Capítulo 2

He oído que algunos de los nacidos en los años cincuenta describen su infancia en tonos ocres. Un mundo en sepia. En cambio yo, que me crie entre los sesenta y setenta, siempre veo mi infancia de color púrpura.

Vivíamos en lo que en esos días se conocía como una casa nueva, a un kilómetro a las afueras del pueblo de Crobost. Formaba parte de la comunidad que llamaban Ness, al extremo norte de la isla de Lewis, la isla más septentrional del archipiélago de las Hébridas Occidentales de Escocia. Esas casas, que localmente recibían el nombre de «casas blancas», habían sido construidas en los años veinte a base de piedra y cal, u hormigón armado, y techadas con pizarra, calamina o fieltro asfáltico. Las construyeron con el fin de reemplazar a las antiguas casas de piedra o «casas negras», de paredes de mampostería y techos de paja, que servían para acoger tanto a hombres como a animales. Un fuego de turba ardía día y noche en el centro del suelo de piedra del espacio principal, conocido como el cuarto del fuego. Como no había chimeneas, el humo debía salir por un agujero del techo. Está claro que el sistema no podía ser muy eficaz, y el interior siempre parecía inmerso en una densa humareda. No era de extrañar que la esperanza de vida fuera más bien corta.

Los restos de la casa de piedra donde habían vivido mis abuelos paternos seguían en nuestro jardín, a poca distancia de la vivienda. No tenía tejado y los muros estaban casi en ruinas, pero constituía un lugar perfecto para jugar al escondite.

Mi padre era un hombre práctico, provisto de una mata de pelo denso y negro y unos penetrantes ojos azules. Su piel era como cuero, y en verano adoptaba el color del asfalto porque pasaba la mayor parte de su tiempo al aire libre. Cuando yo era muy pequeño, antes de empezar la escuela, solía llevarme a «peinar» la playa. Entonces no lo entendía, pero luego comprendí que en esa época él estaba en paro. La industria pesquera había sufrido una recesión y el bote en el que faenaba había sido vendido por cuatro perras. De manera que, como disponía de tiempo libre, al despuntar el día nos marchábamos a hurgar en las playas en busca de cualquier cosa que la noche hubiera depositado en ellas. Maderos. Montones de maderos. Una vez me contó que había conocido a un hombre que construyó su casa a base de tablones recogidos en la orilla. Él mismo había conseguido así casi toda la madera que necesitaba para el desván. El mar la entregaba con profusión. También se llevaba muchas otras cosas. Apenas pasaba un mes sin que circulara la noticia de que algún desgraciado había muerto ahogado. Accidentes de pesca. Bañistas arrastrados por la corriente. Alguien que había caído de los acantilados.

De esas excursiones a la playa volvíamos a casa cargados con toda clase de cosas: cuerda, red de pesca, boyas de aluminio que mi padre luego vendía a los chatarreros… Los hallazgos mejoraban mucho después de una tormenta. Y fue precisamente después de una cuando encontramos el gran bidón de doscientos litros. Aunque la tormenta había amainado ya, aún soplaba una galerna, el mar seguía bravo y enfurecido y sacudía la costa con fuerza. Grandes masas de nubes rasgadas volaban sobre nuestras cabezas a casi cien kilómetros por hora. Entre ellas asomaba el sol y coloreaba la tierra, tiñéndola de brillantes y variables tonos de verde, violeta y marrón.

Aunque el bidón no llevaba etiqueta alguna, estaba lleno y pesaba un montón. Mi padre estaba emocionado con el hallazgo. Pero no hubo forma de moverlo, ya que estaba inclinado y medio enterrado en la arena. De manera que fue a buscar un tractor para remolcarlo, y a algunos hombres que le echaran una mano; esa misma tarde lo tuvimos a buen recaudo en el cobertizo de la granja. No tardó mucho en abrirlo y descubrir que estaba lleno de pintura. Pintura de un brillante color púrpura. Y por eso todas las puertas, ventanas, armarios, estantes y suelos de casa acabaron pintados de ese color. Durante todos los años que viví allí.

Mi madre era una mujer encantadora, de cabellos rubios y rizados que solía recogerse en una coleta. Tenía la piel blanca, pecosa, y los ojos de un color castaño claro. No recuerdo haberla visto nunca maquillada. Era una persona amable, optimista por naturaleza, pero capaz de ponerse hecha una fiera si le buscabas las cosquillas. Trabajaba en la granja. Eran solo dos hectáreas y media que se extendían sobre una marca larga y estrecha desde la casa hasta la orilla. Fértiles tierras de machar,[1] buenos pastos para esas ovejas que suponían nuestra mayor fuente de ingresos gracias a los subsidios del gobierno. También cultivaba patatas, nabos y algunos cereales, además de hierba para heno y ensilaje. En la última imagen que tengo de ella, aparece sentada en el tractor, con el mono azul y las botas de agua de color negro, posando con sonrisa tímida para un fotógrafo del periódico local con motivo de haber ganado algún premio en la feria de muestras de Ness.

Cuando me llegó el momento de empezar el colegio, mi padre había encontrado trabajo en la nueva refinería de petróleo de Amish Point, en Stornoway y, junto con un grupo de hombres del pueblo, partía a primera hora de la mañana en una furgoneta blanca con la que recorrían el largo camino hasta la ciudad. De manera que ese primer día le tocó a mi madre llevarme a la escuela en nuestro Ford Anglia oxidado. Yo me sentía emocionado. Mi mejor amigo era Artair Macinnes, y él estaba tan ansioso por empezar como yo. Nos llevábamos solo un mes, y el chalet de sus padres era la casa que quedaba más cerca de nuestra granja. De manera que antes de que tuviéramos que ir al colegio pasamos mucho tiempo juntos. En cambio, mis padres y los suyos nunca fueron íntimos. Supongo que entre ellos existía eso que se llama diferencia de clases. El padre de Artair trabajaba en la escuela de Crobost, donde no solo se impartían los siete años de primaria sino también los dos primeros de secundaria. Él era profesor de mates y lengua en secundaria.

Recuerdo que hacía mucho viento aquel día de septiembre y que una capa de nubes bajas parecía estar a punto de desplomarse sobre la tierra. Se podía oler la lluvia en aquellas ráfagas. Yo llevaba un anorak marrón con capucha y unos pantalones cortos que me escocían en las piernas cuando se mojaban. Las botas de agua de color negro me rozaban en las pantorrillas. Me eché al hombro el macuto de tela, donde iba mi almuerzo y las zapatillas de tenis. Ardía en deseos de salir.

Mi madre estaba sacando el Anglia del cobertizo de madera que nos servía de garaje cuando una bocina resonó por encima del ruido del viento. Me volví: eran Artair y su padre que pasaban en su Hillman Avenger naranja metalizado. Era de segunda mano, pero parecía nuevo y dejaba a nuestro viejo Anglia a la altura del betún. El señor Macinnes bajó del coche, sin apagar el motor, para hablar con mi madre. Un momento después se acercó a mí, apoyó la mano en mi hombro y me dijo que nos llevaría a Artair y a mí al colegio. No fue hasta que el coche comenzó a alejarse y me volví para ver a mi madre, que se despedía de mí con la mano, que caí en la cuenta de que no le había dicho adiós.

Ahora sé cómo se siente uno el día que un hijo va al colegio por primera vez. Se produce una extraña sensación de pérdida, de cambio irrevocable. Y, al echar la vista atrás, entiendo lo que sintió mi madre. Estaba en su rostro, junto con el pesar de haberse perdido el momento.

La escuela de Crobost se asentaba en una hondonada ya pasado el pueblo. La fachada daba al norte, hacia Port of Ness, y quedaba bajo la sombra de la iglesia, que dominaba el pueblo entero desde su posición en lo alto de la colina. El colegio estaba rodeado de campo abierto, y a lo lejos solo se distinguía la torre del faro en el Butt. Ciertos días podía verse el estrecho de Minch, que comunicaba la isla con el continente, y el difuso contorno montañoso de las Highlands. Siempre oí que si alcanzabas a ver el continente es que iba a hacer mal tiempo. Y siempre acertaron.

Había ciento tres alumnos en primaria y ochenta y ocho en secundaria. Para otros once críos de caras limpias, ese era también su primer día, y nos sentamos en clase, distribuidos en dos hileras de seis pupitres, uno detrás de otro.

La maestra era la señora Mackay, una mujer delgada y de pelo gris que seguramente era mucho más joven de lo que aparentaba. En ese momento me pareció una anciana. La verdad es que era amable, la señora Mackay, pero severa, y a veces hacía comentarios de lo más cáustico. Lo primero que preguntó a la clase era si había alguien que no hablara inglés. Yo había oído hablar inglés, por supuesto, pero en mi familia solo usábamos el gaélico, y como mi padre se negaba a meter un televisor en casa, no comprendí ni una palabra de lo que había dicho. Artair levantó la mano con una sonrisa de suficiencia en la cara. Oí mi nombre: los ojos de toda la clase se posaron en mí. No hacía falta ser un genio para deducir lo que Artair le había contado. Noté que mis mejillas enrojecían.

—Muy bien, Fionnlagh —dijo la señora Mackay en gaélico—, al parecer tus padres no han tenido la sensatez de enseñarte inglés antes de que empezaras el colegio. —Mi primera reacción fue de enojo hacia mi madre y mi padre. ¿Por qué no sabía yo inglés? ¿Acaso ignoraban lo humillante que resultaba?—. Debes saber que en esta clase solo hablamos inglés. No es que el gaélico tenga nada de malo, pero así son las cosas. Claro que enseguida descubriremos lo buen estudiante que eres. —Yo era incapaz de levantar la vista del pupitre—. Empezaremos dándote tu nombre inglés. ¿Sabes cuál es?

Alcé la cabeza, con un gesto levemente desafiante.

—Finlay. —Lo sabía porque así era como me llamaban los padres de Artair.

—Bien. Y como lo primero que voy a hacer hoy es pasar lista, ya puedes decirme también tu apellido.

—Macleoid. —Usé la pronunciación en gaélico que, a oídos de un inglés, sonaba parecido a Maclodge.

—Macleod —me corrigió ella—. Finlay Macleod. —Enseguida pasó al inglés y fue diciendo en voz alta todos los apellidos. Macinnes, Macdonald, Murray, Macritchie, Maclean, Pickford… Todas las cabezas se volvieron hacia el chico apellidado Pickford, y la señora Mackay hizo un comentario que despertó la hilaridad general. El chico se sonrojó y balbuceó una respuesta incoherente.

—Es inglés —me susurró una voz procedente del pupitre contiguo. Me volví y descubrí, sorprendido a una niña muy guapa con el pelo recogido en dos trenzas, rematadas con sendos lazos azules—. Es el único cuyo apellido no empieza por eme, ¿sabes? Así que tiene que ser inglés. La señora Mackay comentó que debía de ser el hijo del farero, porque ese siempre es inglés.

—¿Qué murmuráis vosotros dos? —saltó la señora Mackay con voz dura. Cuando hablaba en gaélico me resultaba aún más intimidante, porque entendía lo que decía.

—Por favor, señora Mackay —dijo Coletas—. Solo estoy traduciendo para Finlay.

—Oh, traduciendo, ¿eh? —Había un atisbo de burla en el tono de la maestra—. Esa es toda una palabra para una niña tan pequeña. —Hizo una pausa para consultar la lista—. Iba a recolocaros alfabéticamente, pero dado que eres una lingüista tan experta, Marjorie, quizá sea mejor que sigas sentada al lado de Finlay y… traduzcas para él.

Marjorie sonrió, complacida consigo misma, sin percatarse de la ironía de la maestra. Por lo que a mí se refiere, me parecía fantástico tener al lado a una niña guapa con coletas. Paseé la mirada por el aula y vi que Artair me observaba. Entonces pensé que era porque habría querido que nos sentaran juntos. Ahora sé que eran celos.

Le pedí explicaciones durante el recreo.

—¿Por qué te chivaste sobre que no sé hablar inglés?

Pero él no parecía dispuesto a disculparse.

—Iban a descubrirlo de todos modos, ¿no?

Sacó un pequeño inhalador de color azul y plata del bolsillo, se metió el pulverizador en la boca y tomó aire mientras presionaba el tubo. No le di importancia; le había visto usarlo desde siempre. Mis padres me habían dicho que era asmático, lo que para entonces no tenía demasiado sentido para mí. Solo sabía que a veces le costaba respirar y que el inhalador le servía de ayuda.

Un chico grandullón y pelirrojo se lo quitó de las manos.

—¿Y esto qué es? —Lo levantó hacia la luz como si así fuera a ver su contenido secreto.

Ese fue mi primer encuentro con Murdo Macritchie. Era más alto y de complexión más fuerte que los demás chicos, y tenía una mata de pelo rojo zanahoria que le hacía destacar del resto. Luego me enteré de que lo llamaban Murdo Ruadh. Ruadh significa «rojo» en gaélico, de manera que lo apodaban Murdo el Rojo. Era para distinguirlo de su padre, que también se llamaba Murdo Macritchie, pero tenía el pelo negro, lo que le había valido el sobrenombre de Murdo Dubh. Todo el mundo acababa con algún apodo, porque el nombre de pila solía ser el mismo. Murdo Ruadh tenía un hermano, Angus, que era un par de años mayor que nosotros. Le llamaban Angel porque era el matón de su curso, y Murdo Ruadh parecía dispuesto a seguir sus pasos.

—¡Devuélvemelo! —Artair intentó recuperar el inhalador, pero Murdo Ruadh lo mantenía fuera de su alcance.

Aunque Artair no era precisamente flaco, no podía competir con el gran Murdo, que lanzó el inhalador a otro chico, quien a su vez se lo tiró a otro que lo arrojó de nuevo a manos de Murdo. Como todos los acosadores, Murdo Ruadh ya tenía un grupo de secuaces, que le rodeaban como las moscas a la mierda. Chicos bastante cortos, pero al mismo tiempo lo bastante listos como para evitar convertirse en sus víctimas.

—Ven a por él, Silbidos —lo desafió Murdo Ruadh. Y cuando Artair saltó para cogerlo, volvió a lanzárselo a una de sus moscas.

Hasta mí llegó ese ronquido áspero y reconocible que salía del pecho de Artair mientras este corría en pos del inhalador, una mezcla de pánico y humillación que se unían para taponar sus vías respiratorias. Salté sobre uno de los secuaces y le quité el inhalador.

—Toma. —Se lo devolví a mi amigo.

Artair aspiró con él varias veces. Sentí una mano que me agarraba del cuello de la camisa y me estampaba contra la pared con una fuerza irresistible. El roce con la superficie granulosa me hizo sangre en la nuca.

—¿A qué te crees que estás jugando, paleto galés? —La cara de Murdo Ruadh estaba a cinco centímetros de la mía y podía oler su aliento a podrido.

—¡Déjalo en paz! —Era la voz de un crío, pero iba cargada de una autoridad tal que acalló los jaleos de los chicos, que se habían congregado ya para verme recibir una tunda a manos de Murdo.

Una mueca de incomprensión cubrió los feos rasgos de la cara de Murdo Ruadh. Había sido desafiado dos veces en un minuto; algo que no podía tolerar. Me soltó y dio media vuelta. El chico no era más alto que yo, pero había algo en su porte que dejó a Murdo Ruadh clavado en el suelo. Solo se oía el zumbido del viento y las risas de las niñas que saltaban al otro lado del patio. Todo el mundo estaba pendiente de Murdo. Y él era consciente de que se jugaba su reputación.

—Si me das problemas… iré a buscar a mi hermano.

Me entraron ganas de reírme.

El otro chico le sostuvo la mirada, y estaba claro que eso ponía nervioso a Murdo.

—Si quieres ir a esconderte detrás de tu hermano mayor… —el chico escupió las palabras «hermano» y «mayor» con algo parecido al desdén—, yo tendré que contárselo a mi padre.

Bajo la mata de pelo rojo, la cara de Murdo palideció.

—Bueno… Pues limítate a apartarte de mi camino. —Era una respuesta débil, y todo el mundo se dio cuenta. Se abrió paso entre el grupo y cruzó el patio, seguido por su séquito, que empezaba a plantearse si no habría apostado por el caballo equivocado.

—Gracias —dije al chico mientras el grupo se disgregaba.

Pero él solo se encogió de hombros, como si no tuviera importancia.

—No soporto a esos matones de mierda. —Era la primera vez que oía a alguien hablar así. Y, con las manos en los bolsillos, se encaminó hacia el edificio anexo.

—¿Quién es? —pregunté a Artair.

—¿No lo sabes? —Artair estaba asombrado. Meneé la cabeza—. Es Donald Murray. —Hablaba en voz baja y con la voz teñida de admiración—. El hijo del pastor.

Entonces sonó el timbre y todos volvimos a clase. Fue pura suerte, la verdad, que estuviera pasando frente a la puerta del despacho del director cuando él la abrió y echó un vistazo a la masa de alumnos que desfilaba por el pasillo en busca de un candidato apropiado.

—Tú, chico. —Me señaló con el dedo. Me detuve en seco y él me puso un sobre en la mano. No entendí ni una palabra de lo que dijo a continuación y me quedé quieto, paralizado por una creciente sensación de pavor.

—No habla inglés, y la señora Mackay me ha encargado que se lo traduzca todo. —Marjorie había aparecido a mi espalda, cual ángel de la guarda. Me brindó una sonrisa triunfal cuando me volví para mirarla.

—Ah, ¿eso ha hecho? Así que eres su intérprete, ¿eh? —El director nos miró fijamente, enarcando una ceja con severidad burlona. Era un hombre alto y calvo, que usaba gafas de media luna y siempre llevaba trajes de lana gris que le iban una talla grande—. Entonces será mejor que lo acompañes, jovencita.

—Sí, señor Macaulay. —Era alucinante cómo parecía conocer a todo el mundo—. Vamos, Finlay. —Se colgó de mi brazo y me llevó de nuevo hacia el patio.

—¿Adónde vamos?

—Ese sobre de ahí contiene un pedido para los almacenes de Crobost, para que se encarguen de reponer en la tienda de golosinas.

—¿La tienda de golosinas? —No tenía ni idea de qué me hablaba.

—¿No te enteras de nada, tonto? La tienda de golosinas es ese puesto del cole donde compramos caramelos, patatas fritas, limonada y esas cosas. Así no tenemos que cruzar la carretera para ir hasta la tienda con el riesgo de que nos atropelle un coche.

—Oh. —Asentí mientras me preguntaba cómo sabía ella todo eso. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que me enterara de que tenía una hermana mayor en sexto de primaria—. ¿Así que ahora solo nos atropellarán a nosotros?

Ella se rio.

—El viejo Macaulay debe de haber pensado que parecías un chico sensato.

—Pues se ha equivocado. —Recordé mi enfrentamiento con Murdo Ruadh.

Ella volvió a reírse.

Los almacenes de Crobost estaban en un viejo establo de piedra a unos ochocientos metros de la escuela, al final de la calle, en el cruce con la carretera principal. El establecimiento tenía dos escaparates pequeños que siempre parecían estar vacíos y una estrecha puerta entre ambos que se abría hacia la tienda. La veíamos desde lejos, junto a un cobertizo de piedra y techo de calamina de un color rojo oxidado. El camino hasta ahí era largo y recto, sin asfaltar, delimitado por una valla de postes medio carcomidos e inclinados. A duras penas cumplía la función de evitar que las ovejas salieran al camino. Los altos arbustos que crecían en la zanja estaban resecos del sol y combados por el viento, y el brezo estaba absolutamente muerto. Tras la pendiente, las casas bordeaban la calle mayor como si fueran cuentas cuadradas de un collar, sin árboles o setos que suavizaran sus severos ángulos rectos. Solo un amasijo de vallas y los esqueletos podridos de coches muertos y tractores rotos.

—¿Y en qué parte de Crobost vives? —pregunté a Marjorie.

—En ninguna. Vivo en Mealanais Farm. A unos tres kilómetros y medio de Crobost. —Bajó la voz, tanto que apenas la oía con el ruido del viento—. Mi madre es inglesa. —Era como si me confesara un secreto—. Por eso hablo inglés sin acento gaélico.

Me encogí de hombros sin saber por qué me contaba eso.

—Nadie lo diría.

Ella se rio.

—Claro que no.

Hacía frío y empezaba a llover, así que me subí la capucha, mirando de reojo a la niña de las coletas. El viento las mecía y ella parecía disfrutar del frescor en su cara. Sus mejillas habían adoptado un brillante color rojo.

—Marjorie —elevé la voz por encima del viento—. Es un nombre bonito.

—Yo lo odio —dijo ella con el ceño fruncido—. Es mi nombre inglés. Pero nadie me llama así. Mi verdadero nombre es Marsaili. —Como en Marjorie, puso el acento en la primera sílaba y la «s» se convirtió en «sh», como pasa siempre en gaélico si va después de una «r», el legado nórdico de los doscientos años en que las islas estuvieron bajo el dominio de los vikingos.

—Marsaili —repetí, para ver cómo sonaba dicho por mí. Me gustó—. Pues es incluso más bonito.

Me lanzó una mirada coqueta; sus suaves ojos azules se cruzaron con los míos durante un momento pero se apartaron enseguida, risueños.

—¿Y qué te parece tu nombre inglés?

—¿Finlay? —Ella asintió—. Tampoco me gusta.

—Entonces te llamaré Fin. ¿Qué tal?

—Fin. —De nuevo probé a decirlo en voz alta. Era corto, directo—. Esta bien.

—Vale —sonrió Marsaili—. Pues así se queda.

Y así fue como Marsaili Morrison me puso el nombre por el que me llamarían ya toda mi vida.

Durante la primera semana, la ración de colegio solo duraba hasta la hora de comer. Nos íbamos a casa después del almuerzo. Y aunque a Artair y a mí nos habían llevado en coche aquella primera mañana, teníamos que volver a pie. No era un trecho largo, apenas llegaba a un kilómetro de distancia. Artair me esperaba en la verja. Yo me retrasé porque la señora Mackay me había llamado a su mesa para darme una nota que debía entregar a mis padres. Vi a Marsaili en la carretera, caminando sola. El paseo hasta el almacén nos había dejado empapados y nos habíamos pasado el resto de la mañana sentados sobre un radiador para secarnos. De momento había parado de llover.

—Date prisa. Llevo un rato esperándote. —Artair estaba impaciente por salir. Quería que fuéramos a cazar cangrejos en las rocas, debajo de su casa.

—Voy a volver por Mealanais Farm —le dije—. Es un atajo.

—¿Qué? —Me miró como si estuviera chiflado—. ¡Tardarás horas!

—No. A la vuelta bajaré por la carretera de Cross-Skigersta. —No tenía la menor idea de dónde quedaba eso, pero Marsaili me había dicho que era el camino más rápido para ir de Mealanais a Crobost.

No me quedé a oír sus objeciones, salí corriendo calle arriba en pos de Marsaili. Cuando la alcancé, estaba sin aliento. Me dirigió una sonrisa autosuficiente.

—Creí que volvías a casa con Artair.

—Se me ocurrió que podía acompañarte hasta Mealanais —dije tan despreocupado como pude—. Es un atajo.

Su mirada expresaba de todo menos convicción.

—Es un largo camino para ser un atajo. —Se encogió de hombros—. Pero no puedo evitar que vengas conmigo si eso es lo que quieres.

Sonreí para mí y resistí la tentación de dar un puñetazo al aire. Volví la cabeza y vi a Artair, siguiéndonos con los ojos.

Para llegar a la granja había que tomar un camino que salía de la carretera principal antes de alcanzar el cruce de Crobost. Salpicado por algún apartadero ocasional, el sendero serpenteaba en dirección sudeste a través de hectáreas de turba que parecían no tener fin. En un momento dado el terreno se elevaba y, si volvías la vista atrás, distinguías la línea de la carretera que cruzaba Swainbost y Cross. A lo lejos, un mar de espuma blanca rompía en la costa oeste, por debajo de una selva de lápidas que se alzaban impávidas contra el cielo en el cementerio de Crobost. La parte norte de Lewis era llana, sin colinas ni montañas que interrumpieran la planicie, y acusaba más las inclemencias del tiempo que la maltrataban desde el Atlántico hasta el Minch, siempre a una velocidad aterradora. Se alternaban los cielos oscuros y claros, a veces unos con otros: lluvia, sol, cielo negro, cielo azul. Y los arcos iris. Mi infancia parecía estar llena de ellos, normalmente dobles. Aquel día vimos uno, que se formó rápidamente sobre la turbera; sus vivos colores contrastaban con el tono más oscuro de todos los azules que podían teñir el cielo. No podía describirse con palabras.

El camino dibujaba luego una leve pendiente descendente hasta llegar al conjunto de edificios que conformaban la granja, construidos en una especie de hondonada. Allí las vallas estaban en mejor estado, y había ganado y ovejas pastando en los campos. Además de un establo grande, de techo rojo, y una gran casa rodeada por varias construcciones de piedra. Nos detuvimos frente a una puerta pintada de blanco que daba a un sendero de tierra que descendía hasta la casa.

—¿Te apetece un vaso de limonada? —preguntó Marsaili.

Pero a esas alturas yo me moría de preocupación. No tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo llegar a casa. Y sabía que se me haría muy tarde. Podía oír el enfado de mi madre como si la tuviera al lado.

—Mejor no. —Miré la hora, intentando no parecer asustado—. Creo que voy a llegar un poco tarde.

Marsaili asintió.

—Es lo que tienen los atajos. Siempre te retrasan. —Esbozo una sonrisa radiante—. Ven a jugar el sábado por la mañana.

Empujé un puñado de estiércol con la punta de la bota y me encogí de hombros, haciéndome el duro.

—Me lo pensaré.

—Tú mismo. —Y, tras dar media vuelta, bajó corriendo el camino que conducía a la gran casa blanca.

Nunca he sabido con certeza cómo me las apañé para encontrar el camino a casa aquel primer día, porque después de Mealanais el sendero se convertía en una especie de pedregal. Llevaba un rato caminando, embargado por una creciente desesperación, cuando vi la parte superior de un coche que pasaba por el horizonte cercano. Subí la cuesta corriendo y me encontré en lo que debía de ser la carretera de Cross-Skigersta que había mencionado Marsaili. La vía cruzaba la turbera. Yo no sabía qué dirección tomar. Estaba asustado y al borde de las lágrimas. Una bienintencionada mano fantasma debió de dirigirme hacia la izquierda; de haber girado a la derecha, nunca habría llegado a casa.

Incluso así, transcurrieron más de veinte minutos antes de alcanzar un cruce donde una señal, torcida y en blanco y negro, indicaba ya de manera unívoca hacia Crobost. A esas alturas yo iba corriendo, con las lágrimas ardiendo en las mejillas y los bordes de las botas rozándome en las piernas. Olía el mar, lo oí antes de verlo. Y entonces, cuando llegué a la elevación, reconocí la silueta de la Iglesia Libre de Crobost, que se cernía sobre el conjunto de casas y establos diseminados por la carretera del acantilado.

Cuando llegué a casa mi madre estaba sacando el Ford Anglia del garaje. Artair iba en el asiento trasero. Ella bajó del coche y me agarró como si el viento fuera a llevárseme. Pero el alivio se transformó en enojo en cuestión de segundos.

—Por el amor de Dios, Fionnlagh, ¿dónde te has metido? He subido y bajado la carretera dos veces buscándote. Estaba a punto de volverme loca. —Me secó las lágrimas de los ojos mientras yo intentaba que dejaran de brotar. Artair había salido también del coche y observaba la escena con interés. Mi madre lo miró de soslayo—. Artair vino a buscarte después del colegio: no sabía dónde estabas.

Le lancé una mirada asesina y tomé nota de que, en lo que a temas de niñas se refería, él no era de fiar.

—Acompañé a casa a la niña de la granja Mealanais —dije—. No sabía que estaba tan lejos.

Mi madre me miró atónita.

—¿Mealanais? ¿En que estabas pensando, Fionnlagh? ¡Que no se te ocurra volver a hacerlo!

—Pero Marsaili me ha invitado a jugar a su casa el sábado por la mañana.

—¡Pues ya te puedes ir olvidando! —Mi madre se había vuelto de acero—. Está demasiado lejos, y ni tu padre ni yo tenemos tiempo de llevarte y recogerte. ¿Te queda claro?

Asentí, haciendo esfuerzos por no llorar, y de repente ella se apiadó de mí: me abrazó con fuerza y sus suaves labios rozaron mis mejillas calientes. Entonces recordé la nota que me había dado la señora Mackay. La busqué en el bolsillo y se la di.

—¿Y esto qué es?

—Una nota de la maestra.

Mi madre frunció el entrecejo, la cogió y rasgó el sobre. La vi enrojecer, pero la dobló enseguida y la guardó en el bolsillo de su pantalón de peto. Nunca supe qué decía la nota, pero a partir de ese día en casa solo se habló inglés.

Al día siguiente Artair y yo fuimos andando al colegio. El padre de Artair debía asistir a una reunión de docentes en Stornoway y mi madre tenía problemas con una de sus ovejas. Recorrimos la mayor parte del camino en silencio, sacudidos por el viento y aliviados a ratos por fugaces rayos de sol. En la playa, el mar lanzaba sus coronas blancas sobre la arena. Ya casi habíamos llegado a los pies de la colina cuando pregunté:

—¿Por qué fingiste delante de mi madre que no sabías que había ido a Mealanais?

Artair soltó un bufido de indignación.

—Soy mayor que tú. Me la habría cargado por haberte dejado ir.

—¿Mayor? ¡Solo me llevas cuatro semanas!

Artair inclinó la cabeza y la sacudió con gran solemnidad, como hacían los ancianos que se plantaban en las puertas de las tiendas de Crobost los sábados por la mañana.

—Eso es mucho.

No me convenció en absoluto.

—Bueno, le he dicho a mi madre que iría a tu casa a la salida del colegio. Así que será mejor que no metas la pata.

Me miró de hito en hito.

—¿Es que no vas a venir? —Negué con la cabeza—. ¿Y adónde vas?

—Acompañaré a Marsaili a casa. —Lo desafié con la mirada.

Caminamos en silencio hasta llegar a la carretera principal.

—No sé a qué vienen esas ganas de acompañar a niñas a casa. —Artair no estaba contento—. Son cosas de maricas.

No dije nada; cruzamos la carretera y tomamos el sendero estrecho que iba hacia el colegio. Aparecieron otros críos, procedentes de todas direcciones, andando en grupos de dos o tres hacia los edificios que componían la escuela.

—De acuerdo —dijo Artair de repente.

—¿De acuerdo qué?

—Si me pregunta tu madre, le diré que estuvimos jugando en casa.

Lo miré de reojo, pero él evitó que nuestras miradas se cruzaran.

—Gracias.

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Que yo también vaya contigo y con Marsaili.

Mi cara acusó la decepción, y le dirigí una mirada prolongada y dura. Pero él seguía esquivándola. ¿A santo de qué iba él a querer acompañar a Marsaili a casa si acababa de decir que eso eran cosas de maricas?

Por supuesto, ahora, muchos años después, comprendo el porqué. Pero entonces no tenía ni idea de que aquella conversación iba a marcar el principio de una competición entre ambos por el afecto de Marsaili que se prolongaría durante toda la escuela. Y más aún.