Capítulo 6

Fin deambulaba por el bar en estado de trance. Resonaba la música, compitiendo con el ruido de voces y de las risas inducidas por el alcohol. Por el rabillo del ojo distinguió las luces brillantes de una máquina tragaperras: los pitidos, destellos y sonsonetes de la era electrónica. Pidió una caña y se apoyó en la barra mientras esperaba que la camarera se la sirviera. Se sentía como si estuviera envasado al vacío en una burbuja invisible. Como si no existiera en ese lugar. Su plan de la noche había sido una cena a base de pescado, una copa y una retirada temprana, pero, incapaz de enfrentarse a la soledad del bar del hotel, había ido al de abajo con la esperanza de distraerse de sus propios pensamientos. En esos momentos se percataba de nuevo de lo fácil que resulta estar solo rodeado de una multitud. Quienquiera que fuera esa gente, él no la conocía y ya no era uno de ellos.

Llegó la caña, plantada sobre un charco de cerveza que mojaba la barra. Soltó el dinero en el mismo charco y se dio cuenta de la mirada que le lanzó la camarera, que barrió el dinero con la mano y volvió un instante después con un paño para secar la barra. Fin le dirigió una sonrisa triunfal y ella se limitó a devolverle una mirada burlona.

Era deprimente. Se llevó la jarra a los labios y se paró antes de probarla. Había un grupo de obreros, algunos aún vestidos con el mono de trabajo, en torno a una mesa cerca de la ventana: los vasos vacíos se acumulaban a puñados. Hablaban en gaélico y proferían risas fuertes, estentóreas. Fue una voz lo que de verdad le había llamado la atención, como cuando uno oye una melodía a trozos y tiene la sensación de que la conoce pero no consigue identificarla del todo. Entonces vio la cara: el impacto fue como un puñetazo en el plexo solar.

Artair había cambiado. Parecía diez años mayor que Fin. Había ganado más peso incluso del que su corpachón podía acomodar sin problemas. Los rasgos amables e infantiles se habían perdido en una cara roja y redonda. Y el pelo, que antes había sido espeso y negro, se había convertido en un rastrojo fino y gris. Las venas de las mejillas revelaban una afición excesiva a la bebida, pero los ojos seguían siendo claros, agudos y del mismo cálido tono castaño.

Artair apuraba un whisky cuando se fijó en Fin. Hizo descender el vaso muy despacio desde los labios y paseó la mirada por el bar con expresión de incredulidad.

—Eh, Silbidos —dijo uno de los hombres de la mesa—. ¿Qué pasa? Parece que hayas visto un fantasma.

—Así es. —Artair se levantó, y ambos se observaron durante un largo instante entre las cabezas de los clientes. Los que acompañaban a Artair se volvieron para ver a Fin—. Por los clavos de Cristo —murmuró Artair—. ¡Si es el cabronazo de Fin Macleod!

Salió de la mesa y se abrió paso para llegar hasta Fin, y para vergüenza de este, le endosó un enorme abrazo. Fin derramó la mitad de la cerveza en el suelo. Artair echó la cabeza atrás y lo miró a la cara.

—Joder, tío. ¿Dónde diablos te has metido todos estos años?

—Aquí y allí —dijo Fin, incómodo.

—Será allí —la voz de Artair tenía un deje de ironía—, porque lo que es aquí… —Echó un vistazo a los restos de cerveza que quedaba en la jarra de Fin—. Te pido otra.

—No, estoy bien, de verdad.

Artair llamó la atención de la camarera.

—Ponme otra, Mairead. —Se volvió hacia Fin—. Bueno, ¿y qué has estado haciendo?

Fin nunca había imaginado lo raro que sería aquello. Se encogió de hombros. ¿Qué se puede decir? ¿Cómo se resumen dieciocho años en una frase?

—Cosas varias —dijo.

Artair sonrió, pero la simpatía se notaba forzada y la ironía persistía en su voz.

—Pues deben haberte tenido muy ocupado. —Cogió su whisky de la barra—. He oído que te uniste a la pasma. —Fin asintió—. Joder, eso podías haberlo hecho aquí, tío. Podríamos habernos divertido todos estos años, tú y yo. ¿Qué le pasó al gran título?

—Dejé la universidad en el segundo año.

—Mierda. Con todo el tiempo que te dedicó mi viejo para ayudarte a pasar los exámenes, ¿y luego vas y la cagas?

Fin asintió.

—Hasta el fondo.

—Bueno, al menos tienes los huevos de admitirlo. —Artair tosió, le faltaba el aire. Sacó un inhalador del bolsillo y aspiró dos veces. La flema resonó en su garganta al tiempo que el oxígeno penetraba en unas vías respiratorias más dilatadas—. Así está mejor. Nada cambia, ¿eh?

—No mucho. —Fin sonrió.

Artair cogió a Fin del codo y lo llevó a una de las mesas del rincón. Le costaba andar recto y Fin se dijo que se había metido ya unos cuantos whiskies entre pecho y espalda.

—Tenemos que hablar, tú y yo.

—¿Sí?

Artair pareció sorprenderse.

—Claro que sí. Tenemos que ponernos al día después de dieciocho años. —Se sentaron uno frente a otro y Artair lo miró con detenimiento—. Dios, no es justo. Estás igual. Mírame: grande, gordo, una puta marsopa. Al parecer ser policía te sienta bien.

—No creas. Estoy intentando dejarlo. Estudio en la universidad a distancia.

Artair meneó la cabeza.

—¡Menudo desperdicio! En mi caso era de esperar. Pero tú, Fin… Tú estabas por encima. Estabas hecho para mejores cosas que la pasma.

—Bueno, ¿y qué has estado haciendo tú todo este tiempo? —Fin se sintió obligado a preguntarlo aunque en cierto sentido no quería saberlo. La verdad era que no quería saber nada de ese tío. Prefería recordar a Artair tal y como era, tal y como lo había tratado cuando eran críos. Aquello era como entablar conversación con un extraño.

Artair soltó un bufido, una expresión de desprecio de sí mismo.

—Terminé el aprendizaje en el Lewis Offshore justo a tiempo para que cerraran el chiringuito. Supongo que tuve suerte de poder entrar cuando lo reabrieron en el noventa y uno. Luego volvieron a cerrarlo, en mayo del noventa y nueve: hizo suspensión de pagos y nos quedamos todos en la puta calle. Ahora ha vuelto a abrir, pero para fabricar turbinas. ¿Te lo imaginas? Van a llenar la isla de molinos de viento. Dicen que nos hará autosuficientes en energía. Pero te advierto que se va a cargar el turismo. A ver quién va a venir hasta este rincón para ver un puñado de molinos de viento. Una puta selva de aspas. —Esbozó una sonrisa amarga y apuró el líquido dorado de un solo trago—. Pero Marsaili dice que he tenido suerte de que me cojan. Otra vez. —La mención de ese nombre hizo que Fin sintiera un leve escalofrío. La sonrisa de Artair revelaba tristeza—. ¿Y quieres saber una cosa, Fin? Me siento un tío con suerte. En serio. No tienes ni idea de lo afortunado que me considero. ¿Quieres otra copa?

Fin meneó la cabeza, y Artair se levantó de la silla y, sin decir una palabra, se dirigió a la barra para que le llenaran el vaso. Fin permaneció sentado, con la vista fija en la mesa. Ver a su amigo de la infancia tan amargado le provocaba una tristeza indescriptible. La vida pasaba ante ti en un fogonazo, como el autobús de Ness en una noche de lluvia. Tenías que asegurarte de que te veía y se parara, o pasaba de largo, lo que te condenaba a un desagradable paseo hasta casa a merced del viento y el chaparrón. Suponía que, a su manera, él estaba como Artair, martirizado por la sensación de lo que podía haber sido, de que de algún modo se le había escapado el autobús, amargado por sus fracasos. En cierto sentido, verlo era enfrentarse a un reflejo de sí mismo… y no le gustaba mucho lo que tenía delante.

Artair se dejo caer en la silla y Fin se percató de que había pedido uno doble. Allí servían por cuartos.

—¿Sabes? Mientras iba a la barra estaba pensando. Solo con decir su nombre. Te he visto la cara. Por eso no has vuelto durante todo este tiempo, ¿verdad? Por culpa de la maldita Marsaili.

Fin meneó la cabeza.

—No. —Pero no estaba seguro de que fuera del todo verdad.

Artair se inclinó sobre la mesa, mirando a los ojos de Fin con expresión desasosegante.

—Ni una llamada, ni una carta, nada. ¿Sabes? Al principio me sentí dolido. Y luego cabreado. Pero uno no puede quedarse ahí, y entonces empecé a echarme la culpa. A decirme que tal vez creías que te la había robado. —Se encogió de hombros con gesto indefenso, sin saber cómo expresarlo—. ¿Me entiendes?

—No fue así, Artair. Todo había terminado entre Marsaili y yo.

Artair mantuvo el contacto visual, como aquellos que prolongan demasiado un apretón de manos, y Fin empezó a sentirse cohibido.

—Sabes que nunca lo creí. En serio. Tal vez me la quedara yo al final, pero tú y Marsaili… bueno, era lo que todo el mundo esperaba, ¿no? Como tenían que haber sido las cosas. —Finalmente se interrumpió el contacto visual y Artair dio un sorbo al whisky—. ¿Te has casado?

Su vacilación fue imperceptible.

—Sí.

—¿Hijos?

Un mes atrás la respuesta habría sido afirmativa. Pero ya no podía presumir de ser padre, y no era una historia que tuviera ganas de contar en ese momento. No allí, no entonces. Meneó la cabeza.

—Nosotros solo tenemos uno. Terminó el colegio este año. Ha salido a su viejo, no es ningún genio. Estoy intentando conseguirle un empleo en la fábrica de turbinas. —Artair inclinó un poco la cabeza y sonrió, esta vez con afecto—. Pero es un buen chaval. Este año vendrá a las rocas con nosotros a matar unas cuantas gugas. Es su primera vez. —Se rio—. Ahora que lo pienso, tiene la misma edad que tú y yo cuando fuimos por primera vez. —Vació el vaso y lo apoyó en la mesa con fuerza. Fin notó que los efectos del alcohol le nublaban los ojos. Artair miró a Fin, repentinamente serio—. ¿Por eso no has vuelto? ¿Es por eso?

En cierto sentido Fin había temido ese momento. Pero al mismo tiempo sabía desde el instante en que puso pie en la isla que aquella era una confrontación con el pasado que no podría eludir.

—¿Qué? —dijo él, con falsa ingenuidad.

—Lo que pasó ese año en An Sgeir.

Fin no pudo mirar a Artair a los ojos. Meneó la cabeza.

—No lo sé —dijo, y hablaba en serio—. La verdad es que no lo sé.

—Bueno, pues si ha sido por eso, no hay motivo.

—Si no me hubiera arriesgado tanto… —Fin se percató de que se estaba retorciendo las manos y las plantó en la mesa para evitarlo.

—Lo que pasó, pasó. Fue un accidente. No fue culpa de nadie. Nadie te ha echado nunca la culpa, Fin.

Fin levantó la cabeza rápidamente para verle los ojos y saber si lo que quería decir era que nadie lo había culpado excepto Artair. Pero no distinguió la menor muestra de hostilidad, la menor señal de que su viejo amigo se guardara algo para sí.

—¿Listo para esa otra copa?

Aunque apenas le quedaban dos dedos de cerveza en el vaso, él negó con la cabeza.

—Ya he bebido bastante.

—Fin. —Artair se inclinó sobre la mesa, como quien se dispone a hacer una confidencia—, nunca hay bastante. —Y su semblante se iluminó por una sonrisa grande y contagiosa—. Voy a por la penúltima, para el viaje. —Se encaminó de nuevo hacia la barra.

Fin se quedó con su vaso, con los pensamientos inundados de recuerdos. An Sgeir, Marsaili. El ruido de voces en el bar le hizo volver en sí. Los compañeros de trabajo de Artair se marchaban; se despedían a gritos y saludaban desde la puerta. Artair les dijo adiós con un gesto impaciente y volvió a la mesa. La silla crujió bajo su peso. Plantó otro whisky doble encima de la mesa. Una sonrisa le bailaba en los labios, como una mariposa que no acabara de encontrar donde asentarse.

—Estaba pensando… ¿Te acuerdas de aquel profe de historia que tuvimos en segundo?

—¿Shed? ¿William Shed?

—Ese. ¿Te acuerdas de que tenía un hueco entre los dos dientes delanteros? ¡Todas sus eses sonaban como silbidos!

Fin lo recordaba con absoluta claridad, aunque no había pensado en William Shed desde hacía más de veinte años. Y el recuerdo le hizo reír.

—Solía… solía hacernos leer en voz alta del libro de historia.

—Y todo el mundo hacía vibrar las eses, como él.

—Y empezaba: «¡No más silbidos!» —dijo Fin, haciendo sonar las eses como las de Shed. Los dos se echaron a reír como colegiales ante lo absurdo que parecía aquello.

—¿Te acuerdas de aquel día —dijo Artair— que intentó separarnos, y me agarró de una oreja para llevarme a otro pupitre?

—Sí. Tú tirabas para coger la cartera y él pensó que querías soltarte… Y acabasteis debatiéndoos delante de toda la clase.

Artair no podía dejar de reír.

—¡Y tú, pedazo de cabrón, no parabas de reírte!

—Solo porque él seguía con sus eses: «¡No seas insolente, muchacho!».

Lo que ya hizo que Artair prorrumpiera en risas descontroladas: las lágrimas le corrían por las gruesas mejillas y tuvo que acabar recurriendo de nuevo al inhalador. De algún modo la risa expulsó toda la tensión que acumulaba Fin, liberándolo de ese estrés que suponía charlar con un amigo que se había convertido en un extraño. No eran más que dos colegiales riéndose como tontos de los recuerdos escolares. No importaba lo mucho que se hubieran separado en esos años: había recuerdos que siempre tendrían en común. Un vínculo para toda la vida.

Las risas fueron apagándose y recobraron el control; se miraron uno a otro, de nuevo serios. De nuevo adultos. Hasta que la risa explotó de repente de los labios temblorosos de Artair y todo empezó de nuevo. Varias cabezas se volvieron hacia ellos, preguntándose cuál sería el chiste. Pero no podían contarlo.

Cuando Artair recobró la compostura por fin, echó un vistazo al reloj.

—Mierda, hora de irse.

—¿A Ness? —Artair asintió—. ¿Cómo vuelves?

—Tengo el coche aparcado en el muelle.

—¿No pensarás conducir?

—Bueno, ese maldito trasto no se conduce solo.

—No estás en condiciones de conducir. Te matarás. O matarás a alguien.

—Oh —Artair lo regañó con el dedo alzado—, se me olvidaba. Ahora eres de la pasma. ¿Qué vas a hacer? ¿Detenerme?

—Dame las llaves y te llevo.

La sonrisa se borró de los labios de Artair.

—¿En serio?

—En serio.

Artair se encogió de hombros, rebuscó las llaves en el bolsillo y las soltó encima de la mesa.

—Es mi día de suerte, ¿eh? ¡Escolta policial hasta casa!

El cielo había adoptado un color azul oscuro y el sol desaparecía detrás de nubes de estaño que salían como burbujas desde el oeste. A partir de mediados de agosto las noches empezaban a acortarse con rapidez, y sin embargo seguía habiendo más luz de la que había nunca en Londres, ni siquiera en pleno verano. La marea había comenzado a bajar, y los barcos del muelle se apoyaban ya sobre un palmo de agua. En una o dos horas harían falta escaleras para llegar a ellos.

Artair tenía un Vauxhall Astra mal repintado cuyo interior olía igual que unas zapatillas deportivas abandonadas a la intemperie bajo la lluvia. Del retrovisor colgaba un raído ambientador con forma de pino, del que ya había aceptado tiempo atrás que sus intentos de refrescar aquel aire rancio eran una batalla perdida. La tapicería presentaba cortes y manchas, y el cuentakilómetros estaba a punto de reiniciar su segunda vuelta. A Fin se le antojó una ironía cómo se habían invertido sus suertes. El padre de Artair había sido el maestro de clase media y buenos ingresos que conducía un flamante Hillman Avenger, mientras que los padres de Fin se habían debatido entre el paro y la granja, y tenían un Ford Anglia desvencijado. Ahora Artair trabajaba en la construcción y manejaba un coche que con toda seguridad no pasaría la siguiente ITV, y Fin era inspector de policía con un Mitsubishi Shogun en el garaje. Se dijo que ese detalle no debía escapársele delante de Artair bajo ningún concepto.

Se sentó al volante, se puso el cinturón y giró la llave de contacto. El motor tosió, resopló y murió.

—Dios —dijo Artair—. No le iría mal un chute de mi inhalador. Tiene truco: aprieta a fondo el embrague y el acelerador, y en cuanto oigas rugir el motor sueltas los pedales. Irá como una seda. ¿Qué coche tienes ahora, Fin?

Fin se concentró en el truco, y cuando el motor cobró vida dijo sin darle importancia:

—Un Ford Escort. En la ciudad no hace falta un coche muy potente. —La mentira le dejó un mal sabor de boca.

Salió hacia Cromwell Street, sin cruzarse con prácticamente ningún coche de camino hacia el norte por Bayhead. Los faros ejercían poco impacto en el anochecer y casi no consiguieron alumbrar el desnivel que había en la carretera a la altura del parque infantil. Lo pasaron a demasiada velocidad, y el coche vibró.

—Eh, tranquilo —dijo Artair—. Esta vieja dama aún tiene que durarme unos años. —Fin olió el whisky en su aliento—. Al final no me has dicho por qué estás aquí.

—No me lo has preguntado.

Artair volvió la cabeza y le lanzó una mirada que Fin se esforzó por esquivar.

—Te lo pregunto ahora.

—Formo parte de la investigación de la muerte de Angel Macritchie. —Notó el súbito interés de Artair, que se reflejó en su postura, definitivamente vuelto hacia él.

—¡No jodas! Creía que estabas destinado en Glasgow.

—Edimburgo.

—¿Y por qué te han enviado? ¿Porque lo conocías?

Fin meneó la cabeza.

—Estaba metido en un caso de Edimburgo que era… bueno, muy parecido. El mismo MO, modus…

—Operandi. Ya lo sé. También leo novelas de misterio, ¿qué te crees? —Artair se rio entre dientes—. Resulta gracioso. Tú aquí de nuevo para investigar el asesinato del tipo que nos calentaba a todos cuando éramos niños. —Le asaltó una idea de repente—. ¿Lo viste? Me refiero a si estuviste en la autopsia, o como quiera que se llame.

—Análisis post mórtem. Sí.

—¿Y?

—Mejor dejémoslo.

—Quizá no. Angel Macritchie nunca fue santo de mi devoción. —Se lo pensó dos veces antes de dar su considerada opinión—. ¡Menudo cabrón! Quien lo hizo merece un pedazo de medalla.

Mientras cruzaban la carretera del páramo hacia Barvas, el cielo seguía claro por el oeste, salpicado de tiras de color púrpura y gris y teñido de un color rosado. Las nubes se agrupaban sobre el mar, como volutas de humo negro. Por el este, el cielo ya estaba oscuro. Cuando llegaron al refugio del tejado verde, este apenas se veía y Fin oyó los suaves ronquidos de Artair. En Barvas habían encendido ya las farolas y Fin tomó la carretera del norte hacia Ness.

Disponía aún de casi veinte minutos para pensar sin que lo molestaran las divagaciones de borracho de Artair. Casi veinte minutos para prever el momento en que se hallaría cara a cara con Marsaili por primera vez desde el entierro de su tía. Dieciocho años atrás. No tenía ni idea de lo que iba a encontrar. Al fin y al cabo, Artair había cambiado mucho. ¿Reconocería a la chica de las coletas y los lazos azules después de tanto tiempo?

Cruzaron pueblos desiertos, en los que luces amarillas que brillaban en las ventanas constituían la única señal de que estaban habitados. Un perro surgió de la nada y se plantó en la carretera, Fin tuvo que hacer una maniobra brusca para esquivarlo. El olor al humo de turba se filtraba por el sistema de ventilación del coche, y Fin recordó aquellos eternos trayectos semanales en autobús que él y Artair habían efectuado de camino a sus residencias estudiantiles de Stornoway. Miró de reojo a su acompañante y vio, a la luz de las farolas, la mandíbula de Artair, su boca abierta de la que manaba un hilillo de saliva. Muerto para el mundo. Una huida a través del alcohol. La de Fin había sido física. Artair había recurrido a otros medios.

Para cuando llegaron a Cross, Fin cayó en la cuenta de que no sabía la dirección de Artair. Le sacudió en el hombro. Artair gruñó, abrió un ojo y se secó la boca con el dorso de la mano. Pasó por unos momentos de desorientación, con la vista fija en el parabrisas pero sin ver realmente, antes de sentarse erguido en el asiento.

—Ha sido rápido.

—No sé dónde vives.

Artair lo miró con una mueca de incredulidad en la cara.

—¿Qué? ¡No puedes haber olvidado dónde vivo! ¡Llevo toda mi puta vida en esa casa!

—Ah. —A Fin no se le había ocurrido que Artair y Marsaili hubieran formado su hogar en el chalet de los Macinnes.

—Patético, ¿verdad? Ya lo sé. Aún vivo en la misma puta casa donde nací. —La amargura había vuelto a su voz—. Pero a diferencia de ti yo tenía responsabilidades.

—¿Tu madre?

—Ajá, mi madre.

—¿Aún vive?

—No, la llevé al taxidermista y la hice disecar para poder sentarla al lado de la chimenea y así disfrutar de su compañía por las noches. ¡Claro que está viva! ¿Crees que me habría quedado aquí todos estos años si no fuera por ella? —Soltó un suspiro lleno de frustración y el hedor a alcohol rancio invadió el coche—. Dios. Dieciocho años dando de comer a la vieja bruja mañana, tarde y noche. Llevándola al lavabo, cambiándole los putos pañales… Disculpa, compresas para incontinencia. ¿Y sabes lo que más me jode? Que aunque no puede hacer gran cosa, aún es capaz de hablar casi tan bien como tú y yo, y una gran parte de su cerebro sigue igual de lúcida que siempre. Creo que disfruta amargándome la vida. —Fin no sabía qué decir. Se preguntó quién la alimentaba y cambiaba cuando Artair estaba trabajando. Y, como si le hubiera leído el pensamiento, Artair dijo—: Claro que tengo suerte con Marsaili. Es muy buena con ella, mi madre la quiere mucho. —Y a Fin le asaltó una imagen súbita de cómo debían haber sido sus vidas durante todos esos años: atrapados en la misma casa, encadenados por la responsabilidad familiar a las necesidades de una anciana cuyas facultades físicas y mentales habían quedado gravemente afectadas después de una embolia que sufrió cuando Artair aún era adolescente. Una vez más, como si estuviera dentro de su mente, Artair añadió—: Uno pensaría que en todo este tiempo podría haber tenido la decencia de morirse y dejarnos vivir nuestras vidas.

Fin tomó el camino vecinal que ascendía por la colina hacia las luces de Crobost, un tramo iluminado de un kilómetro en la carretera del acantilado. Pasaron bajo la sombra de la iglesia y Fin vio luz en la casa del pastor. Tras la curva de la colina, la carretera iniciaba un empinado ascenso hacia el chalet de los Macinnes, construido en la pendiente donde esta descendía hacia los acantilados. La luz se derramaba por las ventanas y caía en la pila de turba, iluminando su cuidadoso trazado en forma de espiga, hecho con tanto esmero como si de ello se hubiera encargado el mismísimo padre de Artair. A unos doscientos metros, Fin distinguió la oscura silueta de la granja de sus padres recortada contra el cielo nocturno. Allí no había luces, ni vida.

Frenó para girar hacia el camino que llevaba a la casa Macinnes y detuvo el coche delante de las puertas del garaje. Un destello de luna se reflejaba en forma de desigual charco plateado sobre el océano. Había luz en la cocina, y a través de la ventana Fin vislumbró una silueta en la pila. Se percató, con un sobresalto, de que debía tratarse de Marsaili: largos cabellos rubios, ahora más oscuros, recogidos en una cola tensa que le dejaba la cara despejada. No llevaba maquillaje y se la veía cansada, pálida, con sombras debajo de unos ojos azules que habían perdido el brillo. Levantó la vista al oír el coche, y Fin apagó el motor para que solo pudiera ver el reflejo de sí misma en la ventana. Ella desvió la mirada enseguida, como molesta por lo que había visto, y en ese momento él descubrió de nuevo a la niña que lo había hechizado desde el primer momento en que le puso los ojos encima.