Faltaban solo tres días para la noche de Guy Fawkes. Nos habíamos agenciado un buen alijo de neumáticos viejos y ardíamos en deseos de montar la mayor hoguera de Ness. Cada pueblo encendía una, y todos querían que la suya fuera la mejor. Era una rivalidad que nos tomábamos muy en serio esos días. Yo tenía trece años, y estaba en segundo de secundaria, en el colegio de Crobost. Los exámenes que me esperaban a finales de ese curso decidirían en gran medida mi futuro. Y a los trece años, jugarse el resto de la vida de uno supone una enorme responsabilidad.
Si obtenía buenos resultados, iría a la Nicholson, en Stornoway, a cursar el bachillerato, ya fuera con vistas a realizar alguna diplomatura o incluso de llegar a la universidad. Era la oportunidad de salir de allí.
En caso contrario, me tocaría ir a la Lews Castle School, que en esa época aún estaba emplazada en el mismo castillo, donde me enseñarían un oficio. La escuela se enorgullecía de sacar al mundo a los mejores marineros. Pero yo no quería ir al mar, ni quería aprender un oficio y verme condenado a trabajar en la construcción, como le pasó a mi padre cuando ya no pudo ganarse la vida con la pesca.
El problema era que mis notas no eran nada del otro mundo. La vida de un chaval de trece años está llena de distracciones, como la noche de las hogueras. Por entonces también llevaba cinco años viviendo con mi tía, que me mantenía ocupado con la cosecha, el heno, la extracción de turba, la desinfección de las ovejas, sus apareamientos y sus partos. A ella no le importaba que el colegio me fuera bien o mal. Y a esa edad no es fácil motivarse para quedarse levantado hasta medianoche estudiando la lección del libro de historia o desentrañando los secretos de las ecuaciones.
Entonces el padre de Artair fue a ver a mi tía y se ofreció para darme clases particulares. Ella le dijo que no fuera ridículo: ¿de dónde iba a sacar el dinero para un profesor particular? Él le contestó que no hacía falta. Ya se ocupaba de darle clases a Artair, así que tenerme a mí como alumno no le supondría más trabajo. Además, le dijo (y lo sé porque ella me lo repitió luego con una nota de escepticismo en la voz) que creía que yo era un chico listo que no estaba dando todo lo que podía. Y que con un pequeño empujón en la dirección correcta, estaba seguro de que podría aprobar los exámenes a finales de año y graduarme en Nicholson. Y, quién sabe, quizá incluso ir a la universidad.
Por eso estaba sentado esa noche en el cuartito trasero de la casa de Artair al que su padre llamaba el estudio. Una de sus paredes estaba totalmente forrada de estantes, combados por el peso de las hileras de libros que los llenaban por completo. Cientos de libros. Recordaba haberme preguntado cómo era posible que alguien pudiera leer tantos libros en el curso de una sola vida. El señor Macinnes tenía una mesa de caoba cuya superficie estaba cubierta por un tapete de piel verde y una silla alta de madera a juego. Estaba apoyada contra la pared opuesta a los estantes. Había también una butaca grande y cómoda donde solía sentarse a leer, y a su lado una mesita auxiliar provista de una lamparita de lectura. Si levantaba la cabeza, podía disfrutar de las vistas del mar a través de la ventana. Artair y yo estudiábamos en una mesita plegable que el señor Macinnes había colocado en medio de la habitación. Nuestras sillas estaban puestas de espaldas a la ventana, para que no nos distrajéramos con el mundo exterior. A veces nos daba clase a los dos juntos, normalmente cuando nos enseñaba matemáticas. Pero a menudo nos citaba por separado. Los chicos juntos tienen tendencia a fomentar la falta de concentración mutua.
No guardo grandes recuerdos de esas clases particulares que se prolongaron durante las oscuras noches de invierno y hasta el inicio de la primavera, a excepción de que no me gustaban. Sin embargo, es curioso lo que uno recuerda. Por ejemplo el color marrón chocolate de la mesa plegable de fieltro, y la mancha de café, más clara y con una forma definida que la estropeaba y que le daba el aspecto del mapa de Chipre. Recuerdo también una antigua mancha de humedad en un rincón del techo que me hacía pensar en un alcatraz en pleno vuelo, y la grieta en el yeso que la cruzaba, recorriendo el ángulo de la cornisa antes de desaparecer bajo el empapelado con estampados de color crema. También me viene a la mente una rajadura que había en el vidrio de la ventana, que a veces veía de reojo cuando me giraba para echar una ojeada hacia el exterior, y el olor al humo de pipa que siempre parecía envolver al padre de Artair. Lo extraño es que no recuerdo haberlo visto fumar nunca.
El señor Macinnes era un hombre alto y delgado, al menos diez años mayor que mi padre. Supongo que los setenta fueron la década en que por fin reconoció que ya había dejado de ser joven. Pero mantuvo un corte de pelo pasado de moda desde hacía años hasta finales de la década de los ochenta. Es curioso cómo la gente se queda atascada en una especie de tendencia nostálgica. Hay un periodo en sus vidas que los define, y se aferran a él durante las décadas siguientes: conservan el peinado, el estilo de ropa, la música, aunque el mundo que los rodea haya dado un giro de ciento ochenta grados. Mi tía se había quedado en los sesenta. Muebles de teca, alfombras de color violeta, paredes pintadas de naranja, los Beatles. El señor Macinnes escuchaba a los Eagles. Recuerdo canciones como Tequila Sunrise, New Kid in Town y Life in the Fast Lane.
Pero no era de esos tipos estudiosos y blandengues. El señor Macinnes se mantenía en forma. Le gustaba navegar y era uno de los habituales en el viaje anual a An Sgeir a cazar gugas. Esa noche estaba irritado conmigo porque no lograba concentrarme. Artair se moría de ganas de contarme algo cuando llegué, pero su padre me metió en el estudio y le dijo que no molestara. Fuera lo que fuese, podía esperar. Pero yo sentía la impaciencia de Artair desde el otro lado de la puerta, y al final el señor Macinnes comprendió que estaba librando una batalla perdida y me dejó salir.
Artair casi me empujó a la calle y juntos corrimos por el camino que conducía a la verja. Era una noche gélida; el cielo estaba más negro que nunca, adornado con estrellas que parecían joyas incrustadas. No había viento, y una escarcha densa y blanca empezaba a posarse sobre el páramo, como si fuera una capa de polvo, centelleando despacio bajo una luna de otoño que lanzaba su mágica luz sobre un mar extrañamente en calma. Las Hébridas estaban sometidas a una fase de altas presiones esos días: el tiempo ideal para la noche de las hogueras. Noté el nerviosismo de Artair silbándole en el aliento. Se había convertido en un muchachote grande y fuerte, más alto que yo, pero aún sujeto al asma que a veces amenazaba con bloquearle las vías respiratorias. Se llevó el inhalador a la boca.
—Los chicos de Swainbost se han hecho con una vieja rueda de tractor. ¡Tiene casi dos metros de diámetro!
—¡Mierda! —Una rueda como esa ardería mejor que todas las nuestras juntas. Habíamos recogido más de una docena, pero eran neumáticos de coches y cámaras de aire de bicicletas. Y no me cabía duda de que los de Swainbost contaban con un lote similar—. ¿De dónde la han sacado?
—¿Qué más da? El caso es que la tienen, y que su hoguera será mucho mejor que la nuestra. —Se calló, esperó a que la decepción asomara a mi cara y luego sonrió—. Quizá.
Fruncí el ceño sin darme cuenta.
—¿A qué viene ese «quizá»?
Artair bajó la voz, como quien planea una conspiración.
—Ellos no saben que sabemos que la tienen. La han guardado en algún sitio y no piensan sacarla hasta la noche de las hogueras.
Tal vez era por la hora que había pasado metido en el estudio del señor Macinnes, pero no entendía adónde quería ir a parar.
—¿Y qué?
—Creen que si nos enteráramos, nos pondríamos celosos e intentaríamos saboteárselo.
Empezaba a tener frío.
—Bueno, pues nos hemos enterado. Pero no se me ocurre cómo podemos sabotear una maldita rueda de tractor.
—De eso se trata, no vamos a sabotearla. —La emoción le hacía brillar los ojos—. Vamos a robarla.
Eso me pilló totalmente por sorpresa.
—¿Y eso quién lo dice?
—Donald Murray —respondió Artair—. Tiene un plan.
Una gruesa capa de escarcha seguía cubriendo el patio del colegio al día siguiente. Todos estábamos allí fuera. Se había formado media docena de toboganes. El mejor quedaba en el extremo más alejado de la verja, donde la pista descendía hacia una zanja de canalización. Tenía al menos cuatro metros y medio. Tomabas un poco de carrerilla y la gravedad se encargaba del resto. Pero había que reaccionar rápido al final si uno no quería acabar metido en la zanja.
Yo me moría por ponerme en la cola y probar la experiencia, pero como Donald Murray había convocado una reunión de los chicos de Crobost, allí estábamos, apiñados en un corrillo junto al bloque de tecnología. Solo me quedaba el consuelo de ver a distancia cómo se divertían los otros.
Donald era un chico alto, anguloso y guapo, con una buena mata de pelo rubio que le caía sobre la frente. Todas las niñas estaban locas por él, pero a Donald parecía importarle un pimiento. Era un chico de chicos, un líder nato, y si ibas con Donald te sentías a salvo de los hermanos Macritchie.
Angel había dejado ya el colegio de Crobost y se había metido en la formación profesional de Lews Castle. Pero Murdo Ruadh seguía siendo una amenaza constante.
Al principio, Donald había basado su poder en el miedo que su padre inspiraba en todos nosotros. En todos, claro, menos en el propio Donald. En aquellos tiempos el pastor era aún una figura muy relevante en la comunidad, y Coinneach Murray era un hombre temible. Coinneach es la versión gaélica de Kenneth, y aunque la placa que había en el tablón de la puerta de la iglesia rezaba Kenneth Murray, todo el mundo lo llamaba Coinneach. Aunque no a la cara. Te dirigías a él llamándole señor o reverendo Murray. Siempre supusimos que su esposa también lo llamaba reverendo, incluso en la cama.
Donald, en cambio, se refería siempre a su padre como «el cabronazo». Lo desafiaba a todas horas, se negaba a ir a la iglesia los domingos, y, en consecuencia, se veía confinado en la casa del pastor durante todo el sabbat.
Hubo un sábado por la noche en que estábamos de fiesta en casa de alguien. Los padres habían ido a una boda en Stornoway y habían decidido quedarse a pasar la noche ahí antes de arriesgarse a realizar el viaje de vuelta con unas copas de más. No era exageradamente tarde, serían quizá las diez y media, cuando la puerta se abrió de par en par y en ella apareció Coinneach Murray como un ángel vengador enviado por el Señor para castigarnos por nuestros pecados. Como es lógico, la mitad de los chavales estábamos bebiendo y fumando. Y también había chicas. Coinneach lanzó toda su furia contra nosotros, y nos dijo que se aseguraría de hablar con todos y cada uno de nuestros padres. ¿Acaso ignorábamos que era la víspera del día del Señor, y que los críos de nuestra edad deberían estar acostados en sus casas? El pánico nos invadió a todos, excepto a Donald. Él permaneció inmóvil, tumbado en el sofá, con una lata de cerveza en la mano. Y, por supuesto, era a Donald a quien en verdad había ido a buscar el reverendo. Le apuntó con un dedo tembloroso y le ordenó que saliera de la casa. Pero Donald no se inmutó: con mirada desafiante nos asombró a todos diciéndole a su padre que se fuera a tomar por el culo. Se habría podido oír hasta el ruido de un alfiler al caer en Stornoway.
Con el semblante rojo de ira y humillación, Coinneach Murray cruzó la sala y dio un golpe a la lata que su hijo tenía en la mano. La cerveza se esparció por todas partes. Pero nadie se movió. Ni nadie dijo una palabra. Ni siquiera Coinneach. Poseía una imponente presencia física, además del aire poderoso que le daba el alzacuellos. Era simple y llanamente un individuo alto y fuerte. Levantó a Donald por el pescuezo y se lo llevó casi a rastras al exterior. Fue una increíble demostración de que no se amilanaba ante ningún desafío, y no hubo ni uno solo de nosotros que hubiera querido estar en la piel de Donald cuando él y su padre llegaran a casa.
Fiel a su palabra, el reverendo Coinneach Murray fue a ver a los padres de todos los chicos y chicas que esa noche estaban en la casa, y se desataron todas las furias. Menos en mi casa. Si había algo que podía decirse de mi tía es que era una excéntrica, y en una comunidad temerosa de Dios era casi de cajón que ella fuera una atea devota. Espetó al pastor en términos claros, aunque no tan vívidos como Donald, dónde podía meterse aquella beata indignación. Él le dijo que iría de cabeza al infierno. «Pues nos veremos allí», replicó mi tía, cerrándole la puerta en las narices. Supongo que de ella aprendí el desprecio por la Iglesia.
Así pues, Donald se había ganado una especie de estatus legendario por méritos propios. No porque su padre fuera quien era, sino por la forma en que lo desafiaba y arremetía contra todos sus valores. Donald fue el primero de nuestro curso en fumar. El primero en beber. Fue el primero de mis compañeros al que vi borracho. Pero también tenía un lado positivo. Era el segundo de la clase. Y aunque físicamente no podía compararse con Murdo Ruadh, desde un punto de vista intelectual le daba sopas con onda. Y Murdo lo sabía, así que no se metía con él.
Aquel día fuimos seis los que nos reunimos en el patio. Donald, yo, Artair, un par de chicos del extremo más alejado del pueblo —Iain y Seonaidh— y Calum Macdonald. Calum siempre me había dado pena. Era más bajito y menudo que el resto y había en él algo débil. Se le daba bien el dibujo, le gustaba la música celta y tocaba el clàrsach, una pequeña arpa celta, en la orquesta del colegio. También era la víctima propiciatoria de Murdo Ruadh y su banda. Él no decía nunca nada, ni se quejaba, pero siempre lo imaginé llorando hasta dormirse por las noches. Aparté los ojos del desnivel que había en el extremo más alejado del patio para concentrarme en el plan de la incursión en Swainbost, que pensábamos llevar a cabo esa misma noche.
—De acuerdo —decía Donald—, quedamos al final de la carretera del cementerio, ya tocando a Swainbost, esta noche a la una.
—¿Cómo vamos a salir de casa sin que nos vean? —Calum tenía los ojos muy abiertos y llenos de inquietud.
—Ese es tu problema. —Donald no demostró la menor simpatía hacia él—. Si alguien no quiere venir, es cosa suya. —Hizo una pausa para dar la oportunidad a que alguno se echara atrás. Nadie lo hizo—. De acuerdo, a unos cien metros de la carretera del cementerio están los restos de una vieja casa de piedra con el tejado de chapa. Suele usarse para guardar aperos de agricultura y está cerrada con candado. Allí tienen la rueda escondida.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Seonaidh.
Donald sonrió.
—Conozco a una chica de Swainbost. Ella y su hermano no se llevan muy bien. —Todos asentimos: a ninguno nos sorprendía que Donald conociera a una chica de Swainbost y todos pensamos que lo más probable era que la conociera también en el sentido bíblico del término.
—¿Qué coño pasa aquí?
Murdo Ruadh se abrió paso entre el grupo, escoltado por los mismos dos chicos que se convirtieron en su séquito desde el primer día de colegio, años atrás. Uno de ellos sufría un acné tremendo, y sin querer la mirada se te iba hacia esos granos amarillos y supurantes que tenía en nariz y boca. Nuestro círculo se amplió rápidamente para alejarse de él.
—Nada que tenga que ver contigo —dijo Donald.
—Claro que sí. —Murdo parecía inusualmente seguro de sí mismo para estar en presencia de Donald—. Vais a robar la rueda que la peña de Swainbost tiene escondida.
Todos nos quedamos de piedra. Luego, tras la sorpresa inicial, llegó la certeza de que alguien tenía que habérselo chivado. Volvimos los ojos hacia Calum. Él se removió, incómodo.
—Yo no le he dicho nada, lo prometo.
—No importa cómo me haya enterado —repuso Murdo Ruadh—. Lo sé y punto, ¿vale? Y queremos participar. Yo, Angel y los chicos. Al fin y al cabo todos somos de Crobost. ¿O no?
—No. —Donald lo retó con la mirada—. Ya somos bastantes.
Pero Murdo estaba bastante confiado.
—Es un pedazo de rueda. Debe de pesar una tonelada. Hará falta mucha gente para cargarla.
—No pensamos cargarla —dijo Donald, y eso pareció desconcertar a Murdo.
—¿Y cómo vais a traerla hasta Crobost?
—La haremos rodar, imbécil.
—Oh. —Era obvio que a Murdo no se le había ocurrido esa posibilidad—. Bueno, de todas formas harán falta muchas manos para ponerla de pie y controlar la dirección.
—Ya te lo he dicho. —Donald no se bajaba del burro—. No os necesitamos.
—¡Mira! —Murdo clavó un dedo en su pecho—. No me toques los huevos. O nos dejáis entrar en esto o nos chivamos de lo que pensáis hacer. —Había sacado el as que llevaba en la manga y se echó hacia atrás, esbozando una sonrisa de triunfo—. ¿Qué decís?
Por el repentino desplome de los hombros de Donald deduje que esta vez lo habían vencido. Nadie quería tener nada que ver con los hermanos Macritchie y su banda. Pero nadie quería tampoco que los chicos de Swainbost encendieran la mejor hoguera en la noche de Guy Fawkes.
—De acuerdo —suspiró Donald.
Y Murdo Ruadh sonrió de oreja a oreja.
Aquella noche no habría podido dormir aunque hubiera querido. Me quedé levantado hasta tarde haciendo los deberes que nos había puesto el señor Macinnes para la semana siguiente. En mi cuarto había un pequeño calefactor eléctrico de dos resistencias, pero era de los que solo combaten el frío si uno está a cinco centímetros de él, y en ese caso te abrasaba. Llevaba dos pares de calcetines y las botas de piel que usaba para salir al campo; tejanos, camiseta, un suéter de lana gruesa y una chaqueta de lanilla. Y aun así tenía frío. La casa donde vivía, grande y sombría, se había construido en los años veinte, y cuando soplaba el viento del mar vibraban las ventanas y las puertas, que lo dejaban pasar por sus rendijas. Esa noche no había viento, pero la temperatura había caído a seis grados bajo cero y el fuego del comedor parecía estar muy lejos. Como mínimo, si mi tía pasaba a verme antes de acostarse, yo tendría una excusa para llevar puesta toda esa ropa. Pero, por supuesto, sabía que no lo haría. No lo hacía nunca.
La oí subir sobre las diez y media. En general era un ave nocturna, pero esa noche hacía demasiado frío incluso para ella. Y la cama, junto con una bolsa de agua caliente, era la única opción para entrar en calor. Seguí estudiando a la luz de la lámpara de la mesilla de noche durante otra hora y media hasta que por fin cerré los libros y acerqué el oído a la puerta. No oí nada, así que me escabullí hacia el oscuro pasillo. Horrorizado, descubrí una franja de luz bajo la puerta del dormitorio de mi tía. Debía de estar leyendo. Volví a meterme en mi cuarto enseguida. La escalera de madera vieja crujía al pasar y sabía que no había manera humana de bajar sin que me oyera. La única alternativa era ir de la ventana al tejado y luego deslizarme por la tubería de desagüe. Lo había hecho otras veces, pero con la capa de hielo de esa noche la empresa se presentaba complicada.
Saqué el pestillo de la ventana de metal oxidada y la abrí. El gozne chirrió con fuerza y me quedé helado a la espera de oír la voz de mi tía. Pero lo único que me llegó fue el ritmo constante del mar que barría la playa de guijarros quince metros más abajo. El aire frío me pellizcó la cara y se metió entre mis dedos mientras me apoyaba en el marco para salir al tejado. Las tejas descendían en picado desde la buhardilla hasta el canalón. Lo rocé con los pies y avancé despacio hacia el gablete, donde pude agarrarme al borde y bajar hasta que las botas encontraron un asidero en la tubería. Y con una enorme sensación de alivio me deslicé por el frío tubo de metal hasta el suelo. Ya estaba fuera.
El aire olía a hielo invernal y a humo de turba. El viejo coche de mi tía estaba aparcado en la pista de asfalto delante de casa. Más allá de la sombra de las ruinas de una vivienda más vieja, la playa de piedras relucía a la luz de la luna como si fuera de día. Al levantar la cabeza, me percaté de que en el cuarto de mi tía aún se veía la bombilla encendida, así que me apresuré a ir al cobertizo de hormigón que colindaba con el lado oriental de la casa. Saqué la bicicleta y, echando una ojeada al reloj, pedaleé con fuerza por el camino de Crobost. A mi izquierda, la luna centelleaba en la oscuridad: a mi derecha, refulgía el océano. Eran las doce y media en punto.
La casa de mi tía estaba a un kilómetro y medio al sur del pueblo, aislada sobre los acantilados y cerca del pequeño puerto de Crobost, construido en una profunda grieta en la roca. Recorrí la distancia que me separaba del pueblo en cuestión de minutos, pasando frente a mi antigua casa, oscura y vacía, en esos días cerrada y sumida en un triste abandono. Siempre intentaba no mirarla. Era un recuerdo casi insoportable de cómo había sido mi vida, y de cómo podía haber seguido siendo.
El chalet de Artair se asentaba por debajo de la carretera; la sombría silueta del montón de turba se recortaba sobre el océano plateado y la luz de la luna alumbraba el intrincado dibujo en forma de espiga de la turba. Me paré en la verja y atisbé en las sombras. Hacía tiempo que a Artair le habían endosado el apodo de Silbidos, pero yo nunca pude llamarlo así.
—¡Artair!
Mi susurro sonó tremendamente alto. Pero no había ni rastro de él. Esperé más de cinco minutos, cada vez más nervioso, mirando el reloj constantemente como si así pudiera frenar el paso del tiempo. Íbamos a llegar tarde. Ya estaba a punto de largarme cuando oí un fuerte golpe procedente de un lado de la casa, cerca de la montaña de turba. Artair salió, resollando en la oscuridad, arrastrando un cubo de plástico cuya asa se le había enredado, no sé cómo, en el tobillo. Corrió por la hierba y casi dio una voltereta en el aire al saltar la valla, impulsado por la parte superior de alambre que se le había pasado por alto. Cayó de espaldas a mis pies, sonriéndome bajo la luz de la luna.
—A eso se le llama ser sutil —dije—. ¿Qué demonios hacías?
—El viejo se acostó hace solo media hora. Y tiene el oído de un conejo. Tuve que esperar hasta oírle roncar para asegurarme de que estaba dormido. —Consiguió ponerse de pie y soltó una maldición—. ¡Por Dios! Estoy lleno de mierda de oveja.
El corazón me dio un vuelco. Se suponía que yo debía llevarlo de paquete en la bici: me dejaría el sillín lleno de mierda, y sus manos llenas de mierda se abrazarían a mi cintura.
—¡Sube de una vez! —Pasó una pierna sobre el sillín, aun con esa sonrisa idiota en los labios. Y olí el inconfundible hedor a mierda—. ¡Y no me llenes de eso!
—¿Para qué son los amigos si no es para compartirlo todo?
Artair se agarró a mi chaqueta. Apreté los dientes y tomé el camino hacia la carretera, con Artair balanceando las piernas a ambos lados para mantener el equilibrio.
Escondimos la bici en una zanja a unos doscientos metros de la carretera del cementerio, a la altura de Swainbost, e hicimos el resto del camino corriendo. Los otros nos esperaban con impaciencia al final de la carretera, a la sombra del viejo edificio de Co-op que había sido ocupado por Construcciones Ness.
—¿Dónde diablos os habéis metido? —susurró Donald.
Angel Macritchie surgió de la oscuridad y me empujó contra la pared.
—¡Tenías que ser tú, gilipollas de mierda! Cuanto más tiempo nos pasemos aquí esperando, más probable es que nos pillen.
—¡Diooos! —La voz de Murdo Ruadh retumbó en las sombras—. ¿Qué coño es ese olor?
Miré de reojo a Artair, pero Donald zanjó el tema.
—Venga, vamos a ello.
La manaza de Angel me soltó, y seguí a los otros; abandonamos el refugio de Construcciones Ness y caminamos bajo la luz de la luna que dibujaba una pendiente en la carretera. Parecíamos estar totalmente expuestos. Unas vallas dispuestas sin orden ni concierto señalaban la línea de la carretera hasta el cementerio; las tumbas centelleaban a lo lejos. Nuestros pasos aplastaban el hielo y resonaban con fuerza inaudita mientras corríamos frente a los jardines de las casas que quedaban a la izquierda. Nuestro aliento se condensaba en el aire gélido y flotaba en torno a nuestras cabezas como volutas de humo.
Donald se paró a la entrada de una vieja casa de piedra con techo de calamina. Tenía unas recias puertas, cerradas con un gran candado que atravesaba un sólido cierre de acero. Habían abierto un triángulo encima de la puerta para así poder meter y sacar maquinaria agrícola.
—Esta es.
Murdo Ruadh se adelantó y extrajo un cúter del abrigo.
—¿Para qué diablos es eso? —susurró Donald.
—Nos has dicho que había un candado.
—Hemos venido a robar una rueda, Murdo, no a cargarnos la propiedad de nadie.
—¿Y cómo vamos a abrir el candado?
—Bueno, yo suelo hacerlo con la llave. —Donald levantó una gran llave que llevaba colgada de una cinta de cuero.
—¿De dónde coño la ha sacado? —La pregunta venía del chico con acné, cuyos granos parecían refulgir a la luz de la luna.
—Conoce a una chica —dijo Calum, como si eso fuera suficiente explicación.
Donald abrió el candado y empujó la puerta hasta la mitad. Esta crujió y se abrió hacia el oscuro interior. Sacó una linterna del bolsillo y todos nos colocamos detrás mientras paseaba el foco de luz por todos los trastos que se amontonaban allí. Había la carcasa oxidada de un tractor viejo, una vetusta azada, un achicador roto, botes, azadones, horcas, palas, cuerda, una red de pescar suspendida en las vigas, boyas amarillas y naranja colgando sobre nuestras cabezas, el asiento posterior de un coche antiguo. Y también, apoyada en la pared, una inmensa rueda de tractor, más grande que cualquiera de nosotros, y con una banda de rodamiento en la que cabía el puño. Tenía un tajo de veinticinco centímetros en la parte que daba hacia nosotros, causado por algún conductor descuidado. Quizá el seguro había cubierto el coste del recambio, pero la rueda no servía ya de nada ni a hombres ni a bestias. Era el alimento perfecto para una hoguera. La contemplamos en silenciosa admiración.
—Qué pasada —susurró Artair.
—Saquémosla de aquí. —Había una nota triunfal en la voz de Donald.
Pesaba una tonelada, aquella rueda, tal y como había predicho Murdo Ruadh. Tuvimos que colaborar todos solo para que no se cayera mientras la sacábamos por la puerta y la dirigíamos hacia la carretera. Donald se separó del grupo, ajustó la puerta y cerró el candado. Vino hacia nosotros con una sonrisa maliciosa.
—No tendrán ni idea de qué ha pasado. Será como si se hubiera esfumado en el aire.
—Sí, hasta que se convierta en humo en nuestra hoguera. —Murdo estaba exultante.
No era tarea fácil empujar la rueda por la pendiente que ascendía hacia la carretera. Y eso que no era una pendiente de verdad. Nos dio una idea de lo duro que iba a ser subirla montaña arriba hasta Crobost. Nos esperaba una larga noche.
Cuando llegamos al final de la carretera, la apoyamos contra el gablete del viejo edificio de Co-op y nos tomamos un respiro, jadeantes y sudorosos. Habíamos entrado tanto en calor que ya no sentíamos el frío. Empezaron a circular cigarrillos, y todos expulsamos humo en un ambiente de satisfacción. Estábamos encantados con nosotros mismos.
—A partir de aquí las cosas se pondrán difíciles —dijo Donald, ahuecando la mano alrededor del cigarrillo.
—¿Qué dices tú ahora? —Murdo lo fulminó con la mirada—. De aquí al cruce de Crobost es cuesta abajo.
—Precisamente. La gravedad aumentará el peso de este trasto y nos va a costar un montón que no se nos escape. Los más fuertes tendrán que ir delante para mantenerla controlada.
Y así, los hermanos Macritchie, el chico con acné y su colega fueron elegidos para controlar la rueda por delante, caminando hacia atrás colina abajo. Yo y Artair íbamos a un lado, Iain y Seonaidh al otro. Y Donald y Calum en la parte de atrás.
La acabábamos de sacar a la carretera cuando los faros de un vehículo aparecieron de repente sobre una curva en la cima de la colina. Ninguno de nosotros lo había visto venir. Cundió el pánico. No había tiempo para volver a meter la rueda a la sombra del edificio, así que Donald apoyó el hombro sobre ella y la empujó plana hacia la cuneta. La rueda se llevó consigo a Murdo Ruadh. Oímos el chasquido del hielo al romperse, y mientras todos corríamos en busca de refugio, la maldición sorda del más joven de los Macritchie.
—¡Cabrones de mierda!
El coche pasó, sus luces se perdieron en el cruce de Fivepenny y el Butt of Lewis. Un empapado Murdo Ruadh, con la cara llena de barro y Dios sabe qué más, salió como pudo de la zanja, temblando de frío y acordándose de los padres de todos. Claro que el resto nos estábamos partiendo de risa, hasta que Murdo cruzó airado la carretera y me propinó un sopapo que hizo que me silbaran los oídos. Nunca fui santo de su devoción, la verdad.
—¿Te parece gracioso, capullo de mierda? —Miró de hito en hito al resto de las caras, que hacían esfuerzos sobrehumanos por mantenerse serias—. ¿Alguien más tiene ganas de reírse? —Nadie quería admitir que así era.
—Venga, sigamos adelante —dijo Donald Murray.
Tardamos unos cinco minutos en sacar la rueda de la zanja y ponerla otra vez de pie, y durante todo ese rato el rostro me siguió ardiendo. Sabía que al día siguiente tendría un gran moretón en la mejilla. Ocupamos de nuevo nuestros puestos y, con cuidado, empezamos a arrastrar la rueda montaña abajo hacia Crobost. Al principio parecía más fácil de lo que había sido la subida. Luego, poco a poco, a medida que aumentaba el ángulo de la pendiente, la rueda empezó a ganar peso y a cobrar aceleración propia.
—¡Por el amor de Dios! —gritó Donald—. ¡Frenadla!
—¿Y qué coño crees que intentamos hacer? —Podías oír un deje de pánico en la voz de Angel.
La rueda se volvió más pesada y más rápida; nos quemaban las manos al intentar agarrarla y trotábamos a su lado mientras iba ganando velocidad. El grupo de Macritchie ya no podía sujetarla. El chico del acné cayó al suelo y la rueda le pasó por encima de la pierna. Calum tropezó con el chico del suelo y se dio de bruces contra el asfalto.
—¡Se nos va! ¡Se nos va! —Murdo Ruadh casi gritaba.
—Por el amor de Dios, baja la voz —susurró Donald.
Había casas a ambos lados de la carretera. Pero, la verdad, el ruido era el menor de nuestros problemas. La rueda estaba ya fuera de nuestro control. Angel y Murdo se apartaron de su camino, e incluso Donald se vio obligado a soltarla.
Salió pendiente abajo, provista de vida y dirección propias. Nosotros, todos sin excepción, corrimos detrás, atropelladamente. Pero la rueda iba cada vez más rápido, y se alejaba más y más. Al oír la imprecación de Donald, me percaté de lo que él acababa de ver: la rueda iba directa a los Almacenes Crobost, cuya fachada daba a la curva de la carretera al final de la montaña. Con esa velocidad y ese peso iba a causar un buen estropicio. Y no podíamos hacer nada al respecto.
El sonido de cristales rotos retumbó en la noche. La rueda había ido directa al escaparate que había a la izquierda de la puerta. Juro que todo el edificio se estremeció. Pero no pasó nada más. La rueda se quedó erguida, bien apoyada en la abertura del escaparate como si fuera una extraña escultura moderna. Llegamos, faltos de aire y asombrados, unos treinta segundos después del choque, y nos limitamos a quedamos allí plantados, mirándola, poseídos por el horror más absoluto. Entonces se encendieron las luces en las casas cercanas, a unos ciento cincuenta metros.
Donald meneaba la cabeza, incrédulo.
—No puedo creerlo —repetía—. No puedo creerlo.
—Tenemos que salir cagando leches de aquí —soltó Murdo Ruadh.
—No. —Angel apoyó la mano sobre el pecho de su hermano para impedirle que saliera corriendo—. Si nos largamos ahora, no pararán hasta descubrir quién ha sido.
—¿De qué hablas? —Murdo miraba a su hermano mayor como si este hubiera perdido la razón.
—Hablo de un cabeza de turco. Alguien que cargue con el muerto y no se chive del resto. Se conformarán con tener a alguien a quien echar la culpa.
Donald meneó la cabeza.
—¡Estás loco! Vámonos.
Hasta nosotros llegaba ya el rumor de voces. Voces elevadas que se preguntaban qué habría pasado.
Pero Angel se mantuvo firme.
—No. En esto tengo razón. Hacedme caso. Necesitamos un voluntario. —Su mirada fue posándose uno a uno sobre nosotros. Y se paró al llegar a mí—. Tú, el huerfanito. Eres el que tiene menos que perder.
Ni siquiera tuve tiempo de protestar antes de que me asestara tal puñetazo en la cara que me dobló las rodillas. Di contra el suelo con tanta fuerza que el golpe me dejó sin aire. Luego me atizó con la bota en la boca del estómago, lo que me hizo colocarme en posición fetal y vomitar sobre el suelo.
Oí gritar a Donald.
—¡Para! ¡Que pares, joder!
Y luego la voz ronca y amenazadora de Angel:
—¿Me vas a obligar tú, niño de Dios? Pues dos mejor que uno. A ver si recibes tú también.
Hubo un momento de silencio, y luego un gemido de Calum.
—¡Tenemos que irnos!
Oí pasos que se alejaban, y luego una extraña paz se asentó en la noche junto con la helada. No podía moverme, no tenía ni fuerzas para darme la vuelta. Era vagamente consciente de más luces que se encendían en casas cercanas. Oí que alguien gritaba: «¡El almacén! ¡Han intentado entrar en el almacén!». La noche se llenaba de focos de linterna. En ese momento unas manos me levantaron del suelo. Apenas podía mantenerme en pie. Noté que unos hombros me sujetaban y oí la voz de Donald.
—¿Lo tienes, Artair?
Y el resuello familiar de Artair.
—Sí.
Y me arrastraron, corriendo, al otro lado de la carretera, hasta la zanja.
No estoy seguro de cuánto rato estuvimos entre el hielo y el lodo, ocultos por la maleza, pero sí que me pareció una eternidad. Vimos a los del pueblo, en pijama y botas de goma, y los haces de luz de las linternas frente a la tienda. Y oímos su consternación: una rueda de tractor de metro ochenta incrustada en el escaparate, y ni un alma por los alrededores. Decidieron que nadie había intentado robar en la tienda, pero que era mejor llamar a la policía, y mientras se dirigían de nuevo a sus casas, Donald y Artair me pusieron de pie y juntos avanzamos a trompicones sobre la turbera helada. En una puerta a la sombra de la colina, Donald esperó conmigo mientras Artair iba a recuperar la bici. Me sentía peor que mal, pero sabía que Donald y Artair se habían jugado el pellejo por volver a buscarme.
—¿Por qué has vuelto?
—Bueno, para empezar, esta estupidez fue idea mía —suspiró Donald—. No iba a cargarte el muerto a ti. —Y luego hizo una pausa. No le veía la cara, pero noté la ira y la frustración en su voz—. Algún día le voy a arrancar las putas alas a ese Angel Macritchie.
Nunca descubrieron quién había empotrado la rueda de Swainbost en el escaparate de los Almacenes Crobost.
Pero a nadie se le ocurrió tampoco devolvérsela a los chicos de Swainbost. La policía la incautó, y ese año la hoguera de Crobost fue la mejor de Ness.