Capítulo 11

La noticia de que Artair y yo nos uniríamos al equipo que ese año iría a An Sgeir arruinó mi último verano en la isla. Salió literalmente de la nada y me sumió en una profunda y sombría depresión.

Faltaban solo seis semanas para marcharme a la Universidad de Glasgow, y yo quería pasarlas exactamente igual que las dos anteriores. Desde nuestro encuentro en Eilean Beag, Marsaili y yo nos habíamos visto todos los días. Yo había empezado a perder la cuenta del número de veces que habíamos hecho el amor. En ocasiones con la furia y la pasión de las personas que temen que esa sea su última oportunidad de estar juntas: como la vez en que lo hicimos en el establo, arriba, entre las balas de heno, en el mismo sitio donde Marsaili me había robado un beso tantos años atrás. Otras veces con una complacencia lánguida, lenta, como si creyéramos que esos días idílicos de verano, sol y sexo no terminarían nunca.

Y lo cierto es que el final parecía cuando menos lejano. Marsaili también había sido admitida en la Universidad de Glasgow, así que ante nosotros se abría la perspectiva de cuatro años más juntos. La semana anterior habíamos ido a Glasgow a buscar alojamiento. A mi tía le dije que iba con Donald, aunque a ella le habría importado bien poco saber la verdad. Los padres de Marsaili creían que iba con un grupo de amigas del colegio. Compartimos un bed and breakfast durante dos noches, y nos pasamos toda la mañana abrazados en la cama, hasta que la dueña nos echó a la calle. Nos imaginamos cómo sería disfrutar de eso todos los días una vez hubiéramos empezado la universidad: compartir la cama, hacer el amor cada noche. Tanta felicidad parecía casi imposible. Por supuesto, ahora sé que lo era.

Paseamos durante horas por el West End, guiándonos por los anuncios del periódico, ayudándonos de una lista de pisos que nos había proporcionado la universidad y de consejos que oímos de boca de otros estudiantes a los que habíamos conocido la noche anterior en los bares de Byres Road. Tuvimos suerte: una habitación doble en un gran piso eduardiano de Highburgh Road, compartido con seis estudiantes más. En el primer piso de un bloque de ladrillo rojo con vidrieras y artesonado de madera. Yo nunca había visto nada parecido. Todo me resultaba extraordinariamente exótico. Pubs que abrían hasta muy tarde; restaurantes chinos, indios e italianos; locales de comida para llevar abiertos hasta medianoche; mercadillos que no cerraban nunca; tiendas, bares, restaurantes abiertos en domingo. Apenas podía creerlo. Imaginaba lo deliciosamente pecaminoso que debía de ser comprar un periódico en domingo y leerlo mientras me tomaba una caña en el bar. Por aquel entonces, en la isla, no veías el dominical del periódico hasta el lunes.

El idilio continuó cuando regresamos a Lewis, aunque se le había añadido un punto de impaciencia. Mientras por un lado a ambos nos habría encantado que aquel verano durara para siempre, por otro ardíamos en deseos de marcharnos a Glasgow. La gran aventura de la vida parecía estar a la vuelta de la esquina y casi anhelábamos perder la juventud en las prisas por ir hacia ella.

La noche antes de que me dijeran lo de An Sgeir, Marsaili y yo bajamos a la playa de Port of Ness. Avanzamos a oscuras entre las rocas del extremo sur de la playa hasta una repisa de gneis negro suavizada por los años, oculta del resto del mundo a través de capas de roca que parecían haber sido cortadas en rebanadas gigantes, apoyadas sobre un extremo y luego empujadas hasta yacer como estantes volcados. Los acantilados se alzaban sobre nosotros hacia una noche plagada de posibilidades infinitas. La marea estaba baja, pero oíamos el amable jadeo del mar en la orilla. Una brisa cálida agitaba el brezo seco por el sol que crecía en forma de desordenados matojos en las laderas y pendientes del acantilado. Extendimos el saco de dormir que habíamos llevado con nosotros, nos tumbamos desnudos bajo las estrellas e hicimos el amor con gestos lentos y prolongados, al ritmo del latido del océano, en armonía con la noche. Fue la última vez que existió amor de verdad entre los dos; su dulce intensidad resultaba casi abrumadora y nos dejó agotados y sin aliento. Después nos deslizamos desnudos por las rocas hasta llegar a la arena que la marea había dejado al descubierto y corrimos por ella hacia la estela de luz de luna que se dibujaba en el agua. Saltamos contra las olas, cogidos de la mano, gritando al notar el frío azote del agua sobre la piel.

Cuando volvimos al saco de dormir, nos secamos a base de caricias y nos vestimos, tiritando de frío. Apoyé las manos en los hombros de Marsaili, mojados por sus cabellos, y le di un beso largo e intenso. Al separarnos, la miré a los ojos y fruncí el entrecejo: por primera vez en toda la noche caía en la cuenta de que faltaba algo.

—¿Qué ha pasado con tus gafas?

Ella sonrió.

—Llevo lentillas.

Resulta duro recordar ahora por qué reaccioné tan mal a la idea de participar en la expedición a An Sgeir, aunque se me ocurren varias razones que explicaban el porqué no quería ir.

Yo no era un chico especialmente dotado desde un punto de vista físico, y sabía que la vida en An Sgeir era terriblemente ardua, agotadora, plagada de peligros e incomodidades.

No me atraía la idea de matar a dos mil pájaros. Como le sucedía a la mayoría de la gente, me gustaba el sabor de la guga, pero no albergaba el menor deseo de ver cómo llegaba basta el plato.

Significaba separarme de Marsaili durante dos semanas o incluso más. Algunos años, el mal tiempo mantenía a los cazadores atrapados en la roca durante varios días más de lo previsto.

Pero había algo más. Me parecía como volver a caer en aquel agujero negro del que apenas acababa de salir.

Me había acercado a casa de Artair a ver cómo andaba su madre. En las últimas semanas lo había visto muy poco. Y lo encontré sentado en una vieja rueda de tractor, junto a la montaña de turba, con la vista puesta en el estrecho de Minch, hacia el continente. No me había percatado antes, pero las montañas de Sutherland se alzaban nítidas y afiladas contra el azul pastel del cielo, y supe entonces que el tiempo estaba a punto de cambiar. Por la expresión de la cara de Artair temí que su madre estuviera peor. Me senté en la rueda, a su lado.

—¿Cómo está tu madre?

Se volvió y me brindó una mirada larga y vacua, como si no me viera.

—¿Artair…?

—¿Qué? —Parecía haber vuelto en sí de repente.

—¿Cómo se encuentra tu madre?

Se encogió de hombros, sin darle importancia.

—Ah, bien. Ya está mejor.

—Me alegro. —Esperé, y al ver que no decía nada más, añadí—: Entonces, ¿qué es lo que te pasa?

Sacó el inhalador del bolsillo, manejándolo de aquella forma tan peculiar suya: casi se cubría la cara con la mano y presionaba el cartucho plateado para inspirar por el pitorro. No tuvo tiempo de contestar, ya que en ese momento oí el ruido de la puerta de la casa y la voz de su padre que gritaba:

—Fin… ¿Te ha dado ya Artair la buena noticia?

Me volví al mismo tiempo que el señor Macinnes se acercaba a nosotros.

—¿Qué noticia?

—Hay dos plazas libres en el viaje a An Sgeir de este año. He convencido a Gigs MacAulay de que sean para vosotros dos.

Creo que no me habría quedado más estupefacto si se hubiera arrancado la mano y me la hubiera lanzado a la cara. No supe qué decir.

La sonrisa del señor Macinnes empezó a desvanecerse.

—Vaya, no pareces muy entusiasmado. —Miró a su hijo de reojo y suspiró—. Igual que Artair. —Meneó la cabeza, en un gesto de enérgica irritación—. No hay quien os entienda, chicos. ¿Tenéis la menor idea del honor que supone ser admitidos en la expedición a la roca? Es una experiencia llena de camaradería y unión. Iréis siendo chicos y volveréis convertidos en hombres.

—No quiero ir —repliqué.

—¡No digas tonterías, Fin! —exclamó el padre de Artair con desdén—. Los ancianos del pueblo han estado de acuerdo y el equipo os ha aceptado. Claro que vais a ir. ¡Me haríais quedar como un bobo si os echarais atrás! Tuve que insistir para que os aceptaran. Así que iréis. Y no se hable más. —Dio media vuelta y se marchó a paso rápido hacia la casa.

Artair se limitó a mirarme; no hicieron falta palabras para saber que compartíamos los mismos sentimientos. Ninguno de los dos quería permanecer en las inmediaciones de la casa por si al señor Macinnes se le ocurría volver a salir, así que bajamos hacia el pueblo, en dirección a casa de mi tía y al pequeño puerto que había debajo. Era uno de mis lugares favoritos, ya que solía estar muy tranquilo: bateas apoyadas a un lado de la empinada grada, y el pequeño embarcadero al fondo, con vistas a las nítidas y verdes aguas que se mecían bajo el repliegue de los acantilados que protegían el puerto. Nos sentamos juntos al borde del embarcadero en su ángulo más elevado y contemplamos cómo el movimiento del agua distorsionaba las formas de los cangrejos que había en las cestas, sumergidas bajo el agua por los pescadores hasta que estuvieran llenas. Ignoro cuánto tiempo estuvimos en silencio, al igual que habíamos hecho tantas veces después de mis clases particulares, escuchando cómo las olas iban y venían sobre las rocas que sobresalían del océano, negras y brillantes, y los quejidos lastimeros de las gaviotas en los acantilados.

—Yo no voy —dije por fin.

Artair se volvió hacia mí, con los ojos teñidos de angustia.

—No puedes dejarme solo en esto, Fin.

Meneé la cabeza.

—Lo siento, Artair, eso es cosa tuya. Pero yo no quiero ir, y nadie puede obligarme.

Si esperaba encontrar una aliada en Marsaili, enseguida me di cuenta de que no seria así.

—¿Y por qué no quieres ir?

—Porque no.

—Bueno, eso no es exactamente una razón, ¿no?

Odiaba la manera en que Marsaili aplicaba siempre la lógica a situaciones de carácter puramente emocional. El hecho de que no quisiera ir debería haber sido razón suficiente.

—No tengo por qué dar ninguna explicación.

Estábamos en el establo, en la parte superior, entre las balas de heno. Teníamos mantas y cervezas, y pretendíamos volver a hacer el amor esa misma noche, con termitas o sin ellas.

—Ness está lleno de chicos de tu edad que matarían por la oportunidad de ir a la roca —dijo ella—. Lo único que la gente siente por los miembros de ese grupo es respeto.

—Ya, claro. Matar a un montón de pájaros indefensos es una gran forma de ganarse el respeto.

—¿Acaso tienes miedo?

Me acaloré.

—¡No tengo miedo! —Aunque quizá no fuera del todo verdad.

—Pues es lo que dirá la gente.

—No me importa lo que diga la gente. No pienso ir y ya está.

En sus ojos había una extraña mezcla de simpatía y frustración: simpatía, creo, por la evidente intensidad de mis sentimientos; frustración ante mi rechazo a darle una explicación satisfactoria. Meneó la cabeza muy despacio.

—El padre de Artair…

—No es mi padre —la interrumpí—. No puede obligarme a ir. Buscaré a Gigs y se lo diré personalmente. —Me levanté, y ella se apresuró a cogerme de la mano.

—Fin, no. Siéntate, por favor. Hablemos de ello.

—No hay nada de que hablar.

El viaje era ya cuestión de días. Había creído que hallaría apoyo moral en Marsaili para reafirmarme en una decisión que iba a tener repercusiones. Sabía lo que diría la gente. Sabía que los demás chavales susurrarían a mis espaldas que yo era un cobarde, que traicionaba una honrosa tradición. Si te aceptaban para An Sgeir, debías esgrimir una razón de peso para bajarte del carro. Pero a mí me daba igual. Estaba a punto de marcharme de la isla, de huir del claustrofóbico ambiente de la vida de pueblo, de su mezquindad y su arrogancia, de los rencores. No me hacía falta una razón. Pero era evidente que Marsaili no compartía mi punto de vista. Me encaminé hacia el hueco entre las balas de heno y me detuve de repente, agobiado por una idea. Me volví hacia ella.

—¿Tú crees que tengo miedo?

Ella se tomó su tiempo, demasiado, antes de contestar:

—No lo sé. Solo sé que te estás comportando de una forma muy rara.

Eso fue la gota que colmó el vaso.

—Que te den. —Bajé de un salto hacia el establo y salí hacia el crepúsculo sin mirar atrás.

La granja de Gigs estaba asentada, junto a otras, en las pendientes bajas por debajo de Crobost, en un estrecho pedazo de tierra que llegaba hasta los acantilados. Tenía ovejas y gallinas, además de un par de vacas, y cultivaba tubérculos y cebada. También pescaba un poco, aunque más para consumo particular que con fines comerciales. Lo cierto era que no habría llegado a final de mes de no haber sido por su esposa, que trabajaba de camarera a media jornada en un hotel de Stornoway.

Había oscurecido del todo cuando llegué de Mealanais y me senté en la colina desde donde se veía la granja de los MacAulay. Había una única luz en su interior, que correspondía a la ventana de la cocina. Dibujaba un rectángulo largo en el patio y vi a un gato moviéndose por él, persiguiendo algo en la penumbra. Alguien provisto de un martillo estaba atrapado dentro de mi pecho e intentaba liberarse a golpes. Me encontraba físicamente enfermo.

Aún había luz en el cielo, al oeste, retazos largos y pálidos que asomaban entre hilos de nubes de un gris purpúreo. Ni un atisbo de rojo, lo que no era buena señal. Contemplé esa luz débil hasta que agonizó y sentí frío por primera vez en semanas. Había vuelto el viento. Aquellas brisas cálidas del sudoeste, casi agradables, habían experimentado un brusco cambio y en esos momentos traían consigo un filo gélido, procedente del Ártico. Era un viento que empezaba a cobrar fuerza y que ya silbaba entre los matorrales secos. El tiempo cambiaba. Cuando miré de nuevo hacia la granja, distinguí una silueta a través de la ventana de la cocina. Era Gigs. Estaba fregando los platos en la pila. No había coche alguno en el camino, lo que significaba que su mujer aún no había vuelto del trabajo. Cerré los ojos, apreté los puños y me decidí a actuar.

Tardé solo unos minutos en bajar de la colina a la granja, pero justo cuando llegaba a la carretera unos faros aparecieron de repente y avanzaron por el páramo en dirección a mí. Me agaché al lado de la valla, y desde allí, acurrucado entre los juncos, vi cómo el coche tomaba el camino de la granja y aparcaba delante de su puerta. De él se apeó la esposa de Gigs. Era joven, no debía de tener más de veinticinco años. Una chica mona, aún vestida con la blusa blanca y la falda negra del uniforme del hotel. Con aire fatigado, anduvo despacio hasta la puerta de la cocina. Por la ventana vi que Gigs la esperaba con los brazos abiertos: la estrechó con fuerza en ellos y luego le dio un beso. Mi decepción fue total. Aquel no era un tema que pudiera abordar con Gigs si su esposa estaba en casa. Me incorporé de entre los arbustos, salté la valla y, con las manos firmemente metidas en los bolsillos, me encaminé hacia la bodega de la carretera de Habost.

Quedaban ya pocas bodegas en funcionamiento después de que la policía cayera sobre ellas. La verdad es que yo nunca les había visto el problema. Tal vez no dispusieran de licencia, pero su objetivo no era sacar beneficios. Simplemente eran sitios donde los hombres se reunían para beber. Pero, aunque fueran ilegales, yo aún era menor y por tanto tenía prohibido el acceso. Existía un estricto código moral en relación con los menores y el alcohol. Lo que no implicaba, todo hay que decirlo, que no pudiera hacerme con una birra. Encontré a un reducido grupo de compañeros en el cobertizo de piedra que había detrás de la bodega, sentados en torno a viejos desechos de maquinaria agrícola, llevándose latas de cerveza a la boca. A cambio de dinero y de tabaco, los mayores accedían a sacar bebidas de extranjis para los chicos del cobertizo, convirtiéndolo en una especie de bodega júnior. Alguien había comprado media docena de packs de seis latas y en el aire flotaba el denso olor del hachís que se mezclaba con el hedor a estiércol del establo vecino. Un candil colgaba de las vigas, tan bajo que podías darte con él en la cabeza si no ibas con cuidado.

Seonaidh estaba allí, y también Iain, y algunos otros a quienes conocía del colegio. A esas alturas yo estaba seriamente deprimido y mi única intención era ahogar mis penas en alcohol. Empecé a tragar cerveza como si fuera el fin del mundo. Por supuesto, ya estaban al tanto de que Artair y yo iríamos a la roca. En Ness las noticias se propagan como el fuego en un páramo de turba seco, empujadas por los vientos de la especulación y el rumor.

—Eres un cabrón con suerte —dijo Seonaidh—. Mi padre intentó meterme en el viaje de este año.

—Te cedo el puesto.

Seonaidh hizo una mueca.

—Ya, seguro.

Como es lógico, pensó que bromeaba. Podría haberme hecho un collar a base de los caninos que todos los allí reunidos habrían dado por ocupar mi lugar en el equipo. La ironía era que podían haberlo tenido a cambio de nada. Cualquiera de ellos. Claro que eso no podía decírselo. Nunca me habrían tomado en serio, y si alguno llegaba a creerme pensaría que me faltaba un tornillo. Tal y como estaban las cosas, mi falta de entusiasmo les pareció la prueba inequívoca de que me estaba haciendo el chulo. Su envidia era difícil de tragar. Así que bebí. Y bebí.

No oí entrar a Angel. Era mayor que nosotros, y llevaba ya buena parte de la noche empinando el codo en la bodega. Nos traía unas cervezas a cambio de un porro.

—Vaya, vaya, si es el huerfanito —dijo al verme. Su cara, redonda y amarilla bajo la luz del candil, parecía flotar en la oscuridad del cobertizo como un globo luminoso—. Ya puedes aprovechar para beber ahora, chico, porque lo que es en An Sgeir no lo vas ni a probar. Gigs no cede ni un ápice en eso: ni una puta gota de alcohol en la roca. Como te pille con una sola lata, te tira por el barranco. —Alguien le pasó un porro ya liado y él lo encendió, dándole una calada profunda y aguantando el humo en los pulmones. Cuando por fin lo exhaló, dijo—: ¿Sabes que voy a ser el cocinero este año? —No lo sabía. Sabía que había ido en alguna expedición anterior, y que su padre, Murdo Dubh, llevaba años siendo el cocinero. Pero también sabía que su padre había muerto en un accidente marítimo durante el tormentoso mes de febrero de ese año. Supongo que, si uno pensaba en ello, entraba dentro de la lógica que Angel heredara su puesto: es lo que habían hecho los hombres de Ness durante generaciones—. No te preocupes —añadió—, me aseguraré de que te toque la ración justa de tijeretas en el pan.

Cuando se hubo ido, encendimos otro porro y nos lo pasamos. Para entonces yo ya estaba mareado, y tras un par de caladas, la asfixiante claustrofobia del cobertizo empezó a provocar que el mundo me diera vueltas.

—Tengo que irme.

Al empujar la puerta, noté el aire frío de la noche y vomité en el patio. Me apoyé en la pared, apretando la cara contra la piedra fría, preguntándome cómo diablos iba a llegar a casa.

El mundo parecía envuelto en niebla. No tengo ni idea de cómo me las arreglé para alcanzar la carretera de Crobost. Las luces de un vehículo pesado me enfocaron de pleno, y me quedé paralizado como un conejo, tambaleándome en la cuneta hasta que pasó, levantando una ráfaga de aire que me arrojó a una zanja. No llovía desde hacía semanas, pero el agua residual que impregnaba la turba aún formaba un denso y sucio charco en el fondo de la zanja. Me cubrió como si fuera lodo: empapó mi ropa y me manchó la cara. Di un respingo, maldije al mundo y conseguí arrastrarme hasta el borde. Permanecí allí tumbado durante lo que me parecieron horas, aunque probablemente no fueron más que unos minutos. Pero fue tiempo suficiente para que el manto frío del viento del norte me dejara helado. Me esforcé por apoyar las manos y las rodillas en el suelo. Tiritando, vi que otro vehículo se acercaba por la carretera e iluminaba mi desgracia con los focos. Cuando se acercó, volví la cabeza y cerré los ojos. El coche se paró; oí el chasquido de la puerta y luego una voz.

—Por el amor de Dios, hijo… ¿qué haces aquí? —Unas manos grandes me pusieron de pie en un santiamén y me encontré cara a cara con el rostro severo de Gigs MacAulay. Acercó el antebrazo a mi cara para quitarme el barro con la manga del anorak—. Fin Macleod —exclamó al reconocerme. Olió el alcohol en mi aliento—. Cielos, chaval, no puedes volver a casa en este estado.

Tardé un rato en entrar en calor, acurrucado en una silla frente al fuego de turba, con una manta sobre los hombros y una taza de té caliente en las manos. Cada vez que le daba un sorbo notaba un temblor por todo el cuerpo. El barro se había secado, y parecía mierda pegada sobre mi piel y mi ropa. Dios sabe el aspecto que debía de tener. Gigs me había hecho dejar las zapatillas en la puerta, pero seguía viéndose un rastro de barro seco entre esta y la chimenea. Gigs se sentó en una silla al otro lado de la lumbre y me observó con atención. Fumaba en una vieja pipa ennegrecida, de la que salían volutas de humo azulado que flotaban hasta la lámpara de aceite que había en la mesa. Despedía un olor dulce, como a nueces, un punto más intenso que el aroma tostado de la turba. Su mujer me había lavado la cara y las manos con una toalla húmeda antes de preparar el té y luego, obedeciendo a una señal muda, se había retirado a dormir.

—Bueno, Fin —dijo Gigs un rato después—, espero que te hayas recuperado del todo para cuando nos vayamos a la roca.

—No voy a ir —dije, en una voz tan débil que apenas era más que un susurro. Supongo que aún estaba borracho, pero la impresión de caer en la zanja había disipado parte de los efectos del alcohol. Y el té también ayudaba.

Gigs no reaccionó. Dio un leve soplido a la pipa y me observó con expresión calculadora.

—¿Por qué no?

Ahora no recuerdo lo que le dije esa noche, cómo expresé en palabras aquellos sentimientos de temor, profundo y tenebroso, que había despertado en mí la mera idea de ir a la roca. Supongo que, como todo el mundo, él debió de asumir que se trataba de puro y simple miedo. Pero mientras otros habrían demostrado desprecio ante mi cobardía, Gigs pareció comprenderla de un modo que consiguió sacarme de encima el enorme peso que me había caído desde el momento en que el padre de Artair me dio la noticia. Se inclinó hacia el fuego, sin dejar de mirarme con aquellos ojos suyos, tan azules, tan celtas, mientras la pipa seguía humeando en su mano.

—Allí arriba no somos doce individuos, Fin. Somos una piña de doce. Un equipo. Cada uno de nosotros confía en el otro y lo apoya. Es duro, sí. Y peligroso. No voy a fingir lo contrario. Y el Señor pone a prueba el límite de nuestras fuerzas. Pero eso te dará mucho, y a partir de ahí serás más sincero contigo mismo. Porque te conocerás de un modo que ahora ni imaginas y que tal vez no vuelvas a experimentar. Y sentirás esa conexión que se establece con todos esos hombres que han estado allí antes que nosotros a lo largo de muchas generaciones: la sensación de darnos la mano con nuestros antepasados, de dormir donde ellos durmieron, de construir refugios en los restos de sus refugios. —Hizo una larga pausa y fumó de la pipa. El humo acariciaba sus labios y su nariz, y luego ascendía hasta su cabeza y se quedaba allí, como si fuera una corona azulada—. Cualquiera que sea tu peor miedo, Fin. Cualquiera que sea tu mayor debilidad. Hay cosas que uno debe afrontar. Cosas a las que hay que enfrentarse o te pasarás el resto de tu vida lamentándolo.

Y así, con el corazón en un puño, me uní al grupo de An Sgeir de ese año, aunque a día de hoy aún desearía con todas las fibras de mi ser haber tomado la decisión contraria.

Durante los días previos a la partida, pasé mucho tiempo a solas. El viento había vuelto a cambiar de dirección, hacia el nordeste, y una tormenta que parecía señalar el fin del verano estuvo machacando la isla durante dos días. Vientos de fuerza diez doblaron la cortina de lluvia que venía del Minch hasta colocarla de forma horizontal, y la tierra la absorbió con avidez. No había hecho las paces con Marsaili desde nuestro último encuentro en el establo, y evité acercarme a Mealanais. Me quedé en casa, leyendo, mientras escuchaba el martilleo de la lluvia contra las ventanas y el ruido de las tejas que partía el viento. El martes por la noche Artair pasó por casa para decirme que saldríamos hacia la roca al día siguiente.

No podía creerlo.

—Pero si el tiempo viene del nordeste. Siempre dicen que no se puede acceder a la roca si soplan galernas del este.

—Se espera la entrada de un nuevo frente —dijo Artair—. Procedente del noroeste. Gigs cree que tenemos un lapso de veinticuatro horas para llegar a la roca. Así que nos vamos mañana por la noche. Por la tarde tenemos que ir al puerto a cargar la barca. —No parecía mucho más entusiasmado que yo. Se sentó al borde de mi cama y estuvo un buen rato sin decir nada—. ¿Vas a venir? —preguntó por fin.

Ni siquiera encontré fuerzas para hablar. Asentí con un leve movimiento de cabeza.

—Gracias —dijo. Como si en parte lo estuviera haciendo por él.

Al día siguiente tardamos varias horas en cargar el Purple Isle, que estaba amarrado en el muelle de Port of Ness. Todas las provisiones necesarias para mantener a doce hombres sobre una roca situada en medio del océano durante dos semanas. No había manantiales ni arroyos en An Sgeir, de manera que teníamos que llevarnos el agua en viejos barriles de cerveza. Había cajas y más cajas de comida, dos toneladas de sal gorda en sacos, herramientas, utensilios resistentes al agua, colchonetas para dormir y una antena de cuatro metros y medio ya montada para captar la señal de radio. Y, por supuesto, la turba para el fuego que nos calentaría y alimentaría. La dura labor de ir pasándolo todo del muelle a la barca y luego almacenarlo en la bodega apartó de mi mente los temores ante la partida inminente. Aunque la tormenta había amainado, el mar seguía inquieto y la barca subía y bajaba contra el muro del puerto, complicando el transporte de suministros hasta extremos casi peligrosos. Nos empapamos, cómo no, ya que el mar rompía una y otra vez contra el muro, salpicándonos de gotas de agua mientras trabajábamos. El día anterior las olas habían asestado rotundos golpes al espigón, elevándose hasta alcanzar los quince metros de altura, regando de espuma todo el puerto y ocultándolo de la vista con cada latido del océano.

Salimos con la marea de medianoche; los motores de gasóleo zumbaban mientras abandonábamos la relativa calma del puerto y salíamos a la bahía, enfrentándonos contra la marejada, con las olas que rompían en proa y llenaban la cubierta de ríos de espuma. En lo que pareció un instante las luces de Ness quedaron envueltas por la noche, y nosotros seguimos virando, cabeceando en mar abierto, más allá del Butt of Lewis. Lo último en desvanecerse fue el reconfortante resplandor del faro que había en el acantilado del Butt: cuando eso se esfumó, solo nos quedó el océano. Incalculables y tormentosas millas de agua. Si nos saltábamos la roca, la siguiente parada sería Canadá. Escruté aquel entorno negro, poseído por lo que solo puedo calificar de terror absoluto. Cualquiera que fuera mi mayor temor, supuse que me enfrentaba a él en ese momento. Gigs tiró de mi chubasquero y me dijo que bajara a cubierto. Había unas literas reservadas para Artair y para mí, y debíamos dormir un poco. Dijo que lo más duro de la roca eran el primer día y el último.

No sé cómo dormí, apretujado en aquella estrecha litera situada en la zona de babor de proa, tembloroso, mojado y triste. Pero lo hice. Habíamos superado ocho horas de mares embravecidos para cubrir cincuenta millas en uno de los océanos más célebres del mundo, y yo había dormido como un tronco. Creo que fue un cambio en el ruido de los motores lo que me despertó. Artair ya estaba encaramado a la escalera que subía a cubierta. Me quité el sueño de los ojos con la mano, bajé de la litera para ponerme el chubasquero y las botas, y luego lo seguí hacia el exterior. Era pleno día; el cielo sobre nosotros aparecía rasgado por el viento, ensombrecido periódicamente por una fina llovizna que nos mojaba las caras.

—Dios —exclamé—, ¿qué es ese olor? —Era un hedor fuerte y acre, una especie de combinación entre el olor a mierda y a amoníaco.

—Eso es el guano, huerfanito. —Angel me sonrió. Parecía estar pasándolo bien—. Diez mil años de mierda de pájaro acumulada. Ya puedes ir acostumbrándote. Tendrás que convivir con él durante las próximas dos semanas.

Así supimos que nos acercábamos a la roca, por la peste a mierda de pájaro. Aún no se veía, pero sabíamos que estaba allí. El Purple Isle avanzaba en esos momentos despacio, a solo unos nudos. El vaivén del océano había parado casi del todo, y nos dejábamos llevar por esa corriente en lugar de combatirla.

—¡Ahí está! —gritó alguien, y a través de la niebla y la lluvia me esforcé por vislumbrar el primer atisbo de ese lugar legendario.

Y ahí estaba. Noventa metros de abrupto acantilado negro veteado de blanco se alzaban delante de nosotros en mitad del océano. En ese momento se disipó la niebla y unas astillas de sol atravesaron las grietas de la nube: aquella roca centelleante se tiñó al instante de intensos contrastes de luces y sombras. Vi algo que parecía nieve descendiendo en forma de riachuelo desde la cima, antes de caer en la cuenta de que esos supuestos copos eran en realidad aves. Espléndidos pájaros blancos de casi dos metros, con los extremos de las alas de color azul y negro y las cabezas amarillas. Alcatraces. Miles de ellos, llenando el cielo, girando en la luz, surcando las turbulentas corrientes de aire. Era una de las reservas de alcatraces más importantes del mundo. Aves extraordinarias que regresaban año tras año a ese lugar inaccesible, en un número cada vez mayor, para poner sus huevos y criar a su prole. Y eso a pesar de la caza anual que realizaban los hombres de Crobost, y de las dos mil crías que estábamos a punto de llevarnos de sus nidos un año más.

An Sgeir se asentaba sobre una línea que iba aproximadamente de sudeste a noroeste. La altísima cordillera rocosa tenía su punto culminante en el sur, desde donde descendía hasta los acantilados blanquecinos de apenas sesenta metros de su extremo norte: era como si la isla alzara un hombro para protegerse de las habituales inclemencias del tiempo, de las fuertes galernas y mares bravíos que la atacaban por el sudoeste y rompían sobre la obstinada superficie de gneis. Tres promontorios de la cara oeste caían directamente en el océano; las olas chocaban contra ellos con furia, estallando en chorros de espuma blanca que formaban anillos en torno de aquellos barrancos sumergidos en el agua.

El pico rocoso más cercano, cuya cima se cernía ya sobre el barco, recibía el nombre de Promontorio del Faro, debido al faro automático que se había construido en su punto de unión con el resto de la isla. A continuación, el segundo promontorio, y también el más largo, formaba una ensenada que se internaba hasta el centro de la isla: estaba abierta hacia el este, pero ofrecía refugio por el oeste y por el norte. Era el único lugar de An Sgeir donde se podían descargar los víveres. Allí, el tiempo y el inmisericorde ataque de los elementos habían excavado cuevas en la roca, tan profundas que habían llegado a adentrarse hasta los abruptos acantilados del otro lado. Según Gigs, era posible cruzarlas a bordo de una batea o un bote neumático; como grandes catedrales naturales, esas tenebrosas cavernas alcanzaban alturas de doce y quince metros y comunicaban ambos extremos de la isla. Pero ese recorrido solo podía realizarse cuando el mar estaba en calma… Es decir, prácticamente nunca.

An Sgeir apenas llegaba a los ochocientos metros de longitud y su columna vertebral no superaba los cien metros. En ella no había suelo propiamente dicho: ni bancos de hierba, ni pedazos de tierra, ni playas. Solo rocas cubiertas de mierda que se alzaban directamente del mar. Ni en mis peores pesadillas había imaginado un lugar tan inhóspito.

El patrón dirigió con suavidad el Purple Isle hacia esa ensenada llamada Gleann an Ulsge Dubh, la cala de las aguas negras, y echó el ancla en la bahía con el consiguiente chirrido de la cadena oxidada. Cuando se pararon los motores, fui consciente por primera vez del barullo de los pájaros, una cacofonía ensordecedora de chillidos y graznidos que flotaba en el aire junto con el terrible hedor a guano. Miraras donde mirases, en cada uno de los repechos, grietas o salientes de la roca, había aves, ya fuera en sus nidos o reunidas en bandadas. Alcatraces, araos comunes, gaviotas tridáctilas y petreles. La bahía que nos rodeaba cobraba vida con los jóvenes cormoranes de cuellos largos y flexibles que entraban y salían del agua en busca de peces. Era extraordinario pensar que un lugar tan hostil y desprotegido podía alojar tanta vida. Gigs me dio una palmada en la espalda.

—Vamos, hijo, tenemos trabajo.

Tras echar una batea sobre el tranquilo oleaje, iniciamos el proceso de descargar los víveres de la barca a la roca. Yo salí en el primer relevo. Gigs llevaba el timón y nos condujo hasta la zona de descarga, apagando el motor en el último minuto al tiempo que viraba para que el propio oleaje se encargara de encallarnos en la roca. Se me asignó la tarea de saltar con la cuerda en la mano hasta un saliente de no más de sesenta centímetros de ancho, y atarla a una gran anilla de metal que había clavada en la piedra. Resbalé sobre una traicionera capa de líquenes sulfúreos y estuve a punto de caerme de culo, pero conseguí mantener el equilibrio y pasar la cuerda por la anilla. Una vez amarrada la batea, comenzamos a descargar. Fuimos trasladando cajas, barriles y sacos, moviéndonos con cuidado sobre salientes y rocas. Al final del proceso daba la impresión de que todos los enseres habían sido soltados desde una gran altura y habían terminado desparramados por el suelo. Con cada viaje del bote iban llegando más miembros del equipo, que ya se quedaban en tierra. Justo detrás de la zona de descarga, la roca formaba una de esas cuevas catedralicias. Era oscura y espeluznante: el extraño ruido que hacía el agua al lamer la roca resonaba desde las tenebrosas profundidades como si fuera el jadeo ronco de un ser vivo. No costaba nada imaginar cómo habían nacido de lugares como ese leyendas protagonizadas por dragones y monstruos marinos.

Tardamos cuatro horas en completar la tarea. Empezó a llover de nuevo, sábanas neblinosas de lluvia que lo empapaban todo y convertían esa superficie cubierta de algas en algo parecido a una pista de patinaje. Lo último que bajamos a la isla fue un pequeño bote neumático: cuatro hombres lo arrastraron pendiente arriba, a quince metros del agua, para que estuviera a salvo. Se reservaba para casos de emergencia, aunque no se me ocurría qué clase de imprevisto podría persuadirme de hacerme a la mar a bordo de aquello. No sin asombro, vi que Angel estaba agachado en una de las grietas huecas del acantilado, y que, usando su cuerpo como barrera contra el viento, había conseguido encender una pequeña hoguera y había puesto una tetera a hervir. En la bahía, el Purple Isle hizo sonar la sirena y me volví para verlo partir; el compañero del patrón se despidió de nosotros desde estribor. Era nuestro único vínculo con el hogar, el único medio que teníamos de salir de allí. Se marchó, abandonándonos en aquel pedazo yermo de roca a ochenta kilómetros de la siguiente isla. Me dije que ya no había remedio: ya estaba allí, para lo bueno y para lo malo, y lo único que podía hacer era salir adelante lo mejor posible.

Angel había logrado el milagro y repartía tazas de té caliente para todos. Se distribuyeron unos bocadillos, y, agachados allí mismo, sobre las rocas, con el olor a turba ardiendo y el mar lamiéndonos los pies, bebimos para calentarnos y comimos para recuperar fuerzas. Nos esperaba un nuevo esfuerzo, ya que todas esas cajas, barriles y sacos que teníamos en la ensenada debían transportarse hacia la parte más alta de la isla, a casi ochenta metros de distancia.

Lo que me sorprendió fue el ingenio que demostraban los cazadores de pájaros. En una expedición anterior habían llevado tablones de madera, y habían montado una rampa de sesenta centímetros de ancho y casi sesenta metros de longitud. La habían construido en secciones de tres metros, que luego habían envuelto con lonas y guardado en la roca para los años sucesivos. Recuperamos dichas secciones pieza a pieza y luego las unimos, apuntalándolas contra la roca mediante robustas patas. Parecía una de esas antiguas planchas de madera que se apreciaban en las fotos en blanco y negro tomadas durante la fiebre del oro en el Klondike. De la parte superior de la rampa descendió una carretilla con ruedas sujeta por una cuerda e iniciamos el proceso de ir llenándola de los barriles, sacos y colchonetas que pesaban más. Una cadena humana se encargaba de ir subiendo las cajas más pequeñas hasta el pico más alto. Artair y yo nos pasábamos las cajas en silencio; justo después de nosotros estaba el señor Macinnes, que no paraba de explicarnos cosas: nos dijo que la rampa permanecería montada durante las dos semanas que pasaríamos en la roca, y que sería usada, al final, para bajar las gugas —ya desplumadas, chamuscadas, destripadas y curadas— una por una hasta la barca. Las dos mil. Ni siquiera podía imaginar cómo íbamos a matar y a preparar tantos pájaros en solo catorce días.

Era media tarde cuando por fin hubimos transportado todos los suministros hasta la cima de la roca, y Artair y yo ascendimos torpemente para unirnos a los demás. Allí vimos, por vez primera, asomando entre rocas y picos, los restos de una vieja casa de piedra, construida hacía más de dos siglos, que los cazadores adoptaban como refugio año tras año. Se componía solo de cuatro paredes y de los puntales de un tejado inexistente, blanqueados por el sol y la sal. No podía creer que eso fuera a ser nuestra casa durante las siguientes dos semanas.

El señor Macinnes debió de vemos las caras, porque sonrió.

—No os agobiéis, chicos. En una hora la habremos transformado. Será mucho más acogedora de lo que parece ahora.

En realidad la transformación duró menos de una hora. Para llegar hasta el refugio había que avanzar por el caos rocoso de la cima de la isla, resbaladizo debido a la manta de líquenes, guano y lodo que cubría el terreno, intentando al mismo tiempo no pisar los nidos de petreles que ocupaban casi todas las grietas. La corona de roca era un hervidero de aves y nidos montados a base de deshilachados trozos de cuerda, pedazos de redes de pesca que los pájaros habían sacado del mar. Verdes, anaranjados, azules. Totalmente incongruentes en ese lugar primitivo. Mientras avanzábamos, era imposible escapar del vómito de las crías de petrel, una reacción involuntaria a nuestra inesperada presencia. Su bilis verde nos manchaba botas y chubasqueros. El hedor que despedía era casi tan malo como el de la mierda que cubría aquellas traicioneras superficies.

En el interior de la vieja casa había varias láminas grandes de calamina envueltas en lona, y el primer paso fue colocarlas sobre las combadas vigas del techo. Luego echamos las lonas por encima y completamos el proceso superponiendo unas redes de pesca, sujetas al techo con piedras, que caían por las cuatro paredes. Conseguimos así un refugio resistente al viento y a la lluvia, y pasamos a ocuparnos del interior. Este era oscuro y húmedo, irrespirable por el olor a guano. El suelo estaba lleno de desechos de nidos, así que comenzamos por limpiarlo, llevándonos también los numerosos nidos que había por todos los rincones y huecos para reubicarlos con cuidado en cualquier zona rocosa. Encendimos media docena de fuegos de turba en barriles cortados con el fin de secar las paredes y trasladamos todos los víveres a un cuarto situado al fondo del refugio que, en condiciones normales, habría servido para alojar a los animales.

El espacio se llenó enseguida de un humo denso y asfixiante: una fumigación que arrancaba el olor a mierda y que provocó que manadas de tijeretas salieran de todas partes. Nos lloraban los ojos. Artair tuvo que salir, ya que sus vías respiratorias no soportaban el humo. Le faltaba el aire. Le seguí y lo encontré inspirando desesperadamente del inhalador; fue tranquilizándose a medida que sus vías se desatascaban y el oxígeno inundaba sus pulmones.

—Id a familiarizaros con la isla, chicos —dijo Gigs—. Aquí ya no podéis hacer nada más. Os llamaremos cuando la cena esté lista.

Y así, con el viento azotándonos las piernas y el agua resbalando por los chubasqueros, caminamos por las rocas despacio y con cuidado, en dirección norte, hacia el tercer promontorio: un arco enorme de roca lisa casi separada de la isla madre por una profunda garganta. Habíamos visto los túmulos, recortados contra el cielo gris: montañas de piedras meticulosamente dispuestas unas sobre otras hasta formar columnas de más de un metro de alto que parecían lápidas. Allá en el promontorio, junto a esas curiosas esculturas, encontramos los restos de una antigua vivienda, que recordaba a un panal pequeño y cuyo tejado se había desplomado hacía tiempo. Había unas rocas lisas donde sentarse y, no sin dificultad, conseguimos encender sendos cigarrillos. Aun así, daba la impresión de que no teníamos nada que decirnos, de manera que seguimos sentados en silencio y contemplamos An Sgeir en toda su extensión. Desde allí se disfrutaba de una magnífica vista panorámica de la roca: de su punto culminante, el faro, una estructura de hormigón baja y achaparrada provista de una abertura para las tareas de mantenimiento y de un extraño tejado de vidrio dispuesto especialmente para proteger la luz. Las aves se agrupaban a millares a su alrededor. A su lado se hallaba la única zona llana y a nivel de la isla. Un cuadrado de hormigón excavado en la roca que servía de pista de aterrizaje para los helicópteros que dos veces al año traían a los grupos de mantenimiento. A nuestro alrededor solo había océano, de un verde grisáceo y triste, que rompía contra las rocas en bandas de espuma cremosa, subiendo y bajando a una distancia enturbiada por la lluvia. A pesar de la presencia de otros hombres en la isla y de que tenía a mi mejor amigo sentado a mi lado, no recuerdo haberme sentido nunca tan solo. La depresión me envolvió como si fuera una mortaja.

A lo lejos vimos que una figura se acercaba. Cuando avanzó más, reconocimos al padre de Artair. Nos saludó, y empezó a subir hacia nosotros. Por encima del ruido del viento y de la lluvia que golpeaba mi capucha, oí que Artair decía:

—¿Por qué coño no nos dejas en paz?

Me volví a ver si la pregunta iba dirigida a mí. Pero él tenía la vista puesta en su padre. Me sobresalté. Nunca le había oído hablar a su padre en esos términos.

—No deberías fumar, Artair —fueron las primeras palabras del señor Macinnes cuando llegó hasta nosotros—. No con lo que tienes. —Artair no dijo nada, pero siguió fumando. El señor Macinnes se sentó a nuestro lado—. ¿Conocéis la historia de esa vivienda en ruinas? —Señaló hacia el panal destrozado y negamos con la cabeza—. Son los restos de una celda monástica del siglo XII donde, según dicen algunos, vivió la hermana de san Ronán, Brunilda. Hay otra como esa en una roca llamada Sula Sgeir, a unas diez millas al oeste más o menos, cerca de North Rona. Cuenta la leyenda que sus restos fueron hallados en una de ellas, aunque no sé si fue aquí o en Sula Sgeir. Pero los huesos estaban blancos como las tablas que flotan a la deriva y un cormorán había anidado en su caja torácica. —Meneó la cabeza—. Cuesta pensar que alguien pudiera vivir aquí solo.

—¿Quién construyó esos túmulos? —quise saber. Desde nuestra posición, me percaté de que los había por docenas, y se extendían por la curva que trazaba el promontorio dándole el aspecto de un cementerio.

—Los cazadores de pájaros —dijo el señor Macinnes—. Cada uno de nosotros tiene el nuestro. Cada año añadimos otra piedra, y cuando ya no venimos suponen un recordatorio de que hemos estado aquí para los hombres que nos siguen.

Un grito procedente de la casa nos hizo mirar hacia allí, y vimos a alguien que hacía gestos para que volviéramos.

—La comida debe de estar lista —dijo el señor Macinnes.

Cuando llegamos al refugio, salía humo del agujero que habíamos dejado en el techo con ese fin. Nos encontramos con un interior sorprendentemente cálido y menos cargado que antes. Angel tenía su fuego para cocinar ardiendo en un barril cortado, en medio de la estancia: sobre él colgaba un caldero de una cadena que llegaba al techo; una parrilla dispuesta directamente encima de las llamas había servido para tostar el pan y sobre esta había colocado una sartén llena de aceite hirviendo. Habían desaparecido tanto el olor a guano como el del vómito de los pájaros, y había quedado reemplazado por el aroma de los arenques que se freían en la sartén. En el caldero hervían las patatas, y Angel había hecho una montaña de tostadas para que pudiéramos mojar pan. Y dos termos de té caliente para beber.

Los salientes de piedra de casi un metro de ancho que había en las paredes habían sido cubiertos con lona, y allí se habían dejado las grandes colchonetas que habíamos arrastrado antes. Nuestras camas. Bajo la luz parpadeante de velas dispuestas por todo el espacio, descubrí cucarachas y tijeretas que se arrastraban por ellas. Me estremecí ante la idea de pasar una sola noche allí. No digamos catorce. O más.

Antes de comer nos lavamos las manos en agua que había sido reservada para este uso durante el viaje anterior, un líquido ocre y turbio que había en un barril abierto; luego nos sentamos en el suelo, en torno al fuego. Gigs abrió la Biblia y nos leyó de ella en gaélico. Apenas presté atención a su monótono tono de voz. Por alguna razón me invadía una sensación de temor, de expectación, casi una premonición. Puede ser que en algún lugar, programado en el continuo espacio-temporal, algo en mi interior fuera consciente de lo que iba a suceder. Me puse a temblar, y cuando Gigs hubo terminado de leer me comí el pescado con dedos vacilantes.

No recuerdo que hubiera mucha charla alrededor del fuego aquella primera noche. Formábamos un grupo solemne, maltrecho y magullado por el mal tiempo, que recurría a sus reservas de fortaleza y ánimo para enfrentarse a los días que nos esperaban. Oíamos el aullido del viento en torno a nuestro refugio de piedra ancestral y la lluvia que golpeaba el techo. Ni siquiera recuerdo haberme ido a la cama, pero sí recuerdo, con absoluta claridad, estar tumbado en una colchoneta húmeda, en aquel duro estante de piedra, completamente vestido y envuelto en mantas, deseando ser lo bastante pequeño para poder llorar impunemente. Luego me sumergí en las procelosas e inquietantes aguas del sueño.

Al día siguiente me encontraba mejor. Parece mentira lo que ayudan unas horas de sueño a recuperar un espíritu quebrado. El sol penetraba a través de la lona que habíamos colocado en la puerta y un humo azulado flotaba en su luz. Salí de la cama, sacándome las legañas de los ojos, y me abrí paso entre el círculo de hombres que ya estaba delante del fuego. El calor de la turba encendida era casi soporífico. Alguien me pasó una cucharada de gachas y, después de añadir unos gruesos chuscos de pan tostado, empecé a comer. Me serví té hirviendo en la taza, y me dije que nunca había tomado nada más delicioso. Supongo que, como pasa en las cárceles, la primera noche es la peor. Después, ya sabes lo que hay y te limitas a vivir con ello.

Se hizo el silencio en el grupo cuando Gigs abrió su Biblia, un volumen gastado, rayado y con las páginas desprendidas de tanto uso. Su voz recitaba en suave gaélico, subiendo y bajando de tono mientras nosotros lo escuchábamos bajo la solemne luz del alba.

—Muy bien —dijo en cuanto la cerró. Y fue la señal, o eso me pareció, de que debíamos emprender la primera matanza del viaje—. Fin, Donnie, Pluto, venid conmigo.

Me embargó un enorme alivio al saber que estaría con Gigs ese primer día. Artair iba en otro grupo. Intenté llamar su atención por encima del fuego para dirigirle una sonrisa de ánimo, pero él miraba hacia otro lado.

Yo pensaba que iríamos directamente a los acantilados para empezar la caza, pero de hecho dedicamos la mayor parte de la mañana a montar un extraño mecanismo a base de puntales y cables en la cima de la roca, que iba desde la zona donde se realizaría la matanza hasta el área donde se prepararían las piezas, cerca de los túmulos, y luego volvía a descender hasta el final de la rampa. Los cables, de cien metros de longitud, se montaban sobre toscos trípodes de madera y se tensaban lo que hacía falta con la ayuda de un torno. Manejado con poleas, ese ingenioso mecanismo permitiría trasladar fácilmente los sacos de pájaros muertos, suspendidos en ganchos, de un lugar a otro de la isla. Dependía del ángulo y la tensión de los cables que la gravedad realizara la mayor parte del trabajo, y Gigs no reparó en tiempo con el fin de asegurarse de que todos estos factores encajaran a la perfección. Cada ave pesaba alrededor de cuatro kilos, y cada uno de los sacos llevaba diez pájaros. Intentar trasladar a mano esa pesada carga por ese rocoso y desigual paisaje lunar habría sido una locura. Y, sin embargo, antes de que Gigs tuviera la feliz idea de usar poleas y cables, eso es exactamente lo que habían hecho los cazadores durante todos los siglos que llevaban yendo ahí.

Al mediodía, estando cerca del Promontorio del Faro, vi a Angel Macritchie que avanzaba por la roca hacia nosotros, haciendo gala de un equilibrio sorprendente. En una mano llevaba una gran tetera negra llena de té caliente; en la otra, colgando de una caja de plástico, llena de pasteles y bocadillos, estaban las tazas, atadas por las asas a los extremos de doce pedazos de cuerda. Todos los días, a las doce y a las cinco, veríamos su torpe figura recorriendo la isla con té caliente y bocadillos para que repusiéramos fuerzas. Por mal que me cayera Angel Macritchie, debo reconocer que no tuve la menor queja de su comida. Era puntilloso en todo lo que hacía, tal y como, según los veteranos, había sido su padre. Tenía un ejemplo a seguir, y se aseguró de no quedar mal. Supongo que ahí reside la razón por la que, aunque nadie lo apreciara realmente, sí logró al menos ganarse el respeto del grupo.

Nos sentamos en las inmediaciones del faro y dimos buena cuenta de los pasteles y bocadillos, todo bañado con sorbos de té caliente. Se liaron y fumaron cigarrillos. Reinaba en el grupo un silencio agradable; la luz del sol se asomaba a ratos entre los retazos de nubes bajas, atemperando el viento que aún soplaba desde el noroeste. La matanza comenzaría en pocos minutos, y creo que lo que ocupaba las mentes de los hombres en aquel momento eran precisamente todas esas vidas a las que estaban a punto de poner fin. Resulta difícil empezar a matar; se vuelve más fácil una vez ya estás metido en ello.

Empezamos por las colonias de los acantilados del Promontorio del Faro que daban al este: dos equipos de cuatro miembros, uno en cada extremo, que iban acercándose hasta confluir en el centro, y un tercer grupo de tres que se desplazaba por la cima. En cuanto nos plantamos en los acantilados, miles de pájaros adultos abandonaron los nidos, gritando y volando sobre nuestras cabezas mientras nos dedicábamos a matar a sus crías. Era como trabajar bajo una tormenta de nieve: los ojos llenos de los destellos blancos de las plumas de los alcatraces y los oídos invadidos por su ira, su angustia, y el batir de sus alas contra el viento. Y debías tener cuidado cuando tu cabeza quedaba a la altura de los nidos porque las crías podían sacarte un ojo, un acto reflejo de sus picos que se producía si las sobresaltabas.

Gigs guió a nuestro grupo a lo largo de salientes, grietas y repisas rocosas, examinando todos los nidos para ver su contenido. Llevaba un palo de unos dos metros de largo provisto de un gancho de metal en uno de sus extremos. Lo usaba para sacar a las crías de sus nidos, a las que pasaba rápidamente al segundo del grupo. Donnie era un veterano con más de diez años de experiencia a sus espaldas, un tipo tranquilo que ya pasaba de los cincuenta, siempre con una gorra calada hasta las orejas por la que asomaban unas patillas plateadas que contrastaban con un semblante marcado por los años y el trabajo al aire libre. Llevaba un palo macizo, y cuando le llegaba un ave prendida del gancho, la cogía y la mataba de un solo y certero golpe. Yo era el siguiente. Gigs había decidido darme el bautismo de sangre en sentido literal. Armado con un machete, mi labor consistía en decapitar a los pájaros y pasárselos a Pluto, que los amontonaba para que los recogiéramos a nuestro regreso. Al principio la tarea me repelía y la realizaba con lentitud. Me daba asco la sangre que me corría por las manos y salpicaba mi ropa. Notaba gotas calientes en la cara. Pero empezaron a llegarme tan deprisa que tuve que abandonar cualquier reserva, dejar la mente en blanco y adoptar un ritmo tan mecánico como inconsciente. Miles de alcatraces y petreles gritaban y volaban, trazando inacabables círculos sobre nuestras cabezas, y sesenta metros más abajo el mar hervía y flagelaba la capa de algas que cubría las rocas inferiores. Poco a poco la sangre fue tiñendo de negro mi anorak azul.

Avanzábamos por el acantilado a una velocidad asombrosa, provocando una ola de muerte y dejando montañas de cadáveres de pájaros a nuestro paso. Hasta que por fin nos topamos con el otro grupo y Gigs dio por finalizada la matanza del día; había durado apenas diez minutos. De manera que retrocedimos, recogimos tantas gugas como pudimos, las amontonamos, y formamos una cadena para pasarlas una por una hasta la cima. Allí fue creciendo la montaña de aves cazadas por los tres grupos, y Gigs cogió papel y lápiz, contó los pájaros y anotó el número en el cuaderno. Volví la vista hacia los acantilados que acabábamos de abandonar, rocas negras manchadas de sangre, y caí en la cuenta de que ni siquiera había tenido tiempo de sentir miedo. Solo entonces fui consciente de que un simple resbalón, un paso en falso, podría haberme llevado a una muerte instantánea.

Gigs me miró y, como si me revelara un secreto que hubiera llegado hasta él generación tras generación, dijo simplemente:

—Bueno, Fin, esto es lo que hacemos.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué lo hacéis?

—Es la tradición —intervino Donnie—. Ninguno de nosotros quiere ser quien la rompa.

Pero Gigs meneó la cabeza.

—No. No es solo por tradición. Puede haber parte de eso, sí. Pero te diré por qué lo hago yo, hijo. Porque no lo hace nadie más, en ninguna otra parte del mundo. Solo nosotros.

Lo cual, deduje, nos hacía especiales en algún sentido. Únicos. Miré la montaña de aves muertas y me pregunté si no habría alguna otra forma de distinguirse del resto.

Metimos los pájaros en sacos de yute. Contemplé el extraño espectáculo que constituían esos sacos oscilando a través de la roca, uno tras otro, haciendo una parada en el punto más bajo para luego ser izados mediante cuerdas hacia la zona de los túmulos, donde los pájaros serían desplumados. Los diseminaron sobre trozos de lona y los pusieron a secar al viento.

Esa noche dormí el sueño de los justos, y cuando desperté me di cuenta de que el tiempo había vuelto a cambiar. Ráfagas de lluvia, procedentes del sudoeste, castigaban con severidad la isla, y era ya media mañana cuando un irritado Gigs decidió que no podíamos perder más tiempo sentados mano sobre mano a la espera de que amainara. Así que, con muda resignación, nos pusimos los chubasqueros y nos encaminamos de nuevo hacia los precipicios, con ganchos, palos y machetes, intentando no resbalar sobre el guano mojado mientras nos abríamos paso entre las colonias que se habían formado en las zonas inferiores del Promontorio del Faro.

La montaña de pájaros creció, aunque la cubrimos para que no se empapara. El proceso de desplumarlos no empezaría hasta que parara la lluvia. Y eso no fue hasta el domingo, pero como los cazadores no trabajaban durante el sabbat, lo único que pudimos hacer fue apartar las lonas y dejar que el sol y el viento se ocuparan de secar los cuerpos de las aves mientras descansábamos.

Hubo algo raro. Durante las dos semanas en la roca, nunca estuve en el mismo grupo que Artair. De hecho, apenas lo vi. Era casi como si quisieran mantenernos separados, aunque no tengo ni idea de por qué. Ni siquiera lo vi en los dos domingos que pasamos en la isla. Ni a él ni a su padre. Si me pongo a pensarlo, me doy cuenta de que no recuerdo haber visto al señor Macinnes en ningún momento. Pero supongo que no era tan extraño: nunca estuvimos en el mismo equipo, y el proceso en cadena de desplumar, chamuscar, destripar y curar significaba que los grupos se repartían el trabajo, en sitios distintos y a horas distintas.

Aun así, es raro que Artair y yo no coincidiéramos ese primer domingo, ni que fuera para compartir nuestras penas. Descendí hasta un lugar cercano a la ensenada donde habíamos descargado los víveres. Se hallaba un poco más a cubierto del viento, y los charcos de agua que se formaban entre las rocas adoptaban una temperatura más agradable bajo el sol de agosto. Varios hombres que ya llevaban años de experiencia se sentaron en torno a esas piscinas naturales, dejaron las botas y los calcetines sobre un saliente rocoso, se remangaron los pantalones hasta las rodillas y hundieron los pies descalzos en el agua tibia. Estaban charlando de algo mientras fumaban, pero en cuanto llegué tuve la impresión de que se callaban, así que no me quedé mucho rato. Decidí subir hacia la cima del promontorio, donde encontré una roca plana, con vistas al sur, donde pude tumbarme al sol y cerrar los ojos: mentalmente, al menos, pude escapar hacia el idílico verano que me habían obligado a abandonar de forma tan prematura.

El lunes empezamos a desplumar. Los pájaros se habían secado durante el sabbat, y nos sentamos a trabajar entre los túmulos, con el viento soplando entre nuestros tobillos. Era una labor ingrata. Gigs me enseñó cómo hacerlo. Primero colocaba el pájaro entre sus rodillas y le desplumaba el cuello, dejando solo un estrecho collar de plumas. Luego pasaba al pecho, arrancando plumas a puñados hasta llegar a la cola. Arrancaba a continuación las plumas nuevas del ala superior y tiraba de las delanteras. Después le daba la vuelta y la emprendía con las de la espalda y las patas, hasta dejar solo la capa más blanca. Gigs podía desplumar una guga en menos de tres minutos. Yo tardaba más del doble.

Era una tarea agotadora y competitiva. Parábamos cada hora para hacer el recuento y gritar en voz alta el número de ejemplares desplumados. Gigs siempre era el que había desplumado más, y Artair y yo los que menos. Y volvíamos a empezar. Hacia el final de la mañana, tenía las manos agarrotadas; me dolían todos los músculos y articulaciones hasta el punto de que apenas podía sostener una pluma entre el índice y el pulgar. Y estábamos llenos de plumas por todas partes. Se nos metían en los ojos, en la nariz, en las orejas y en la boca. Se nos pegaban al pelo y a la ropa. El asma de Artair reaccionó ante ellas, y a las dos horas apenas podía respirar. Gigs lo liberó de seguir y lo envió a encender los fuegos que se usarían para chamuscarlas.

Las hogueras se encendían en unas áreas de piedra de un metro cuadrado en una zona que quedaba exactamente encima del lugar donde habíamos desembarcado. Años, quizá siglos, atrás se había descubierto que constituía el lugar idóneo para que los fuegos ardieran al máximo. Así que siempre se hacían en el mismo sitio. Mientras metíamos a los pájaros en sacos de diez hasta lo que Gigs denominaba «la fábrica», a no más de doscientos metros, vi que Artair transportaba trozos de turba encendidos con la ayuda de unas improvisadas tenacillas. Cuando se hubo completado el traslado de las aves, y nos unimos a él, Artair tenía un fuego ardiendo en cada chimenea. Él y Pluto fueron los encargados de llevar a cabo la tarea de chamuscarlas. Mi amigo escuchó con atención las explicaciones de Pluto: este cogió un pájaro y le partió las articulaciones de las alas; luego, con un ala en cada mano y la guga colgando inerte entre ambas, la bajaba hacia las llamas para chamuscar la capa de plumas que quedaba. Las llamas lamían el pájaro muerto, convirtiéndolo por un momento en un ángel vengador, antes de que Pluto lo retirara bruscamente del fuego. Las plumas se habían reducido a finas cenizas negras, los pies del ave habían quedado crujientes y retorcidos. Era importante no abrasar la piel porque eso estropeaba el sabor, pero resultaba de igual importancia arrancar todas las plumas porque en caso contrario era la textura lo que se estropeaba. Artair y Pluto se pusieron manos a la obra, ocupándose de todos los pájaros desplumados aquel día, creando a su vez docenas de ángeles vengadores durante aquella ventosa tarde de lunes.

Del fuego iban a manos del viejo Seoras, un tipo esquelético que tenía la cabeza como una calavera. Unas gafas protectoras aumentaban esa impresión. Él quitaba la ceniza de los pájaros antes de pasárselos a Donnie y Malcolm, que realizaban unas funciones que podrían llamarse de «control de calidad» y terminaban de quemar con teas encendidas cualquier resto que hubiera resistido el efecto de las llamas.

Luego pasaban a John Angus, que les amputaba las alas de un hachazo antes de depositarlas en manos de Gigs y Seumas, que se hallaban sentados a horcajadas cara a cara sobre una gran viga de roble que habían apoyado entre dos túmulos. Esa viga había servido para ese propósito sangriento durante décadas, y acusaba las marcas del tiempo y los años. Allí, con cuchillos afilados como navajas, abrían las gugas en canal y les cortaban la cola. Se realizaban tres cortes precisos sobre las costillas, y con un hábil movimiento de mano, con los dedos metidos entre la carne y el hueso, se les arrancaba el costillar y las entrañas. Mi tarea consistía en coger esas entrañas de la pila que se iba formando y arrojarlas por el borde de las chimeneas donde Artair y Pluto seguían forjando ángeles. La grasa se escurría rápidamente hacia las llamas: aumentaba el chisporroteo y se avivaba el fuego.

La parte final del proceso, una vez destripadas las aves, consistía en que Gigs y Seumas realizaran cuatro incisiones limpias en la carne de los pájaros, creando unas bolsas que se llenaban con puñados de sal para que empezara la fase de curación.

Sobre un suelo tan llano como fuera posible, justo al lado de la parte superior de la rampa, los dos hombres extendieron las lonas y dispusieron los pájaros salados en forma de gran círculo, con las patas hacia el centro y la capa externa de la piel doblada para evitar que se escaparan los fluidos ácidos que originaba la sal. Un segundo círculo se superponía al primero, y un tercero al segundo, avanzando hacia el centro hasta que se hubo formado la primera capa. Una enorme rueda de pájaros muertos. A continuación se empezó a colocar una segunda capa, y luego otra, hasta alcanzar una altura de metro y medio. A finales de la segunda semana había dos grandes ruedas como esa, y entre las dos sumaban dos mil pájaros. A nuestro alrededor yacían diseminadas sus alas, que las borrascas de otoño se encargarían de llevarse.

Así fue nuestra vida en la roca durante dos atrofiantes semanas. Caminar por los acantilados, pasando por todas las colonias. Un inacabable círculo de matar, desplumar, chamuscar y destripar. Hasta que se completaron ambas ruedas. Era una experiencia embrutecedora, y al cabo de un tiempo actuabas de forma puramente mecánica. Te levantabas por la mañana y trabajabas durante el día hasta que volvías a caer en la colchoneta por la noche. Algunos hombres incluso parecían disfrutar. Reinaba una especie de camaradería silenciosa, solo interrumpida por algún chiste verde y las carcajadas consiguientes. Algo dentro de mí se cerró y me replegué en mí mismo. Yo no formaba parte de esa camaradería. Creo que no me reí ni una sola vez en esas dos semanas. Me limitaba a apretar los dientes y a ir descontando los días.

Hacia el segundo domingo el trabajo ya estaba casi terminado. El tiempo se había mostrado relativamente clemente, y habíamos avanzado a buen ritmo. No llovía, aunque tampoco hacía el sol de la semana anterior. Subí hasta el faro y me quedé en la pista de hormigón donde aterrizaban los helicópteros; desde allí contemplé la isla. An Sgeir se extendía ante mí: la espinosa curvatura de su columna vertebral, los promontorios que parecían costillas rotas, los resultados de siglos de erosión. Más allá de su extremo noroeste alcancé a ver, sobre los picos, bandadas de aves marinas que aprovechaban las corrientes de aire para volar en interminables círculos sin el menor esfuerzo. Di media vuelta y me encaminé hasta el borde del precipicio. Era un acantilado escarpado, de unos noventa metros de altura. Pero la caída quedaba cortada por grietas y huecos, y atravesada en varios puntos por salientes rocosos, blanqueados por el guano, que habían sufrido los efectos del viento y la lluvia. Había miles y miles de nidos en el acantilado. Las presas más ricas de la isla. Y las más inaccesibles. Al día siguiente descenderíamos a los salientes inferiores y realizaríamos la última cacería. Un nudo de miedo se me formó en la boca del estómago y desvié la mirada. Solo faltaba un día: el martes empezaría el proceso de desmontar el campamento a tiempo para la llegada del Purple Isle, prevista para el miércoles si el tiempo lo permitía. Ardía en deseos de volver.

Esa noche disfrutamos del mejor festín de la estancia. Comimos las primeras gugas del año. Para entonces los víveres empezaban a escasear. El pan estaba duro, a veces mohoso y siempre atestado de tijeretas. No quedaba carne, y parecíamos sobrevivir a base de gachas y huevos. La única constante de todas las comidas era la dieta de escrituras y salmos servida por obra y gracia de la Biblia de Gigs. De manera que aquella guga nos supo a maná celestial: quizá fuera la recompensa a nuestra piedad.

Angel se pasó la tarde preparando tres gugas que sacó de la primera rueda. Y aquella noche, cuando nos sentamos en torno al fuego, platos en mano, las expectativas eran tan intensas que casi podían palparse. La caja de latón donde se guardaban los cubiertos, y que normalmente se pasaba a la hora de las comidas, se quedó en su sitio. La guga solo debía comerse con las manos. Angel sirvió un pedazo de pájaro en cada uno de los platos y nosotros nos pusimos generosas raciones de patatas. Y empezó el banquete: a la luz azulada del fuego, nos llenamos las bocas hambrientas con aquella carne y aquella piel, y la saboreamos en silencio. La carne era firme pero tierna, con el color y la textura del pato pero con un sabor que estaba entre el del filete y el arenque ahumado.

Un cuarto de pájaro era más que suficiente, junto con las patatas, para dejarnos saciados y somnolientos; casi en estado de trance escuchamos a Gigs leer de la Biblia. Luego nos acostamos y nos sumergimos en la deseada niebla del sueño. Dudo que hubiera un solo hombre en la casa que pensara por un solo instante en los peligros que debería afrontar al día siguiente en la bajada final. De haberlo hecho, no habría podido dormir.

Pero el viento había vuelto a cambiar. Venía del noroeste y sus ráfagas presagiaban lluvia. También era mucho más frío. Arriba, en el faro, donde el día anterior yo había estado disfrutando de una brisa cálida, podías apoyarte en el viento sin caer. Iba a complicar mucho la tarea de trabajar en la zona más baja de los acantilados. Al principio no comprendí cómo podríamos descender a los salientes que había visto el día anterior: el acantilado trazaba una línea perpendicular de veinticinco metros hasta llegar al primero. Pero Gigs nos guió hacia un barranco empinado, situado a la izquierda, casi oculto por los pliegues rocosos, que se convertía en una profunda chimenea: en una de sus caras, las grietas y fisuras formaban peldaños naturales y se podía descender apoyando la espalda en la pared. La chimenea no llegaba al metro de ancho, y se estrechaba cada vez más, hasta llegar al primer saliente. En cuanto llegamos a él, miles de alcatraces llenaron el aire, entre gritos de alarma, batiendo las alas en nuestras narices. El saliente estaba plagado de nidos. El guano cubría todas las grietas de la roca, suavizando sus huecos y su textura. Atacado por el viento y la sal, se había endurecido hasta formar una superficie lisa y blanca, parecida al mármol, que resultaba de lo más traicionera al andar. En ese momento tuvimos la suerte de estar a sotavento, así que la lluvia no nos afectaba. Sesenta metros más abajo, el mar azotaba con fuerza las rocas. Gigs nos indicó que debíamos movernos deprisa, de manera que avanzamos por el saliente, que en su parte más ancha apenas pasaba del metro de ancho, y procedimos a matar tantos pájaros como nos fue posible: los cadáveres se acumulaban a nuestras espaldas mientras el mármol de guano se iba tiñendo de escarlata. A nuestra derecha, un segundo equipo hacía lo propio en otro saliente. No tenía ni idea de dónde estaba el tercer grupo.

Sucedió de una forma absolutamente inesperada. Matar acaba embotando los sentidos, pero ni siquiera ahora alcanzo a entender cómo pude ser tan torpe. Habíamos regresado a la chimenea y amontonado los pájaros muertos a sus pies. Pluto subió de nuevo a la cima y lanzó una cuerda: fuimos atando las aves, de cuatro en cuatro, para que las izara. Mientras Gigs exploraba una posible ruta que nos llevaría al siguiente saliente, me di la vuelta, y al hacerlo pisé una cría que anidaba en una de las grietas. Al instante la tuve en la cara, emitiendo chillidos y batiendo las alas. Sentí cómo el pico se me clavaba en la mejilla. Levanté las manos para apartarla y di un solo paso atrás. Ahora creo que en ese escaso segundo podría haber recuperado el equilibrio. Lo he pensado muchas veces. Pero entonces, en aquel momento, fue como si los acantilados me hubieran soltado, dejándome a merced del destino. Había aire bajo mis pies e intenté desesperadamente aferrarme a algo con las manos. Sin encontrar nada. Recuerdo que pensé en lo que me había dicho Gigs: nunca, hasta donde le alcanzaba la memoria, se había producido un accidente en la roca. Me sentí como si estuviera cargándome el récord. Oí cómo los pájaros se reían al verme caer, complacidos por mi desgracia. A diferencia de ellos, yo no podía volar. Me estaba bien empleado por matar a sus crías. Caí en silencio, demasiado atónito para tener miedo y expresarlo con un grito. Supongo que fue como si estuviera soñando, como si no sucediera de verdad. No a mí.

El primer golpe me atravesó como si me hubieran atizado con un mazo. En algún punto del brazo o el hombro izquierdo. El dolor fue intenso e hizo que rompiera el silencio. Grité. Pero supongo que fue ese impacto el que me salvó la vida. Hubo varios golpes más, menos directos que el primero, antes de detenerme de forma súbita. Oí el crujido de mi cráneo, pero la conciencia se me disipó al instante. No sentí dolor.

Lo primero que recuerdo fueron las voces. Gritos. No comprendía qué gritaban, porque en cuanto recuperé algo parecido al conocimiento, este trajo consigo un dolor indescriptible. Dicen que no te pueden doler dos partes del cuerpo al mismo tiempo. Pero yo lo notaba en el hombro, lacerante, como si algo me cortara la carne, el musculo y el tendón, y llegara hasta el hueso. También en la cabeza: era como si alguien hubiera colocado un torno de acero a su alrededor y se dedicara a apretar con él. Debía de dolerme en más sitios, dolores de los que tomaría conciencia mucho más tarde, pero en ese momento todos mis sentidos quedaban absorbidos por esos dos. No podía moverme, y a través de la niebla de mi sufrimiento me pregunté si me habría partido la espalda. Cuando conseguí abrir del todo los ojos, descubrí que estaba de cara al mar, a unos cuarenta y cinco metros de altura más o menos; las olas golpeaban con furia las rocas. Me esperaban, me instaban a caer en sus brazos: esa repisa las había privado de la oportunidad de tragarse mi cuerpo maltrecho en su turbia oscuridad.

Con un enorme esfuerzo rodé, apartándome del borde, y me tumbé de espaldas. Doblé la pierna por la rodilla, e incluso en aquellos momentos de confusión sentí alivio al pensar que, al fin y al cabo, mi columna vertebral parecía indemne. El saliente era estrecho, no tenía más de sesenta centímetros. Milagrosamente había logrado frenar la caída y me había retenido allí, acunado contra el seno de la montaña. Vi que tenía sangre en las manos y me asaltó el pánico, antes de caer en la cuenta de que pertenecía a las gugas que habíamos matado unos minutos antes de que cayera al vacío. El extremo pelado de una cuerda de plástico verde colgaba justo sobre mi cabeza, y a unos quince metros de distancia vi las cabezas y hombros de los hombres que se asomaban al vacío tanto como les era posible, intentando verme. Incluso en mi estado de atontamiento comprendí que no había forma de bajar a pie. La superficie era empinada y lisa, y cubierta de guano. Si querían llegar hasta mí, alguien tendría que bajar ayudándose de una cuerda.

Seguían gritando. Al principio pensé que sus gritos iban dirigidos a mí. Distinguí el semblante pálido y estupefacto de Artair. También gritaba, pero no entendí sus palabras. Entonces algo me hizo sombra, y al volver la cabeza vi al señor Macinnes en el saliente rocoso, a mi lado. Tenía un aspecto terrible. Sin afeitar, con la cara de un amarillo hepático y los ojos hundidos en el cráneo. Sudaba y temblaba, daba la impresión de que eso era lo único que podía hacer; permaneció asido a la roca para no caer, arrodillado en aquel espacio estrecho, con la espalda bien apretada contra la cara de la montaña.

—Todo va a ir bien, Fin. —Su voz sonaba ronca y débil—. Saldrás de esta.

Agarró la cuerda verde y la enrolló varias veces alrededor de su muñeca, antes de separarse de la roca y darse la vuelta para acabar sentado en el repecho, justo al lado de mi cabeza. Volvió a apoyarse en la cara de la montaña, con los ojos cerrados, inspirando profundamente. De algún modo había conseguido llegar hasta mí desde abajo. A día de hoy aún no tengo la menor idea de cómo lo hizo. Pero pude oler el miedo. Es extraño. En ese momento, a pesar de todo el dolor, recuerdo que me dio lástima. Le tendí la mano y él la cogió con fuerza.

—¿Puedes sentarte?

Intenté hablar, pero no me salían las palabras. Volví a intentarlo.

—Creo que no.

—Tenemos que conseguir que te sientes para poder atarte las cuerda por debajo de los brazos. No puedo hacerlo solo, necesito tu colaboración.

Asentí.

—Lo intentaré.

Sin soltar la cuerda, sujetándola con una mano, colocó su otro brazo en torno a mi cintura para intentar incorporarme. El dolor que me atravesó el hombro y el brazo fue tan insoportable que lancé un grito. Intenté recobrar el aliento, apoyado en él como si fuera un peso muerto. Él seguía murmurando palabras de ánimo, palabras que no eran más que sonidos borrados por el viento, pero que, aun así, suponían cierto consuelo. Y también servían para darme valor. Con el brazo sano me agarré al suyo y me apoyé en él; hice fuerza con la pierna que había conseguido doblar y conseguí por fin incorporarme un poco, hasta quedarme medio sentado. Volví a gritar, pero ya estaba recostado sobre sus piernas, lo que le daba la posibilidad de pasar la cuerda por debajo de mis dos brazos, por la espalda, y hacerle un nudo grande y firme a la altura de mi pecho.

Cuando hubo terminado ambos respiramos hondo, haciendo esfuerzos por no mirar hacia abajo, por no pensar en el momento en que me soltaría de sus brazos y empezaría mi ascenso por los aires. Porque entonces quedaría suspendido en el extremo de esa cuerda de plástico verde; mi vida dependería de ese nudo y de la fuerza de los demás para izarme sano y salvo. En cierto modo, creo que casi habría preferido dejarme caer: serían solo unos segundos, seguidos de una muerte rápida al estamparme contra las rocas… Una muerte que pondría fin al dolor.

—Estás sangrando —dijo él. Y al oírlo noté la sangre cálida que me bajaba por el cuello desde una herida situada un poco por encima de la oreja. Sacó un pañuelo y me limpió la cara—. Lo siento tanto, Fin —añadió. Me pregunté a qué venía eso: no era culpa suya que me hubiera caído.

Inclinó la cabeza hacia atrás y dio un grito hacia los otros, diciendo que ya estaba listo; acompañó sus palabras con tres tirones de cuerda. La respuesta fue otro tirón y la cuerda se tensó.

—Buena suerte —dijo el señor Macinnes.

La cuerda me izó y volví a gritar de dolor. Entonces me soltó y me separé de la roca: el viento me hacía girar en el aire, y ascendí a base de tirones cortos y dolorosos. En dos ocasiones me di contra la pared de piedra antes de volver a quedar suspendido sobre las aguas. Y durante todo ese tiempo los alcatraces no dejaron de revolotear sobre mi cabeza, emitiendo chillidos furiosos, deseándome que cayera. «Muere, muere, muere», parecían gritar.

Cuando me depositaron en el saliente del que había caído, apenas estaba consciente. Unas caras consternadas se cernieron sobre mí. Y oí la voz de Gigs:

—Por Dios, hijo. Creí que te perdíamos.

Entonces alguien gritó, y la alarma que transmitía esa voz era aterradora, imperiosa. Volví la cabeza a tiempo de ver al señor Macinnes flotando en el aire, con los brazos extendidos como si fueran alas, como si se creyera capaz de volar. Pareció tardar una eternidad en llegar a las rocas, que pusieron un abrupto final a la caída. Permaneció boca abajo durante un instante, con una rodilla doblada, como un remedo de Cristo en la cruz. Luego una ola enorme inundó la roca y se lo llevó consigo. La espuma blanca se tiñó de rosa y él se hundió para siempre en las insondables profundidades del océano.

En ese momento se hizo un extraño silencio, como si todos los pájaros mostraran su respeto. Solo el viento prosiguió con su quejido lastimero hasta que, por encima de ese persistente zumbido, oí el aullido angustiado de Artair.