Tuvo que pasar todo un año antes de que yo hiciera acopio del valor suficiente para desafiar a mis padres e ir un sábado a la granja de Marsaili. No era muy propenso a decir mentiras. Pero cuando me decidía a hacerlo, me aseguraba de que fueran plausibles. Había oído los cuentos chinos que otros chicos endosaban a sus padres o a sus maestros, cosas que incluso yo habría podido adivinar que no eran verdad. Y al instante veías en las caras de los adultos que ellos tampoco se las tragaban. Era importante que la mentira sonara creíble. Y si no te pillaban, tenías un recurso útil que guardar en la manga para cuando llegara el momento adecuado. Por eso mis padres no vieron ninguna razón para dudar de mi palabra cuando les dije que ese sábado por la mañana iría a jugar a casa de Artair. Al fin y al cabo, ¿qué posible razón podía tener un chaval de seis años para mentir en algo así?
Se lo dije en inglés, por supuesto, ya que no habíamos vuelto a hablar en gaélico en casa. Me había resultado mucho más fácil de aprender de lo que creía. Mi padre había comprado un televisor. A regañadientes. Y yo me pasaba horas pegado a él. A esa edad, era como una esponja: me empapaba de todo. Fue bastante simple: ahora había dos palabras para todo mientras que antes solo había una.
Mi padre se mostró decepcionado de que fuera a casa de Artair. Se había pasado todo el verano restaurando un viejo bote de madera que la marea había arrastrado hasta la playa. No llevaba nombre. La sal del mar se había comido toda la pintura. De todos modos, él había puesto un aviso en la gaceta de Stornoway, describiendo el bote y ofreciéndose a devolverlo a su auténtico dueño si este iba a reclamarlo. Era escrupulosamente honesto, mi padre. Pero creo que se alegró bastante cuando nadie lo hizo y pudo emprender la restauración con la conciencia tranquila.
Ese verano estuve muchas horas con él puliendo el casco de madera hasta el fondo y sosteniéndole el banco mientras él serraba planchas de otros restos que también habían llegado a la orilla. Consiguió unos soportes para remos baratos en una subasta de Stornoway y fabricó los remos él mismo. Dijo que quería colocarle un mástil y hacer una vela con un trozo de lienzo que había encontrado en una de nuestras aventuras de saqueo de playas. Y tenía en el cobertizo un viejo motor fueraborda que quería intentar poner en marcha. Así podríamos impulsarnos con los remos, el viento o a motor. Pero todo eso podía esperar. En ese momento lo que quería era meterlo en el agua y remar por la bahía, desde Port of Ness hasta el puerto de Crobost.
Lo había pintado por dentro y por fuera para protegerlo de la sal. De color púrpura, claro está, como todos los objetos de nuestras vidas. Y a ambos lados de la proa, con relucientes letras blancas, le había pintado el nombre, Eilidh, que para los no gaélicos suena algo así como Ey-ley. Era la versión galesa de Helen. El nombre de mi madre.
La verdad es que hacía un día perfecto para eso. Un hermoso sábado de septiembre antes de que empezaran las galernas del equinoccio. El sol aún era fuerte y cálido, y soplaba una leve brisa que erizaba las plácidas aguas. Ese era el día indicado, dijo mi padre, lo que me provocó un feroz debate interno. Pero aduje que se lo había prometido a Artair y que no quería quedar mal. Mi padre repuso que no podíamos esperar al sábado siguiente, porque era probable que el tiempo empeorara, y en ese caso el Eilidh tendría que esperar bajo la lona hasta la primavera. Si yo no quería ir con él, tendría que hacerlo por su cuenta. Creo que confiaba en que eso me hiciera cambiar de opinión, y que ambos acabaríamos sacando al Eilidh en su bautismo acuático. No podía entender por qué dejaba escapar esa oportunidad solo para ir a jugar con Artair, algo que podía hacer en cualquier momento. Pero yo le había prometido a Marsaili que iría a su granja ese sábado, a pesar de la prohibición expresa de mi madre. Y aunque me partía el corazón, y probablemente también el de mi padre, no estaba dispuesto a faltar a mi promesa.
De manera que me despedí de ellos con sentimientos encontrados y me encaminé por la carretera hacia el chalet de Artair, con la mentira firmemente impresa en mi conciencia. A Artair le había dicho que ese sábado estaría ocupado y que no me esperara. Tan pronto como perdí de vista mi casa, empecé a correr a campo traviesa por el turbal y mantuve la carrera hasta estar seguro de que nadie pudiera verme desde la carretera de Crobost. Desde allí tardé unos diez minutos, atajando camino por el páramo, en llegar a la carretera de Cross-Skigersta y girar al oeste hacia Mealanais. Era una ruta que conocía bien, ya que me había pasado todo el año acompañando a Marsaili a la salida del colegio, siempre con Artair a nuestro lado. Pero era la primera vez que me atrevía a ir en sábado. Una cita acordada en secreto durante una conversación subrepticia en el patio. Artair no debía enterarse. Esa había sido mi condición: quería a Marsaili para mí solo por un día. Pero a medida que descendía por el camino pedregoso que llevaba a la granja de Marsaili, la culpa por el engaño fue apoderándose de mí: era como la sensación de náuseas que tiene uno cuando sabe que ha comido demasiado.
Vacilé al llegar a la verja blanca, con la balda en la mano. Todavía estaba a tiempo de cambiar de opinión. Si volvía corriendo, aún llegaría antes de que mi padre hubiera subido la barca al tráiler y nadie se enteraría de nada. Pero entonces una voz, alegre y satisfecha, llegó hasta mí.
—Fin… Hola, Fin.
Levanté la cabeza y me encontré con Marsaili, que corría por el sendero de la granja. Debía de haber estado esperándome. Ya no había vuelta atrás. Llegó sin aliento a la verja, con las mejillas sonrosadas y los ojos azules brillando como flores en un campo de maíz. Llevaba el cabello recogido en dos coletas, como aquel primer día en el colegio, atadas con lazos azules que hacían juego con sus ojos.
—Ven. —Abrió la verja y me cogió de la mano, y crucé al otro lado del espejo, hacia el mundo de Marsaili, sin apenas tiempo de pensarlo dos veces.
La madre de Marsaili era una mujer encantadora que olía a rosas y hablaba con un suave acento inglés que a mis oídos sonaba casi musical. Tenía el cabello castaño y ondulado, los ojos color chocolate, y llevaba un delantal estampado sobre un suéter de lana y unos tejanos. Iba con unas botas de agua verdes y no parecía importarle llenar de barro seco las baldosas del suelo de la inmensa cocina. Instó a una pareja de collies para que salieran al patio y nos dijo que nos sentáramos a la mesa; luego nos sirvió sendos vasos de turbia limonada casera. Dijo que nos había visto, a mí y a mis padres, a la salida de la iglesia. Me asaltó a preguntas. ¿Qué hacía mi padre? ¿Qué quería ser yo cuando fuera mayor? Lo cierto era que yo no tenía ni idea, pero no me gustaba admitirlo. Así que dije que quería ser policía. Ella enarcó las cejas, sorprendida, y comentó que era una buena aspiración. Durante todo el rato noté los ojos de Marsaili fijos en mí, vigilando. Pero no quise volverme a mirarla porque sabía que me pondría como un tomate.
—Bueno —dijo su madre—, ¿te quedas a comer?
—No —me apresuré a responder, y al momento caí en la cuenta de que quizá había sido un poco brusco—. Le dije a mi madre que estaría en casa sobre las doce. Me tendrá la comida hecha, y luego mi padre y yo saldremos a navegar. —Estaba aprendiendo a marchas forzadas que una mentira a menudo llevaba a otra. Y a otra. Luché contra el pánico por si sus preguntas me obligaban a seguir mintiendo—. ¿Puedo tomar un poco más de limonada, por favor? —dije, intentando cambiar de tema.
—No —dijo Marsaili—. Luego. —Y, dirigiéndose a su madre, añadió—: Vamos a jugar al establo.
—De acuerdo, pero cuidado con las termitas.
—¿Termitas? —pregunté cuando estábamos ya en el patio.
—Termitas del heno. No puedes verlas. Viven en el heno y te pican en las piernas. Mira. —Se subió la pernera del tejano para mostrarme las minúsculas marcas rojas que tenía en la pierna, que ella se había rascado hasta sangrar.
Me quedé horrorizado.
—¿Y entonces para qué vamos al establo?
—A jugar. No pasa nada, los dos llevamos tejanos. Y no creo que te piquen de todos modos. Mi padre dice que solo les gusta la sangre inglesa.
Volvió a cogerme de la mano y me llevó al otro lado del patio. De camino al establo nos cruzamos con media docena de gallinas que correteaban sobre las piedras. A la izquierda se alzaba un establo de piedra donde ordeñaban a las vacas. Había tres grandes cerdos olisqueando en la pocilga, entre heno y brotes de nabos. Lo único que parecían hacer era comer, cagar y mear. El olor acre y dulce de los cerdos llenaba el aire y no pude evitar una mueca de asco.
—Este sitio apesta.
—Es una granja. —Marsaili no creyó necesario ampliar el comentario—. Las granjas siempre apestan.
El establo era grande por dentro y las balas de heno se amontonaban casi hasta el techo de chapa. Marsaili se encaramó sobre las más bajas. Y cuando se percató de que no la seguía, se volvió y me animó a subir con un gesto, irritada porque no había seguido su ejemplo.
—¡Vamos!
A regañadientes empecé a subir hacia el techo, donde una estrecha abertura nos llevó a un espacio del tamaño de un cuartito, casi totalmente cerrado por las balas de heno.
—Este es mi refugio. Me lo hizo mi padre. Claro que me tocará perderlo cuando tengamos que empezar a usar el heno para dar de comer a los animales. ¿Qué te parece?
Me pareció genial. Yo no tenía ningún lugar que fuera propiamente mío, salvo el cuartito del desván que había construido mi padre, y allí tampoco podía hacer nada sin que se enterara toda la casa. Así que me pasaba la mayor parte del tiempo en la calle.
—Es fantástico.
—¿Ves películas de vaqueros en la tele?
—Claro. —Intenté hacerme el listo. Había visto algo llamado Alias Smith and Jones, pero me había parecido un poco difícil de seguir.
—Perfecto, porque tengo preparado un gran juego de indios y vaqueros.
Al principio pensé que se trataba de un juego de mesa, hasta que me explicó que yo sería el vaquero, capturado por una tribu de guerreros, y ella la princesa india que se había enamorado de mí y me ayudaba a escapar. No se parecía a los juegos que yo organizaba con Artair y no me hizo mucha gracia. Pero Marsaili lo tenía todo planeado y tomó las riendas de una forma que me dejó poco margen para protestar.
—Siéntate aquí. —Me llevó a un rincón y me hizo agachar con la espalda apoyada en las balas de heno. Se apartó un momento para sacar algo de un escondrijo entre la paja. Cuando se volvió tenía en las manos un pedazo de cuerda y un pañuelo rojo—. Y ahora te ataré.
No me gustó el plan e hice amago de levantarme.
—No me parece una buena idea.
Pero ella me empujó con inusitada firmeza.
—Claro que sí. Tú tienes que estar atado para que pueda desatarte. Y no puedes atarte solo, ¿no?
—Supongo que no —cedí, de mala gana.
Marsaili procedió a atarme las manos a la espalda y luego usó los extremos de la cuerda para hacer lo mismo con los tobillos: me quedé con las rodillas dobladas bajo la barbilla. Me sentí sujeto e indefenso mientras Marsaili se incorporaba para admirar su obra y sonreía satisfecha. Yo empezaba a albergar serias dudas sobre toda esa idea de ir a jugar a la granja. Pero lo peor estaba por llegar. Marsaili se inclinó y empezó a anudar el pañuelo en torno a mi cabeza, como si fuera una venda.
—Eh, ¿qué haces? —Aparté la cabeza para intentar detenerla.
—Estate quieto, tonto. Tienes que tener los ojos vendados. Los indios siempre vendan los ojos de sus prisioneros. Además, si me vieras llegar pondrías a descubierto todo el juego.
Para entonces yo empezaba a dudar de su cordura y el pánico se estaba apoderando de mí.
—¿A quién iba a revelarle el juego? —Paseé la mirada por el heno—. Aquí no hay nadie.
—Claro que sí. Pero están durmiendo. Por eso puedo deslizarme en la oscuridad y liberarte. Ahora estate quieto mientras ato la venda.
Lo cierto era que no me hallaba en posición de resistirme, ya que le había permitido que me atara, así que lancé un hondo suspiro y me sometí con resignación, indignado. Ella volvió a inclinarse, colocó el pañuelo sobre mis ojos y lo ató en la nuca. El mundo se volvió negro, a excepción de la ranura de luz que penetraba por los bordes del pañuelo, donde era de color rojo.
—Vale, ahora no hagas ruido —susurró Marsaili, y oí el crujido del heno cuando se alejaba. Luego silencio. Un silencio muy largo. Un silencio tan largo que empecé a temer que se hubiera ido y me hubiera dejado ahí, atado y con los ojos vendados, para gastarme una broma. Al menos no me había amordazado.
—¿Qué pasa?
Y desde algún lugar más cercano de lo que esperaba me llegó una respuesta.
—¡Chis! Te van a oír. —La voz de Marsaili no era ni un susurro. Era más un jadeo.
—¿Quién va a oírme?
—Los indios.
Suspiré y esperé. Y esperé. Las piernas empezaban a dormírseme y no podía estirarlas. Me debatí para cambiar de postura, y el heno crujió por mis movimientos.
—Chis —repitió la voz de Marsaili.
Entonces la oí moverse, dando vueltas a mi alrededor en aquella guarida secreta. Y luego volvió el silencio, antes de notar, de repente, su aliento cálido en la cara. No me había percatado de que estaba tan cerca. Casi di un salto. Su aliento aún olía a limonada. Los labios suaves y húmedos se apoyaron sobre los míos, y pude notarlo allí también. Pero la sorpresa fue tal que eché la cabeza atrás con tanta fuerza que me di con la bala de heno. Oí la risa de Marsaili.
—¡Para! —grité—. ¡Desátame de una vez! —Pero ella seguía riéndose—. Marsaili, hablo en serio. Desátame. ¡Que me desates! —Yo estaba al borde de las lágrimas.
Una voz llegó desde abajo.
—Hola-aa… ¿Todo bien ahí arriba? —Era la madre de Marsaili.
La voz de Marsaili retumbó en mi oído cuando ella contestó:
—Todo va bien, mamá. Solo estamos jugando.
Empezó a desatarme a toda prisa. En cuanto tuve las manos libres, me despojé de la venda y me puse de pie, intentando recobrar la mayor cantidad de dignidad posible.
—Creo que será mejor que bajéis un momento —gritó la madre de Marsaili.
—Ya vamos —respondió ella. Se agachó para desatarme los pies—. Un momento.
Me sequé la boca con el dorso de la mano y la miré de hito en hito. Pero ella se limitó a sonreírme con dulzura.
—Ha sido divertido, ¿verdad? Una pena que se hayan despertado los indios. —Y bajó por las balas de heno, hacia su madre que nos esperaba. Me sacudí el polvo del pelo y la seguí.
Por la cara que ponía la madre de Marsaili supe al instante que algo andaba mal. Parecía un poco alterada.
—Creo que he metido la pata —dijo, mirándome con una especie de disculpa reflejada en sus ojos de color chocolate.
Marsaili frunció el entrecejo.
—¿A qué te refieres?
Pero su madre mantuvo la vista fija en mí mientras seguía hablando.
—Me temo que he llamado por teléfono a tus padres para preguntarles si podías quedarte a comer y para ofrecerme a llevarte a casa más tarde. —El corazón me dio un vuelco, y noté que Marsaili me dirigía una mirada cargada de consternación—. No nos dijiste que tus padres te habían prohibido venir a la granja solo, Fin. —Maldita sea, pensé. ¡Han soltado la liebre!—. Tu padre viene de camino hacia aquí.
El problema de decir mentiras plausibles es que cuando te pillan, ya nadie vuelve a creerte, incluso aunque digas la verdad. Mi madre me sentó y me contó la historia del niño que gritaba que venía el lobo. Era la primera vez que la oía. Y tenía talento para narrar, mi madre. Podría haber sido escritora. En esa época yo no sabía bien qué era el bosque porque donde vivíamos no había ningún árbol. Pero ella le dio un aire oscuro y terrorífico, con lobos acechando detrás de cada árbol. Tampoco sabía qué eran los lobos. Pero conocía al perro alsaciano del vecino de Artair, Seoras. Era una bestia inmensa, más grande que yo. Y mi madre me hizo pensar en qué pasaría si Seoras se volviera salvaje y me atacara. Así son los lobos, me dijo. Yo tenía una fértil imaginación, así que pude visualizar al chico al que advertían que tuviera cuidado con los lobos y a quien luego le daba por gritar «¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!» para gastar una broma y hacer que todo el pueblo acudiera corriendo en su ayuda. Pude incluso imaginarlo haciéndolo por segunda vez, divertido por la reacción conseguida la vez anterior. La verdad es que no me creí que nadie fuera capaz de hacerlo de nuevo, pero supuse que, en ese caso, aquellos que las otras dos veces habían ido corriendo pensarían que se trataba de otra broma. Y, por supuesto, dijo mi madre, en esa ocasión sí había lobos de verdad. Y se lo comieron.
Mi padre estaba más decepcionado que triste. Decepcionado porque prefiriera irme a ver a una niña a su granja en lugar de salir a estrenar la barca en la que habíamos trabajado juntos él y yo todo el verano. Pero no me zurró con el cinturón porque estuviera decepcionado. Fue por decir mentiras. Y entre el escozor de la parte trasera de mis muslos y el cuento de mi madre sobre los lobos decidí que no volvería a mentir.
Excepto por omisión, claro.
Mi padre sacó el Eilidh por su cuenta ese día mientras yo me iba a mi cuarto a llorar a moco tendido y a pensar en lo que había hecho. Y estuve castigado todos los sábados durante un mes. Podía jugar en casa o en el jardín, pero no se me permitía salir a la calle. Artair podía venir a casa, pero yo no podía ir a la suya. Y me quedé sin paga durante esas cuatro semanas. Al principio a Artair le pareció divertido y se burló de mi desgracia, sobre todo porque Marsaili desempeñaba un papel en ella. Pero no tardo en hartarse. Si quería jugar conmigo, estaba igualmente restringido a los confines de mi casa y mi jardín igual que yo. Y acabó descargando su malhumor conmigo y echándome la bronca a ver si tenía más cuidado la próxima vez. Le dije que no habría próxima vez.
Dejé de acompañar a Marsaili a casa a la salida del colegio. Artair y yo íbamos con ella solo hasta el extremo de la carretera de Mealanais y luego dejábamos que recorriera el resto del trayecto sola mientras nosotros tomábamos el camino vecinal hacia Crobost. Lo cierto es que desde el incidente de la cuerda y la venda, Marsaili me provocaba cierta inquietud, de manera que opté por evitarla en el patio durante los recreos o a la hora del almuerzo. Vivía aterrado de que alguien descubriera lo del beso en el establo. Podía imaginar lo mucho que se reirían los chicos a mi costa.
Poco después de Navidad contraje la gripe. Por primera vez en mi vida. Y pensé que me moría. Creo que mi madre también lo pensó, porque lo único que recuerdo de esa semana es que cada vez que abría los ojos ella estaba allí, con un paño húmedo en la mano para refrescarme la frente y susurrando palabras de cariño y apoyo. Me dolían todos los músculos del cuerpo y parecía oscilar entre fiebres abrasadoras, con temperaturas que alcanzaban los cuarenta grados, y ataques de temblores incontrolables. Mi séptimo cumpleaños tuvo lugar esa semana y apenas me enteré. Al principio tuve náuseas y vómitos, con lo que no podía comer. Mi madre tardó casi una semana en convencerme de que probara un poco de arruruz mezclado con leche y una cucharada de azúcar.
De hecho, creo que fue la primera vez que estuve enfermo. Y me costó recuperarme. Perdí peso y me quedé débil, y tuvieron que pasar dos largas semanas antes de que pudiera volver al colegio. El día que empezaba de nuevo las clases estaba lloviendo y mi madre, preocupada porque cogiera frío, quería llevarme en coche. Pero insistí en ir a pie y me encontré con Artair en la parte alta del sendero que ascendía de su chalet. No le habían dejado acercarse mientras estuve enfermo y en esos momentos me miraba, preocupado.
—¿Seguro que estás bien?
—Claro que estoy seguro.
—¿No eres contagioso ni nada?
—Por supuesto que no. ¿Por qué?
—Porque tienes una pinta terrible.
—Gracias. Eso me hace sentir mucho mejor.
Estábamos a principios de febrero. La lluvia no era más que una llovizna, tan leve que apenas podía verse. Pero nos caló, acompañada de un viento gélido del norte. Se me metió por el cuello: la tela me rozaba la piel, me ardían las mejillas y tenía los ojos rojos. Me encantó. Por primera vez en dos semanas volvía a sentirme vivo.
—¿Y qué ha pasado mientras no estaba?
Artair hizo un gesto vago con la mano.
—No mucho. No te has perdido nada, si es lo que te preocupa. Oh, excepto las tablas de multiplicar.
—¿Qué es eso? —Sonaba muy exótico. Imaginé una serie interminable de tablas.
—¡Multiplicaciones!
No tenía ni idea de qué se trataba. Pero como no quería parecer tonto, me limité a decir:
—Ah.
Ya casi estábamos en el colegio cuando me lo contó. De pasada, como si no tuviera importancia.
—Me he apuntado al club de baile de country del colegio.
—¿Qué?
—Baile country. Ya sabes… —Y levantó las manos por encima de la cabeza al tiempo que daba un pequeño salto—. El pas de bas.
Empezaba a pensar que había perdido la chaveta durante mi ausencia.
—¿Paddy bah?
—Es un paso de baile, idiota.
Lo miré asombrado.
—¿Baile? ¿Tú? ¡Artair, bailar es cosa de niñas! —No podía imaginar qué le había dado. Se encogió de hombros. Parecía tomárselo con una calma inaudita.
—La señora Mackay me escogió. No tuve otro remedio.
Y por primera vez se me ocurrió que quizá la gripe había sido una suerte al fin y al cabo. O quizá el elegido habría sido yo. Me solidaricé enormemente con Artair. Hasta que descubrí la verdad, claro.
Aquella tarde, a las tres, subíamos por la carretera con Marsaili. Yo no estaba muy seguro de que se hubiera alegrado de verme. Me había saludado con frialdad cuando me senté a su lado en clase y luego procedió a ignorarme durante el resto del día. Al menos, eso me pareció. Cada vez que la miraba e intentaba llamar su atención, ella se esforzaba por eludirme. En el patio se quedó con las niñas, saltando, cantando rimas y jugando al tejo. En esos momentos, mientras nos acercábamos a la carretera principal, rodeados por todos lados de otros grupos de niños de primaria, dijo dirigiéndose a Artair:
—¿Te ha dicho la señora Mackay la fecha de la excursión a Stornoway?
Él asintió.
—Llevo una nota para que la firmen mis padres.
—Yo también.
—¿Qué excursión a Stornoway? —Me sentía claramente excluido. Es increíble lo mucho que se pierde uno en solo dos cortas semanas.
—Es un concurso de baile —dijo Marsaili—. Compiten en el ayuntamiento colegios de toda la isla.
—¿Baile? —Por un instante me quedé perplejo, y luego, como cuando la niebla se levanta por la costa norte en las mañanas cálidas de verano, lo comprendí todo con meridiana claridad. Marsaili estaba en el grupo de baile de country. Y por eso se había apuntado Artair, aun a riesgo de hacer el ridículo ante sus compañeros varones. Le lancé una mirada que debería haberlo fulminado al instante—. ¿Conque no tuviste más remedio, eh?
Él solo se encogió de hombros. Noté que Marsaili me miraba y que parecía satisfecha por mi reacción. Estaba celoso, y ella lo sabía. Así que echó más sal a la herida.
—Puedes sentarte a mi lado en el minibús si quieres, Artair.
Pero entonces Artair se sintió un poco cohibido y optó por hacerse el chulo.
—Tal vez. Ya veremos.
Cruzamos la carretera principal y llegamos al inicio del camino de Mealanais. Me pregunté si él la habría estado acompañando hasta casa durante mi ausencia. Pero nos paramos, y ella dejó claro que no esperaba que siguiéramos adelante.
—Nos vemos el sábado —dijo a Artair.
—Sí, de acuerdo. —Se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos y él y yo dimos media vuelta en dirección a Crobost. Al mirar hacia atrás, vi que Marsaili avanzaba por la carretera de Mealanais con paso ligero. Artair caminaba mucho más deprisa de lo habitual y casi tuve que correr para no quedarme atrás.
—¿El sábado? ¿Es el concurso de baile?
Él meneó la cabeza.
—No, lo hacen en día de clase.
—Y entonces ¿qué pasa el sábado?
Artair fijó la mirada en algún punto al final del camino.
—Voy a jugar a la granja.
No podía creerlo. En aquel momento no habría sido capaz de identificarlos, pero estaba sufriendo todos los síntomas clásicos de un ataque de celos. Ira, dolor, perplejidad, melancolía.
—¡Tus padres no te dejarán ir! —Me agarraba a un clavo ardiendo.
—Sí me dejan. Papá y mamá conocen a los padres de Marsaili, de la iglesia. El sábado pasado mi madre me llevó en coche a la granja.
Creo que se me quedó la boca abierta. Si hubiéramos estado en junio, me habría tragado un par de moscas.
—¿Has ido ya? —Mi incredulidad era absoluta.
—Un par de veces. —Me miró de reojo, con una sonrisa pícara en los labios—. Jugamos a indios y vaqueros en el establo.
Tuve una visión dantesca de Marsaili atando a Artair con la misma cuerda, vendándole los ojos con el mismo pañuelo rojo. Pregunté, con la boca tan seca que apenas me dejaba hablar:
—¿Te besó?
Artair volvió la cabeza hacia mí, con una expresión de absoluto disgusto e incomprensión dibujada en la cara.
—¿Besarme? —Noté el horror en su voz—. ¿Por qué diablos iba a hacer algo así?
Lo que, al menos, supuso unas migajas de consuelo en mi desgraciada existencia.
El sábado soplaba viento del nordeste. Una cruda borrasca de febrero cargada de aguanieve. Me planté en la puerta de casa con el chubasquero amarillo de capucha y las botas de agua a la espera de ver pasar el Avenger. Mi madre me llamó varias veces, diciendo que me helaría ahí afuera y que hiciera el favor de entrar a jugar en casa. Pero yo estaba decidido a esperar. Creo que quizá una parte de mí deseaba que Marsaili y Artair me hubieran gastado una especie de broma cruel. Y me habría pasado la mañana allí, contento como unas pascuas, si el coche no hubiera cruzado. Pero lo hizo, poco después de las nueve y media. Lo conducía la madre de Artair, y vi la cara de este pegada a la ventanilla trasera, nublada por el vaho pero claramente sonriente. Me saludó con un gesto triunfal, como si fuera un miembro de la monarquía practicando ante sus súbditos. Lo miré con el ceño fruncido, con el rostro escocido por el aguanieve, intentando contener las lágrimas. Pero sentía los surcos calientes que dejaban en mis mejillas.
El lunes por la mañana sorprendí a la señora Mackay diciéndole a Marsaili que, dado que ya podía manejarme sin problemas en inglés, no necesitaba la ayuda de un traductor, así que podía reorganizar los asientos alfabéticamente, tal y como pensaba hacer en un principio. La idea debió de encajar con su sentido del orden, ya que procedió a hacerlo de inmediato. Me cambiaron de primera a segunda fila, lo que dejaba a Marsaili a varios pupitres de distancia. Su desolación fue palpable. Se volvió y bajó la cabeza, levantó aquellos ojos de cervatillo y me brindó una mirada de animalillo herido. No le hice el menor caso. Si el plan consistía en darme celos, desde luego había triunfado. Pero el éxito se había vuelto en su contra, ya que a partir de entonces no pensaba tener nada que ver con ella. Pillé a Artair con una sonrisa satisfecha en la cara, dos mesas más allá. Tampoco pensaba seguir siendo amigo suyo.
A la hora del recreo les hice el vacío, y cuando sonó el timbre que anunciaba el final de las clases fui el primero en salir: estaba ya en mitad de la carretera mientras que Marsaili y Artair aún no habían pasado del patio. Poco después, volví la cabeza y vi a Marsaili casi corriendo para alcanzarme y a Artair siguiéndola, jadeante. Pero yo aceleré el paso y tomé el camino de Crobost tan deprisa como me fue posible sin llegar a correr.
El problema con la venganza por celos es que, aunque sin duda se puede causar dolor en la otra parte, no consigue curar las heridas que uno siente. Así que al final todos acaban siendo desgraciados. Y, por supuesto, en cuanto se adopta cierta actitud, es difícil cambiarla sin que parezca una rendición. Aunque los siguientes dos días fueron los más tristes de mi vida, nunca había estado tan decidido a mantenerme en mis trece.
El jueves a mediodía el grupo de baile de country partió hacia Stornoway a bordo del minibús escolar. Me aposté en la ventana del comedor, limpié el vaho del vidrio húmedo con la mano y los vi junto a la puerta, esperando a que el minibús saliera del garaje. Cuatro niñas y dos niños, Artair y Calum. Artair charlaba animadamente con Marsaili, haciendo todo lo posible por entretenerla. Pero se veía a la legua que ella estaba distraída: posó la mirada en la escuela, con la esperanza de descubrirme espiando. Sentí cierto placer masoquista. Artair sacó el inhalador e inspiró un par de veces con fuerza, una clara señal de que estaba bajo presión.
Pero eso no me supuso ningún consuelo durante una tarde que se me hizo eterna. Los cinco que quedamos en clase nos dedicamos a copiar palabras de la pizarra. En mayúsculas y luego en minúsculas. No dejé de mirar por la ventana, hacia la nube baja que venía del Atlántico y desataba ligeros chaparrones entre destellos ocasionales de sol. Y la señora Mackay me echó una buena reprimenda por estar distraído. Ese era mi problema, me dijo, la falta de concentración. Era un soñador. Con capacidad para hacer muchas cosas pero sin la menor fuerza de voluntad. La verdad es que yo no tenía fuerzas para nada. Era como un cachorrillo triste y añorado, al que han encerrado en un armario. Al echar la vista atrás me planteo lo pronto que empezaron a afligirme esa clase de emociones.
Cuando sonó el timbre yo casi me ahogaba. Anhelaba sentir la bofetada del viento helado y llenarme los pulmones de aire frío. Arrastré los pies carretera arriba y me encaminé a los Almacenes Crobost para comprarme una tableta de chocolate con los restos de mi paga. Necesitaba algo dulce para consolarme. Había una verja, justo enfrente de la tienda, que daba a un camino de carros que sube por la colina hasta unas trincheras de turba excavadas por generaciones sucesivas de habitantes de Crobost. Salté por encima de la verja, y, con las manos hundidas en los bolsillos, avancé por el sendero cenagoso que llevaba a los cortes de turba. Desde allí se alcanzaba a ver la escuela a lo lejos, así como los caminos de Crobost y Mealanais. También veía la carretera principal, hasta más allá de Stornoway, así que podría vislumbrar el minibús durante su camino de regreso. Había estado allí el mes de mayo anterior, cortando turba con mis padres: era una tarea dura, ideal para destrozarte la espalda, que consistía en rebanar la turba blanda con una pala especial y luego cargar los trozos en grupos de cinco hasta la parte alta de la trinchera para que se secaran con los vientos cálidos de primavera; luego había que ir a darles la vuelta, y cuando estaban secos del todo volvías con el tractor y te los llevabas a la granja para construir tu gran montaña jorobada de turba, dispuesta en forma de espiga para extraerle toda la humedad. Cuando estaba seca de verdad, la turba se volvía inmune a la lluvia y podía alimentar el fuego durante el largo invierno. Cortarla era la peor parte, sobre todo si soplaba viento. Porque en ese caso te atacaban los mosquitos. Unos bichitos terribles, la maldición de Escocia. Ese mosquito es tan pequeño que apenas puedes verlo, pero se unen en bandadas, formando grandes nubes negras, y se te meten entre el pelo y en la ropa, y se alimentan de tu sangre. Si te encerraran en un cuarto lleno de mosquitos, te volverías loco en un día. Y a veces algo parecido sucedía cuando cortabas la turba.
Pero en pleno invierno de las Hébridas no había mosquitos. Solo viento azotando la hierba muerta y un cielo que escupía su ira. La luz desaparecía rápidamente. Vi los faros del minibús que ascendían por la pendiente de Cross antes de darme cuenta de lo que era. Se paró en el punto en que la carretera iniciaba el descenso hacia el colegio: centellearon las luces anaranjadas de parada y de él se apearon los niños de Crobost. Eran solo Marsaili, Artair y Calum. Se quedaron unos momentos charlando después de que se fuera el minibús, y luego Artair y Calum se apresuraron a ir hacia Crobost mientras Marsaili tomaba el camino de Mealanais. Permanecí ahí un minuto más, saboreando el dulzor del chocolate y observando a Marsaili. Desde allí se la veía diminuta, solitaria de un modo que resulta difícil de explicar. Había algo en su modo de andar, en su paso lento, que destilaba tristeza. De repente me sentí tremendamente apenado por ella, y quise bajar corriendo la colina, abrazarla con fuerza y pedirle perdón. Perdón por mis celos, perdón por haberle hecho daño. Y sin embargo, algo me retuvo. La renuencia a expresar mis sentimientos, algo que me ha marcado durante toda mi vida.
Ya casi estaba fuera de mi vista, perdida en el crepúsculo invernal, cuando por una vez algo superó mis reticencias innatas y me impulsó colina abajo tras ella, moviendo los brazos como aspas para mantener el equilibrio mientras mis botas avanzaban con torpeza sobre el páramo encharcado. Me dejé un trozo de pantalón al saltar la valla de alambre, sembrando el pánico entre las ovejas. Casi corriendo chapoteé tras ella. Jadeaba cuando por fin la alcancé, pero ella no volvió la cabeza y me pregunté si sabía que había estado observándola durante todo el tiempo. Me puse a su lado y anduvimos un tramo sin decir palabra. Al final recobré el aliento y me decidí a preguntar:
—Bueno, ¿cómo ha ido?
—¿El baile?
—Sí.
—Un desastre. A Artair le ha entrado el pánico cuando ha visto a tanta gente: se ha pasado todo el rato con el inhalador pegado a la boca y no ha podido salir al escenario. Hemos tenido que salir sin él. Pero era absurdo, porque como habíamos ensayado con seis, con cinco no cuadraba. ¡No pienso volver a hacerlo!
No pude evitar una sensación de satisfacción que rozaba el entusiasmo. Pero mantuve el tono grave.
—¡Qué lástima!
Me lanzó una mirada rápida, como si notara el sarcasmo que se escondía detrás de mis palabras. Pero yo parecía verdaderamente compungido por la noticia.
—No pasa nada. La verdad es que tampoco me gustaba mucho. Bailar es para chicas presumidas y chicos blandos. Solo me apunté porque lo dijo mi madre.
Nos sumergimos de nuevo en el silencio. Las luces de la granja de Mealanais aparecieron al fondo. Tendría que hacer el camino de regreso totalmente a oscuras, pero mi madre siempre me hacía llevar una linterna en la cartera porque en invierno la luz era tan escasa que no sabías cuándo podía serte útil. Nos paramos en la verja blanca y nos quedamos un momento allí.
—¿Por qué has dejado de acompañarme un trozo del camino a la salida del colegio? —preguntó ella por fin.
—Pensé que preferías la compañía de Artair.
Me miró. Sus ojos azules atravesaban la oscuridad y noté que me temblaban las rodillas.
—Artair es como un grano en el culo. Lo tengo pegado a todas horas. Incluso se apuntó a la clase de baile solo porque estaba yo. —No supe qué decir, y ella añadió—. No es más que un bobo. El que me gusta eres tú, Fin, de verdad. —Y me dio un beso rápido y suave en la mejilla antes de dar media vuelta y salir corriendo por el sendero de la granja.
Me quedé un buen rato en la oscuridad, notando la huella de sus labios en la mejilla. El calor y la suavidad de ese beso siguieron allí hasta mucho después de que ella se fuera, hasta que me llevé los dedos a la cara y disipé el hechizo. Entonces me volví y corrí en dirección a la carretera de Cross-Skigersta, con el pecho henchido de orgullo y felicidad. En vista de la hora, sabía que me la iba a cargar cuando llegara a casa, pero la verdad era que nada podía haberme importado menos.