Capítulo 10

El repiqueteo del teclado del ordenador llenaba el silencio de la habitación sombría. La pantalla proyectaba su luz en la cara pálida de Fin, cuya concentración quedaba patente en las arrugas que se formaban alrededor de sus ojos y en el fruncimiento de sus cejas. Esos exámenes eran muy importantes. Todo dependía de ellos. El resto de su vida. No te distraigas, no te distraigas. Céntrate. Un movimiento captado por el rabillo del ojo le hizo volver la cabeza, y se le erizó el vello de brazos y hombros. Ahí estaba otra vez. Ese hombre de una estatura inaudita, con el anorak de capucha y el pelo grasiento que le caía por detrás de las orejas. En el umbral de la puerta, como siempre, con la cabeza rozando el techo y esas manos grandes e inertes a ambos lados del cuerpo. Pero esta vez sus labios se movían, como si intentara decir algo. Fin se esforzó por oír, pero de su boca no salía palabra alguna, solo el rancio y áspero olor a tabaco en un aliento cuya fetidez parecía invadir la habitación.

Fin despertó, sobresaltado, con un hedor de alcohol pasado en la cara. La luz del día atravesaba las finas cortinas, filtrándose por todos sus bordes. El rostro macilento y abotargado de Artair se cernía sobre él y su mano le sacudía el hombro.

—¡Fin! Joder, Fin, despierta.

Fin se incorporó de repente, jadeante, desorientado, aún temeroso. ¿Dónde diablos estaba? Luego sus ojos se posaron en la mesa plegable apoyada en la pared y en la mancha de café con la forma de Chipre. Levantó la mirada hacia el techo y vio el alcatraz volador.

—Dios. —Aún le costaba respirar.

Artair se echó hacia atrás, mirándolo con curiosidad.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Tranquilo. No pasa nada. Ha sido una pesadilla. —Fin inhaló una bocanada de aire cálido y agrio—. ¿Qué hora es?

—Las seis.

Apenas había dormido: había pasado la noche dando vueltas para ver la hora en el reloj digital de la mesilla de noche. Las dos. Las dos cuarenta y cinco. Las tres quince. Las tres cincuenta. La última vez que lo había mirado eran casi las cinco, así que debía de haber dormido poco más de una hora.

—Tenemos que irnos —dijo Artair.

Fin seguía perplejo.

—¿Tan temprano?

—Fionnlagh y yo tenemos que bajar a Port of Ness antes de que yo entre a trabajar. Hay que ayudar a los chicos a cargar el camión con las provisiones para An Sgeir. Fin apartó el edredón y apoyó los pies en el suelo. Se frotó los ojos cansados.

—Dame un minuto para que me vista.

Pero Artair no parecía tener intención de moverse. Fin levantó la vista y se encontró a su viejo amigo del colegio con la mirada fija en él y una expresión extraña en sus ojos.

—Oye, Fin. Lo que dije anoche… Estaba borracho, ¿vale? No me hagas caso.

Fin le sostuvo la mirada.

—¿Era verdad?

—Estaba borracho.

In vino Veritas.

Artair perdió la paciencia.

—Mira, estaba cabreado, ¿vale? Si no ha importado durante diecisiete años, ¿por qué coño va a importar ahora?

Fin oyó el eco de la mucosidad en la garganta de Artair cuando este se dio la vuelta y salió bruscamente de la habitación. Y lo oyó aspirar dos veces con el inhalador en el pasillo antes de que sus pasos retrocedieran pesadamente hacia el comedor.

Fin se vistió y luego se lavó la cara con agua fría en el cuarto de baño: desde el espejo le contemplaban sus propios ojos inyectados en sangre. Tenía un aspecto terrible. Se echó un poco de dentífrico en el dedo y se frotó dientes y encías: se enjuagó la boca con la intención de quitarse el mal sabor de la noche anterior. Se preguntó cómo iba a enfrentarse a Fionnlagh a la luz del día, sabiendo lo que ya sabía. Volvió a mirarse de reojo en el espejo y apartó la vista enseguida. Apenas sabía cómo enfrentarse a sí mismo.

El Astra descansaba en la carretera que quedaba por encima de la casa. El quejido del motor a través del tubo de escape destilaba tanto agotamiento como el que sentía el propio Fin. Artair se había sentado al volante con semblante hosco. Fionnlagh iba detrás, con la sudadera con capucha y las manos cruzadas entre las piernas, apoyadas sobre la tapicería. Su cara acusaba la falta de sueño, pero había encontrado tiempo para engominarse el pelo. Fin ocupó el asiento del acompañante y saludó a Fionnlagh.

—Hola —dijo. Volvió la cabeza solo un instante. Luego miró hacia delante y se puso el cinturón de seguridad, embargado por una acuciante sensación de incomodidad.

Artair metió primera y bajó el freno de mano; el coche inició el camino.

El cielo estaba encapotado, pero no parecía que fuera a llover. En algún lugar del horizonte, el sol había abierto una brecha en las nubes: hacía pensar en un foco invisible que arrojaba su luz sobre las aguas. Un fuerte viento agitaba la maleza. Tras pasar la iglesia, ante sus ojos apareció todo el camino hasta Port of Ness, y el Astra avanzó renqueante por el sendero que desembocaba en la carretera principal.

Fin notó que el silencio del coche se le hacía insoportable. Sin volverse, dijo a Fionnlagh:

—¿Qué tal te fue anoche con el ordenador?

—Genial.

Fin esperaba que añadiera algo más, pero eso fue todo.

—Está de mal humor porque no le apetece mucho ir a An Sgeir —dijo Artair.

Fin giró la cabeza para mirar al chico.

—¿Por qué?

—No me va. No me mola matar bichos.

—El chico es un blando —intervino Artair con un deje burlón en la voz—. Le sentará bien, le hará un hombre.

—¿Como a nosotros?

Artair lanzó a Fin una mirada cargada de desdén y luego volvió a clavar los ojos en la carretera.

—Un rito de madurez, eso es lo que es. Van siendo chicos y vuelven convertidos en hombres. Nadie dijo que fuera fácil.

No había ningún policía de servicio en Port of Ness. Quizá creían que ya no hacían falta, o tal vez presuponían que nadie se levantaba tan temprano. La cinta que delimitaba el escenario del crimen había sido arrancada y enrollada en uno de los conos de tráfico. La estrecha carretera descendía hacia el puerto en sucesivas curvas, y en el muelle vieron un camión y siete u ocho vehículos aparcados en las inmediaciones del cobertizo. Este seguía aún rodeado por la cinta negra y amarilla que revoloteaba al viento; tras aparcar el coche y pasar por encima de ella, ninguno pudo evitar dirigir la vista hacia su interior. Un hombre había sido asesinado allí. Un hombre a quien conocían. Y todos y cada uno de ellos tenían la sensación de que de algún modo Angel Macritchie seguía apostado entre las sombras, como un fantasma incapaz de descansar hasta que su asesino hubiera sido atrapado.

Esa presencia flotaba igualmente entre los diez hombres que se habían congregado en torno al camión, aunque fuera solo porque su ausencia se hacía notar. Había sido uno de ellos durante dieciocho años, y debería haber estado allí ese día, ayudándolos a cargar las provisiones que se amontonaban en el muelle: sacos de turba para encender los fuegos, agua potable en toneles de metal, colchonetas, lonas, cajas de comida, herramientas, una batería de coche con que alimentar la radio, y más de cuarenta sacos de sal que formaban una montaña de un metro de alto frente al muro del puerto.

Fin se percató de que conocía de vista a la mayoría de los hombres que estaba ahí ese día. Algunos rondaban los cincuenta años: eran veteranos del verano en que Fin y Artair habían participado en el viaje a la roca y que aún realizaban ese peregrinaje anual. Había un par de coetáneos de Fin, a quienes este recordaba del colegio, y otros más jóvenes, de veintitantos años, a los que no conocía. Pero entre todos ellos existía un vínculo tácito. Se trataba de un club muy exclusivo, y ser miembro de él quedaba limitado a un puñado de hombres a lo largo de quinientos años. Solo tenías que haber ido una vez a An Sgeir para ganarte ese reconocimiento: dejar constancia de tu valor y de tu fuerza, y de tu capacidad de resistir a los elementos. Sus predecesores habían realizado el viaje en chalupas, habían desafiado las aguas bravas porque no tenían más remedio si querían sobrevivir y alimentar a los hambrientos habitantes del pueblo. En el presente se iba en barca pesquera y el objetivo era conseguir un manjar delicioso muy apreciado por los bien alimentados isleños. Pero la peripecia en la roca seguía siendo peligrosa, tan exigente como lo había sido para aquellos que habían ido años atrás.

Fin saludó y estrechó solemnemente las manos de todos. El último tomó la mano de Fin entre las suyas. Era un hombre robusto, de estatura media, con pobladas cejas negras que acompañaban a una mata de pelo denso y oscuro que presentaba solo algunas hebras grises. Físicamente no era un tipo corpulento, pero su presencia imponía. Gigs MacAulay debía de tener cincuenta y pocos años. Había estado en la roca más veces que ninguno de los otros miembros del equipo. Cuando Fin y Artair pasaron por ese rito de iniciación, él llevaba catorce o quince viajes a An Sgeir. Ya entonces se le reconocía implícitamente como el líder del grupo. Y seguía siéndolo. Ese apretón de manos desprendía una firmeza y una calidez inusuales, y Fin notó que aquellos ojos agudos, de un azul profundo, celta, lo escrutaban de arriba abajo.

—Me alegro de verte, Fin. He oído que te han ido bien las cosas.

Fin se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—Si hacemos lo que podemos, Dios no puede pedirnos más. —Sus ojos se posaron un momento en Artair antes de volver a Fin—. Ha pasado mucho tiempo.

—Así es.

—¿Cuánto dirías? ¿Diecisiete, dieciocho años?

—Más o menos.

—El chico de Artair viene con nosotros por primera vez.

—Sí, eso me han dicho.

Gigs miró al chico y sonrió.

—Aunque en la roca no vas a necesitar gomina, ¿eh, hijo? —Los otros se rieron y Fionnlagh se sonrojó; desvió la cabeza y se concentró en el océano, sin decir palabra. Gigs unió las manos—. Bueno, será mejor que empecemos a cargar el camión. ¿Nos echas una mano? —preguntó, dirigiéndose a Fin.

—Claro —dijo este. Se despojó de la parka y la chaqueta, las arrojó sobre una montaña de cestas vacías, y se arremangó la camisa.

Trabajaron de forma metódica, en cadena, como cualquier equipo que se precie, pasándose sacos y cajas uno a otro y luego izándolos hasta los hombres que las distribuían en el camión. Fin se descubrió observando a Fionnlagh, buscando algo de sí mismo en el chico, alguna señal de que era, en verdad, carne de su carne. Tenían el cabello parecido, pero eso no quería decir nada ya que Marsaili también era rubia. Y esos ojos azul celeste le venían de su madre; los de Fin eran verdes. Si había algo de Fin en él, quizá no fuera un rasgo físico, sino cierta similitud en el talante, en su tranquila timidez.

Fionnlagh pilló a Fin observándolo y este apartó la mirada al instante, avergonzado. Gigs le puso un saco de sal en las manos. Pesaba, y Fin dejó escapar un gemido.

—Era más fácil en mi época —dijo Fin—, cuando se cargaba directamente en la barca, aquí mismo.

—Cierto. —Gigs meneó la cabeza con seriedad—. Pero con los destrozos del puerto, las barcas ya no pueden acceder, así que tenemos que llevarlo antes a Stornoway.

—Pero ¿aún salís desde aquí?

—La mayoría de nosotros sí. En el bote pequeño. —Gigs señaló con la cabeza una barquita amarrada en el muelle, con el motor externo bien separado del agua—. Vamos en él hasta cruzarnos con la barca en la bahía y luego subimos el bote a bordo. Aún lo necesitamos para llevarlo todo hasta el otro extremo cuando llegamos a la roca.

—¿Y hay alguna pista sobre el asesino de Angel? —preguntó de repente a Fin uno de los más jóvenes, dejándose llevar por la curiosidad.

—Yo no me encargo de la investigación —dijo Fin—. Así que no estoy muy al tanto de cómo van las cosas.

—Ya, bueno… parecen creer que esa prueba de ADN dará con él —comentó uno de los otros.

Fin se sorprendió.

—¿Ya os habéis enterado?

—Cómo no —dijo Gigs—. Creo que todos los hombres de Crobost recibimos una llamada ayer de la policía. Se nos pedía que acudiéramos a la comisaría de Stornoway o al consultorio médico de Crobost durante el día de hoy a dar una muestra.

—Es algo voluntario —señaló Fin.

—Ya —repuso Artair—, ¿pero de verdad crees que alguien se va a negar? Parecería de lo más sospechoso, ¿no?

—Yo no pienso hacerlo —saltó Fionnlagh, y todos se pararon y lo miraran.

—¿Y por qué no? —preguntó Artair.

—Porque así empiezan estas cosas. —La cara de Fionnlagh se sonrojó, poseída por un extraño apasionamiento—. Los primeras pasos de un estado policial. Todos acabaremos en una base de datos, identificados por un código de barras de ADN, y no podremos hacer nada ni ir a ninguna parte sin que alguien sepa por qué, de dónde venimos o adónde vamos. Acabarán rechazándote cuando pidas una hipoteca o intentes contratar un seguro de vida, porque la compañía opina que eres una mala inversión. Todo constará en la base de datos de ADN. Tu abuelo murió de cáncer, o quizá haya problemas de corazón por parte de tu familia materna. No te darán un empleo porque tu futuro jefe ha descubierto que tu bisabuela pasó una temporada en un psiquiátrico y tu código de barras se parece un huevo al suyo.

Artair contempló las caras de los otros, que escuchaban boquiabiertos. La tarea de cargar el camión se había interrumpido.

—Oíd al mocoso. Parece uno de esos radicales de extrema izquierda. El Karl Marx de los cojones. No sé a quién habrá salido. —Sus ojos se posaron un momento en Fin, antes de volver hacia Fionnlagh—. Te harás la prueba y no se hable más.

Fionnlagh meneó la cabeza.

—No —dijo con serena decisión.

—Mira… —Artair adoptó un tono más conciliador—. Todos vamos a hacerlo, ¿no? —Miró a su alrededor en busca de apoyo. El resto asintió con la cabeza, y se oyeron murmullos afirmativos—. Así que dará mucho que hablar que tú te niegues. ¿Es eso lo que quieres, joder? ¿Eso? ¿Quieres que crean que has sido tú?

Una sombra de hosca resignación invadió el semblante de Fionnlagh.

—Bueno, la verdad es que deberían darle una medalla al que lo hizo. —A Fin no le pasó por alto el retintín de las palabras de Artair. Fionnlagh observó todas las caras que de él pasaron a fijarse en su padre—. Ese tipo era un bruto y un matón, y apuesto a que no hay ni uno solo de todos los que estamos aquí ahora que no crea que se llevó su merecido.

Nadie replicó. Los instantes de silencio se prolongaron durante medio minuto, interrumpidos únicamente por el ruido del viento que azotaba la maleza del acantilado. Por fin, casi para romper la tensión, uno de los hombres preguntó:

—¿Y eso duele? El test de ADN.

Fin sonrió y negó con la cabeza.

—No. Cogen una especie de algodón grande y te frotan con él la parte interna del cachete.

—¡Espero que no sea el del trasero! —saltó un individuo delgado y pelirrojo que llevaba una gorra de paño. Cundió la risa en el resto, aliviados al poder relajarse un poco—. ¡Porque a mí nadie me va a meter un pedazo de algodón por el culo!

La risa fue la señal para volver al trabajo, así que reanudaron la tarea de cargar los sacos de sal en el camión.

—¿Cuánto tardan en tener los resultados de esas pruebas de ADN? —preguntó Artair.

—No lo sé —dijo Fin—. Dos o tres días, tal vez. Depende de cuántas muestras tengan que analizar. ¿Cuándo pensáis salir hacia la roca?

—Mañana —dijo Gigs—. Quizá esta misma noche. En función del tiempo.

Fin soltó el aire entre los dientes mientras cogía otro saco y notó que el sudor le empapaba la frente. Tendría que ducharse y cambiarse de ropa en cuanto llegara a Stornoway.

—¿Sabéis una cosa? Lo que no entiendo es por qué seguíais llevándolo.

—¿A Angel? —preguntó Gigs.

Fin asintió.

—Vamos, todos lo detestabais, ¿no? No me he cruzado con una sola persona desde mi llegada que me haya dicho algo bueno de él.

—Angel era el cocinero —replicó el pelirrojo gracioso—. Y se le daba bien. Se oyó un murmullo de asentimiento.

—¿Y a quién le habéis pedido que ocupe su lugar? —dijo Fin.

—A Astérix. —Gigs señaló a un tipo delgaducho que lucía un enorme y poblado bigote—. Pero no se lo hemos pedido. Nunca se lo pedimos a nadie, Fin. Hacemos correr la voz de que hay una plaza libre, y si alguien quiere ocuparla, viene a ofrecerse. —Hizo una pausa: llevaba un pesado saco de sal en brazos, pero no parecía notarlo—. Así nadie puede reprocharnos nada si hay problemas.

Cuando hubieron terminado de cargar el camión, se tomaron un descanso para fumarse un pitillo: un momento de tranquilidad compartida antes de que aquella insólita reunión de tejedores y campesinos, electricistas, obreros y carpinteros, se reincorporara a sus granjas y puestos de trabajo. Fin deambuló por el malecón, ante cabestrantes oxidados y marañas de red de pesca verde. El hormigón estaba fresco en el paseo y en la pared, que había sido reparada hacía poco de los daños provocados por los embates furiosos del mar. Una gran roca mohosa se alzaba del agua en el puerto interior. De pequeño, Fin había ido hasta ella durante la marea baja y se había encaramado hasta la parte más alta, desde donde se veía todo el puerto. Allí sentado se había sentido como el rey del puerto. Hasta que un día subió la marea y lo dejó atrapado allí. Había tenido que esperar a que bajara para salir de la roca, porque, como le sucedía a la mayoría de los chicos de la isla de su generación, no sabía nadar. Nunca había olvidado la bronca que le había caído encima cuando por fin llegó a casa.

—Nunca hemos hablado claramente sobre lo que pasó ese año, ¿no crees? —La voz de Gigs, cercana a su hombro, lo sobresaltó. Al volverse, Fin se percató de que el resto seguía reunido al otro lado del embarcadero, junto al camión, fumando y charlando—. Cuando volvimos, no estabas en condiciones de hablar. Y tampoco recordabas gran cosa, todo sea dicho. Luego te marchaste a la universidad y ya no volviste.

—No sé si hay mucho que decir —repuso Fin.

Gigs se apoyó en el salvavidas que colgaba del muro del puerto y paseó la vista por el espigón, ahora hecho trizas por la acción del mar, donde la barca solía atracar para descargar el botín conseguido en An Sgeir.

—En los viejos tiempos, cientos de personas bajaban al muelle; la cola llegaba hasta la carretera del pueblo. Solo para asegurarse de conseguir una sola guga. —El viento disipaba el humo que salía de su cigarrillo.

—Lo recuerdo —dijo Fin—, de cuando era niño.

Gigs inclinó la cabeza y le dirigió una mirada escrutadora.

—¿Qué más recuerdas, Fin? Del año que viniste con nosotros.

—Recuerdo que estuve a punto de morir. No es algo fácil de olvidar. —Notó que los ojos de Gigs lo atravesaban, como focos que intentan alumbrar un rincón oscuro, y se sintió incomodado.

—Un hombre murió.

—Tampoco he podido olvidar eso. —La emoción se apoderó de la voz de Fin—. Apenas pasa un solo día sin que piense en ello.

Gigs sostuvo su mirada durante un momento, y luego volvió a posarla en el muelle destrozado.

—He estado en la roca más de treinta veces, Fin. Y recuerdo todos y cada uno de esos viajes. Como los himnos del libro de salmos, todos son distintos.

—Supongo que sí.

—Se diría que después de treinta años deberían empezar a confundírseme unos con otros, pero lo cierto es que recuerdo todos los detalles de cada uno de ellos con la misma nitidez que si hubieran sido el último. —Hizo una pausa, cargada de intención—. Recuerdo el año que viniste como si fuera ayer. —Titubeó, como si quisiera tener mucho cuidado con lo que iba a decir—. Pero nunca se ha hablado de ello fuera de la roca.

Fin dio un respingo, incómodo.

—No creo que fuera ningún secreto, Gigs.

La cabeza de Gigs se volvió de nuevo hacia él, con la misma mirada en sus ojos. Escrutadora. Y luego dijo:

—Solo para que lo sepas, Fin. Existe una regla no escrita. Lo que pasa en la roca, se queda en la roca. Siempre ha sido así, y siempre lo será.