Capítulo 9

Corrían los primeros días del mes de julio del año que terminé el bachillerato. Ya no teníamos clase y yo esperaba los resultados que confirmarían mi plaza en la Universidad de Glasgow. Era mi último verano en la isla.

Ni siquiera puedo empezar a describir cómo me sentía. Estaba en una nube. Era como si hubiera pasado los últimos años sumergido en la oscuridad, con un gran peso sobre los hombros, y ahora que la carga había sido retirada salía yo, parpadeando, hacia la luz del sol. Contribuía a ello que el tiempo de ese año fue sublime. Dicen que los veranos del setenta y cinco y del setenta y seis fueron muy buenos. Pero el mejor que recuerdo fue ese verano, el último antes de empezar la universidad.

Habían pasado años desde que corté con Marsaili. Ahora puedo echar la vista atrás y maravillarme de mi crueldad, y solo me consuela achacarla a mi excesiva juventud. Está claro que la inmadurez siempre resulta la excusa perfecta para comportarse como un imbécil.

Ella siguió en mi misma clase hasta el final de la primaria, por supuesto, aunque por extraño que parezca se había vuelto invisible para mí. Durante los primeros dos años de secundaria, aún en Crobost, nos cruzábamos con cierta frecuencia. Pero después de que pasáramos a estudiar a la Nicholson de Stornoway, apenas la veía, aparte de algún encuentro fortuito en los pasillos del colegio o los fines de semana, cuando iba al Callejón con sus amigas. Sabía que ella y Artair habían estado saliendo durante tercero y cuarto, a pesar de que él estudiaba en otra escuela: los veía juntos de vez en cuando en los bailes del ayuntamiento o en alguna fiesta. Rompieron en quinto, cuando Artair repitió curso, y creo recordar que Marsaili salió luego una temporada con Donald Murray.

En cuanto a mí, tuve una sucesión de novias a lo largo de la secundaria, pero ninguna duró mucho. La mayoría se echaba atrás en cuanto les presentaba a mi tía. Supongo que debía de parecerles bastante rara. Yo me había acostumbrado a ella. Al igual que pasa con los trastos que uno deja diseminados por la habitación: llega un momento en que ni los ves. Pero el final del instituto me dejó libre como el viento y sin ganas de atarme a nadie. Glasgow ofrecía un abanico inmenso de posibilidades y no quería partir de la isla con exceso de equipaje.

Recuerdo que fue en algún momento de esa primera semana de julio cuando Artair y yo bajamos a la playa de Port of Ness. Nuestros humores presentaban un marcado contraste. Durante la preparación de los exámenes de acceso a la universidad yo había pasado interminables y difíciles horas encerrado en el estudio de su padre. El señor Macinnes se había puesto muy duro conmigo y me había llevado al éxito sin concederme un respiro. Después de que Artair suspendiera los exámenes de secundaria, su padre había renunciado a darle clases, a pesar de que Artair había decidido repetir el quinto curso. Era como si el señor Macinnes depositara en mí todas las esperanzas y aspiraciones que un día había albergado para su hijo. Todo ello había originado cierta tensión entre Artair y yo, nacida, supongo, de los celos. A veces quedábamos después de mis clases particulares y subíamos al pueblo juntos, en un silencio tenso e incómodo. Nos recuerdo a ambos al borde de la grada del puerto de Crobost, lanzando piedras al agua durante más de una hora sin cruzar palabra. Nunca hablábamos de las clases. Se alzaban entre nosotros como un sólido muro.

Pero en ese momento todo eso había quedado atrás y el día parecía hacerse eco de mi buen humor: un sol brillante chispeaba sobre las plácidas aguas de la bahía y una levísima brisa refrescaba la cálida atmósfera. Nos habíamos quitado los zapatos y los calcetines, nos habíamos arremangado los tejanos, y corríamos descalzos por la ligera pendiente de la playa, mojándonos con las débiles olas que rompían en la orilla y dejando huellas perfectas en la arena virgen. Llevábamos uno de esos sacos de plástico que se usan en las tiendas que venden turba porque íbamos a cazar cangrejos en los charcos que había dejado la marea en la zona rocosa del extremo de la playa. Tenía la sensación de que el verano se extendía ante mí como una sucesión interminable de días así, llenos de los placeres más simples de la vida.

Artair, en cambio, se mostraba deprimido y malhumorado. Lo habían aceptado como aprendiz de soldador en la fábrica de Lewis, donde debía empezar en septiembre. El verano se le escapaba como arena entre los dedos. El último verano de su niñez, al final del cual solo le aguardaba la perspectiva de un empleo sin futuro y la responsabilidad de la edad adulta.

Pero allí, entre las rocas, parecía existir otro mundo, al margen de la vida real. El único sonido audible era el de las gaviotas y el del mar cuando acariciaba la orilla. El agua encharcada en las grietas rocosas estaba nítida, caliente por el sol, salpicada de los crustáceos de colores que se aferraban con obstinación a la roca negra; dejando a un lado el de los cangrejos al arrastrarse, el único movimiento era el vaivén tranquilo de las algas. Habíamos cogido casi dos docenas de cangrejos y los habíamos metido en el saco cuando decidimos tomarnos un descanso para fumar un cigarrillo. A pesar de mi cabello rubio, yo había heredado la piel de mi padre y me bronceaba con facilidad. Usando la camiseta como almohada me tumbé entre las rocas a tomar el sol, con los ojos cerrados, mecido por el murmullo del mar y de las aves que se alimentaban en él. Artair permaneció sentado, con las rodillas dobladas bajo la barbilla y los brazos alrededor de los tobillos, dando tristes caladas al cigarrillo. Por raro que parezca, fumar no parecía afectar a su asma.

—Cada vez que miro el reloj —dijo él—, ha pasado otro minuto. Luego otra hora, otro día… Los días se convertirán en semanas y estas en meses. Y me veré en mi primer día, fichando en la fábrica. —Meneó la cabeza—. Y en un suspiro me encontraré fichando por última vez el día de la jubilación. De ahí a un hoyo bajo tierra en el cementerio de Crobost. ¿Y qué habré hecho en medio?

—Joder, tío, estamos hablando de sesenta o setenta años… Y te los has cargado de un plumazo. Tienes toda una vida por delante.

—Eso tú. Te marchas. Tienes la ruta de escape bien planeada. La Universidad de Glasgow. El mundo. Cualquier sitio menos aquí.

—Eh, mira a tu alrededor. —Me apoyé sobre un codo—. Tampoco es que aquí se esté tan mal.

—Ya —repuso Artair, y la voz le salió teñida de sarcasmo—, por eso pierdes el culo por largarte, ¿no? —No tenía respuesta para eso. Me miró—: ¿Se te ha comido la lengua el gato? —Tiró la colilla hacia las rocas levantando una lluvia de chispas rojas que juguetearon en el aire—. A ver, ¿qué es lo que me espera? ¿Ser aprendiz en una fábrica? ¿Años detrás de una puta máscara lanzando chorros de fuego contra un pedazo de metal? Dios, ya lo huelo. Los únicos viajes que haré serán en la puta carretera que va de Ness a Stornoway. Y al final de todo, el hoyo.

—Es lo que hizo mi padre —dije—. No era lo que quería, pero nunca lo oí quejarse. Siempre nos decía que debíamos darnos por satisfechos con nuestras vidas. Y eso que la fábrica le dejaba pocas horas libres.

—Pues no le sirvió de mucho. —Las palabras habían salido antes de que se diera cuenta de ello y Artair se volvió enseguida hacia mí, con la mirada llena de pesar—. Lo siento, Fin. No quería decir eso.

Asentí. Tuve la sensación de que la única nube del cielo se había posado exactamente encima de mí.

—Lo sé. Pero supongo que tienes razón. —Di rienda suelta a mi amargura—. Quizá si no hubiera dedicado tanto tiempo a su Dios, le habría quedado más para vivir. —Respiré hondo y me esforcé por huir de la nube—. En fin, tampoco hay nada definitivo sobre la universidad. Aún depende de los resultados de los exámenes.

—Va, no seas así —me reprendió Artair—. Seguro que te ha ido bien. Mi padre dice que estará decepcionado si no sacas sobresaliente en todo.

En ese momento oímos por primera vez las voces de las chicas. Al principio a lo lejos, charlas y risas; luego más cerca, a medida que se aproximaban hasta nosotros por la playa. No las veíamos desde nuestra posición; ni ellas a nosotros, por supuesto. Artair se llevó un dedo a los labios y me hizo señas para que lo siguiera. Nos arrastramos descalzos por las rocas hasta vislumbrarlas, a unos treinta metros de distancia, y nos agachamos para no ser descubiertos. Eran cuatro: chicas del pueblo de nuestra misma edad. Nos asomamos por el borde de las rocas para verlas mejor. Sacaban toallas de los canastos y las extendían en la arena blanda, a los pies del acantilado. Una extrajo una esterilla de mimbre y echó encima un montón de refrescos y bolsas de patatas que llevaba en el capazo. Y luego se despojaron de las camisetas y los tejanos, dejando al descubierto su piel blanca y sus biquinis.

Supongo que inconscientemente me percaté de que Marsaili estaba entre ellas, pero no fue hasta que la vi de pie, en biquini, recogiéndose el cabello en un moño, que caí en la cuenta de que ya no era la niña a la que había dejado plantada en primaria. Se había convertido en una joven muy deseable. La visión de la suave luz del sol marcando la curva de esas nalgas que daban paso a unas piernas largas y bien torneadas, y la insinuación de sus senos, apenas contenidos por un minúsculo sujetador azul, provocó una especie de tensión en mi entrepierna. Nos dejamos caer de nuevo sobre las rocas.

—Dios —susurré.

Artair estaba encantado. La depresión se había esfumado en un instante, reemplazada por una mirada maliciosa y una sonrisa traviesa.

—Acabo de tener una idea de puta madre. —Tiró de mi brazo—. Ven.

Tras recoger las camisetas y la bolsa de cangrejos, seguí a Artair por los salientes rocosos que iban hacia los acantilados. Había un sendero recto que solíamos tomar cuando no queríamos dar toda la vuelta hasta el puerto y luego retroceder por la playa. Era empinado y guijarroso, un surco profundo que se había formado en la cara del acantilado debido a la glaciación durante alguna remota edad de hielo. Unos dos tercios eran cuesta arriba, un repecho estrecho cortado en diagonal sobre la cara de la montaña que luego giraba sobre sí mismo y conducía finalmente hasta la cima a través de una sucesión de escalones naturales. Estábamos a unos nueve metros de la playa; el terreno era blando y esponjoso, propenso a desprenderse en forma de traicioneros pedazos de turba si uno se acercaba demasiado al borde. Habíamos logrado alcanzar la cima sin ser vistos y avanzamos con cuidado hasta llegar a un punto, situado, según creíamos, justo encima de las chicas que estaban tomando el sol. Desde allí, el terreno dibujaba una fuerte inclinación: una empinada pendiente de unos seis metros seguida de una abrupta caída de los tres metros restantes que la separaban de la playa. No veíamos a las chicas, pero las oíamos hablar, tumbadas sobre las toallas. El truco consistía en asegurarnos de estar exactamente encima de ellas antes de vaciar el contenido de la bolsa.

Nos colocamos de espaldas e iniciamos el descenso por la empinada pendiente cubierta de hierba. Yo iba delante, con el saco entre las manos, y Artair me seguía. Tras unos cuantos pasos, él hacía de ancla: clavaba los talones en la tierra blanda y me sostenía con las dos manos por el antebrazo izquierdo, para que yo pudiera asomar la cabeza e intentara encontrar a las chicas. Tuvimos que recorrer casi todo el camino hasta la caída en picado antes de que por fin atisbara esos cuatro pares de pies tendidos en fila. Estaban un poco a nuestra izquierda, así que hice señas a Artair para que fuera en esa dirección. Al movernos, unas cuantas piedras y pedazos de tierra se desprendieron de la montaña y cayeron hacia la playa. La charla se interrumpió.

—¿Qué ha sido eso? —oí preguntar a una de ellas.

—Cien millones de años de erosión. —Era la voz de Marsaili—. No creerás que va a parar solo porque nos haya dado por tomar el sol aquí debajo, ¿no?

En ese momento tenía los talones de las chicas justo debajo de mi vista: eran como cuatro pares de pies colocados sobre sus respectivas losas en un depósito de cadáveres. Me asomé tanto como pude y vi que estaban todas tumbadas boca abajo, con la parte de arriba del biquini desabrochada para evitar esas reveladoras líneas que afean una espalda bronceada. Sonreí a Artair y asentí. Con una mano me agarré a la cima mientras volcaba el saco con la otra. Dos docenas de cangrejos salieron volando por los aires antes de perderse de vista. Pero el efecto fue instantáneo: unos intensos gritos de terror llenaron el aire, elevándose hasta nosotros cual rabioso aplauso por el éxito de nuestra empresa. Conteniendo a duras penas la risa, descendimos un poco, y asomé la cabeza para disfrutar del espectáculo que se desarrollaba en la playa.

Pero tuvo que ser ese preciso momento el que escogió un pedazo de tierra seca para soltarse de la roca: la pendiente se convirtió en un tobogán y me deslicé por ella hasta caer por el borde, pese a los desesperados esfuerzos de Artair por sujetarme. Como antes habían hecho los cangrejos, volé esos tres metros de distancia hasta la playa y caí, por suerte de pie, aunque la aceleración me tumbó enseguida hacia atrás y me dejó sentado en la arena.

Los cangrejos, aterrados, corrían en todas direcciones. Me encontré ante cuatro chicas que me miraban estupefactas. Cuatro pares de tetas desnudas saltando al sol. Todos nos quedamos patidifusos durante unos instantes, sin palabras, paralizados por un sentimiento de absoluta incredulidad. Entonces una de ellas se puso a gritar, y otras dos cruzaron los brazos sobre el pecho en excéntricos gestos de falso pudor, entre risas que pretendían demostrar timidez. En verdad, creo que no les desagrado tanto mi súbita e inesperada aparición.

Marsaili, sin embargo, no hizo el menor intento de taparse. Durante un momento se quedó con las manos apoyadas en las caderas, los senos desnudos y desafiantes. No pude evitar advertir que eran firmes y preciosos, con pezones grandes, erectos y muy rosados. Dio dos pasos hacia delante y me arreó tal bofetón que vi una lluvia de estrellas.

—¡Cerdo! —me espetó con cara de disgusto. Se agachó para recoger la parte de arriba del biquini y se alejó hacia el otro lado de la playa sin mirar atrás.

Tardé casi un mes en volver a cruzarme con Marsaili. Ya estábamos en agosto y habían llegado los resultados de los exámenes. Tal y como había predicho el señor Macinnes, saqué sobresaliente en lengua, arte, historia, francés y español. Había abandonado las matemáticas y las ciencias después de los exámenes de secundaria. Era curioso lo bien que se me daban las lenguas para lo poco hablador que era. Me habían confirmado el ingreso en la Universidad de Glasgow, donde estudiaría Humanidades. No estaba muy seguro de qué era eso, pero me interesaba cualquier cosa que tuviera que ver con las artes y las letras, y no me costaban tanto como otras asignaturas más académicas.

Hacía tiempo que me había recuperado de la bofetada de Marsaili, pero lo cierto es que su mano me dejó unas marcas rojas en la cara de las que presumí durante días. Artair me había obligado a describirle con todo lujo de detalles lo que había visto al caer en la playa. Por su parte, él se había arrastrado de nuevo acantilado arriba y no vio ni la sombra de un pezón. La historia se extendió como la pólvora entre los pueblos vecinos y disfruté del estatus de héroe de culto entre toda una generación de adolescentes de Ness. Pero, al igual que el verano, el recuerdo se esfumaba, y el día que Artair ficharía en la fábrica por primera vez se acercaba con indeseada rapidez.

Lo encontré de mal humor el día que me acerqué a su chalet para hablarle de la fiesta de Eilean Beag. Era una isla minúscula, cuya forma recordaba a la de la lengua de fuego de un dragón, situada a unos cientos de metros de la orilla norte de Great Bernera, justo al oeste de Callanais, donde el mar se había tragado un buen trozo de la costa sudoeste de Lewis. No sé quién había organizado la fiesta, pero un amigo de Donald Murray lo había invitado a ir, y él a nosotros. Se planeaban hogueras y una barbacoa, y si el tiempo acompañaba dormiríamos en la playa, bajo las estrellas. En caso de que lloviera, disponíamos de un viejo refugio donde pasar la noche. Lo único que se nos pedía era llevar nuestra propia bebida.

Artair meneó la cabeza con aire apesadumbrado y me dijo que no podía. Su padre estaba de viaje en el continente y su madre no se encontraba muy bien. No podía dejarla sola. La pobre mujer había sufrido unos intensos dolores en el pecho y tenía la tensión por las nubes. El médico había apuntado la posibilidad de que padeciera una angina de pecho. Era la primera vez que oía el nombre de esa enfermedad, pero no me sonaba nada bien. Lamenté que Artair no viniera. Por él, sobre todo. Necesitaba animarse.

Pero mi preocupación por él no duró mucho. Hacia el viernes ya se había atenuado, y cuando Donald Murray se plantó en mi casa para recogerme el viernes por la tarde cualquier recuerdo de Artair quedó sofocado por el rugido del agotado motor del coche de Donald y la nube sulfúrica que salía de él. No sé cómo se las había apañado para conseguir un Peugeot rojo descapotable. Era viejo y estaba hecho polvo, pero era de un magnífico e intenso color rojo y llevaba la capota bajada; sentado al volante, con el pelo rubio, la cara bronceada y las gafas de sol, Donald parecía una estrella de cine.

—Eh, tío —me vaciló—. ¿Quieres dar una vuelta?

Claro que quería. No me interesaba de dónde lo había sacado, ni cómo se había hecho con él. Solo quería montar en el asiento delantero, a su lado, y cruzar la isla viendo las caras de envidia de los demás chavales. En la isla de Lewis, los descapotables eran prácticamente inexistentes. Al fin y al cabo, ¿cuándo diablos ibas a poder usarlo sin capota? Como mucho, un puñado de días al año. Pero ese verano nos sonreía la suerte. El buen tiempo que había achicharrado la isla en el mes de julio aún aguantaba.

Sacamos cuatro cajas de cerveza del sótano de casa de mi tía, donde yo las había guardado. El padre de Donald no habría tolerado ese tráfico de alcohol en la casa parroquial. Mi tía salió a despedirnos. Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que para entonces ya no debía de encontrarse bien. Aunque nunca dijo una palabra al respecto. Pero estaba pálida y había adelgazado mucho. Su melena teñida con henna se veía rala y escasa, con un dedo de blanco en las raíces. Se aplicaba con excesiva generosidad los polvos de siempre, pensados para darle un semblante muy blanco, y estos se le resquebrajaban en las arrugas de unas mejillas maquilladas con demasiado colorete. Las pestañas parecían líneas negras y la boca una cicatriz sonrosada. Llevaba uno de sus diáfanos modelitos de creación propia: telas de seda de diferentes tonos que se unían en forma de capa, unos tejanos convertidos en bermudas y sandalias de color rosa. Y se había pintado de rosa las uñas de los pies. Uñas gruesas, de ave rapaz, en unos pies afeados por la artritis. Era la hermana de mi madre, diez años mayor, pero creo que no existieron en el mundo dos personas más distintas. Mi tía debía de rondar los treinta años durante la corriente hippy de los sesenta, pero esa fue la era que la definió. Había estado viviendo en Londres, en San Francisco y en Nueva York, y era la única persona que he conocido que realmente había asistido a los conciertos de Woodstock. Resulta extraño pensar en lo poco que sé de ella. Ahora desearía poder volver y preguntarle por su vida, rellenar esos huecos. Sabía que no se había casado, pero había mantenido una relación importante con alguien famoso. Rico. Y casado. Cuando regresó a la isla, adquirió la vieja casa encalada con vistas al puerto de Crobost y vivió sola en ella. Hasta donde yo sabía, nunca le contó a nadie lo que había pasado. Es posible que se lo confiara a mi madre en su momento, pero entonces yo era demasiado pequeño para haberme enterado. Creo que tuvo un solo gran amor en su vida, una vida a la que pareció renunciar cuando se instaló en la vieja casa encalada. No tengo ni idea de cómo se mantenía, ni de dónde salía el dinero. No nadábamos en la abundancia, pero la verdad es que nunca me faltó comida, ni ropa, ni nada que deseara realmente. A su muerte tenía solo diez libras en la cuenta bancaria. Mi tía era un enigma, uno de los grandes e inexplorados misterios de mi vida. Viví con ella durante nueve años, pero no puedo afirmar que llegara a conocerla. Sí puedo afirmar sin miedo a equivocarme que no me quería. Ni yo a ella. Más bien diría que me toleraba. Pero nunca me dirigió una palabra de reproche y siempre estuvo de mi lado cuando el mundo se puso en mi contra. Había… ¿cómo definirlo? Una especie de afecto tácito, casi reticente, entre los dos. Creo que nunca le di un beso y el único abrazo suyo que recuerdo fue la noche en que murieron mis padres.

Le encantó el coche. Supongo que debió de evocar aquel espíritu libre que había albergado y perdido hacía años. Preguntó a Donald si le importaba llevarla a dar un paseo, y él la animó a subir al coche. Me senté en la parte de atrás mientras él ascendía por la carretera del acantilado hacia Skigersta, entre las chispas del cigarrillo que mi tía se empeñó en fumar. El viento le alborotaba la melena, revelando su frágil y huesuda estructura facial, la piel ajada y tirante que cubría los marcados pómulos como una máscara de muerte. Y sin embargo, creo que nunca la había visto tan feliz. Al regresar a casa estaba radiante. Volví la cabeza cuando el coche ya se alejaba por la colina en dirección a Crobost, y la vi en la puerta, siguiéndonos con la mirada.

A los pies de la colina recogimos a Iain y a Seonaidh y unas cuantas cajas de cerveza más, y emprendimos el camino hacia Great Bernera. Fue un paseo espléndido por la costa oeste, con el viento cálido acariciándonos la cara y el sol quemándonos la piel. Nunca había visto un océano tan tranquilo: resplandecía hasta fundirse con el neblinoso horizonte. Un vaivén amable, como si las aguas respiraran de manera lenta y estable, constituía su único movimiento. Los críos de los distintos pueblos salieron a la carretera a saludarnos: en Siadar, Barvas, Shawbost, Carloway. Y no solo ellos: los adultos también nos miraban con asombro, convencidos de que teníamos que ser turistas del continente, chiflados que habían llegado desde el otro lado del mar en las entrañas del Suilven. Al oeste, las siluetas de los túmulos de piedra de Callanais se recortaban en silencio contra el cielo. Otro de los misterios de la vida que probablemente nunca llegaríamos a descifrar.

Para cuando llegamos al embarcadero, en el nordeste de Great Bernera, el sol ya había iniciado su descenso e impregnaba el océano de una pátina dorada. Vislumbramos Eilean Beag en el agua, a unos doscientos metros de distancia. La cabaña estaba situada cerca de la orilla y podían verse ya varias hogueras a su alrededor y a lo largo de la playa. El humo quedaba suspendido sobre la isla, sin viento que alterara su curso. Se distinguían siluetas que se movían, y el sonido de la música llegaba hasta nosotros a través del estrecho con la misma claridad que un repicar de campanas.

Descargamos la cerveza del coche y Donald lo aparcó en la ribera, junto a docenas de vehículos más. Seonaidh hizo sonar la campana del embarcadero y unos minutos después alguien zarpó de la isla a bordo de un bote de remos para acudir a recogernos.

Eilean Beag era llana y anodina. Servía básicamente como tierra de pasto para las ovejas en verano, pero tenía una bonita playa de arena en su cara sur y otra de guijarros en el flanco noroeste. Aquella noche debía de haber al menos un centenar de jóvenes en la isla, de los que yo apenas conocía a unos pocos. Supongo que la mayoría había venido del continente. Se reunían formando animados grupos, característicos de aquellos que ya se conocen, cada uno con su propio fuego y con su propia música, que sonaba a todo trapo desde sus propios y enormes radiocasetes portátiles. El olor de carne y pescado a la brasa flotaba en el aire. Las chicas envolvían la comida en papel de aluminio para luego enterrarla en las ascuas de la barbacoa. Aunque yo no tenía ni idea de quién había organizado la fiesta, la verdad es que el resultado era impecable. Cuando llegamos a la orilla, Donald me dio una palmada en la espalda y me dijo que nos veríamos luego. Tenía una cita con diez gramos de hachís. Yo, Iain y Seonaidh llevamos las birras a la cabaña, las dejamos junto al resto de las bebidas y nos abrimos unas latas. Encontramos a unos conocidos del colegio y pasamos un par de horas con ellos, bebiendo, charlando, y comiendo pollo y pescado recién asados.

La noche pareció caer de repente y la oscuridad nos pilló de improviso. El cielo aún despedía un brillo rojo por el oeste, y se alimentaron las hogueras con más madera para que aumentara la luz. No sé por qué, pero en mi caso la penumbra trajo consigo una sensación de melancolía. Quizá es que era demasiado feliz y sabía que eso no podía durar. Tal vez fuera porque se trataba de mi último verano en Lewis, aunque entonces aún no sabía que solo volvería una vez, y para asistir a un entierro. Abrí otra lata y deambulé entre los fuegos que poblaban la orilla, ante las animadas caras que, alumbradas por las llamas, se divertían, bebían y fumaban. Mezclado con el olor a humo y a brasa llegaba el dulce y amaderado perfume del hachís. A orillas del mar, levanté la vista hacia un cielo impoluto y me sentí invadido por una sensación de asombro ante ese vasto y negro manto de estrellas.

—¡Eh, Fin! —Me volví al oír mi nombre y vi a Donald, que estaba sentado con más gente en torno a la hoguera más cercana. Tenía un brazo sobre los hombros de una chica. A primera vista todos daban la impresión de estar emparejados—. ¿Qué diablos haces ahí solo en la oscuridad? Ven con nosotros.

Si he de ser sincero, no me apetecía nada unirme al grupo. Estaba disfrutando de mi melancolía, regodeándome en mi soledad. Pero tampoco quise ponerme borde. Cuando me acerqué al círculo de luz que proyectaba el fuego, Donald se estaba morreando con la chica y se interrumpió solo al percatarse de que yo estaba de pie ante ellos. Entonces vi que la chica en cuestión era Marsaili y sentí una leve descarga de celos, casi eléctrica, que me recorrió el cuerpo. Estoy seguro de que me puse rojo, pero supongo que las llamas disimularon mi reacción.

Marsaili me sonrió con aire de superioridad y una mirada fría y calculadora en los ojos.

—Vaya, vaya… si es el mirón del pueblo.

—¿El mirón?

La media sonrisa de Donald revelaba su desconcierto. Debía de ser el único adolescente de Ness que no había oído la historia. Quizá porque estaba en el continente en busca de su Peugeot rojo descapotable. De manera que Marsaili procedió a contársela, aunque no exactamente igual que lo habría hecho yo, y él se rio tanto que creí que iba a atragantarse.

—Tío, ¡menuda cagada! Y siéntate, por el amor de Dios. Fúmate un porro con nosotros y relájate.

Me senté, pero rechacé la oferta del porro.

—No, prefiero seguir con cerveza.

Donald me brindó una mirada desdeñosa e inclinó la cabeza.

—Virgen en el consumo de hachís, ¿eh?

—Virgen en todos los sentidos —apostilló Marsaili.

Me sonrojé otra vez, y agradecí en silencio la oscuridad y el fuego.

—Claro que no. —Pero lo era. Y, como sospechaba Marsaili, en más de un sentido.

—Pues no seas capullo —repuso Donald—. Fuma con nosotros, ¿vale?

Me encogí de hombros. Mientras me llevaba la lata a los labios, vi cómo preparaba lo que en esa época llamábamos un canuto: unió cuatro papeles de liar, echó un poco de tabaco en el centro y luego añadió la piedra quemada. Colocó un cartón en un extremo y enrolló el papel hasta obtener un cigarrillo largo, lamiendo el lado adhesivo y luego retorciendo el otro extremo hasta cerrarlo. Lo encendió por ahí y le dio una profunda calada; sus pulmones retuvieron el humo al tiempo que él le pasaba el porro a Marsaili. Mientras ella le daba una calada, Donald exhaló con fuerza. El humo se disipó en la noche y vi el efecto que le causaba casi al instante: una especie de paz se apoderó de él. Marsaili me lo pasó a mí, con el extremo húmedo de saliva. Yo ya fumaba, de manera que no se me ocurrió que haría el ridículo al darle una calada. Pero no esperaba que fuera tan fuerte: un ataque de tos estalló en mis pulmones y subió hasta mi garganta. Cuando recuperé el control, me encontré con las sonrisas autosuficientes de Donald y Marsaili.

—Se me ha ido por el otro lado —dije.

—Pues será mejor que le des otra calada —repuso Donald, y no me quedó más remedio que volver a intentarlo.

Esta vez me las arreglé para retener el humo en los pulmones durante unos diez segundos y volví a pasarle el porro a Donald mientras exhalaba el aire muy despacio.

Pasé los siguientes quince minutos riéndome de todo y de nada. Era increíble lo divertido que se había vuelto todo. Un comentario, una mirada, una carcajada procedente de la hoguera de al lado. Cualquiera de esos detalles era motivo de risa. Donald y Marsaili me observaban con el aire indiferente de los fumadores avezados, hasta que por fin mis carcajadas se calmaron. Cuando hubimos terminado un segundo porro, me sentía totalmente maduro: contemplaba las llamas y hallaba en ellas todas las respuestas a aquellas preguntas de la vida que siempre acucian a los jóvenes. Respuestas que eran tan esquivas como las mismas llamas y que nunca estaban ahí cuando despertabas a la mañana siguiente.

Fui vagamente consciente de que alguien gritaba desde la playa y de que Donald se incorporaba y se alejaba arrastrando los pies. Al mirar a mi alrededor, me percaté de que los demás también se habían largado así que solo quedábamos Marsaili y yo. No estábamos muy cerca, pero ella me miraba con una expresión muy rara.

—Ven aquí. —Dio una palmada en la arena, a su lado.

Cual perrito obediente me moví hasta que el trasero ocupó el hueco que ella había hecho en el suelo con la mano. Noté que nuestros muslos se rozaban y el calor que desprendía su cuerpo.

—Eres un cabronazo, ¿lo sabías? —Pero su voz era dulce, sin trazas de rencor. La verdad es que sabía que lo era, así que no la contradije—. Me robaste el corazón cuando era demasiado pequeña para poder remediarlo y luego me dejaste colgada y humillada. —Intenté sonreír, pero estoy seguro de que el esfuerzo salió más bien en forma de mueca triste. Ella me miró con afecto y meneó la cabeza—. No sé por qué aún siento algo por ti…

—¿Qué sientes?

Se inclinó, y con la misma mano que había usado para abofetearme me volvió la cara hacia ella antes de besarme. Fue un beso largo, suave, con la boca abierta, que provocó un temblor en todo mi cuerpo y un rápido descenso de mi sangre a la entrepierna.

Cuando su boca se separó de la mía, dijo:

—Esto. —Se quedó inmóvil un momento, mirándome, y luego se puso de pie y me cogió de la mano—. Ven.

Caminamos de la mano entre las hogueras, ante caras que se desdibujaban, entre melodías que se mezclaban unas con otras y voces que susurraban en la noche salpicadas de alguna carcajada ocasional. Yo tenía la sensación de que mis sentidos estaban más alerta que nunca; el rumor del mar, la densidad de la noche, la cercanía de esas estrellas que recordaban a alfileres calientes y blancos, como si uno pudiera ponerse de puntillas para cogerlos aunque terminara con los dedos chamuscados. También era consciente del roce cálido de la mano de Marsaili, de la suavidad de su piel en las diferentes ocasiones en que tuvimos que detenernos para besarnos, de sus pechos apoyados en mi cuerpo, del pene que crecía y tensaba los tejanos al apretarse contra su abdomen. Noté que su mano descendía hasta palpar mi abultada bragueta.

El espacio principal de la cabaña estaba vacío cuando entramos; el suelo de tierra aparecía sembrado de latas de cerveza vacías, cajas de bebidas y bolsas de basura llenas de restos de comida. Marsaili parecía saber muy bien adónde iba y me condujo hasta una puerta que había al fondo. En cuanto llegamos, la puerta se abrió y dio paso a una pareja, no mucho mayor que nosotros, que salía riéndose, ajena a nuestra presencia. El cuarto trasero era mucho más pequeño, iluminado a base de velas colocadas frente a la pared. En el aire flotaba el olor a hachís mezclado con el de cera quemada y el de calor humano. Habían echado una lona en el suelo y la habían cubierto con alfombrillas, cojines y unos sacos de dormir que, con las cremalleras bajadas, tenían aspecto de edredones.

Marsaili se agachó sobre una de las alfombras, aún con mi mano entre las suyas, y tiró de mí hasta sentarme a su lado. Casi antes de que mi trasero rozara el suelo ella me había empujado y se me había echado encima, besándome con una furia desconocida. Luego se sentó a horcajadas e irguió la espalda para quitarse el suéter: aquellos magníficos pechos de pezones sonrosados que había visto en la playa salieron a la luz. Palpé su firmeza con las manos y noté cómo los pezones se endurecían al tacto. Ella bajó la cremallera de mis tejanos, liberándome de su presión, y un atisbo de miedo se abrió paso en el letargo provocado por el hachís.

—Marsaili, tenías razón —susurré.

—¿A qué te refieres? —dijo, mirándome.

—No lo he hecho nunca.

Se rio.

—No te preocupes. Yo sí.

Inexplicablemente, me asaltó un arrebato de indignación y me senté de golpe.

—¿Con quién?

—No es asunto tuyo.

—¿Fue con Artair? —Por alguna razón, me parecía importante que no hubiera sido con Artair.

Ella suspiró.

—No, no fue Artair. Y ya que te pones tan pesado, fue Donald.

Sin saber por qué me sentí asombrado y aliviado a la vez. También desconcertado. Supongo que entre la cerveza, los porros, y todo lo que me estaba pasando esa noche, mi capacidad de razonamiento brillaba por su ausencia. Lo mismo que los celos. Me sometí, pues, a la mayor experiencia de Marsaili. No es que conserve demasiados recuerdos de esa primera vez. Solo que pareció terminarse muy deprisa. Pero debo añadir que ese verano nos deparó múltiples oportunidades para practicar y perfeccionar nuestra técnica.

Luego, mientras nos vestíamos con torpeza, la puerta se abrió de repente y en el umbral apareció Donald, sonriente, con una chica en cada brazo.

—¡Por el amor de Dios, a ver si termináis de una vez! No veas la cola que habéis formado ahí fuera.