora Macdonald?

Ella entornó los ojos, como si se preguntara si debía reconocerlo.

—Sí.

—Soy Fin Macleod. Antes vivía cerca del puerto, con mi tía. Fui al colegio con Calum.

La expresión de duda se desvaneció, pero no dio paso a una sonrisa. Sus labios dibujaron una línea recta.

—Oh —dijo ella.

Fin dio un paso, incómodo.

—Me preguntaba si podría entrar a verlo.

—Bueno, te has tomado tu tiempo para venir, ¿no? —Hablaba con voz áspera, y el gaélico daba a sus frases una nota gélida. También se notaba que era la voz de una fumadora empedernida—. Han pasado casi veinte años desde que Calum se partió la espalda, y ni uno de vosotros ha tenido la decencia de venir a visitarlo. Excepto Angel, pobrecito.

Fin se debatía entre la culpa y la curiosidad.

—¿Angel venía a ver a Calum?

—Sí, todas las semanas. Con la precisión de un reloj. —Hizo una pausa y su aliento salió casi en forma de silbido—. Pero ya no vendrá más, ¿verdad?

Fin se quedó allí de pie, sin saber muy bien qué decir, antes de decidir que no había una respuesta adecuada.

—¿Está Calum? —Miró hacia el interior de la casa.

—No, no está. Está trabajando.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En el cobertizo, al otro lado de la casa. Angel se lo construyó para el telar. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del delantal y encendió uno—. Lo oirás en cuanto des la vuelta. Solo tienes que llamar a la puerta. —Exhaló una nube de humo y le cerró la puerta en las narices.

Fin siguió el sendero que rodeaba el chalet. El pavimento había sido cuidadosamente dispuesto y cimentado para facilitar el desplazamiento de la silla de ruedas, y Fin se preguntó si eso también habría sido obra de Angel. Se agachó para pasar bajo una cuerda donde había ropa tendida, secándose al viento, y vio el cobertizo, a un lado de la casa. Era una simple estructura de cemento dotada de un revestimiento especial que la aislaba de la lluvia y de un empinado tejado de cinc. Tenía una ventana en cada lado, y una puerta que daba a un montón de turba y al páramo. La luz del sol centelleaba en las gotas de agua de todos sus huecos.

Mientras se acercaba a la puerta llegó hasta él el rítmico topeteo del telar, el chirrido de las ruedas al girar, enviando las lanzaderas de madera atrás y adelante sobre la lana a mayor velocidad de la que el ojo humano era capaz de percibir. En su niñez, resultaba casi imposible pasar por cualquier calle de Ness sin oír un telar en acción en algún lugar, ya fueran cobertizos o garajes. Fin siempre se había preguntado por qué la lana tejida en Lewis llevaba el nombre de lana Harris. Pero, fuera cual fuese su nombre, los tejedores nunca habían obtenido mucho dinero de ello. La lana Harris no era lana Harris a menos que fuera tejida a mano, y hubo una época en que los isleños habían trabajado en sus casas para producirla. Las fábricas textiles les pagaban una miseria antes de venderla a mercados de Europa y Norteamérica con un buen margen de ganancias. Pero hoy en día ese mercado estaba agotado: la lana había sido sustituida por telas más modernas y solo quedaban algunos tejedores que, eso sí, seguían cobrando una miseria.

Fin fue a llamar a la puerta, pero se detuvo; lo embargó aquella oleada de culpa que no lo había abandonado en todos esos años, desde el día en que sucedió. Por un instante dudó de si Calum se acordaría de él, pero desdeñó ese temor enseguida. Claro que se acordaría… ¿cómo iba a olvidarlo?