Capítulo 8

Marsaili se volvió de la pila en cuanto Artair entró por la puerta de la cocina. Había un destello de ira en sus ojos y unas palabras hirientes pugnaban por salir de sus labios, pero enseguida se percató de que no venía solo. Fin permanecía detrás, sin recibir la luz del primer escalón, de manera que ella no tenía ni idea de quién era: una mera silueta a la sombra de Artair.

—Siento llegar tarde. Me topé con un viejo amigo en la ciudad. Él me ha traído a casa. Pensé que te gustaría saludarlo.

La sorpresa que se apoderó de los rasgos de Marsaili cuando la cruda luz de la cocina desveló a Fin fue evidente para ambos hombres. Y, a la impresión inicial, le siguió una turbación inmediata. Se secó las manos, rojas del agua caliente, en el delantal, y una de ellas se movió, instintivamente, para recogerse un mechón de cabello que le cubría la mejilla. Era la viva imagen de una mujer joven, que aún no ha llegado a la mediana edad, que simplemente ha dejado de cuidarse. Y a quien, al mismo tiempo, han dejado de importarle las opiniones ajenas. Hasta ese momento.

—Hola, Marsaili —dijo Fin con un hilo de voz.

—Hola, Fin. —Solo oírle decir en voz alta el nombre que ella le había puesto años atrás lo inundó de tristeza. Por algo precioso que había perdido para siempre. La turbación de Marsaili estaba dando paso a simple incomodidad. Apoyó la espalda en la pila y cruzó los brazos sobre el pecho, en actitud defensiva—. ¿Qué te trae a la isla? —A diferencia del tono usado antes por Artair, en esta pregunta, casi obligada en esas circunstancias, no había el menor atisbo de sarcasmo.

Artair respondió en su lugar:

—Está investigando el asesinato de Angel Macritchie.

Marsaili asintió mecánicamente, pero sin demostrar interés alguno.

—¿Piensas quedarte mucho tiempo?

—No creo. Un día o dos, a lo sumo.

—Vas a pillar al asesino en un santiamén, ¿eh? —dijo Artair.

Fin meneó la cabeza.

—En cuanto descarten la conexión con el asesinato de Edimburgo, me mandarán para casa.

—¿Y no crees que la haya?

—No parece probable.

Marsaili aparentaba estar atenta a la conversación, aunque sin la menor curiosidad. Tenía la mirada fija en Fin.

—No has cambiado.

—Tú tampoco.

Ella soltó una carcajada y sus ojos revelaron un auténtico regocijo.

—Sigues mintiendo igual de mal. —Hizo una pausa. Fin aún estaba en la puerta y no daba la impresión de querer quedarse—. ¿Has cenado?

—Compraré pescado frito en algún chiringuito de Stornoway.

—Y una mierda —replicó Artair—. Estarán todos cerrados cuando llegues.

—Tengo una quiche en el horno —dijo Marsaili—. En un cuarto de hora estará caliente. Como nunca sé a qué hora va a llegar Artair…

—Sí, en eso tienes razón. —Artair cerró la puerta dejando a Fin en la cocina—. El viejo e informal Artair. ¿Llegará pronto, llegará tarde? ¿Llegará borracho, llegará sobrio? Eso da sal a la vida, ¿no es verdad, Marsaili?

—Desde luego. Si no, sería tremendamente sosa —repuso Marsaili con voz neutra. Fin intentó encontrar en la réplica un deje irónico—. Pondré las patatas. —Se volvió hacia la cocina.

—Ven a tomar una copa —dijo Artair, y acompañó a Fin a un saloncito que aún quedaba más reducido por la presencia de un mueble de tres piezas y un televisor de treinta y dos pulgadas. Estaba encendido, pero sin volumen. Un concurso terrible. La señal era mala, y entre eso y el color, demasiado subido de tono, la imagen resultaba desagradable. Las cortinas estaban corridas, un fuego de turba en la chimenea daba un toque acogedor y cálido a la sala—. Siéntate. —Artair abrió un armario, en cuyo interior había una colección de botellas—. ¿Qué quieres tomar?

—Nada, gracias. —Fin se sentó e intentó ver la cocina desde allí.

—No seas así, te hará falta algo para abrir el apetito.

Fin suspiró. No había escapatoria.

—En ese caso, uno muy corto.

Artair sirvió dos generosos whiskies y le dio uno.

Slàinte. —Alzó el vaso en un brindis gales.

Slàinte mhath. —Fin dio un sorbo.

Artair se tragó medio whisky de golpe y levantó la vista al oír abrirse la puerta que Fin tenía a su espalda. Este se volvió y se encontró con un chico de dieciséis o diecisiete años parado en el umbral. No era muy alto, metro setenta o setenta y cinco, y de complexión delgada. Tenía el cabello rubio, afeitado por los lados y más largo en la parte superior, engominado y peinado de punta. Un aro le colgaba de la oreja derecha, y llevaba una sudadera con capucha y unos tejanos anchos y muy largos que casi ocultaban las zapatillas de deporte blancas de suela gruesa. Tenía los mismos ojos azul celeste de su madre. Era un chico guapo.

—Saluda a tu tío Fin —dijo Artair.

Y Fin se levantó para estrechar la mano del chico. Fue un apretón firme, acompañado de una mirada directa procedente de unos ojos que se parecían demasiado a los de su madre para que Fin se sintiera cómodo ante ellos.

—Hola —dijo él.

—Lo llamamos Fionnlagh. —Era la voz de Marsaili, y Fin volvió la cabeza: estaba en la puerta de la cocina, observando, con una expresión rara en la cara y las mejillas provistas de un rubor que no había estado allí antes.

Para Fin supuso una impresión el hecho de oír su propio nombre. Volvió a fijarse en el chico mientras se preguntaba si se lo habrían puesto por él. Pero ¿por qué iba a ser así? Era un nombre de lo más común en la isla.

—Encantado de conocerte, Fionnlagh —dijo Fin.

—¿Cenas con nosotros? —le preguntó Artair.

—Ya ha cenado —dijo Marsaili.

—Bueno, en ese caso puede tomarse algo con nosotros.

—Estoy intentando resolver el problema del ordenador —dijo Fionnlagh—. Creo que se ha fundido la placa madre.

—Fíjate, la placa madre —intervino Artair dirigiéndose a Fin—. Nunca es la placa padre. Son siempre las madres las que suelen dar problemas. —Se volvió hacia su hijo—. ¿Y qué significa eso?

—Significa que está jodido.

—Bueno, ¿y no puedes repararlo?

Fionnlagh meneó la cabeza.

—Tendría que cambiarla. Y eso costaría tanto como comprar un ordenador nuevo.

—Pues no tenemos pasta para comprar otro puto trasto de esos —le espetó Artair—. Cuando consigas un empleo, podrás ahorrar para uno.

—¿Qué ordenador es? —le preguntó Fin.

—Un iMac. G3. Uno de los antiguos.

—¿Y qué te hace pensar que es la placa madre?

Fionnlagh soltó un suspiro de frustración.

—La pantalla se ha puesto de color azul, tan oscura que apenas puedes leerla, y la imagen aparece distorsionada, como comprimida.

—¿Qué sistema usas?

—Acabo de pasarme del nueve al Jaguar.

Artair emitió un bufido.

—¡Por Dios, chico! ¿No puedes hablar en cristiano?

—No hace falta ponerse así, Artair —dijo Marsaili en voz baja.

Fin la miró de reojo y notó su incomodidad.

—¿Tienes idea de lo que dice? —dijo Artair a Fin—. A mí me suena a chino.

—Estoy estudiando informática en la universidad a distancia —repuso Fin.

—¡Mira por dónde! El chico que no sabía hablar inglés ahora habla informático.

—¿Fue entonces cuando surgió el problema, cuando instalaste el sistema nuevo? —preguntó Fin al chico.

Este asintió.

—Sí, el día después de cambiarlo. El software me costó ciento treinta libras. Además de la tarjeta de memoria.

—¡Me lo vas a decir a mí, que lo pagué! —exclamó Artair, y apuró el whisky. Se inclinó para servirse otro.

—¿Dónde está el ordenador? ¿En tu habitación? —dijo Fin.

—Sí.

—¿Puedo echarle un vistazo?

—Claro.

Fin dejó el vaso en la mesita auxiliar y siguió a Fionnlagh hacia el pasillo. Una escalera subía a la buhardilla.

—El sitio ha cambiado desde tu época —dijo Artair, que había ido tras ellos—. Monté una cama para el chico en la buhardilla. Marsaili y yo ocupamos la habitación doble de mis padres y mi madre está en la mía. El estudio de papá se ha dejado como cuarto de invitados.

—Aunque nunca tenemos ninguno —rezongó Fionnlagh, ya en lo alto de la escalera.

—¿Qué murmuras? —gritó su padre desde abajo.

—Le decía a Fin que tuviera cuidado con ese trozo de moqueta despegada. —Fionnlagh miró a Fin con intención, y en ese momento se estableció entre ambos una complicidad: esa mentirijilla era algo que solo sabían ellos dos. Fin le guiñó un ojo y obtuvo una leve sonrisa a cambio.

La habitación de Fionnlagh ocupaba toda la buhardilla, hasta el extremo más al norte de la casa. En cada lado había una ventana vertical, que seguía la pendiente del techo. La del este tenía buenas vistas del Minch. El ordenador estaba colocado en una mesa apoyada contra la pared norte. La luz de un flexo iluminaba la pantalla y parecía intensificar aún más la oscuridad que reinaba en el resto del cuarto. Fin apenas logró distinguir unos pósteres pegados en las paredes. Futbolistas y estrellas del pop. Eminem sonaba desde un aparato de música que Fin no alcanzaba a ver.

—Apaga esa mierda. —Artair había subido tras ellos y estaba apoyado en el quicio de la puerta, con el vaso aún en la mano—. No soporto ese rap. Me rapatea. —Se rio de su propio chiste—. ¿Lo pillas?

—Me gusta Eminem —dijo Fin—. Las letras dicen muchas cosas. Es como el Bob Dylan de su generación.

—Dios —exclamó Artair—. Ya veo que os vais a llevar de puta madre.

—Tenía casi toda la música en el ordenador —dijo Fionnlagh—. Pero desde que la pantalla se ha… —Se encogió de hombros, con aire desolado.

—¿Estás conectado a internet? —preguntó Fin.

—Sí, nos hemos pasado a banda ancha hace un par de meses.

—¿Me dejas que le eche un vistazo?

—Adelante.

Fin se sentó ante el iMac y movió el ratón, activando la pantalla. Tal y como había dicho Fionnlagh, el fondo se había vuelto azul oscuro y la imagen aparecía distorsionada. La barra de herramientas apenas se veía, la ventana del Finder junto con los demás iconos se hallaban en la parte inferior de la pantalla.

—Cuando cargaste el nuevo sistema, ¿la pantalla se veía normal?

—Sí, iba genial la primera noche. Pero al día siguiente, en cuanto lo puse en marcha, ya apareció así.

Fin asintió.

—Apuesto a que no actualizaste el microcódigo.

Fionnlagh frunció el ceño.

—¿El microcódigo? ¿Eso qué es?

—Para que me entiendas, es como la parte del cerebro del ordenador que permite que el hardware y el software se comuniquen. Apple metió la pata al no decir a sus usuarios que la actualización del sistema G3 requería también la actualización del microcódigo. —Vio el semblante consternado de Fionnlagh y sonrió—. No te preocupes, tienes a la mitad de los usuarios de Mac del mundo en tu misma situación. La gente tiraba los ordenadores cuando lo único que tenían que hacer era descargarse una simple actualización del microcódigo. No les sentó muy bien.

—¿Y aún podemos hacerlo? —preguntó Fionnlagh, como si la solución fuera demasiado buena para ser cierta—. ¿Podemos descargar la actualización del microcódigo?

—Sí. —Fin abrió un aplastado Safari e introdujo una dirección URL. Solo tardó un momento en descargar e instalar la actualización, y luego reinició el ordenador. Medio minuto después la pantalla reapareció, brillante, nítida y sin distorsión alguna—. Voilà. —Fin se repantingó en la silla, satisfecho consigo mismo.

—Eh, tío, ¡es genial! —Fionnlagh apenas podía contener su alegría—. Genial. —Le brillaban los ojos.

Fin se levantó y dejó la silla libre.

—Todo tuyo. Disfrútalo. Es un buen sistema, pero si te da problemas, avísame.

—Gracias, Fin. —Fionnlagh se dejó caer en la silla y en cuestión de segundos tenía la flecha surcando la pantalla, abriendo ventanas, desplegando menús, ansioso por explorar todas las posibilidades que creía perdidas.

Fin se volvió y se encontró con la mirada pensativa de Artair, aún apoyado en el quicio de la puerta. No había dicho ni una palabra desde los insultos a Eminem.

—Eres listo de verdad —dijo en voz baja—. Yo no podría habérselo arreglado ni en un millón de años.

Fin bajó la cabeza, incómodo.

—Es increíble lo que se aprende en la universidad a distancia. —Carraspeó con timidez—. Creo que me he dejado la copa abajo.

Pero Artair no se apartó: en su lugar posó la mirada en el líquido ambarino del vaso.

—Siempre fuiste más listo que yo, ¿eh, Fin? Mi padre lo sabía. Por eso te dedicaba más tiempo que a mí.

—Los dos pasamos un montón de tiempo en el cuarto de abajo —dijo Fin—. Le debo muchas cosas a tu padre. No puedo creer lo generoso que era, ayudándonos en su tiempo libre.

Artair inclinó la cabeza y brindó a Fin una mirada larga y dura. ¿Qué buscaba? A Fin le incomodó aquel escrutinio.

—Bueno, al menos sirvió de algo contigo —dijo Artair por fin—. Te sacó de la isla y te metió de cabeza en la universidad. A mí solo me llevó hasta una mierda de curro en los astilleros de Lewis.

El silencio entre ambos solo quedaba interrumpido por los dedos de Fionnlagh sobre el teclado. El chico parecía haberse olvidado de ellos, absorto en el ciberespacio. Desde abajo, la voz de Marsaili les anunció que la quiche estaba lista. El momento de tensión se disipó. Artair volvió en sí.

—Vamos, te pondremos otra copa y te llenaremos ese estómago.

A los pies de la escalera les llegó una vocecilla débil desde el otro lado del pasillo.

—Artair… ¿Eres tú, Artair? —Era la voz trémula y frágil de una anciana.

Artair cerró los ojos y tomó aire. Fin le vio apretar la mandíbula. Luego abrió los ojos.

—Voy, mamaidh. —Entre dientes, rezongó—: ¡Mierda! Siempre se entera de que estoy en casa, maldita sea.

Empujó a Fin y caminó con paso rápido hacia la habitación del final del pasillo. Fin entró en el salón a recuperar su vaso y luego se encaminó hacia la cocina. Marsaili estaba sentada a una mesa sin patas que había desplegado de la pared. Había en ella tres platos con quiche y patatas, y tres sillas dispuestas a su alrededor.

—¿Ha ido a verla?

Fin asintió. Advirtió que había una sombra de rojo en sus labios, una pizca de color en los ojos. Se había soltado el pelo y lo había cepillado. El aspecto era ligeramente distinto. No lo bastante para destacarlo pero lo suficiente para que no pasara inadvertido. Ella le señaló la silla que tenía enfrente y él la ocupó.

—Bueno, ¿y cómo va todo?

Había cansancio en su sonrisa.

—Ya lo ves. —Ella empezó a comer—. No te molestes en esperar a Artair. Puede tardar. —Lo observó mientras comía un trozo de quiche—. ¿Y a ti?

Fin se encogió de hombros.

—Supongo que no puedo quejarme.

Ella meneó la cabeza con aire de nostalgia.

—Y eso que íbamos a cambiar el mundo.

—El mundo es como el clima, Marsaili. No se puede cambiar. Ni moldear. Pero te moldea a ti.

—Ah, sí, el filósofo de siempre. —Inesperadamente, ella llevó las puntas de sus dedos hacia la mejilla de Fin—. Sigues siendo muy guapo.

A su pesar, él se sonrojó. Medio se rio para ocultar su incomodidad.

—¿Eso no debería decírtelo yo?

—Pero nunca has sabido mentir de manera convincente. Y, además, tú siempre fuiste el guapo. Recuerdo que te vi el primer día de colegio y pensé que nunca había visto a un chico tan mono. ¿Por qué crees que quise sentarme a tu lado en clase? No tienes idea de lo celosas que se pusieron las otras niñas.

No la tenía. Él solo había tenido ojos para Marsaili.

—Si hubiera sabido entonces el tipo de mierda que eres, podría habernos ahorrado a todos muchos disgustos. —Se metió otro pedazo de quiche en la boca y sonrió, mostrándole aquella curvatura de sus labios que él conocía tan bien. Los profundos hoyuelos en las mejillas. El mismo aire travieso en sus ojos.

—Al final tenía yo razón —dijo Fin—. No has cambiado.

—Claro que sí. Y en más sentidos de los que te imaginas. De los que te gustaría saber. —Parecía absorta en la contemplación de la quiche—. He pensado a menudo en ti durante estos años. En cómo eras. En cómo éramos… de niños.

—Yo también. —Fin inclinó la cabeza; en sus labios bailaba una pasajera sonrisa—. Aún conservo la nota que me mandaste. —Ella frunció el ceño, no se acordaba—. Antes del baile de fin de curso de primaria. La firmaste: «La chica de la granja».

—¡Oh, Dios mío! —La mano le fue directa a la boca en cuanto el recuerdo, que había enterrado en algún rincón de la memoria hacía tiempo para ahorrarse la vergüenza de recordar, volvió a su mente—. ¡No me digas que aún la tienes!

—Está un poco manoseada y rota por los bordes. Pero sí, todavía la tengo.

—¿Qué es lo que todavía tienes? —Artair entró en la cocina y se dejó caer con fuerza en la silla. La atmósfera que reinaba entre Fin y Marsaili se quebró al instante. Artair se llevó un trozo de comida a la boca y miró a Fin—. Dime.

Fin hizo acopio de fuerzas para otra mentira.

—Una vieja foto del colegio de primaria, de cuando teníamos siete años. —Cuando levantó la cabeza, notó que Marsaili esquivaba sus ojos.

—Me acuerdo de esa —dijo Artair—. Es la única en la que no salgo. Estaba enfermo.

—Sí, exacto. Habías tenido un ataque de asma la noche anterior.

Artair se metió la comida en la boca.

—Casi la palmo esa vez. Me fue de un pelo, joder. —Los miró a los dos alternativamente y sonrió—. Tal vez habría sido lo mejor para todos, ¿eh? —Engulló lo que tenía en la boca con un trago de whisky. Fin se percató de que había vuelto a llenarse el vaso—. ¿Qué? ¿Nadie va a decir no, Artair, habría sido terrible que murieras tan joven; la vida no habría sido la misma sin ti?

—Bueno, eso es verdad —repuso Marsaili, y él la fulminó con la mirada.

A partir de ese momento comieron en silencio, hasta que Artair hubo vaciado el plato y lo empujó. Sus ojos se posaron en el vaso vacío de Fin.

—Necesitas otra, hijo.

—La verdad es que debería marcharme. —Fin se levantó al tiempo que se limpiaba la boca con la servilleta de papel que había puesto Marsaili.

—¿Adónde?

—De regreso a Stornoway.

—¿Cómo?

—Llamaré a un taxi.

—No seas capullo, hombre. Te costará un riñón. Quédate aquí esta noche y yo te llevaré por la mañana.

Marsaili se levantó y empezó a retirar los platos de la mesa.

—Voy a preparar la cama del cuarto de invitados.

Cuando Marsaili hubo terminado en la habitación de invitados, Artair y Fin se habían instalado en la salita, con sendos vasos llenos y ante un partido de fútbol que echaban en la televisión, aunque esta seguía con el volumen al mínimo. Artair ya estaba borracho: con los ojos vidriosos y medio cerrados, farfullaba algo sobre un accidente de bici que había tenido siendo niño y del que Fin no guardaba el menor recuerdo. Fin había dicho que quería un poco de agua para el whisky y al ir a la cocina había aprovechado para verter la mitad del contenido del vaso en la pila. En esos momentos estaba sentado, con el vaso en la mano, incómodo, deseando no haber cedido tan fácilmente a la invitación de Artair. Levantó la cabeza, como quien espera que lo rescaten, cuando Marsaili apareció en la puerta. Pero ella parecía fatigada. Miró a Artair con una expresión extraña y anodina. De resignación, quizá. Y luego se encaminó hacia la cocina para apagar la luz.

—Me voy a la cama. Ya fregaré los platos por la mañana.

Fin se levantó, decepcionado, cuando ella salía de la sala.

—Buenas noches.

La puerta se cerró tras ella.

—¡Adiós muy buenas, joder! —Artair intentó enfocar a Fin con sus ojos nublados por el alcohol—. Sabes que nunca me habría casado con ella de no haber sido por ti.

A Fin le dolió el sarcasmo con que lo dijo.

—¡No digas tonterías! Fuiste detrás de Marsaili desde la primera semana de colegio.

—Ni me habría fijado si ella no te hubiera clavado sus putas garras. Nunca fui tras ella. Solo intentaba apartarla de ti. Tú eras mi amigo. Fin Macleod. Éramos colegas, tú y yo, desde que empezamos a andar. Pero desde ese maldito día, ella se empeñó en alejarte de mí. En trazar una línea entre los dos. —Se rio. Fue una carcajada sin humor, corrosiva y amarga—. ¡Y que me jodan si no sigue haciéndolo! ¿Crees que no he notado el pintalabios, eh? ¿O el maquillaje? ¿Piensas que era por ti? No. Era su modo de darme por el culo. Porque sabía que lo vería y que sabría por qué lo había hecho. Hace mucho tiempo que no se arregla para mí.

Fin estaba sorprendido. No sabía qué decir. De manera que se quedó en silencio, agarrado al vaso de whisky aguado, notando cómo el cristal se calentaba en sus manos y con la vista puesta en las ascuas de turba que agonizaban en la chimenea. El aire parecía haberse helado de repente en la sala y tomó una decisión. Apuró de un trago el whisky que le quedaba y se puso de pie.

—Creo que me voy a acostar.

Pero Artair no lo miraba. Sus ojos estaban puestos en algún lugar lejano envuelto por las brumas del whisky.

—¿Y sabes qué es lo más irónico de todo esto?

Fin no lo sabía, ni quería saberlo.

—Hasta mañana.

Artair ladeó la cabeza para mirarlo de soslayo.

—Ni siquiera es mío.

Fin notó un vuelco en el estómago. Se quedó paralizado, como suspendido en el aire.

—¿De qué hablas?

—Fionnlagh —balbuceó Artair—. Es hijo tuyo, joder. No mío.

El papel estampado de las paredes había sido pintado en fecha reciente. De un tono blanco con reflejos de otro color. Melocotón, tal vez, o salmón. Las cortinas eran nuevas y la alfombra también. Y al techo le habían dado una mano de pintura, de un sencillo color blanco. Pero la humedad del rincón había reaparecido, insidiosa, invasora, y con la misma forma de alcatraz en pleno vuelo. La grieta también seguía allí, en el yeso: iba desde el alcatraz hasta la cornisa. El cristal roto de la ventana había sido sustituido por doble vidrio, y una cama de matrimonio ocupaba el lugar donde el señor Macinnes tenía el escritorio. Los estantes de la librería de enfrente aún exhibían los mismos libros que Fin recordaba de esas tardes eternas de matemáticas, lengua y geografía. Libros con títulos exóticos que distraían su atención. Eyeless in Gaza, El caso de la rubia de ojos negros, Boys Will Be Boys, Smeddum. Y los nombres, aún más extraños, de sus autores: Aldous Huxley, Earl Stanley Gardner, Lewis Grassic Gibbon. La antigua butaca del señor Macinnes había ido a parar a un rincón, la tela de los brazos gastada por los codos. A veces los rastros de las personas permanecen en este mundo mucho después de que ellas se hayan ido.

Fin estaba casi abrumado por un sentimiento de melancolía. Pero lo cierto era que «melancolía» no era la mejor palabra para describirlo. Un gran peso parecía haberle caído encima, aplastándolo, dificultándole la respiración. La habitación se había vuelto un lugar tenebroso e inquietante. El corazón le latía como si tuviera miedo. Miedo de la luz. Apagó la lámpara de la mesilla de noche. Miedo de la oscuridad. La encendió de nuevo y notó que estaba temblando. Había algo que intentaba recordar. Un recuerdo estimulado por algo que había dicho Artair, o que había visto en sus ojos o notado en su tono de voz. Se dio cuenta entonces de que detrás de la puerta, apoyada en la pared, estaba la mesa plegable en la que había estudiado tantas horas para preparar los exámenes. La mancha de café con la forma del mapa de Chipre. Estaba sudando y apagó la luz por segunda vez. Oía el latido de su corazón, la sangre agolpada en sus sienes. Cuando cerró los ojos, lo vio todo rojo.

¿Cómo podía ser Fionnlagh hijo suyo? ¿Por qué no le había dicho Marsaili que estaba embarazada? ¿Cómo podía haberse casado con Artair sabiendo algo así? ¡Dios! Quería gritar, despertarse en casa con Robbie y con Mona, con la vida que había conocido hasta hacía solo unas pocas semanas.

Oyó voces airadas que discutían al otro lado de la pared y contuvo la respiración para poder comprender lo que decían. Pero las palabras se perdían en el ladrillo. Solo el tono atravesaba el muro. Furia, dolor, acusación, negación. El ruido de un portazo, y luego silencio.

Se preguntó si Fionnlagh lo habría oído. Quizá ya estaba acostumbrado. Quizá era algo que sucedía todas las noches. ¿O esa era distinta? Porque esa noche se había escapado un secreto que en esos momentos flotaba entre ellos como un fantasma. ¿O era solo que Fin había sido el último en verlo, el último en sentir esos dedos fríos, cargados de incertidumbre, que trastornaban su mundo por completo?