Capítulo 3

Fin se disponía a recoger su maleta de la cinta transportadora cuando una manaza agarró el asa y se la quitó. Se volvió, sorprendido, y se encontró con una cara grande y amistosa que le sonreía. Era un semblante redondo y sin arrugas, bajo un cabello negro peinado con abundante gomina que cubría la frente en forma de pico de viuda. Se trataba de un hombre de unos cuarenta y pocos años, ancho de espaldas pero algo más bajo que Fin, que medía un metro ochenta y dos. Vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata azul, todo bajo un grueso anorak acolchado de color negro. Estrechó la mano de Fin con la que le quedaba libre.

—Sargento George Gunn. —Hablaba con un inconfundible acento de Lewis—. Bienvenido a Stornoway, señor Macleod.

—Fin, por favor, George. ¿Cómo diablos me has reconocido?

—Huelo a un poli a cien metros, señor Macleod. —Sonrió, y cuando llegaron al aparcamiento añadió—: Es probable que note algunos cambios. —Se inclinó un poco debido a una ráfaga de poniente y volvió a sonreír—. Pero hay algo que no cambia: el viento. Nunca se cansa de soplar.

Pero aquel día el viento era más bien benévolo, con un toque amable y cálido gracias al sol de agosto que conseguía atravesar la masa de nubes de vez en cuando. Ya subidos en el Volkswagen, Gunn enfiló la rotonda que había a la entrada del aeropuerto y tomó la carretera de la colina para luego descender hasta Oliver's Brae. Giraron a la derecha en dirección al centro, y fue entonces cuando abordaron el tema del asesinato.

—El primero del nuevo milenio —dijo Gunn—. Y en todo el siglo XX solo tuvimos uno.

—Bueno, esperemos que este sea el último del siglo XXI. ¿Dónde se efectúan las autopsias?

—En Aberdeen. Tenemos tres forenses en la isla. Todos los médicos del grupo trabajan en la ciudad. Dos son interinos. Examinan los cadáveres en todas las muertes súbitas e incluso hacen autopsias, pero cualquier caso peliagudo va directo a Aberdeen. A Forrester Hills.

—¿No sería más lógico enviarlos a Inverness?

—Sí, pero el forense de allí no aprueba a nuestros interinos. No hace ninguna autopsia a menos que se las encarguemos todas. —Gunn lanzó a Fin una mirada traviesa—. Pero yo no se lo he dicho.

Mientras avanzaban por la calle larga y estrecha que llevaba a Stornoway, Fin tuvo oportunidad de disfrutar de una vista panorámica del pueblo, construido al abrigo del puerto y de la colina arbolada que había tras él. Cuando vio la terminal del ferry de vidrio y acero que había al principio del espigón nuevo, construido en los noventa, Fin pensó que parecía un platillo volante: contrastaba con el aire abandonado del viejo puerto que quedaba debajo. Le causaba una impresión extraña estar allí de nuevo. A cierta distancia todo se mantenía casi como lo recordaba… Con la excepción del platillo volante, claro. Que, no le cabía duda, debía haber traído consigo unos cuantos alienígenas. Pasaron ante los familiares edificios amarillos de la fábrica textil, Kenneth Mackenzie S. L., donde millones de metros de lana Harris tejida a mano se amontonaban en miles de estantes a la espera de ser exportados. Un nuevo barrio de casas se extendía hasta una gran nave de chapa, donde el dinero del gobierno financiaba la producción de programas de televisión en gaélico. Aunque en la época de Fin ese idioma estaba pasado de moda, el gaélico se había convertido en un negocio que generaba millones de libras. Los colegios incluso lo usaban como lengua vehicular para dar clases de matemáticas, historia y otras asignaturas. Y hablarlo era señal de estar a la última.

—Reconstruyeron Engebrets hace un par de años —comentó Gunn mientras dejaban atrás la gasolinera y un pequeño supermercado que había en una rotonda que Fin no recordaba—. Incluso abren los domingos. Y ahora la mayoría de los bares y restaurantes abren durante el sabbat.

Fin expresó su sorpresa con un movimiento de cabeza.

—Y salen dos vuelos hacia Edimburgo todos los domingos. Aunque el ferry sigue sin funcionar los días festivos.

En la época de Fin la isla entera cerraba los domingos. Era imposible comer algo fuera de casa, tomarse una copa, comprar tabaco o llenar el depósito del coche. Recordaba haber visto a turistas deambulando por las calles durante el sabbat, sedientos, hambrientos y atrapados en la isla hasta la salida del primer ferry del lunes. Por supuesto, era de sobra conocido que en cuanto se vaciaban las iglesias de Stornoway, los pubs y hoteles se llenaban de juerguistas que entraban de tapadillo por la puerta de atrás. Al fin y al cabo no es que fuera ilegal beber durante el sabbat, solo impensable. O al menos que te vieran hacerlo.

—¿Siguen encadenando los columpios? —Fin recordó la triste imagen que ofrecían los columpios de los parques infantiles los domingos, envueltos de cadenas y candados.

—No, dejaron de hacerlo hace varios años. —Gunn sonrió—. Los sabatarios dijeron que ese era el inicio de todos los males. Y quizá tuvieran razón.

Las iglesias fundamentalistas protestantes habían dominado la vida de la isla durante siglos. Se decía que cualquier dueño de bar o restaurante que desafiara a la Iglesia acababa perdiendo el negocio sin saber bien cómo había sido. Los bancos reclamaban sus préstamos, se retiraban licencias. Visto desde el continente, ese poder de la Iglesia parecía algo medieval. Pero en la isla, donde algunos grupos condenaban cualquier clase de entretenimiento como pecaminoso y todo intento de minar su autoridad como obra del diablo, ese poder era real.

—Le diré una cosa: aunque ya no encadenan los columpios, nunca se ve a un crío por allí en domingo —dijo Gunn—. Igual que tampoco se ve a nadie tendiendo la colada. Al menos, no fuera de la ciudad.

Un nuevo polideportivo ocultaba el viejo colegio al que había ido Fin. Pasaron la sede del ayuntamiento de la isla, Comhairle nan Eilean, y el hotel Seaforth, situado frente a una hilera de típicas casas de arenisca de tejas escalonadas. Una mezcla de cosas feas y nuevas con otras feas y viejas. Stornoway nunca había sido un pueblo bonito, y en eso no había mejorado un ápice.

Gunn giró a la derecha por Lewis Street, donde las casas de los marineros se alternaban con pubs y tiendecitas oscuras, y luego a la izquierda por Church Street hasta llegar a la comisaría de policía, que estaba situada a media calle. Fin se percató de que los nombres de las calles estaban en gaélico.

—¿Quién está a cargo de la investigación?

—Un equipo de Inverness —respondió Gunn—. Los trajeron en helicóptero a primera hora del domingo por la mañana. Un inspector, dos sargentos y siete hombres más. Además del equipo forense. No he vuelto a verlos desde entonces.

La comisaría era un conjunto de edificios pintados de color rosa situados en la esquina entre Kenneth y Church, entre el Salón del Reino de los Testigos de Jehová y el restaurante chino Peking. Más arriba, en la misma calle, el propietario de una barbería había desafiado a la corrección política llamando a su negocio Solo para Hombres. Gunn condujo el coche a través de una verja y lo aparcó junto a un gran furgón de policía de color blanco.

—¿Cuánto tiempo llevas destinado en Stornoway, George?

—Tres años. Nací y me crie aquí, pero he pasado la mayor parte del tiempo en el cuerpo en otros lugares de las islas. Y luego en Inverness. —Gunn bajó del coche y el anorak crujió al despegarse del asiento.

Fin lo imitó.

—¿Y cómo te ha sentado que un equipo de recién llegados se haga cargo de la investigación?

La sonrisa de Gunn tenía un aire triste.

—Bueno, era de esperar. Aquí nos falta experiencia.

—¿Cómo es el inspector al mando?

—Oh, le caerá bien. —Una sonrisa iluminó los ojos de Gunn—. Es un cabrón redomado.

El cabrón redomado era un tipo bajo y fornido, de pelo espeso y rubio, engominado y peinado hacia atrás, que dejaba visible una frente ancha. Tenía cara de rancio, olía a rancio, y Fin habría adivinado que era de Glasgow antes de que abriera la boca.

—Inspector jefe Tom Smith. —Se levantó del asiento y fue a estrecharle la mano—. Le acompaño en el sentimiento, Macleod.

Fin se preguntó si lo sabrían todos, y se dijo que lo más probable era que alguien los hubiera puesto al tanto de sus circunstancias. El apretón de manos de Smith fue fuerte y breve. Volvió a sentarse; llevaba las mangas de su planchada camisa blanca cuidadosamente recogidas a la altura de los codos y la chaqueta de color pardo claro estaba pulcramente colgada sobre el respaldo de la silla. Y a pesar de que tenía la mesa llena de papeles, en ella reinaba una sensación de orden. Fin se fijó en que las manos de gruesos dedos estaban muy limpias y en que esas uñas habían pasado hacía poco por una manicura.

—Gracias. —La respuesta era ya automática.

—Siéntese. —Mientras hablaba, Smith dedicaba más tiempo a mirar los papeles que a Fin—. Dispongo de trece oficiales, contando con los chicos de aquí, y veintisiete hombres trabajando en esto. Hay más de cuarenta agentes en la isla con los que puedo contar. —Por fin levantó la cabeza—. No estoy muy seguro de para qué lo necesito.

—No es que me prestara voluntario exactamente, señor.

—No, me consta que lo escogió el sistema HOLMES. Desde luego idea mía no fue. —Hizo una pausa—. ¿Algún sospechoso del crimen de Edimburgo?

—No, señor.

—¿Después de tres meses?

—He estado de baja durante las últimas cuatro semanas.

—Ya. Claro. —Dio la impresión de que perdía el interés y volvió a concentrarse en el papeleo—. Bueno, ¿y qué gran luz cree usted que puede aportar a la pequeña investigación que tenemos entre manos?

—No tengo ni idea, señor, hasta que me haya puesto al corriente.

—Está todo en el ordenador.

—Sin embargo, tengo una sugerencia.

—¿En serio? —Smith le lanzó una mirada escéptica—. ¿Y cuál es?

—Si la autopsia aún no se ha llevado a cabo, podría ser buena idea hacer venir al forense que se ocupó del análisis post mórtem en Edimburgo. Así tendremos una comparación de primera mano.

—Gran idea, Macleod. Por eso seguramente ya se me había ocurrido a mí. —Smith se repantingó en la silla; su satisfacción era casi tan abrumadora como su loción para después del afeitado—. El profesor Wilson llegó ayer a bordo del primer vuelo. —Miró el reloj—. La autopsia debería empezarse en una media hora.

—En ese caso, ¿el cadáver no será enviado a Aberdeen?

—Las instalaciones de aquí no dejan nada que desear. Así que hemos traído a Mahoma a la montaña.

—¿Qué quiere que haga?

—Con franqueza, inspector Macleod, nada. Tengo un equipo perfectamente capaz de llevar la investigación sin su ayuda. —Soltó un hondo suspiro de exasperación—. Pero el sistema HOLMES parece creer que usted podría decidir si hay o no una conexión con el asesinato de Leith Walk. Y Dios nos libre de no hacer caso al sistema. Así que, ¿por qué no asiste a la autopsia y así comprueba los paralelismos que se encuentren? Y si se le ocurre algo, lo tendremos en cuenta. ¿De acuerdo?

—No estaría de más que inspeccionara el lugar del crimen.

—Usted mismo. El sargento Gunn puede hacerle la visita guiada. Los chicos de aquí tampoco es que nos sirvan de mucho de todos modos. Excepto para hacer recados. —Su desprecio por cualquiera que no perteneciera a su equipo, Fin incluido, era evidente.

—Y quiero hojear los informes. —Fin estaba tentando a la suerte—. Interrogar a los testigos. A los sospechosos, si es que los hay.

Smith se pellizcó los labios y lanzó a Fin una mirada larga y dura.

—No puedo evitar que lo haga, Macleod. Pero también quiero informarle de que espero tener este caso cerrado en cuestión de días. Y solo para que no se haga ilusiones, no creo que exista la menor conexión con el caso de Edimburgo.

—¿Por qué?

—Llámelo instinto. La gente de aquí no es muy sofisticada que digamos. —Sonrió—. Bueno, eso ya lo debe saber. —Daba golpecitos con el lápiz contra la mesa, irritado por tener que dar explicaciones a un agente de rango inferior y perteneciente a otro cuerpo policial—. En mi opinión, estamos ante un burdo imitador. En su momento los periódicos publicaron un montón de detalles. Creo que el asesino es un tío de aquí, que tenía una cuenta pendiente con la víctima y ha intentado cubrir sus huellas desviando la atención. De manera que voy a tomar un atajo. —Fin luchó contra las ganas de sonreír. Él sabía muchas cosas de atajos: había aprendido a una tierna edad lo traicioneros que pueden llegar a ser. Pero el inspector jefe Smith no había alcanzado tal grado de sabiduría. Prosiguió—: A menos que la autopsia revele algo inesperado, voy a tomar muestras de ADN a todos los varones adultos de Crobost, aparte de a cualquier sospechoso adicional que podamos encontrar. Eso sumará como mucho unos doscientos individuos. Economía de escala. Mucho más barato que una investigación a largo plazo que obligue a los agentes a permanecer aquí Dios sabe cuánto tiempo. —Smith pertenecía a la nueva hornada de inspectores, cuya preocupación primordial era la letra pequeña.

Aun así, Fin no pudo evitar sorprenderse.

—¿Dispone de una muestra del ADN del asesino?

Smith estaba radiante.

—Eso creemos. A pesar de las sensibilidades locales, pusimos a nuestros agentes a registrar el lugar el domingo. Encontramos la ropa de la víctima en una bolsa de basura de plástico que habían arrojado a una cuneta, a unos ochocientos metros. La ropa presentaba manchas de vómito. Y dado que el médico parece bastante seguro de que la víctima no se mareó, podemos deducir que quien vomitó era el asesino. Si el patólogo forense nos lo confirma, tendremos una muestra perfecta del ADN del asesino.

A lo largo de Church Street, y en todo el camino que llegaba hasta el puerto interior, pequeñas cestas de flores oscilaban al viento en un esfuerzo heroico por llevar algo de color a esas vidas grises. Tiendas pintadas de color rosa, blanco y verde se sucedían en la calle, al fondo de la cual Fin atisbó un puñado de botes de pesca amarrados en el muelle que se mecían con el vaivén del océano. Un destello de sol iluminaba el embarcadero blanco de la orilla contraria y hacía destacar las copas de los árboles de los terrenos que rodeaban al castillo de Lews.

—¿Qué le ha parecido el inspector jefe? —dijo Gunn.

—Creo que en términos generales coincido con tu valoración. —Fin y Gunn compartieron una sonrisa irónica.

Gunn abrió el coche y ambos montaron.

—Ese se cree una superestrella. Mi antiguo jefe de Inverness solía decir que esos tipos no son distintos de usted y de mí. Que aún tienen que quitarse los pantalones primero por una pierna y luego por otra.

Fin se rio. Le gustaba la imagen del inspector jefe Smith debatiéndose para sacar sus gruesas y cortas piernas de los pantalones.

—Oiga —dijo Gunn—, siento no haberle podido facilitar el dato del patólogo. Ni siquiera sabía que estaba en la isla. Eso le demuestra hasta qué punto me tienen en el limbo.

—No pasa nada. —Fin desechó la disculpa con un gesto—. En realidad, conozco bastante bien a Angus. Es un buen tipo. Y al menos estará de nuestro lado. —Salieron marcha atrás hacia la calle—. ¿Por qué crees que Smith no asiste a la autopsia en persona?

—Tal vez sea remilgado.

—No sé. Un hombre que se echa tanta loción no puede ser demasiado sensible.

—Sí, eso es verdad. Hay muchos cadáveres que huelen mejor que él.

Dejaron Kenneth Street y tomaron Bayhead, en dirección a la salida norte de la ciudad. Por la ventanilla, Fin contempló el parque infantil, las canchas de tenis, la bolera, los campos de deporte y la pista de golf que había en la colina. Al otro lado de la calle vio la aglomeración de tiendas pequeñas, que se sucedían una tras otra bajo las ventanas de las buhardillas. Era casi como si no se hubiera ido nunca.

—En los ochenta, los viernes y sábados por la noche los chavales solían pasearse por aquí con sus coches de cuarta mano.

—Y aún lo hacen. Como un reloj, todos los fines de semana. Procesiones enteras.

Fin pensó en la triste existencia que llevaban aquellos chicos. Poco o nada que hacer, sofocados por una sociedad que seguía dominada por una religión sin alegría. La economía iba de capa caída, el paro crecía. Abundaba el alcoholismo y la tasa de suicidios estaba por encima de la media nacional. La motivación para huir era tan intensa en esos días como lo había sido dieciocho años atrás.

El Hospital de las Islas Occidentales se había construido nuevo en época de Fin para reemplazar al viejo hospital de la colina situado debajo del monumento a los caídos. Era un edificio bien equipado, moderno, mejor que muchos de los que atendían a poblaciones urbanas en el continente. Al dejar Macaulay Road, Fin vio la estructura de dos pisos que formaba un ángulo de treinta grados alrededor de una zona de aparcamiento en expansión. Gunn condujo hasta los pies de la colina y giró a la derecha, hacia un área de estacionamiento restringido.

El profesor Angus Wilson estaba esperando en el depósito de cadáveres, con las gafas apoyadas sobre el gorro y la mascarilla colgando por debajo de la barbilla, dejando entrever una barba espesa y áspera de color cobrizo metálico veteada de plata. Llevaba un delantal de plástico por encima del pijama de cirujano verde y una bata de algodón de manga larga. En la mesa de acero inoxidable que tenía delante había dejado unos forros de plástico para protegerse los antebrazos, los guantes de algodón, los de látex y el típico guante de malla que se ponía en la mano con la que no realizaba incisiones para protegerla de cualquier desliz accidental de la hoja. Estaba impaciente por empezar.

—¡Joder, ya era hora! —Un guiño de sus ojos verdes traicionaba esa apariencia externa de excéntrico malhumorado que le gustaba adoptar. Era una imagen que cultivaba como excusa para la rudeza que casi cabía esperar de él en un momento como ese—. ¿Cómo te va? —Tendió la mano para saludar a Fin—. El mismo asesino, ¿eh?

—Para eso estás tú aquí, a ver qué nos dices.

—¡La madre que parió a este sitio! Uno pensaría que si hay algún lugar en el mundo donde se puede comer pescado fresco es esta isla, ¿no? Pues anoche se me ocurrió pedir platija en el hotel. Y sí que era fresca, sí. Sacada fresca del congelador y metida en la freidora sin más preámbulos. ¡Dios, eso ya me lo hago en casa! —Miró a Gunn y se inclinó sobre la mesa para quitarle la carpeta que llevaba bajo el brazo—. ¿Aquí están el informe y las fotos?

—Sí. —Gunn fue a estrecharle la mano—. Sargento George Gunn. —Pero el profesor ya tenía la vista puesta en el informe y las fotos, así que Gunn se quedó con la mano en el aire.

—Encontraréis forros, forros para zapatos, gafas, mascarillas y batas en la sala de patología, al otro lado del pasillo.

—¿Quiere que nos lo pongamos todo? —preguntó Gunn. Fin se dijo que quizá hacía tiempo que no asistía a una autopsia.

—¡No! —El profesor levantó la cabeza—. Quiero que hagáis una montaña con todo y le prendáis fuego. —Sus ojos centellearon—. ¡Claro que quiero que os pongáis esas putas cosas! A menos que os apetezca pillar el sida o cualquiera de las partículas virales que viajen en el polvo de los huesos que llenará el aire cuando apoye la sierra giratoria en el cráneo de la víctima. La opción B es que os quedéis fuera. —Señaló con la mano un ventanal que daba al pasillo—. Pero en ese caso no oiréis ni una maldita palabra de lo que digo.

—¡Por Dios! —exclamó Gunn mientras ambos se ponían todas las prendas protectoras en la sala de patología—. Y yo pensaba que el inspector jefe era malo.

Fin se rio, y casi se desmayó al oírse. Era la segunda vez que se reía aquel día, y hacía mucho, mucho, que eso no le pasaba. Tardó un momento en recuperarse.

—Angus no es malo. Ladra más que muerde.

—Si me mordiera, iría a que me pusieran la antirrábica. —Gunn seguía ofendido por la lengua afilada del forense.

Cuando entraron de nuevo en el depósito, el profesor había diseminado las fotos por casi todo el espacio disponible. Examinaba la ropa de la víctima en la mesa. El acero inoxidable estaba cubierto por una gran sábana de papel de estraza blanco para recoger cualquier fibra suelta o resto seco de vómito que se desprendiera de la tela. El día de su muerte la víctima llevaba un forro polar con cremallera, camiseta blanca y tejanos azules. Al final de la mesa estaban las zapatillas de deporte, grandes y de un blanco sucio. El forense se había puesto los guantes de protección, y con la ayuda de una lente de aumento que sostenía en la mano izquierda manipulaba concienzudamente con unas pinzas los restos secos de vómito que había en el forro polar azul marino.

—No me habías dicho que la víctima se llamaba como yo.

—Nunca lo llamaban Angus —dijo Fin—. Todos lo conocían por Angel. Podías enviarle una carta dirigida a Angel, Ness, isla de Lewis, desde cualquier rincón del mundo y seguro que la habría recibido.

El sargento Gunn demostró su sorpresa.

—No sabía que lo conociera, señor Macleod.

—Fuimos juntos al colegio. Su hermano pequeño estaba en mi clase.

—Angel… —El profesor Wilson seguía concentrado en las pinzas—. ¿Acaso tiene alas?

—El apodo era más bien irónico.

—Ah. Quizá eso explica por qué alguien quería matarlo.

—Puede ser.

—¡Te tengo, bichejo! —El profesor se incorporó y levantó las pinzas hacia la luz, con lo que parecía una cuenta blanca sujeta con delicadeza entre ambos extremos.

—¿Qué es eso? —preguntó Gunn.

—Un fantasma. —Los observó, sonriendo—. El fantasma de una pastilla. Una de esas píldoras de acción retardada. La cápsula está llena de microporos que van soltando la medicina poco a poco. Esta está vacía. Pero a veces las cápsulas se mantienen en el estómago durante horas después de haber cumplido con su función. Son de lo más corriente.

—¿Tiene alguna importancia para nosotros? —inquirió Fin.

—Tal vez sí. Tal vez no. Pero si el vómito pertenece al asesino, podría decirnos algo de él que no habríamos sabido sin ella. La medicina que contenía puede aparecer o no en un examen toxicológico, pero en cualquiera de los casos averiguaremos de qué se trataba.

—¿Cómo?

El profesor acercó la lente de aumento a la diminuta cápsula.

—Con esto no se alcanza a verlo, pero si la colocamos bajo un microscopio más potente encontraremos números o letras en la superficie, incluso el logotipo de la empresa farmacéutica. Podemos comparar esas marcas con las que aparecen en los catálogos de medicinas para identificar a qué producto corresponde. Puede que tardemos un poco, pero lo lograremos. —Depositó la cápsula en una bolsa de plástico y la selló—. Nos hemos vuelto unos cabrones muy listos hoy en día.

—¿Y qué hay del ADN? —Fin se fijó en las manchas secas de comida sin digerir que estaban pegadas a la tela del forro polar, sin tener la menor idea de a qué pertenecían. Al parecer, daba igual lo que comieras: fuera lo que fuese, todo parecía salir siempre en forma de puré de zanahorias cortadas a dados—. ¿Podrás sacar algo de ahí?

—Oh, supongo que sí. Está claro que encontraremos células de la mucosa bucal en la saliva. Conseguiremos ADN del núcleo de todas las células que delinean la boca, o el esófago, o el propio estómago. Se desprenden a todas horas y seguro que aparecerán en el vómito.

—¿Tardarán mucho? —preguntó Gunn.

—Si hacemos llegar la muestra al laboratorio de ADN a primera hora de la tarde… con la extracción y la amplificación… deberíamos recibir el resultado mañana después del mediodía. —El profesor acercó un dedo a sus labios—. Pero no se lo digáis a nadie o todos querrán sus resultados tan deprisa.

—El inspector jefe dice que va a sacar unas doscientas muestras de ADN para comparar con los resultados que saques de ahí.

—Ah. —El profesor Wilson sonrió y la barba se tensó—. Eso nos llevará un poco más. Además, aún no hemos descartado que el vómito sea de la propia víctima.

Dos ayudantes de bata blanca provistos de grandes guantes amarillos de goma sacaron el cadáver de la cámara frigorífica de seis compartimientos que había al otro lado de la sala y luego lo depositaron sobre la mesa de autopsias. Angel Macritchie había sido un tipo corpulento. Más alto de lo que recordaba Fin y probablemente veinte kilos más grueso que la última vez que lo había visto. No habría desentonado en la alineación delantera de un equipo de rugby. El espeso pelo negro que había heredado de su padre clareaba ya bastante, y era más plateado que negro. La muerte había conferido un tono lívido y grisáceo a su piel. Los labios que antes amenazaban y los puños que tendían a golpear yacían ahora inertes, incapaces de infligir el daño físico y emocional que con tanta facilidad habían prodigado durante todos los años de su infancia.

Fin intentó mantenerse frío, pero incluso la presencia de Angel muerto lo ponía tenso. Se le hizo un nudo en el estómago que le provocó un mareo real. Posó los ojos en la tremenda abertura que cruzaba el abdomen de la víctima. A través de la cavidad abdominal aparecían trozos hinchados del reluciente y sonrosado intestino delgado, sujetos por una capa de grasa que recibía el nombre de mesenterio, algo que Fin había aprendido durante la autopsia del cadáver de Edimburgo. También parecía haber un cúmulo de tripas empujando hacia fuera. Las piernas presentaban manchas de sangre seca y fluidos corporales. El pene, pequeño y flácido, recordaba a un higo seco. Fin se volvió y se percató de que el sargento Gunn había retrocedido hacia el fondo de la sala, hasta casi apoyarse en la ventana. Estaba muy pálido.

El profesor Wilson extrajo sangre de las venas femorales de la parte superior de los muslos y un poco de fluido vítreo de los ojos. A Fin siempre le había costado ver cómo una aguja penetraba en un globo ocular. Había algo especialmente vulnerable en los ojos.

Murmurando con voz casi inaudible en una grabadora de mano, el forense examinó primero los pies y luego las piernas, donde notó unas magulladuras enrojecidas a la altura de las rodillas, antes de llegar hasta la herida del abdomen.

—Mmm. El corte empieza más arriba en el lado izquierdo del abdomen y termina algo más bajo en el derecho, convirtiéndose casi en un simple arañazo en el extremo final.

—¿Eso significa algo? —preguntó Fin.

El profesor se incorporó.

—Bueno, significa que la hoja que se usó para infligir la herida se movió de derecha a izquierda, desde la perspectiva del asesino.

Fin comprendió enseguida a qué se refería.

—En Edimburgo era de izquierda a derecha. ¿Significa eso que uno era diestro y el otro zurdo?

—No podemos afirmarlo, Fin. ¡A estas alturas ya deberías saberlo! Puedes cortar en ambas direcciones con la misma mano. Lo único que significa es que las heridas son distintas. —Recorrió el borde superior de la herida con el dedo, enfundado en látex, donde la piel se había oscurecido al secarse—. La herida de la víctima de Edimburgo también era más profunda, más violenta: separaba el mesenterio del peritoneo. Recordarás que había unos noventa centímetros de intestino delgado colgando entre las piernas, en ondas que habían sido parcialmente cortadas y drenadas. —Fin recordaba el hedor en el escenario del crimen, las manchas de un color verde pálido y amarillo que se mezclaban con la sangre de la acera. Y en la autopsia, el intestino delgado, vacío de jugos, tenía un aspecto seco, de un dorado oscuro, muy distinto del de Angel—. Aquí solo ha salido un trozo de epiplón y parte del colon transverso. —El profesor se concentró en la herida y sus protuberancias. La midió—. Veinticinco centímetros y medio. Me parece recordar que la de Edimburgo era más larga, pero tengo que comprobarlo. Y este hombre pesa mucho más. Debió presentar un blanco mucho mayor.

El examen externo pasó a las manos y los brazos. El profesor advirtió que había marcas de golpes en torno a ambos codos. En las manos se apreciaban viejas cicatrices manchadas de grasa, y el forense extrajo una muestra de la negra acumulación de aceite que también halló bajo las uñas mordisqueadas.

—Interesante. Desde luego no parecen las manos de un hombre que luchó desesperadamente para protegerse de su atacante. No hay rasguños, ni rastro de piel bajo las uñas.

Un atento escrutinio del pecho no reveló tampoco traumatismo alguno. Pero sí había un hematoma claro en el cuello, del mismo color rojizo morado que los de las rodillas y los codos. Una hilera de cuatro marcas redondas en el lado izquierdo del cuello, dos de las cuales medían casi doce milímetros de diámetro, y una mayor y de forma ovalada en el lado derecho.

—Encaja con que hayan sido causadas por dedos. Pueden verse las pequeñas abrasiones en forma de luna creciente que suelen asociarse a ellas. Hechas por las uñas del asesino. Hay diminutos fragmentos de piel acumulados en la zona cóncava. —El profesor miró a Fin—. Resulta interesante la poca presión que hace falta para estrangular a alguien. No es necesario cortarle la respiración; basta con interrumpir el riego sanguíneo que le viene del cerebro. Las yugulares que transportan la sangre del cerebro quedan cortadas con una presión de unos dos kilos, mientras que para que las carótidas que llevan sangre al cerebro queden fuera de juego hay que ejercer una presión de al menos cinco kilos. Habría que ejercer una presión de treinta kilos para taponar las arterias vertebrales y quince para taponar la tráquea. En este caso puede verse la hemorragia en torno a la cara. —Echó los párpados hacia atrás. Junto a un gran moretón que había en la sien derecha—. Sí. También se aprecia aquí, en la conjuntiva. Lo que nos sugiere que la muerte pudo causarse por interrupción del riego sanguíneo.

Volvió al cuello.

—Una vez más me resulta curioso que nuestro ángel no opusiera la menor resistencia. Sería fácil que alguien que se defiende se arañara en el cuello al intentar zafarse de las manos de su atacante. Por eso mismo tampoco me habría extrañado encontrar restos de piel debajo de las uñas. Y también es interesante que el traumatismo del cuello, este, infligido por la cuerda, nos indica por su color que ya estaba muerto cuando lo ahorcaron. —Fue hacia la mesa de trabajo donde había dejado las fotos—. Y si coges la foto, miras el charco de sangre del suelo y lo comparas con la forma en que sangre y fluido han salido del cuerpo, uno solo puede llegar a la conclusión de que el destripamiento se produjo una vez nuestro ángel ya colgaba del techo, es decir, después de su muerte. No había presión sanguínea cuando se infligió la herida, o el suelo habría quedado lleno de reveladoras salpicaduras. Aquí la sangre se limitó a manar de la herida.

—¿Nos está diciendo que el orden de las cosas fue que lo estrangularon, luego lo colgaron de las vigas y después lo destriparon? —intervino Gunn.

—No. No estoy diciendo tal cosa. —El profesor no brillaba por su paciencia—. Estoy pensando en voz alta. Por Dios, acabamos de empezar la maldita autopsia.

Los ayudantes dieron la vuelta al cuerpo con cuidado, y la carne lacia del vientre cayó en forma de pliegues de grasa sobre el acero frío. Las nalgas, grandes, blanquecinas y blandas, tenían pliegues y estaban cubiertas por un pelo negro y muy áspero; el mismo tipo de pelo que le crecía en el cuello y los hombros. No había ninguna señal visible de traumatismo, excepto el que presentaba, una vez más, en el cuello.

—Ah… —El profesor meneó la cabeza, decepcionado—. Casi esperaba encontrar las raíces de las alas en los omóplatos. —Se concentró en el cuero cabelludo y empezó a trabajar a conciencia el pelo, separándolo una y otra vez como quien busca piojos.

—¿Crees que a lo mejor encuentras cuernos? —dijo Fin.

—¿Te sorprendería?

—No.

—Ah… —Esta vez la exclamación no indicaba decepción. El profesor fue hacia el maletín de material, cogió un escalpelo y volvió junto al cadáver. Empezó a examinar una zona de pelo en la parte superior trasera del cuero cabelludo, que presentaba un área roja un poco más grande que una nuez y una hendidura que se hundía bajo los dedos. La piel estaba rota y había muestras de sangre seca—. Un golpe muy feo.

—Alguien lo pilló por la espalda —observó Fin.

—Eso parece. Se magulló las rodillas, los brazos y la frente al desplomarse, con bastante fuerza a juzgar por esto. La forma de la hendidura en el cráneo indica que lo golpearon con un tubo metálico, un bate de béisbol, o algo redondo de ese estilo. Lo sabremos con más seguridad cuando abramos el cráneo.

Con el cuerpo boca arriba y la cabeza apoyada en un soporte metálico, el profesor Wilson empezó a retirar las capas que ocultaban los secretos más recónditos de Angel. Efectuó una incisión en forma de Y que descendía desde los hombros hasta un punto del esternón y luego bajaba por el centro del pecho, cruzando estómago y abdomen hasta la zona púbica, para así poder apartar la carne a ambos lados y dejar al descubierto la caja torácica. Usó unas tenazas pesadas para cortar las costillas antes de dislocarlas a la altura de la clavícula, extrayendo el esternón y las dos mitades del escudo que la evolución ha dado a los humanos para proteger los delicados órganos internos. Fue sacando uno por uno todos esos órganos —corazón, pulmones, hígado, riñones— y llevándolos a la mesa de trabajo, al otro lado de la sala, para pesarlos. Cada peso se anotaba en una pizarra, antes de que los órganos fueran seccionados como rebanadas de pan para su examen detallado.

Angel no gozaba de mala salud para un hombre de su edad y su peso: los pulmones estaban ennegrecidos por años de consumo de tabaco, las arterias se veían endurecidas pero sin peligro inminente de obstruirse por completo. El hígado mostraba los efectos de demasiado alcohol consumido durante demasiados años: un color entre gris y marrón indicador de una leve cirrosis y un aspecto nodular y con cicatrices. El profesor tuvo que hurgar bajo gruesas capas de grasa peritoneal para extraer los riñones.

La bolsa del estómago, resbaladiza y llena de fluidos, fue depositada en un cuenco de acero inoxidable. El olor echó atrás a Fin, pero al profesor Wilson parecía gustarle. Lo olisqueó varias veces, como un perro, con los ojos cerrados.

—Curry —comentó—. De cordero tal vez. —Guiñó un ojo a Fin al ver su cara de asco.

El sargento Gunn informó en voz baja:

—Tomó curry en el Balti House de Stornoway sobre las ocho del sábado por la noche.

—Mmm —dijo el profesor—. Ojalá lo hubiera yo pedido anoche.

Fin emitió un profundo suspiro de disgusto y añadió:

—También huele a alcohol.

—Según los testigos, se tomó un par de cañas en el club social de Crobost después de volver de la ciudad —les dijo Gunn.

—Bien —dijo el profesor—, diría que el contenido del estómago está bastante intacto. Parcialmente digerido. No se identifican residuos evidentes de medicación. Se aprecia olor a etanol. Por indigesta que fuera la mezcla de curry y alcohol que se metió en el cuerpo, no la vomitó. De manera que tenemos que inclinarnos hacia la idea de que el vómito hallado en su ropa pertenecía, en verdad, al asesino.

Entonces el patólogo se dispuso a eliminar las capas de grasa de los intestinos, desenrollándolos y cortándolos a lo largo con unas tijeras. El olor a excremento era casi insoportable. Fin sintió arcadas y oyó el boqueo de Gunn: al volverse hacia él lo vio con una mano firmemente colocada sobre nariz y boca.

Por fin el intestino fue echado en un cubo y sacado de la sala.

—Nada que destacar —declaró el profesor Wilson, en apariencia imperturbable.

Se volvió hacia el cuello, elevando la capa de piel de la incisión en Y hacia arriba, sobre la cara, para revelar el daño causado a las estructuras óseas y cartilaginosas durante la estrangulación y el ahorcamiento posterior, aunque estableció enseguida que el cuello en sí mismo no estaba roto.

Hizo una incisión en la nuca de oreja a oreja, y luego echó el cuero cabelludo sobre la cara para dejar a la vista el cráneo. Apartó a Fin de la mesa mientras un ayudante aplicaba una sierra giratoria al resto del cuero cabelludo hasta separarlo por completo: el cerebro se deslizó hacia otro cuenco de acero inoxidable. El profesor examinó el cráneo y asintió con evidente satisfacción.

—Lo que pensaba. Existe un área de hemorragia subgaleal por encima del hueso parietal que mide de dos y medio a tres centímetros y medio, más o menos las mismas dimensiones de la contusión del cráneo. Y una pequeña hemorragia interna subdural. El hueso parietal muestra una fractura que encaja, y que resulta coherente con lo que sospechaba. Un tubo de metal, un bate de béisbol, algo de esa naturaleza, fue lo que usaron para golpearlo por detrás. Si no quedó totalmente inconsciente, sí habría estado en unas condiciones que le impedían oponer resistencia.

Fin se acercó a la mesa donde el patólogo había colocado las fotos tomadas en el escenario de crimen. Daba la impresión de que el cobertizo hubiera sido alumbrado por un director de iluminación con exceso de celo. Los colores eran morbosos y alarmantes, la sangre ya seca y de un tono marrón oxidado. El peso muerto de Angel parecía gigantesco, pliegues y pliegues de carne blanquiazul. El intestino que colgaba del abdomen no parecía real. Todo desprendía el aire barato y cutre de una película de serie B de los sesenta. Pero Fin empezaba a hacerse una idea de las últimas horas de vida de Angel.

Había ido a Stornoway a cenar curry y luego regresado a Ness, donde se tomó varias cañas en el club social de Crobost. Y, o bien había acompañado a su asesino hasta el cobertizo de Port of Ness, o bien se había encontrado con él ahí. El porqué no estaba claro. Pero en cualquier caso, o conocía a su asesino o estaba tranquilo con él, lo que dio a este la oportunidad de atacarlo por la espalda. Inconsciente tras un fuerte golpe en la nuca, el asesino le dio media vuelta y lo estranguló. El asesino debía de haber estado en un estado de gran tensión nerviosa: excitado, bombeando adrenalina. Y había vomitado encima de su víctima.

Aparentemente impertérrito, se había dedicado a despojar a Angel de la ropa. Eso debía haberle llevado un buen rato: no era una tarea en absoluto fácil mover el peso muerto de un hombre que rondaba los ciento trece kilos. Y luego, lo que era aún más inaudito, le había colocado una cuerda alrededor del cuello, la había lanzado por encima de una viga del techo y había izado el cuerpo hasta elevarlo a unos quince centímetros del suelo. Lo que les decía algo del asesino. Era un tipo fuerte. Y a pesar de que el acto de matar lo había puesto físicamente enfermo, no era de los que se arredraban. Cuanto más se tarda, mayor es el riesgo de que lo pillen a uno. Tenía que saber que el cobertizo era el sitio idóneo para que las parejas de jóvenes fueran a meterse mano un sábado por la noche, y que por tanto podía ser descubierto en cualquier momento. Sin embargo, no contento con matarlo, lo había desnudado, ahorcado y destripado. Un proceso sucio y largo. Fin se estremeció al pensarlo.

Se volvió hacia el profesor Wilson.

—¿Cómo queda el asesinato de Leith Walk en comparación? ¿Estamos hablando del mismo asesino?

El patólogo se subió las gafas a la frente y se sacó la mascarilla por debajo de la barba.

—Ya sabes cómo va esto, Fin. Los patólogos nunca damos una respuesta directa. Y yo no voy a faltar a la tradición. —Suspiró—. A primera vista, el modus operandi es muy parecido. Ambos hombres fueron atacados por la espalda, golpeados en la cabeza, dejados inconscientes y estrangulados. A ambos los desnudaron y los colgaron del cuello. A ambos los destriparon. Sí, se aprecian diferencias en el ángulo y la profundidad de la herida. Y el asesino de Angel se afectó tanto que acabó vomitando sobre su víctima. Ignoramos si eso pasó en Edimburgo. No había el menor rastro de vómito sobre el cadáver y nunca se halló su ropa. Lo que sí encontramos en ese cuerpo, te acordarás, eran fibras de alfombra, lo que parecía indicar que la víctima había sido asesinada en otro lugar y luego trasladada a Leith Walk para el numerito del ahorcamiento. No cabe duda de que en Edimburgo había menos sangre, lo que seguramente significa que pasó más tiempo entre la muerte de la víctima y el destripamiento.

El profesor inició el proceso de recomponer el cuero cabelludo que tenía sobre la mesa.

—El caso es, Fin, que si las circunstancias y el entorno son tan diferentes, los detalles también tienen que serlo. De manera que, sinceramente, sin pruebas definitivas que apoyen una u otra opción, resulta imposible decir si estos asesinatos fueron cometidos por el mismo individuo o no. Quizá la naturaleza ritual de los asesinatos pueda llevarte a pensar que lo fueron, pero por otro lado los rasgos más llamativos del caso de Leith Walk aparecieron publicados con todo lujo de detalles en varios periódicos. De forma que si alguien quiso imitar el crimen, pudo hacerlo con relativa facilidad.

—Pero ¿por qué alguien iba a querer hacer algo así? —dijo Gunn. Ya se le veía menos verde.

—Soy forense, no psiquiatra. —El profesor lo fulminó con la mirada antes de reanudar su conversación con Fin—. Tomaré muestras de piel y veremos si aparece algo más cuando tengamos los resultados de toxicología. Pero yo de ti no albergaría grandes esperanzas.

La carretera de Barvas salía serpenteando de Stornoway, dejando atrás vistas espectaculares hacia Coll, Loch a Tuath y Point, bajo el sol que teñía la bahía y los retazos de nubes que perseguían a sus propias sombras reflejadas en las profundas aguas azules. Por delante se extendían veinte kilómetros de páramo inhóspito surcados por la carretera, recta en ese tramo, que los llevaba en dirección noroeste hacia el pequeño asentamiento de Barvas situado en la costa occidental. Era un paisaje lóbrego aunque susceptible de experimentar una transformación súbita en un momento de sol. Fin conocía bien la carretera, en todas las estaciones, y nunca había dejado de maravillarlo cómo esas interminables hectáreas de monótono turbal podían variar en función del mes, del día o incluso del minuto. El color a paja seca del invierno, las alfombras de florecillas blancas en primavera, los arrebatadores púrpuras propios del verano. A su derecha el cielo se había oscurecido, señal de que llovía por el interior. A su izquierda, sin embargo, el cielo estaba casi despejado, el sol derramaba su luz sobre el paisaje y a lo lejos se distinguía el pálido contorno de las montañas de Harris. Fin había olvidado lo inmenso que era el cielo allí.

Fin y Gunn prosiguieron el trayecto en silencio, con las mentes pobladas de imágenes de la carnicería forense que habían presenciado en el depósito. No había mayor recordatorio de tu propia condición mortal que ver a otro ser humano desnudo sobre una fría mesa de autopsias.

Aproximadamente a medio camino la carretera trazaba una pendiente antes de volver a ascender hasta un pico desde el que se vislumbraba el Atlántico, siempre empeñado en desahogar su eterna ira sobre una costa hecha pedazos. Justo al final de la pendiente, a unos cien metros de la cara norte de la carretera, había una pequeña casa de piedra con el tejado pintado de un intenso color verde. Un refugio que solían usar los campesinos de la costa en verano, cuando trasladaban el ganado hacia el interior en busca de mejores pastos. Había varios diseminados por toda la isla. Y en su mayoría estaban tan abandonados como aquel. Fin había visto ese tejado verde del páramo de Barvas todos los lunes de camino a la residencia de estudiantes de Stornoway, y de nuevo los viernes cuando regresaba a casa. Lo había visto en todas las condiciones meteorológicas. Y lo había visto a menudo, como estaba en esos momentos, iluminado por el sol del sur, una vívida y colorida silueta recortada sobre los cielos negros del norte. Era un punto de referencia para casi todos los hombres, mujeres y niños de la isla. Pero en el caso de Fin, poseía un significado especial, y tenerlo delante de los ojos lo llenó de un dolor que había olvidado desde hacía años, o que al menos permanecía enterrado en algún recóndito lugar donde no deseaba hurgar. Era consciente, sin embargo, de que mientras permaneciera en la isla habría recuerdos de su pasado con los que tendría que convivir. Recuerdos que, como los juguetes de infancia, había dejado atrás al convertirse en un hombre, casi veinte años atrás.

A medida que avanzaban por el camino de la costa occidental, Fin se iba sumergiendo más y más en ese pasado, sumiéndose en el silencio mientras Gunn conducía. Largas extensiones de carretera vacía unían asentamientos lúgubres y desnudos en torno a iglesias de denominaciones variadas. La Iglesia de Escocia. La Iglesia Unida y Libre de Escocia. La Iglesia Libre de Escocia. La Continuación de la Iglesia Libre de Escocia: las Wee Frees, como las conocían en todo el mundo. Cada una suponía una escisión de la anterior. Cada una de ellas era el testimonio de la incapacidad de los hombres para ponerse de acuerdo. Cada una de ellas era un punto de unión desde el que odiar y desconfiar de las demás. Contempló la sucesión de pueblos, como imágenes en movimiento en un viejo álbum de fotos: todas las casas, las vallas y las briznas de hierba iluminadas desde atrás por el sol, destacando del fondo, dolorosamente aliviadas. No se veía un alma. Algún que otro coche por la carretera, aparcado frente a la tienda del pueblo, o en la gasolinera. Las pequeñas escuelas de primaria también estaban vacías, aún cerradas por las vacaciones de verano. Fin se preguntó dónde estarían los niños. A su derecha, el turbal se extendía hasta un nebuloso infinito, salpicado únicamente de ovejas que soportaban con estoica firmeza las galernas atlánticas. A su izquierda, el océano barría las playas y las rocas en un ciclo eterno, la cremosa espuma blanca se hacía trizas sobre los oscuros y obstinados gneis, la roca más antigua de la tierra. La silueta de un buque cisterna se vislumbraba en el horizonte casi como si fuera un espejismo.

En Cross, Fin observó que el árbol que antaño se alzaba junto al refugio de Cross Inn había sido talado. Otro punto de referencia perdido. El único árbol de la costa occidental. El pueblo parecía casi desnudo sin él. La Iglesia Libre de Cross aún dominaba el paisaje: granito oscuro que se cernía sobre los hogares revestidos de mortero y con ventanas de doble cristal de esos isleños tozudos, decididos a plantar cara a los elementos. Isleños que de vez en cuando veían atendidas sus plegarias: a veces, en días como ese, el viento se apiadaba y el cielo permitía el paso del sol, que suavizaba el rigor habitual del tiempo en la zona. Vidas duras cuyo premio eran esos fugaces instantes de placer.

No muy lejos de la iglesia, la carretera ascendía y ofrecía una vista del extremo más septentrional de la isla. Todo un panorama de tejados de «casitas blancas» brillando al sol y de restos de piedra de las viejas «casas negras» que aún seguían en pie, sobre el turbal. Fin reconoció la curva del terreno cuando este descendía hacia el pueblo de Crobost por la carretera del acantilado, y la distintiva silueta de una iglesia construida para demostrar a la gente de Cross que los de Crobost no se quedaban atrás en términos de devoción.

La carretera los llevó a través de Swainbost y Lionel hasta el minúsculo pueblo de Port of Ness, pasados ya los caminos vecinales que salían de ella hacia Crobost y Mealanais. Allí terminaba, y los acantilados formaban un dique natural en el extremo nordeste después de ochocientos metros de playa desierta dorada. El hombre había controlado a la naturaleza mediante la construcción de un rompeolas y un muro para el puerto. Hubo una época en que las barcas y botes de pesca habían ejercido su oficio, entrando y saliendo de ese puerto. Pero la naturaleza había devuelto el golpe, destrozando el rompeolas en uno de sus extremos: grandes pedazos de roca y hormigón medio sumergidos habían luchado contra el asalto irresistible del mar antes de aceptar su fracaso. Hoy en día el puerto estaba desierto; solo se usaba como amarradero para unos cuantos botes, de vela o neumáticos.

Gunn aparcó a las afueras de la Ocean Villa, frente a la carretera del puerto. La cinta negra y amarilla que cruzaba la vía para evitar el acceso al escenario del crimen temblaba por el azote del viento. Un agente de uniforme, apoyado contra el muro de la Harbour View Gallery, se apresuró a tirar el cigarrillo al ver que era Gunn quien se apeaba del coche. Algún gracioso había sustituido la «O» y la «R» por una «P», una «U» y una «T», en la señal que rezaba hacia la orilla y que apuntaba en dirección al puerto. Fin se preguntó si se trataba de una referencia a la sucesión de chicas adolescentes que habían perdido su virginidad a lo largo de los años en el mismo cobertizo donde el sábado había muerto un ángel caído.

Pasaron por encima de la cinta policial y siguieron el sinuoso camino que descendía hacia el cobertizo del puerto. Había marea alta, aguas verdes sobre arena amarilla. Un barco de vela y varios botes neumáticos estaban amarrados todos juntos en el muro interior; sobre ellos se acumulaban las cestas de pesca, una maraña de red verde y varias boyas de color rosa y amarillo. Una barca más grande, que había sido arrastrada fuera del agua, se hallaba sobre la arena, no del todo a salvo de las olas.

El cobertizo estaba tal y como lo recordaba Fin. Techo de chapa verde, paredes pintadas de blanco. Su lado derecho quedaba abierto y expuesto a los elementos. Dos ventanucos del muro trasero daban a la playa. En la parte izquierda había dos grandes puertas de madera. Una estaba cerrada, y a través de la otra, solo entornada, podía entreverse una barca cargada sobre un remolque. Había más cinta amarilla y negra. Entraron en la semipenumbra de la mitad cerrada del edificio. En el suelo aún quedaban manchas de la sangre de Angel, y el olor a muerte se mezclaba con el del gasóleo y el del agua salada. La viga de madera que cruzaba el techo mostraba una profunda grieta provocada por la cuerda con la que el asesino había colgado a Angel. El ruido del mar y del viento se amortiguaba allí dentro, persistiendo en forma de rumor sordo. A través de las estrechas ventanas Fin se percató de que la marea cambiaba: el agua del mar empezaba a retroceder sobre la lisa arena húmeda.

Aparte de la mancha, el suelo de hormigón presentaba un estado de limpieza inusual: cada resto de basura había sido recogido concienzudamente por hombres enfundados en monos de polietileno para su posterior examen forense. Las paredes mostraban cicatrices en forma de pintadas realizadas a lo largo de varias generaciones. Citas eruditas del estilo de «Murdo es marica», «Anna quiere a Donald», y ese clásico atemporal: «Que le den por el culo al Papa». Fin lo encontró tremendamente deprimente. Salió al exterior, se situó en la parte abierta del cobertizo y respiró hondo. Un columpio improvisado colgaba de las vigas: dos tablones de madera unidos con cuerda de plástico de color naranja formaban el asiento. La misma cuerda naranja que se había usado para colgar a Angel de la viga. Fin notó que Gunn estaba a su espalda y dijo, sin volver la cabeza:

—¿Tenemos alguna idea de por qué alguien habría querido matarlo?

—Enemigos no le faltaban, señor Macleod. Usted debería saberlo. Hay toda una generación de hombres en Crobost que ha sufrido en un momento u otro a manos de los hermanos Macritchie.

—Desde luego. —Fin escupió al suelo, como si el recuerdo le provocara mal sabor de boca—. Yo fui uno de ellos. —Se volvió con una sonrisa en los labios—. Quizá deberías interrogarme sobre dónde estuve el sábado por la noche.

Gunn enarcó una ceja.

—Quizá sí, señor Macleod.

—¿Te importa si damos un paseo por la playa, George? Ha pasado mucho tiempo.

La playa quedaba delimitada por acantilados bajos y desmoronados que no alcanzaban los diez metros de altura, y en su extremo más alejado la arena cedía el paso a unos salientes rocosos que se internaban con indecisión en el agua, como si quisieran comprobar su temperatura. Por encima de las rompientes olas se vislumbraban extraños conjuntos de rocas, agrupados en ciertos puntos de la bahía. De niño, Fin había pasado horas en esa playa, buscando restos, cazando cangrejos en los charcos de las rocas, escalando los acantilados. Él y Gunn dejaron un rastro visible en la arena.

—La cosa está —dijo Fin— en que haber sido acosado en el colegio hace veinticinco años no supone un buen motivo para el asesinato.

—No solo estaban esos, señor Macleod: había más gente de la que parece que quería ajustarle las cuentas.

—¿Como quién, George?

—Bueno, para empezar había dos denuncias en su contra en el juzgado de Stornoway. Una por agresión, otra por violación. Ambas, en teoría, aún sujetas a investigación.

A Fin le sorprendió solo la denuncia por agresión.

—A menos que hubiera cambiado mucho desde que lo conocí, Angel Macritchie siempre andaba metido en peleas. Pero eran cosas que quedaban zanjadas de una forma u otra, ya fuera a puñetazos en el aparcamiento o con unas cañas en el bar. Nadie acudió nunca a la policía.

—Ya, pero es que este no era del pueblo. Ni siquiera de la isla. Y no cabe duda de que Angel le dio una tunda. Pero no pudimos encontrar a nadie que admitiera haberlo visto.

—¿Qué pasó?

—Bueno, se trata de uno de esos activistas por los derechos de los animales de Edimburgo. Chris Adams, se llama. Es director de campaña de un grupo denominado Aliados de los Animales.

Fin soltó un bufido.

—¿Y qué hacía por aquí? ¿Proteger a las ovejas de los salidos que las acosan cuando cierran los bares los viernes por la noche?

Gunn se rio.

—Haría falta algo más que un ecologista para acabar con eso, señor Macleod. —Se le borró la sonrisa—. No, estaba… está aún intentando acabar con la caza de las gugas de este año.

Fin lanzó un silbido suave.

—Dios. —Era algo en lo que no pensaba desde hacía años.

Guga era la palabra gaélica que denominaba a un alcatraz joven, ave que se convertía en el objetivo de los hombres de Crobost durante dos semanas al año, en agosto, cuando iban a cazarlos a una roca situada a ochenta kilómetros al noroeste del extremo de Lewis. An Sgeir, la llamaban. La roca. Casi cien metros de acantilados inhóspitos que se alzaban en pleno océano norte. Rocas que cada año constituían el asentamiento de nidos de alcatraces. Era una de las colonias más importantes del mundo, y los hombres de Ness llevaban más de un siglo realizando este peregrinaje anual, cruzando mares procelosos en botes descubiertos para hacerse con las presas. Actualmente se iba en barco. Doce hombres de Crobost, el único pueblo de Ness que aún conservaba la tradición, vivían en esas rocas durante catorce días, aferrándose a los acantilados a pesar del tiempo inclemente, arriesgando su vida y su integridad para capturar y matar a las crías de alcatraz en sus nidos. En un principio ese viaje obedecía a la necesidad de alimentar a los habitantes del pueblo. Hoy en día, la guga se había convertido en una exquisitez que generaba una gran demanda en toda la isla. Pero una disposición parlamentaria limitó la caza a solo dos mil especímenes, una dispensa especial que constaba en la Ley de Protección de Aves y que se aprobó en la Cámara de los Comunes de Londres en 1954. Así que probar la carne de guga ya era solo cuestión de suerte o de tener buenos contactos en la isla.

A Fin se le hizo la boca agua al recordar el sabor aceitoso de la carne. Condimentada con sal y luego hervida, tenía la textura del pato y el sabor del pescado. Algunos decían que era un gusto adquirido, pero Fin había crecido con él. Era el regalo del verano. Dos meses antes de que los hombres partieran hacia la roca, él empezaba ya a anticipar su sabor, de la misma forma en que cada año se regodeaba con el del salmón que se pescaba furtivamente. Su padre siempre se las arreglaba para conseguir un par de aves y se organizaba con ellas un festín familiar durante la primera semana de septiembre. Había quien las conservaba en barreños de agua salada y las racionaba para que le duraran todo el año. Pero Fin consideraba que esa conservación les confería un sabor demasiado fuerte, y le ardía la boca por el exceso de sal. Le gustaban recién cazadas en la roca, servidas con patatas y acompañadas por un buen vaso de leche.

—¿Has probado la guga alguna vez? —dijo a Gunn.

—Sí. Mi madre tenía amigos en Ness, y solíamos pillar alguna cada año.

—¿Así que estos Aliados de los Animales intentan parar la caza?

—Exactamente.

—Angel era un habitual en la roca, ¿no? —Fin recordó que la única vez que había estado entre los doce hombres de Crobost era ya el segundo viaje de Angel. El recuerdo fue como una sombra pasajera.

—No fallaba nunca. Era el cocinero.

—De manera que no debió de tomarse muy bien que alguien intentara poner fin a eso.

—No. —Gunn meneó la cabeza—. Igual que todo el pueblo. Lo que explica por qué no hemos encontrado ningún testigo de lo que pasó.

—¿Le hizo mucho daño?

—Bastantes moretones en la cara y en el cuerpo. Un par de costillas rotas. Nada muy grave. Pero el chico se va a acordar de esto durante un tiempo.

—¿Y por qué sigue aquí?

—Porque no pierde la esperanza de poder detener el bote que lleva a los hombres a la roca. ¡Maldito chiflado! Un grupo de ecologistas llega en su ayuda en el ferry de mañana.

—¿Cuándo deben partir hacia An Sgeir? —La mera pronunciación del lugar hizo que un leve escalofrío recorriera el cuerpo de Fin.

—En algún momento de mañana o pasado. Depende del tiempo.

Habían alcanzado el extremo de la playa y Fin empezó a subir por las rocas.

—No llevo el calzado adecuado para esto, señor Macleod. —Gunn resbaló sobre una roca negra lisa.

—Conozco un camino que sube hasta la cima del acantilado —repuso Fin—. Vamos, es fácil.

Gunn avanzó tras él, casi a gatas, mientras ambos ascendían por un estrecho sendero pedregoso que se cortaba antes de dar paso a una serie de peldaños naturales, aunque irregulares, que los condujeron a la cima. Desde allí contemplaron la amplia vista del machar hasta las casas de Crobost, enclavadas en la pendiente de la carretera del acantilado, construidas en torno a la lúgubre y dominante presencia de la Iglesia Libre, donde Fin había pasado tantos domingos fríos y deprimentes durante su infancia. El cielo se oscurecía, presagiando lluvia, y Fin la olió en el aire, igual que había hecho de niño. Estaba eufórico por la excursión y disfrutaba de la vigorosa caricia de la brisa, que iba cobrando fuerza. An Sgeir se había borrado de su mente. Gunn estaba sin aliento y preocupado por las rozaduras de sus relucientes zapatos negros.

—Hace mucho que no hacía algo así —dijo Fin.

—Yo soy de ciudad, señor Macleod. —George jadeaba—. No lo había hecho nunca.

Fin sonrió.

—Pues te sentará bien, George. —No recordaba cuándo se había sentido tan satisfecho por última vez—. Dime, ¿crees que nuestro defensor de los animales se cargó a Angel Macritchie como venganza por la paliza?

—No. No da el perfil. Es un poco… —Buscó la palabra adecuada—. Blando. ¿Sabe a lo que me refiero? —Fin asintió, pensativo—. Pero, señor Macleod, tengo que reconocer que llevo en este mundo suficiente tiempo para saber que a veces la gente más improbable es capaz de cometer los crímenes más horribles.

—Y es de Edimburgo. —Fin seguía meditabundo—. ¿Alguien ha comprobado si tiene una coartada para el asesinato de Leith Walk?

—No, señor.

—Podría ser una posibilidad. El ADN le vinculara o exonerara al asesinato de Macritchie, pero eso puede demorarse un par de días. Quizá tendría que charlar un rato con él.

—Se aloja en la ciudad, en el hostal Park, señor Macleod. Me parece que los Aliados de los Animales no van muy sobrados de presupuesto. Y el inspector jefe Smith le ha prohibido abandonar la isla.

Emprendieron el camino hacia la carretera a través del machar, asustando a las ovejas, que huían dispersas al verlos. Fin elevó la voz por encima del viento.

—Me dijiste algo también de una agresión sexual. ¿Qué pasó con eso?

—Una chica de dieciséis años lo acusó de violación.

—¿Y la violó?

Gunn se encogió de hombros.

—En estos casos resulta difícil obtener las pruebas que se necesitan para estar seguros.

—Ya, pero yo diría que también resulta virtualmente imposible que una niña de dieciséis años pudiera llevar a cabo lo que le hicieron a Macritchie.

—Quizá tenga razón, señor Macleod. Pero le aseguro que su padre habría sido perfectamente capaz.

Fin se paró de repente.

—¿Y quién es su padre?

Gunn inclinó la cabeza hacia la iglesia que se distinguía a lo lejos.

—El reverendo Donald Murray.