Fin se encaminó hacia el pueblo por el camino vecinal notando la suave caricia del viento en la cara. Echó un vistazo hacia el fondo de la colina y distinguió la silueta lejana de Gunn, que se dirigía a Port of Ness a buscar el coche. Sintió las primeras gotas de lluvia sobre la piel, pero el cielo encapotado parecía estar despejándose ya, y pensó que quizá fuera una falsa alarma.
Por mucho que estuvieran en agosto, alguien tenía la chimenea encendida. La brisa le llegaba cargada de ese olor fragante, tostado e inconfundible, del humo de turba. Lo hizo retroceder veinte, treinta años. Era extraordinario, pensó, lo mucho que él había cambiado en ese tiempo y lo poco que habían cambiado las cosas en el lugar donde había crecido. Se sentía como un fantasma que se aparecía en su propio pasado, caminando por las calles de su infancia. Casi esperó verse a sí mismo y a Artair doblando el recodo de la carretera de la iglesia, montados en sus bicis para ir a la tienda que había a los pies de la colina a gastar los peniques que les daban los sábados. El llanto de un niño le hizo volver la cabeza, y vio a dos críos pequeños jugando en un columpio improvisado al lado de una casa que se hallaba en la cuesta, por encima de él. La ropa tendida se agitaba por el viento, y, mientras él contemplaba la escena, salió una mujer joven a recoger la colada antes de que empezara a llover.
La iglesia se alzaba orgullosa en el recodo, cerniéndose sobre el pueblo y sobre las tierras que se extendían en pendiente hacia el mar. El gran aparcamiento asfaltado no existía la última vez que Fin había estado por allí. Las puertas de «Entrada» y «Salida» tenían una rejilla que las protegía de las ovejas y de su mierda, y el asfalto estaba pintado con flamantes líneas blancas: los devotos aparcaban sus coches en ordenadas filas cristianas. En los tiempos de Fin, la gente iba a la iglesia a pie. Algunos debían caminar kilómetros, con los abrigos negros agitados por el viento y sujetándose el sombrero con las manos; otros, en cambio, en la mano llevaban solo la Biblia.
Unos escalones ascendían del aparcamiento a la casa parroquial, una vivienda grande de dos pisos que había sido construida en la época en que la Iglesia cedía a los requerimientos de sus pastores y les concedía tres salas públicas y cinco habitaciones: tres para la familia, una por si recibía la visita de otro pastor y la última para ser usada como estudio. La casa disfrutaba de unas vistas espectaculares del nordeste de la isla: se alcanzaba a ver el faro erguido recortándose sobre el horizonte. También se hallaba expuesta a las iras de Dios, quien podía desatar desde los cielos el tiempo que quisiera. Ni siquiera el párroco estaba exento del duro clima de Lewis.
Más allá de la curva de la montaña la carretera ascendía de nuevo, al mismo tiempo que los campos de las cimas de los acantilados, y el resto de Crobost se prolongaba casi un kilómetro. Aunque desde allí no se veían, Fin sabía que el chalet donde vivía Artair y la pequeña granja de sus padres estaban solo a unos cientos de metros de distancia. Pero no se sentía con ánimos para enfrentarse con eso aún. Empujó la verja y cruzó el aparcamiento hasta la escalera que conducía a la casa.
Llamó varias veces a la puerta con los nudillos y tocó el timbre, pero no hubo respuesta. Empujó la puerta, que se abrió hacia un sombrío pasillo.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
El silencio fue el único saludo. Volvió a cerrar la puerta y posó la vista en la iglesia. Todavía era un edificio impresionante, construido a base de grandes bloques de piedra extraídos de las rocas de la zona. Flanqueada por dos torretas pequeñas, el campanario ascendía desde la puerta abovedada. Era un campanario sin campana. Fin no había visto nunca una allí. Las campanas eran frívolas. Evocaban el catolicismo, tal vez. Todas las ventanas eran abovedadas, dos sobre la puerta principal, una a cada lado de esta y cuatro en cada uno de sus costados. Ventanales altos y sencillos. Nada de vidrieras de colores en esa austera cultura calvinista. Nada de imágenes. Nada de cruces. Nada de alegría.
Una de las dos puertas estaba abierta y Fin entró en el vestíbulo, donde el pastor saludaba a los fieles a su llegada y les estrechaba la mano cuando salían. Un lugar sin gracia: suelo gastado, madera barnizada de color oscuro. Olía a polvo, a ropa húmeda y a viejo. Un olor que, según parecía, no había cambiado en treinta años. Le recordaba aquellos largos sabbats, en los que los padres de Fin le hacían soportar una hora y media de canto de salmos y un feroz sermón al mediodía, preludio de la segunda tanda que se ofrecía a las seis de la tarde. En medio le tocaba aguantar las dos horas de escuela dominical que se impartían en una de las salas que había en la parte trasera de la iglesia. Cuando no estaba en la iglesia, ni en la escuela dominical, tenía que quedarse en casa mientras su padre leía en voz alta fragmentos de la Biblia gaélica.
Fin trazó de nuevo aquellos pasos de la infancia, que lo llevaron a atravesar la puerta izquierda hasta la iglesia propiamente dicha: filas de inmisericordes bancos de madera entre dos pasillos que conducían a la parte más elevada y enrejada desde la cual adultos taciturnos lideraban el canto de los salmos. El púlpito se alzaba por encima, una tarima de madera elaboradamente labrada, incrustada en la pared, a la que se accedía por ambos lados a través de sendas escaleras de caracol. Esa posición elevada concedía al pastor la autoridad necesaria para dominar a los simples mortales, a quienes todos los domingos exhortaba con amenazas de condenación eterna. La salvación estaba en sus manos, les decía semana sí y semana no, siempre y cuando se entregaran a los designios del Señor.
En su cabeza Fin casi pudo oír los salmos en gaélico. Un extraño cántico tribal, sin acompañamiento, que a un oído poco avezado podía sonarle caótico. Pero había algo maravillosamente conmovedor en ellos. Algo que tenía que ver con la tierra y el paisaje, con la lucha por la existencia contra la adversidad abrumadora. Algo que ver con la gente entre la que había crecido. En su mayoría eran buenas personas que hallaban algo único en sí mismas, en la forma en que cantaban sus alabanzas al Señor: una expresión de gratitud por esas duras vidas a las que habían encontrado el sentido. El mero recuerdo le puso la carne de gallina.
Oyó un topetazo que pareció llenar la iglesia, rebotando en los palcos que ocupaban tres de sus lados. Metal sobre metal. Miró a su alrededor, perplejo, antes de percatarse de que procedía de los radiadores de las paredes. La calefacción central era nueva. Al igual que el doble vidrio de las altas ventanas. Quizá el sabbat era hoy en día un poco más cálido que hacía treinta años. Fin volvió al vestíbulo y vio una puerta abierta en uno de sus extremos. Los golpes procedían del otro lado.
La puerta daba a lo que resultó ser el cuarto de calderas. Había una gran caldera de petróleo con la puerta abierta; se había extraído un revestimiento protector, lo que revelaba sus bizantinos mecanismos internos. En torno a la base de hormigón de la caldera se veían pedazos diseminados por el suelo. Había una caja de herramientas abierta y un hombre enfundado en un mono tumbado boca arriba, intentando aflojar la junta de un tubo de salida golpeándola con una gran llave inglesa.
—Disculpe —dijo Fin—. Busco al reverendo Donald Murray.
El hombre del mono se incorporó, algo sobresaltado, y al hacerlo se dio en la cabeza contra la puerta de la caldera.
—¡Mierda! —Fin vio el alzacuellos por la abertura del mono a la altura del cuello. Reconoció aquel rostro anguloso bajo la mata de alborotado pelo rubio. Ya tenía canas grises y clareaba un poco. Al igual que la cara, que en cierto modo había perdido el atractivo aire juvenil y se había vuelto malhumorada, surcada por arrugas en torno a la boca y los ojos—. Pues ya lo ha encontrado. —El hombre miró a Fin, aunque era incapaz de verle la cara, deslumbrado por la luz—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Podrías estrecharme la mano para empezar —dijo Fin—. Eso es lo que suelen hacer los viejos amigos, ¿no?
El reverendo Murray volvió a fruncir el entrecejo y se puso de pie, observando la cara de aquel extraño que al parecer lo conocía. Entonces por fin lo reconoció.
—Buen Dios, Fin Macleod. —Le estrechó con firmeza la mano mientras una sonrisa le cruzaba la cara. Y Fin vio en él al chico que había conocido tantos años atrás—. Tío, me alegro de verte. Me alegro mucho. —Lo decía en serio, pero al instante otros pensamientos ocuparon su mente y le nublaron la sonrisa. Mientras esta se desvanecía, dijo—: Ha pasado mucho tiempo.
A Fin le había costado creer, cuando Gunn se lo dijo, que Donald Murray hubiera sucedido a su padre como pastor de la Iglesia Libre de Crobost. En esos momentos no podía negar la evidencia que veía con sus propios ojos. Aunque eso no hacía que creerlo fuera más fácil.
—Unos diecisiete años. Pero aunque hubieran pasado setenta, nunca habría pensado que te vería con alzacuellos, a no ser que fuera en una fiesta de disfraces de curas y putas.
Donald inclinó un poco la cabeza.
—Dios me mostró el error de mis pasos.
Pasos, recordaba Fin, que lo habían llevado muy lejos del buen camino. Donald había ido a Glasgow al mismo tiempo que Fin. Pero mientras Fin había ido a la universidad, Donald se había metido en el negocio de la promoción de grupos musicales, y llegó a ser manager y promotor de algunas de las bandas más populares de Glasgow en los ochenta. Pero luego las cosas habían empezado a torcerse. La bebida se había convertido en algo más importante que el trabajo. La agencia se hundió. Se metió en drogas. Fin se lo había encontrado una noche en una fiesta y Donald le había ofrecido cocaína. Y a una mujer. Estaba colocado, por supuesto, y esos ojos que antes habían estado tan llenos de vida tenían un aire muerto. Fin se enteró después de que tras ser detenido y condenado por posesión, Donald se había marchado de Escocia y se había instalado en el sur de Londres.
—¿Te dio el curàm? —preguntó Fin.
Donald se secó las manos manchadas de grasa en un trapo, al tiempo que hacía esfuerzos por evitar los ojos de Fin.
—No es un término que me agrade.
Era una condición tan frecuente en la isla que el gaélico había tomado prestada una palabra para describirla. En sentido literal, curàm significa ansiedad. Pero en el contexto de los que se convertían por segunda vez se usaba como si fuera algo que podías pillar. Como un virus. Y, en cierto modo, así era. Un virus de la mente.
—Siempre he creído que era muy adecuado —dijo Fin—. Todo ese lavado de cerebro durante la infancia, seguido por un rechazo violento y una vida disoluta. Alcohol. Drogas. Malas mujeres. —Hizo una pausa—. ¿Te suena? Luego, supongo que reaparecen el miedo y la culpa, como una indigestión aplazada, después de toda aquella temprana dieta de condenación y fuego del infierno. —Donald lo miró, hosco, sin seguirle el juego—. Dicen que es entonces cuando Dios te habla, y te conviertes en alguien muy especial para todas esas personas que desean que Dios también les hable. ¿Fue así en tu caso, Donald?
—Antes me caías bien, Fin.
—Tú siempre me has caído bien, Donald. Desde el primer día, en que evitaste que Murdo Ruadh me hiciera ver las estrellas. —Quería preguntarle por qué desperdiciaba su vida de ese modo. Y sin embargo sabía que Donald ya había hecho bastantes esfuerzos por arrojar la vida por el retrete con el alcohol y las drogas. Tal vez fuera una especie de redención. Al fin y al cabo, no todo el mundo albergaba el mismo agrio resentimiento hacia Dios que Fin. Decidió ceder—. Perdona.
—¿Tu visita obedece a alguna razón? —Donald no estaba tan dispuesto a perdonar como Fin a disculparse, obviamente.
Fin sonrió de mala gana.
—Tantas horas de estudio para conseguir una plaza en la universidad y lo arrojé todo por la borda. —Soltó una risa breve, áspera—. He terminado siendo poli. Todo un cambio de los libros, ¿no?
—Eso había oído. —Donald estaba receloso—. Pero aún no me has dicho qué te trae aquí.
—Estoy investigando el asesinato de Angel Macritchie, Donald. Me han enviado aquí porque fue asesinado exactamente de la misma forma que otro de mis casos en Edimburgo.
Una sonrisa asomó a la cara de Donald. Un reflejo de su antiguo yo.
—¿Y quieres saber si lo hice yo?
—¿Lo hiciste?
Donald se rio.
—No.
—Una vez me dijiste que ibas a arrancarle las putas alas a ese Angel Macritchie.
La sonrisa de Donald se esfumó de nuevo.
—Estamos en la casa de Dios, Fin.
—¿Y eso por qué debería preocuparme?
Donald lo miró fijamente durante un momento, luego se apartó y se agachó para guardar las herramientas en la caja.
—Fue esa tía tuya atea la que te volvió en contra del Señor, ¿verdad?
Fin meneó la cabeza.
—No. Ella habría estado encantada de que fuera un feliz diablo como ella, eso es cierto. Pero llegó tarde. El daño ya estaba hecho. Ya me había infectado. Si has creído alguna vez, resulta muy difícil dejar de creer. Yo solo dejé de creer que Dios era bueno, eso es todo. Y el único responsable de eso fue el propio Dios. —Donald levantó la cabeza, con la incomprensión dibujada en la cara—. La noche que se llevó a mis padres en el páramo de Barvas. —Fin se obligó a sonreír—. Claro que por aquel entonces no era más que un crío. Hoy en día, en mis momentos más racionales, sé que todo eso son tonterías, que la vida tiene esas cosas. —Y añadió con amargura—: Y más de una vez. —Otra razón más para el rencor—. Es solo cuando no logro quitarme de encima la sensación de que Dios existe de verdad que empiezo a enfadarme de nuevo.
Donald volvió a sus herramientas.
—No has venido aquí de verdad a preguntarme si maté a Angel Macritchie, ¿no?
—No te caía muy bien.
—No le caía bien a mucha gente. Eso no implica que quisieran matarlo. —Se calló. Sostenía un martillo en la mano, notando su peso—. Pero si quieres saber cómo me siento, te diré que no me parece que el mundo haya perdido gran cosa.
—Eso no es muy cristiano por tu parte —dijo Fin, y Donald soltó el martillo dentro de la caja—. ¿Es por todo lo que tuvimos que tragar de él cuando éramos niños o porque tu hija lo acusó de haberla violado?
Donald se puso de pie.
—La violó. —Hablaba a la defensiva, como retando a Fin a contradecirlo.
—No me sorprendería nada. Por eso me gustaría saber lo que pasó. —Donald fue hacia el vestíbulo, dejándolo atrás.
—Supongo que encontrarás todo lo que te hace falta saber en el informe policial.
Fin lo siguió.
—Preferiría oírlo de viva voz.
Donald se paró en seco. Dio media vuelta y avanzó un paso hacia su antiguo compañero de clase. Le seguía sacando unos buenos siete centímetros de altura. Medía más de metro ochenta y era perfectamente capaz, pensó Fin, de izar los ciento catorce kilos que pesaba Macritchie con una cuerda y colgarlo del cuello de las vigas del cobertizo de Port of Ness.
—No quiero que ni tú ni nadie vuelva a hablar con ella de esto. Ese hombre la violó, y la policía la trató como si fuera una embustera. Como si la violación no fuera ya suficiente humillación.
—Donald, no voy a humillarla, ni a acusarla de mentir. Solo quiero oír su historia.
—No.
—Mira, no deseo ir por las malas, pero esto es una investigación por asesinato y si quiero hablar con ella, lo haré.
Fin vio ira paternal en los ojos de Donald. Fue una ráfaga fugaz, una llama que quedó rápidamente sofocada por el autocontrol.
—No está aquí ahora. Ha ido a la ciudad, con su madre.
—En ese caso, ya volveré. Quizá mañana mismo.
—Habría sido mejor que no hubieras regresado nunca, Fin.
Fin percibió la amenaza que flotaba en las palabras de Donald y en el tono de su voz, y le extrañó más que nunca que aquel fuera el mismo chico que se la había jugado por él contra unos matones, arriesgando su propio pellejo para volver en su busca la noche que Angel Macritchie lo tumbó de un puñetazo a la puerta de los Almacenes Crobost.
—¿Por qué? ¿Porque tal vez descubra la verdad? ¿Qué hay que temer a la verdad, Donald? —Donald se limitó a mirarlo en silencio—. ¿Sabes una cosa? Si Macritchie hubiera violado a mi hija, es muy probable que me hubieran entrado ganas de tomarme la justicia por mi mano.
Donald hizo un gesto de incredulidad.
—No me cabe en la cabeza que puedas creerme capaz de algo así, Fin.
—De todos modos, me interesaría saber dónde estabas el sábado por la noche.
—Ya que tus colegas ya me han interrogado al respecto, creo que lo encontrarás en el informe.
—Nunca sé si un informe miente. En cambio, con las personas suelo saberlo.
—Estaba donde estoy siempre el sábado por la noche: en casa, escribiendo el sermón del sabbat. Mi esposa te lo confirmará si te molestas en preguntárselo. —Donald se encaminó hacia la puerta y la abrió; obviamente daba por terminada la conversación—. En cualquier caso, no soy quién para castigar a los pecadores. El Señor ajustará las cuentas con Angel Macritchie a su manera.
—Quizá ya lo haya hecho.
Fin salió a una tarde borrascosa justo cuando la lluvia arreciaba. La cortina de agua caía horizontalmente.
Cuando Fin llegó al coche de Gunn, estaba calado hasta los huesos. Se dejó caer en el asiento del acompañante con la lluvia goteando de sus rizos y recorriéndole la cara y el cuello; cerró de un portazo. Gunn accionó el limpiaparabrisas y lo miró de reojo.
—¿Y bien?
—Cuéntame lo que pasó la noche que esa chica afirma que fue violada.
Retazos de nubes llenaban el cielo mientras volvían a Stornoway, tiras desiguales de azul, negro y gris violáceo. Ante ellos la carretera seguía en línea recta hasta fundirse con el horizonte, hacia una franja de luz que asomaba entre aquellos cardenales del cielo por donde podía verse cómo la lluvia caía con todas sus fuerzas.
—Sucedió hace un par de meses —dijo Gunn—. Donna Murray y un grupo de amigas estaban tomando algo en el club social de Crobost.
—Creí que me habías dicho que tenía solo dieciséis años.
Gunn lo miró de soslayo para ver si hablaba en serio.
—Lleva mucho tiempo fuera de aquí, señor Macleod.
—Es ilegal, George.
—Era un viernes por la noche, señor. El sitio debía de estar hasta los topes. Algunas chicas tendrían más de dieciocho. Y la verdad es que nadie presta mucha atención a eso.
Un súbito rayo de sol atravesó el oscuro cielo. Los limpiaparabrisas emborronaban la luz con la lluvia. A su izquierda, sobre el páramo, se formó un arco iris.
—Había todo lo que suele haber cuando se juntan chicos y chicas. Ya sabe lo que pasa cuando se mezcla alcohol con hormonas adolescentes. En fin, Macritchie estaba en su sitio habitual de la barra, sentado en un taburete, apoyado sobre sus codos y comiéndose con los ojos a todas las chicas. Cuesta creer que aún le quedaran hormonas con toda la cerveza que llegó a meterse en el cuerpo durante años. —Gunn se rio entre dientes—. Ya vio cómo tenía el hígado. —Fin asintió. Angel había sido un gran bebedor, incluso desde muy joven—. En resumidas cuentas, por alguna razón esa noche se fijó en la joven Donna. Y, por inexplicable que parezca, se le ocurrió que la chica podía encontrarlo atractivo. De manera que le ofreció una copa. Supongo que todo podría haber terminado cuando ella la rechazó, pero alguien comentó que era la hija de Donald Murray, y eso pareció darle alas.
Fin pudo imaginar que la idea de poner sus manos sobre la hija de Donald Murray apelaría al enfermizo sentido de la ironía de Macritchie, sobre todo si eso llegaba a oídos del padre de la chica.
—Se pasó el resto de la noche dándole la vara, invitándola a copas que ella no probó, intentando meterle mano y haciendo comentarios soeces. Todos los amigos de ella se lo tomaron a broma. Nadie creía que Macritchie fuera una verdadera amenaza: solo un viejo chocho y borracho. Pero Donna acabó cabreándose. Le estaba arruinando la noche, así que decidió irse a casa. Se marchó hecha una furia, según sus colegas. La mayoría de los que estaban allí no se fijó, pero un minuto después el camarero vio que Macritchie se levantaba del taburete e iba tras ella. Y aquí es donde ambas versiones empiezan a disentir.
El coche pasó frente un hatajo de adolescentes acurrucadas en la parada del autobús de South Dell. Esas paradas eran típicas de Lewis: hechas de hormigón y con el techo plano, tenían cuatro compartimientos abiertos que proporcionaban refugio sin que importara la dirección en que soplara el viento. Fin recordó que solían llamarlas mesas de picnic para gigantes. Las jóvenes parecían de la edad de Donna y esperaban el autobús que las llevaría a Stornoway para pasar una noche de fiesta. Alcohol y hormonas adolescentes. Fin estaba seguro de que aquellas chicas no tenían la menor idea de los peligros que entrañaba esa combinación.
—Pasaron unos treinta y cinco minutos desde que Donna salió del club hasta que llegó a casa —dijo Gunn.
Fin sacó el aire casi en forma de silbido.
—Si no debe de haber más de diez minutos.
—Siete. Hicimos que una agente lo cronometrara.
—¿Y qué ocurrió en esa media hora?
—Bueno, según Donna, Macritchie la agredió sexualmente. Palabras textuales. Cuando llegó a casa estaba alterada. Así la describió su padre. Sonrojada, con el maquillaje corrido, sollozando como un bebé. Él llamó a la policía, que la llevó a Stornoway para tomarle declaración y para que la examinara el médico. Fue entonces cuando ella usó la palabra violación por primera vez. Es decir, entre Ness y Stornoway la agresión se había transformado en violación. Por supuesto, como es habitual, teníamos que establecer el alcance exacto del suceso. Cuando empezamos a entrar en detalles, la chica se puso histérica. Pero sí, confirmó que Macritchie la había tirado al suelo y había introducido el pene en su vagina. No, ella no había consentido. Sí, era virgen. O lo había sido. —Gunn miró a Fin, inquieto—. Pero tengo que serle sincero, señor Macleod: no había rastros de sangre, ni en ella ni en su ropa, ni tampoco ninguna señal de que hubiera sido tumbada en el suelo en una noche de lluvia. Ni un solo moretón en sus brazos. Su ropa no se veía mojada, ni sucia.
Fin estaba desconcertado.
—¿Y cuales fueron los resultados del examen médico?
—Ahí esta la cosa, señor Macleod: ella se negó a someterse a examen alguno. Dijo que no y se mantuvo en sus trece. Según ella, era demasiado humillante. Le dijimos que era muy improbable que pudieran presentarse cargos contra Macritchie a menos que dispusiéramos de pruebas físicas o declaraciones de algún testigo presencial. Al final, el único testigo que encontramos fuera del club nos dijo que Macritchie había ido en dirección contraria a Donna. Y como ella se negó al examen médico…
—¿Qué dijo su padre?
—Oh, la apoyó en todo momento. Afirmó que estaba en su derecho a negarse al examen. Intentamos explicárselo, pero nos dijo que no pensaba persuadirla para someterse a las pruebas médicas si ella no quería.
—¿Y cómo fue su conducta durante todo eso?
—Diría que estaba enfadado, señor Macleod. Una ira tensa, de esas que te hacen apretar los puños, contenida. Por fuera parecía estar bastante tranquilo. Demasiado. Como el agua de un dique antes de que se abran las compuertas. —Gunn suspiró—. En cualquier caso, los agentes interrogaron a casi todos los que estaban esa noche en el club social, pero nadie pudo corroborar la historia de Donna. En teoría el caso sigue abierto, pero la realidad es que la investigación se archivó. —Meneó la cabeza—. Pero el ventilador esparció la mierda, por supuesto. Circularon muchos rumores, cotilleos varios, y fueron muchos los que se quedaron convencidos de que Macritchie había violado a la chica.
—¿Tú también lo crees?
—Me gustaría decir que sí, señor Macleod. Por todo lo que sé de ese tipo, no cabe duda de que era un malnacido. Pero ¿sabe?, no había pruebas.
—No te he preguntado por las pruebas, George. Te he preguntado tu opinión.
Gunn sujetó el volante con fuerza con las dos manos.
—Bueno, le diré lo que pienso, señor Macleod, siempre y cuando no repita mis palabras. —Vaciló solo un momento—. Lo que pienso es que esa chica mentía como una bellaca.
El hostal Park se hallaba en una avenida de casas de piedra arenisca, frente al hotel Seaforth. Sus muros de piedra oscura, marcada por la lluvia, asomaban tras la valla negra de hierro forjado. Albergaba uno de los mejores restaurantes de la ciudad, provisto de un jardín de invierno contiguo al comedor para aprovechar al máximo las horas de luz en verano. Alrededor del solsticio se podía cenar a medianoche mientras el sol aún teñía el cielo de rosa.
A regañadientes, Chris Adams acompañó a Fin a su pequeña habitación individual, situada en el primer piso, después de que Fin insistiera en que la sala común de la planta baja no era el lugar apropiado para la charla que iban a mantener. El suelo crujía como si fuera nieve húmeda. Fin se percató de que Adams caminaba muy rígido y de que no parecía cómodo al subir la escalera. Era inglés, algo que Fin no esperaba, y se le notaba un acento empalagoso propio de los condados de las afueras de Londres. Debía de tener unos treinta años, era alto y delgado, y con el cabello muy rubio. Y para alguien que en teoría pasaba gran parte de su tiempo al aire libre en nombre del bienestar de los animales, presentaba una tez pálida y enfermiza. Esa piel de marfil quedaba estropeada, sin embargo, por un moretón amarillento que le rodeaba el ojo izquierdo y se le extendía por la mejilla. Llevaba unos pantalones de pana anchos y una sudadera con un eslogan que apuntaba que el dinero no se come. Sus dedos eran inusualmente largos, casi femeninos.
Sostuvo la puerta para que Fin entrara en su cuarto y luego despejó una silla plegable de ropa y papeles para que se sentara. El dormitorio parecía haber sido el epicentro de una explosión de papel en la que miles de hojas habían acabado pegadas a la pared con masilla. Mapas, informes, recortes de periódicos, post-its. Fin no sabía cómo se lo tomaría el dueño del hostal. La cama estaba repleta de libros, libretas de anillas y cuadernos. Había un portátil sobre la cómoda, junto a la ventana, compartiendo espacio con más papeles, vasos de plástico vacíos y envases de comida china. La ventana de Adams daba a James Street, al edificio de hormigón y vidrio refractario que era el Seaforth.
—Ya les he concedido más tiempo del que merecen —se quejó Adams—. No hacen nada para detener al hombre que me golpeó y luego me acusan de asesinarlo cuando aparece muerto. —Sonó su móvil—. Disculpe. —Contestó, pero dijo a quien llamaba que estaba ocupado en ese momento y que le devolvería la llamada en cuanto pudiera. Luego miró a Fin con expresión impaciente—. ¿Y bien? ¿Qué quieren saber ahora?
—Quiero saber dónde estaba el viernes, 25 de mayo, de este año.
La respuesta cogió a Adams totalmente por sorpresa.
—¿Por qué?
—Limítese a decirme dónde estaba, señor Adams, por favor.
—Bueno, no tengo ni idea. Tendría que mirar la agenda.
—Pues hágalo.
Adams lanzó a Fin una mirada cargada de irritación y consternación. Chasqueó la lengua de forma ostensible y se sentó a los pies de su cama: desde allí sus largos dedos bailaron ampulosamente sobre el teclado del portátil. La pantalla volvió a la vida y mostró la página de una agenda. El diseño de página iba por meses o por días, y Adams retrocedió de agosto a mayo.
—El 25 de mayo estaba en Edimburgo. Tuvimos una reunión en la oficina esa tarde con el representante local de la RSPCA.
—¿Y por la noche?
—No lo sé. Supongo que en casa. No anoto mi vida social en la agenda.
—Necesitaré que me lo confirme. ¿Hay alguien que pueda corroborarlo?
Se oyó un profundo suspiro.
—Supongo que Roger lo sabrá. Es mi compañero de piso.
—Pues le propongo que se lo pregunte y luego vuelva a hablar conmigo.
—¿De qué diablos va todo esto, señor Macleod?
Fin no hizo caso de la pregunta.
—¿El nombre de John Sievewright le dice algo?
Adams ni se paró a pensarlo.
—No, en absoluto. ¿Piensa decirme a qué vienen estas preguntas?
—En la madrugada del 26 de mayo de este año, John Sievewright, de treinta y tres años, abogado especializado en derecho inmobiliario, fue hallado colgando de un árbol en una calle cercana al final del Leith Walk. Lo habían estrangulado, desnudado y destripado. Como bien sabe, hace solo tres días, un tal Angus John Macritchie sufrió prácticamente ese mismo destino aquí mismo, en la isla de Lewis.
Un leve estallido de aire salió del fondo de la garganta de Adams.
—¿Y usted quiere saber si voy por toda Escocia destripando gente? ¿Yo? Es para reírse, señor Macleod. Para reírse.
—¿Acaso me estoy riendo, señor Adams?
Adams contempló a Fin con incredulidad estudiada.
—Le preguntaré a Roger qué hicimos esa noche. Él lo sabrá. Es más organizado que yo. ¿Algo más?
—Sí, quiero que me cuente por qué le pegó Angel Macritchie.
—¿Angel? ¿Así lo llamaban? Supongo que ahora habrá volado directo al infierno, en lugar de subir al cielo. —Frunció el entrecejo—. Ya hice una declaración oficial.
—No, a mí no.
—Bueno, ahora ya no tiene mucho sentido investigar la agresión, puesto que quien la perpetró está fuera de su alcance.
—Limítese a contarme lo que pasó. —Fin contenía su impaciencia, pero algo debió de reflejarse en su tono de voz porque Adams volvió a suspirar, esta vez de forma más teatral.
—Uno de sus periódicos locales, The Hebridean, publicó una historia sobre la manifestación que pretendo organizar en la isla con el fin de impedir la matanza anual de gugas en An Sgeir. Matan dos mil aves al año, ya lo sabe. De una forma salvaje. Se encaraman a los acantilados y estrangulan a esos pobres bichos mientras los pájaros adultos vuelan histéricos, gritando por sus crías muertas. Es brutal. Inhumano. Tal vez sea una tradición, pero simplemente no tiene cabida en un país civilizado en el siglo XXI.
—Si pudiéramos saltamos el sermón y centrarnos en los hechos…
—Supongo que, como a todo el mundo en este lugar olvidado de Dios, a usted le parece bien. Es algo que no me esperaba, ¿sabe? Ni una sola persona de la isla me ha brindado una palabra de apoyo. Y yo contaba con que alguna oposición local se incorporara a nuestras filas.
—A la gente le gusta la carne de guga. Y quizá a usted le parezca brutal, pero el método que usan para matar a los pájaros les provoca una muerte casi instantánea.
—¿Palos con sogas en el extremo y garrotes? —Adams curvó los labios en una mueca de desagrado.
—Son muy eficaces.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Lo sé porque lo he hecho.
Adams lo miró como si tuviera mal sabor de boca.
—Entonces discutirlo con usted no tiene el menor sentido.
—De acuerdo. En ese caso, ¿podemos volver a la agresión, por favor?
El móvil de Adams volvió a sonar. Contestó.
—Adams… Ah, eres tú. —Su voz adoptó un tono casi íntimo—. ¿Ya estás en Ullapool? Bien. ¿A qué hora llega el ferry…? De acuerdo, te recojo en la terminal del ferry. —Miró de soslayo a Fin—. Mira, te llamo luego. Tengo a la policía aquí… Sí, otra vez. —Adams puso cara de exasperación—. Ya. Ciao. —Dejó el móvil sobre la cama—. Lamento la interrupción. —Pero no la lamentaba.
—¿Son sus colegas que llegan?
—Sí, si quiere saberlo. No es ningún secreto.
—¿Cuántos son?
—Seremos doce. Uno por cada miembro del grupo de la matanza.
—¿Qué piensan hacer? ¿Tumbarse delante del bote?
—Es usted muy gracioso, señor Macleod. —Esbozó una sonrisa irónica—. Sé que no podemos pararlos. Al menos no este año. Pero sí podemos influir en la opinión pública. Vendrá prensa y televisión. Recibiremos cobertura nacional. Y si podemos convencer al Ejecutivo escocés de que derogue esa licencia, el acto pasará a ser ilegal. Y la gente como usted no podrá ir a matar a esos pobres pájaros impunemente.
—¿Declaró todo eso en el artículo de The Hebridean?
—Sí.
—Le habrá granjeado las simpatías de toda la isla.
—Mi error fue dejar que publicaran una foto mía. Perdí el anonimato.
—¿Y qué pasó?
—Fui a Ness en misión de reconocimiento. Al parecer, la barca sale de Stornoway, pero los hombres de Crobost salen de Port of Ness en un bote y luego se unen al resto. Quería tomar algunas fotos de la zona, más para tener una referencia que por otra cosa. Supongo que quizá fui un poco indiscreto. Comí en el Cross Inn y alguien me reconoció de la foto del periódico. No estoy acostumbrado a ese tipo de lenguaje, señor Macleod.
Fin contuvo las ganas de sonreír.
—¿Habló con alguien allí?
—Bueno, me perdí en un par de ocasiones y tuve que preguntar el camino. La última persona con la que hablé antes de la agresión estaba en una pequeña alfarería justo a las afueras de Crobost. Un tipo raro, bastante peludo. No creo que estuviera totalmente sobrio. Le pregunté por dónde quedaba la carretera del puerto. Y me lo dijo. Me encaminé hacia mi coche, que estaba solo a veinte metros. Y fue entonces cuando pasó.
—¿El qué, exactamente?
Adams se movió levemente sobre la cama y se estremeció. Ya fuera del recuerdo, o de dolor. Fin no habría sabido decirlo.
—Una furgoneta blanca me adelanto. Una Transit. O algo parecido. Lo encontrará curioso, pero me había parecido verla ya un par de veces ese mismo día. Supongo que debía de haber estado siguiéndome a la espera de encontrar el momento adecuado. En fin, la furgoneta se detuvo delante de mí, y un tipo grande a quien luego identifiqué como Angus Macritchie saltó del asiento del conductor. Lo raro fue que tuve la impresión de que en la furgoneta había más gente. Pero no vi a nadie más.
—¿Le dijo algo?
—Ni una palabra. Al menos, no en ese momento. La emprendió a puñetazos conmigo. Me quedé tan sorprendido que ni siquiera tuve tiempo de apartarme. Creo que fue después del segundo puñetazo cuando mis rodillas cedieron y me desplomé como un castillo de naipes. Luego se puso a darme patadas en las costillas y el abdomen. Me hice un ovillo para protegerme, y me alcanzó un par de veces en los antebrazos. —Se subió las mangas para mostrar los golpes—. Son amables sus asesinos de pájaros.
Fin sabía lo que era recibir una paliza a manos de Angel Macritchie. No era algo que le deseara a nadie, ni siquiera a alguien tan ingenuo como Chris Adams.
—Macritchie no era un típico representante de Crobost. Y, tal vez le sorprenda, pero él no iba a la roca a matar pájaros. Era el cocinero.
—Ah, bien, eso es todo un consuelo. —La voz de Adams sonaba llena de sarcasmo.
Fin lo pasó por alto.
—¿Qué sucedió después?
—Se agachó y me susurró al oído que si no hacía las maletas y me largaba con viento fresco me metería una guga por la garganta. Luego se subió a su furgoneta y se marchó.
—¿Y usted anotó la matricula?
—Sorprendente, ¿verdad? No sé cómo tuve fuerzas para eso, pero sí, me aprendí el número de memoria.
—¿Algún testigo?
—Bueno, había varias casas por los alrededores. Ignoro cómo la gente puede afirmar que no vio nada. Vi moverse las cortinas de algunas casas. Y estaba el tío de la alfarería. Se acercó a mí y me ayudó a ponerme de pie; me llevó a su casa para darme un vaso de agua. Dijo que no había visto nada, pero no le creo. Insistí en que llamara a la policía, y lo hizo. Pero de mala gana, no lo dude.
—Si Macritchie le amenazó con meterle una guga por la garganta, ¿por qué seguía usted aquí el sábado por la noche, señor Adams?
—Porque no pude conseguir un pasaje de ferry para antes del lunes. Y luego, claro, alguien de exquisito buen gusto fue y se lo cargó, y a partir de entonces su gente no me ha permitido marcharme.
—Algo sobre lo que no tiene la menor queja, ¿me equivoco? Ya que así puede llevar adelante su protesta.
—Con dos costillas rotas, creo que tengo motivos para quejarme, señor Macleod. Y si la policía hubiera hecho su trabajo un poco mejor, su señor Macritchie quizá aún estaría vivo: encerrado en una celda en lugar de asesinado en un cobertizo…
Fin se dijo que en eso probablemente llevaba razón.
—¿Dónde estaba usted el viernes por la noche, señor Adams?
—Aquí, en mi habitación, cenando pescado. Y no, por desgracia no hay nadie que pueda confirmarlo, tal y como su gente me ha recordado alegremente más de una vez.
Fin asintió, pensativo. Adams podía haber sido capaz, físicamente hablando, de cometer el crimen. En circunstancias normales. Y aun así le habría costado. ¿Pero con dos costillas rotas? No, Fin no lo creía posible.
—¿Le gusta el pescado, señor Adams?
Adams pareció sorprendido por la pregunta.
—No como carne.
Fin se puso de pie.
—¿Tiene usted idea de lo que tarda un pez en morir, sin oxígeno, asfixiándose literalmente, después de que los pescadores saquen las redes del agua? —Pero no esperaba respuesta—. Bastante más que una guga estrangulada con un lazo.
La policía había habilitado una gran sala de reuniones en el extremo del pasillo del primer piso de la comisaría de Stornoway para dedicarla en exclusiva al caso. Dos ventanas daban a Kenneth Street y a unos tejados de casas que caían en picado, en línea con el puerto interior. Más allá de los mástiles de las barcas de vela amarradas durante la noche, las torres del castillo de Lewis asomaban detrás de las copas de los árboles, en la parte más alejada de la orilla. Las mesas y escritorios habían sido colocados contra las paredes, y dotados con alimentadores de cable de teléfono, ordenadores y bulliciosas impresoras. Las fotografías del escenario del crimen habían sido clavadas en una pared, Junto a copiosas notas escritas en una pizarra blanca con rotulador azul. Un proyector zumbaba en una mesita baja.
Había casi una docena de agentes trabajando, atendiendo llamadas, sentados frente a las pantallas de ordenador, cuando Fin ocupó una de las cuatro terminales de HOLMES para ponerse al día. No solo en el caso Macritchie, sino también en las denuncias por agresión y violación que se habían interpuesto contra él. Además, había podido acceder a todos los informes sobre el asesinato de John Sievewright y así refrescar su memoria con las docenas de declaraciones de los testigos y con los informes del patólogo y el forense. Pero a esas horas ya estaba cansado y no pensaba con demasiada claridad. El número de agentes de la sala se había reducido a tres. Había sido un día largo, la continuación de una noche de insomnio. Pensó en Mona por primera vez. En su amenaza: «No esperes encontrarme aquí cuando vuelvas». Y su respuesta: «Quizá sea lo mejor». Con esas dos frases habían puesto punto final a su relación. Ninguno de los dos lo había planeado. Y sin duda habría reproches, sobre todo por los catorce años de matrimonio desperdiciados. Pero también existía una inmensa sensación de alivio. Los hombros de Fin se habían librado de una carga de infelicidad silenciosa, a pesar de que esta había quedado reemplazada al instante por otra de desazón ante un futuro incierto. Un futuro que en ese momento prefería no plantearse demasiado.
—¿Cómo va, señor? —Gunn se desplazó hacia él sobre una silla de oficina.
Fin se recostó en su silla y se frotó los ojos.
—A punto de caer en picado, George. Creo que ya basta por hoy.
—Lo acompañaré a su hotel, en ese caso. Su equipaje sigue en el maletero de mi coche.
Juntos pasaron por delante de la armería y de la zona administrativa, ante paredes de un color amarillo pálido sobre una moqueta de un violáceo tono pastel. En la escalera se cruzaron con el inspector jefe Smith.
—Ha sido un detalle que viniera a informarme después de la autopsia —dijo.
—No había nada destacable. —Fin hizo una pausa y luego añadió—: Señor. —Hacía mucho que había descubierto que la insolencia pura era la única forma de lidiar con el sarcasmo de los oficiales de rango superior.
—El patólogo me hizo un resumen oral. Parece que hay bastantes paralelismos con Edimburgo. —Los había adelantado en la escalera, colocándose un escalón por encima para compensar su baja estatura.
—Nada concluyente —repuso Fin.
Smith lo miró pensativo durante un momento.
—Bien, será mejor que tenga algo concluyente para mí mañana como muy tarde, Macleod. Porque no lo quiero aquí más de lo estrictamente necesario. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
Fin se dispuso a seguir adelante. Pero Smith no había terminado.
—El sistema ha dado con otra posible conexión. Quiero que vaya a comprobarlo con el sargento Gunn mañana a primera hora. Él lo pondrá al tanto de todo. —Se volvió y bajó los escalones de dos en dos hasta el descansillo sin mirar atrás. Fin y Gunn siguieron hasta la planta baja.
—Si nos envía a los dos, supongo que no le concede demasiada importancia —dijo Fin.
—Lo ha dicho usted, señor Macleod, no yo.
—¿Alguna relación con Edimburgo?
—No que yo pueda ver.
—Entonces, ¿qué historia es esta?
Gunn abrió la puerta y cedió el paso a Fin; juntos subieron la escalera que pasaba por la armería y daba a la puerta trasera. El sol del atardecer dibujaba largas sombras en el aparcamiento.
—Macritchie se ganó un repaso por pescador furtivo hace unos seis meses. En una de las fincas grandes del sudoeste de la isla. Propiedad de un inglés. Cobran una auténtica fortuna por la pesca de salmón, así que el dueño quiere el río libre de pescadores furtivos. Hace un año más o menos se trajo a un peso pesado desde Londres. Exsoldado. Ya se imagina el tipo. Un gorila, la verdad. No sabe nada de pesca, pero sí cómo disuadir a los pescadores que se meten donde no deben.
Sacaron el equipaje de Fin del maletero.
—¿Y pilló a Macritchie?
Gunn cerró el maletero con fuerza y emprendieron a pie el camino hacia el puerto.
—Así fue, señor Macleod. Y lo puso tibio. Cuando llegó a nuestras manos Macritchie estaba hecho polvo. Pero no dijo ni una palabra al respecto. Ya sabe: le daba vergüenza admitir que alguien le había propinado una paliza. Macritchie era un tipo corpulento, pero este era un profesional. Y por corpulento que seas, contra esos tíos no tienes la menor opción.
—¿Y dónde está la conexión en todo esto? —A Fin le gustaba la idea de que alguien hubiera zurrado a Macritchie, pero no veía adónde iba a parar la historia de Gunn.
—Hace unas tres semanas, el de Londres sufrió una emboscada en la finca. Lo atacaron en grupo, provistos de máscaras y cosas así… Se llevó una tunda de campeonato.
Pasaron ante la tienda benéfica, Phab Fair Trader, situada en la esquina de Kenneth Street y Church Street. Un cartel en el escaparate rezaba: «Por un comercio global justo. Comercio, no caridad».
—Así que el ordenador, en toda su magna sapiencia, cree que lo de Macritchie pudo ser por venganza. ¿Y qué? ¿El exsoldado lo descubre, y va y se lo carga?
—Creo que esa es más o menos la idea, señor Macleod.
—Y Smith ha encontrado la excusa perfecta para quitarnos de en medio un rato.
—Hay un buen trecho hasta el sudoeste. ¿Conoce usted Uig, señor Macleod?
—Lo conozco bien, George. A menudo íbamos allí de excursión en verano. Mi padre y yo solíamos hacer volar una cometa en la playa de Uig.
Recordó los kilómetros de playa llana que se extendían entre los zarcillos de roca hasta los rompeolas lejanos. Y el viento que elevaba la cometa casera y la hacía flotar en el cielo, que les apartaba el cabello de la cara y les tiraba de la ropa. Y la sonrisa que cruzaba el semblante de su padre, aquellos ojos de un azul luminoso que contrastaban con el intenso bronceado. Recordaba también su decepción si había marea alta, porque en ese caso todas las hectáreas de arena quedaban ocultas bajo sesenta centímetros de mar turquesa y lo único que podían hacer era sentarse entre las rocas a comer los bocadillos.
La marea alta había entrado en el puerto interior, y los barcos amarrados por el muelle de Cromwell Street se cernían sobre ellos cuando Fin y Gunn se encaminaron hacia el sur, hacia el muelle de North Beach, pasando ante una selva de mástiles, radares de rejilla e instrumentos por satélite. Stornoway ocupaba un pedazo de tierra que separaba el puerto interior de las aguas profundas del embarcadero exterior, donde atracaban el ferry y los cargueros de petróleo. El hotel Crown, donde Fin tenía reservada una habitación, ocupaba una posición preeminente, entre Point Street y North Beach, con vistas al puerto y al castillo de Lewis. Fin se dijo que había habido pocos cambios. Unos cuantos establecimientos comerciales de nuevos dueños, algunas tiendas recién pintadas. La sombrerería seguía allí, con el escaparate atestado de estrambóticas creaciones que las mujeres se ponían en la cabeza para el sabbat. Los sombreros eran prenda obligada en Lewis para las mujeres que iban a la Iglesia. La torre del reloj del ayuntamiento sobrepasaba los empinados tejados de pizarra y las buhardillas. Los dos hombres rodearon montañas de cajas de langosta y enmarañadas redes verdes. Los patrones de los barcos y sus tripulaciones descargaban suministros de furgonetas y cuatro por cuatros para llevarlas a las barcas de arrastre y pequeños botes de pesca: aún no había terminado el día y ya se preparaba el siguiente. En el cielo las gaviotas volaban en eternos círculos, manchas blancas sobre un cielo azul claro, atrapando los últimos destellos de sol y llamando a gritos a los dioses.
Llegaron a las puertas del Crown, en Point Street. Fin paseó la mirada por la calle peatonal, con sus parterres de flores ornamentales y los bancos de hierro forjado. Conocido por los de allí como «el Callejón», los viernes y sábados por la noche Point Street se ponía a reventar de adolescentes, que se reunían en grupos y peñas a beber cerveza en lata, fumar porros y a comer pescado frito y hamburguesas de una de las dos freidurías de la zona. A falta de otra clase de entretenimiento, los chavales se montaban la fiesta ahí. Fin había hecho lo mismo durante muchas noches años atrás: refugiarse de la lluvia con sus colegas en los portales de las tiendas a la espera de que algún chico mayor se ofreciera a llevarlos. En aquella época le había parecido emocionante, lleno de posibilidades. Chicas, alcohol, quizá incluso alguna calada de porro. Si permanecías hasta el cierre de los locales, tenías muchos números para presenciar una pelea. O dos. Si tenías suerte y conseguías enterarte de que se celebraba una fiesta en alguna parte, a esas horas ya te habías ido. Cada generación seguía los pasos de la anterior, como si fueran los fantasmas de sus padres. Y madres. En ese momento, el Callejón estaba absolutamente desierto.
Gunn le entregó la maleta a Fin.
—Nos vemos por la mañana, señor Macleod.
—Venga, te invito a una copa, George.
Gunn miró la hora.
—Solo una, ¿eh?
Fin se registró en el hotel y dejó la maleta en su cuarto. Cuando bajó, Gunn tenía dos cañas de cerveza esperando. A esa hora el bar del hotel estaba casi vacío, pero hasta allí llegaba el rumor de la música procedente del bar de abajo, abierto al público, y el fuerte retumbar de voces de treinta pescadores y obreros de la construcción del reabierto astillero que se desquitaban después de una dura jornada de trabajo. Había una placa que conmemoraba el escándalo de un príncipe de Gales menor de edad que había pedido un brandy de cerezas cuando paró durante la regata que efectuaba con el colegio por las Islas Occidentales. Carlos, con catorce años, había sido recogido a escondidas, metido en un coche y devuelto al colegio de Gordonstoun, en el continente. Qué tiempos aquellos.
—¿Consiguió revisar todos los expedientes? —dijo Gunn.
—La mayor parte. —La cerveza estaba fría, refrescante, y Fin dio un generoso sorbo.
—¿Algo interesante?
—En realidad, sí. El testigo que afirmó haber visto a Angel Macritchie caminando en dirección contraria a Donna Murray la noche en que ella declaró que la había violado…
Gunn frunció el entrecejo.
—Eachan Stewart. ¿Qué pasa con él?
—No participaste directamente en el caso de la agresión de Adams, ¿verdad?
—No. Se ocupó el sargento Fraser.
—Bueno, supongo que no podemos esperar que el sistema ate todos los cabos. ¿Conoces a Eachan Stewart?
—Sí, es un colgado un poco excéntrico. Tiene una alfarería a las afueras de Crobost. Lleva años allí, vendiendo jarros a los turistas.
—Desde que yo era niño —dijo Fin—. Fue precisamente frente a la alfarería de Stewart donde Chris Adams recibió la paliza a manos de Macritchie. Stewart estuvo hablando con él un minuto antes de la agresión y lo recogió de la carretera un minuto después. Y sin embargo niega haber visto nada. Muy conveniente para Macritchie disponer del mismo testigo a su favor en ambos casos. ¿Había alguna conexión entre esos dos?
Gunn pensó antes de contestar.
—Supongo que es posible que Macritchie suministrara marihuana a Stewart. Sospechábamos que andaba metido en eso desde hace tiempo, pero nunca pudimos demostrar nada.
—Creo que no estará de más tener unas palabras con el señor Stewart mañana. —Fin dio otro sorbo a la cerveza—. George, esta tarde comentabas que había otras personas que se la tenían jurada a Macritchie, aparte de aquellos a los que acosó de niño.
—Sí, según su hermano. Pero no son más que rumores.
—¿Murdo Ruadh? —Gunn asintió—. ¿Qué ha estado diciendo ese?
—No sé cuánto crédito darle, señor Macleod, pero Murdo parece pensar que había una especie de cuenta pendiente entre su hermano y un chico que iba con él al colegio. Un tipo llamado Calum Macdonald. Al parecer se quedó inválido en un accidente hace años y ahora trabaja en un telar que tiene montado en un cobertizo detrás de su casa. No tengo ni idea de lo que pasó entre ellos.
Fin apoyó con cuidado la jarra de cerveza en la barra. Le daban náuseas con solo recordarlo.
—Yo sí. —Gunn esperó una explicación que no llegó. Fin salió del trance después de unos instantes—. Aunque no estuviera inválido… —Fin recordó la cara del chico mientras caía— …dudo que Calum Macdonald hubiera sido capaz de infligirle ese daño a alguien.
—Murdo cree que ese Calum Macdonald pudo contratar a alguien para que lo hiciera.
Fin lo miró mientras se preguntaba si eso era posible, si Calum sería capaz tan siquiera de pensarlo.
—No lo creo —decidió por fin.
De nuevo Gunn esperó una explicación, pero enseguida le quedó claro que Fin no tenía intención de extenderse sobre el tema. Echó un vistazo al reloj.
—Debería irme. —Se acabó la cerveza y se puso la chaqueta—. Por cierto, ¿cómo le fue con Adams?
Fin hizo una pausa, reviviendo en su mente la imagen de aquel alto y lánguido activista por los derechos de los animales.
—Es interesante, la verdad es que me había figurado que un tío con dos costillas rotas no podría haberse encargado de Macritchie. Pero luego se me ocurrió que estaba pasando algo por alto.
—¿De qué se trata?
—Adams es gay.
Gunn se encogió de hombros.
—Bueno, eso no me sorprende, señor Macleod. —Una idea le cruzó la mente de repente—. ¿No me estará diciendo que Macritchie era gay?
—No, pero la víctima de Edimburgo, John Sievewright, sí lo era.