Era tarde y hacia ese calor sofocante que solo se da en la época de los festivales. A Fin le costaba concentrarse. La oscuridad de su pequeño estudio le oprimía como si fueran unas manos grandes, negras y blandas, empeñadas en clavarlo a la silla. El foco de la lámpara de mesa le deslumbraba, pero sus ojos lo buscaban, atraídos como moscas. El suave zumbido del ordenador resonaba en el silencio reinante, y por el rabillo del ojo vislumbraba el brillo de la pantalla. Debería haberse acostado hacía horas, pero tenía que terminar el proyecto. La universidad a distancia suponía su única vía de escape y él había estado perdiendo el tiempo. Miserablemente.
Oyó algo a su espalda y se giró, molesto, seguro de que debía tratarse de Mona. Pero la frase de reconvención no llegó a salir de sus labios. En su lugar se halló, atónito, ante un hombre tan alto que no podía mantener la cabeza erguida: debía inclinarla a un lado para no topar con el techo. No es que las paredes fueran muy altas, pero ese tipo debía de medir al menos dos metros y medio. Tenía las piernas muy largas, enfundadas en unos pantalones oscuros que caían sobre las botas negras formando una sucesión de pliegues. Llevaba una camisa de cuadros de algodón ceñida en la cintura por una correa, y encima un anorak abierto, con la capucha bajada desde el cuello vuelto. Los brazos le colgaban a ambos lados y sus manazas sobresalían de unas mangas demasiado cortas. Fin se dijo que debía de rondar los sesenta años: un rostro arrugado y lúgubre de ojos oscuros e inexpresivos. El cabello, canoso y grasiento, le llegaba por debajo de las orejas. El desconocido no dijo nada. Se limitó a quedarse allí plantado mirando a Fin de hito en hito mientras la luz del escritorio tallaba profundas sombras en sus rasgos pétreos. En el nombre de Dios, ¿qué hacía ese tipo ahí? A Fin se le erizó todo el vello de la nuca y de los brazos, y notó que el miedo se deslizaba sobre él como un guante, ciñéndose a su alrededor.
Entonces, desde algún lugar lejano, le llegó su propia voz, que sollozaba en la oscuridad como si fuera un niño. «Hombre maa-loo…». El individuo seguía con la mirada fija en él. «Hay un hombre maa-loo…».
—¿Qué pasa, Fin? —Era la voz de Mona. Alarmada, lo zarandeaba por el hombro.
E incluso antes de abrir los ojos y ver su cara asustada, perpleja y aún embotada por el sueño, él se oyó gimotear: «Hombre maa-loo…».
—¡Por Dios! ¿Qué te pasa?
Él se giró en la cama, dándole la espalda, y respiró hondo para recuperarse del susto. El corazón le latía a cien por hora.
—Ha sido un sueño. Solo un mal sueño.
Pero el recuerdo del hombre del estudio, ese monstruo de pesadilla infantil, permanecía nítido en su mente. Echó un vistazo al reloj de la mesilla de noche. Los números digitales le informaron de que eran las cuatro y siete minutos. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca; comprendió que no volvería a dormirse.
—Me has dado un susto de muerte.
—Lo siento. —Apartó la colcha y apoyó los pies en el suelo. Cerró los ojos y se frotó la cara, pero el hombre seguía allí, fijo en sus retinas. Se levantó.
—¿Y ahora adónde vas?
—A mear.
Caminó sobre la moqueta sin hacer ruido y abrió la puerta que daba al pasillo. La luz de la luna se derramaba en él, dividida geométricamente por las falsas ventanas georgianas. A medio camino del pasillo pasó por delante de la puerta abierta de su estudio. En su interior reinaba una oscuridad total, y se estremeció al pensar en el individuo alto que había irrumpido allí durante su sueño. Esa imagen tan clara, tan potente. Esa presencia tan poderosa. Se detuvo en la puerta del cuarto de baño, como había hecho todas y cada una de las noches de las cuatro últimas semanas y, sin que pudiera evitarlo sus ojos se dirigieron a la habitación del fondo del pasillo. La puerta estaba entornada y se apreciaba que el interior quedaba bañado por la luz de la luna. Esas cortinas que deberían haber estado corridas pero no lo estaban. Ese cuarto que solo contenía un tremendo vacío. Fin desvió la mirada, con el corazón en un puño y un sudor frío en la frente.
El chorro de su orina contra el agua dotó al cuarto de baño del reconfortante ruido de la normalidad. Era el silencio lo que le deprimía. Pero aquella noche ese hueco interno estaba ocupado. La imagen del hombre del anorak había desplazado cualquier otro pensamiento, instalándose como un cuco en su nido. Fin se preguntó entonces si lo conocía, si había algo que le resultara familiar en aquella cara larga y aquellas greñas sucias. Y de repente recordó la descripción del tipo del coche que Mona había dado a la policía. Le había parecido que llevaba un anorak. Era un individuo de unos sesenta años, con el pelo largo, gris y grasiento.
Desde el autobús que iba al centro contempló la sucesión de bloques de piedra gris que desfilaban ante la ventanilla, fotogramas parpadeantes de una película aburrida y monocromática. Podría haber cogido el coche, pero Edimburgo no era una ciudad que invitara al transporte privado. Cuando llegó a Princes Street, la nube se había rasgado y el sol lanzaba sus rayos sobre los grandes jardines del castillo. Una multitud venida al festival se había congregado en torno a un grupo de artistas callejeros que tragaban fuego y hacían malabarismos. Una banda de jazz tocaba en los escalones de la galería de arte. Fin se apeó en la estación de Waverley y cruzó sobre el Bridges hasta el centro histórico; pasada la universidad, se encaminó hacia el sur y luego giró al este, hacia el sombrío Salisbury Craggs. El sol iluminaba la escarpada pendiente de hierba que ascendía hasta los acantilados que delimitaban el contorno de la ciudad por detrás de la comisaría de la división A.
En uno de los pasillos de la planta superior varias caras conocidas lo saludaron con cierta timidez. Alguien apoyó una mano en su brazo y dijo:
—Te acompaño en el sentimiento, Fin.
Él se limitó a asentir.
El inspector jefe Black levantó la vista de los papeles y señaló con la mano la silla vacía que había al otro lado de la mesa. Era un hombre de rostro delgado y tez pálida. Revolvía documentos con dedos manchados de nicotina. Su mirada recordaba a la de un halcón cuando, unos instantes después, la posó sobre Fin.
—¿Qué tal la universidad a distancia?
—No va mal. —Fin se encogió de hombros.
—Nunca te he preguntado por qué lo dejaste la primera vez. Estudiabas en Glasgow, ¿no?
Fin asintió.
—Porque entonces era joven, señor. Y estúpido.
—¿Por qué te hiciste policía?
—Era lo que uno hacía en esos días: el destino típico para los hombres de las islas que no tenían trabajo, ni estudios.
—¿Conocías a alguien en el cuerpo?
—A unos cuantos.
Jack lo observó, pensativo.
—Eres un buen poli, Fin. Pero esto no es lo que quieres, ¿verdad?
—Es lo que hay.
—No, es lo que había. Hasta hace un mes. Y lo que pasa… Bueno, ha sido una tragedia. Pero la vida sigue, y nos lleva con ella. Todo el mundo comprendió que necesitaras un tiempo de luto. Dios sabe que en este trabajo vemos la suficiente cantidad de muerte como para ser capaces de entender algo así.
Fin lo miró con resentimiento.
—Usted no tiene la menor idea de lo que es perder a un hijo.
—No, eso es cierto. —No había el menor rastro de compasión en la voz de Black—. Pero he perdido a personas muy cercanas, y sé que no queda más remedio que vivir con ello. —Juntó las palmas de las manos como si estuviera rezando—. Pero regodearse en el dolor es… insano, Fin. Morboso. —Frunció los labios—. De manera que ya es hora de que tomes una decisión sobre lo que piensas hacer durante el resto de tu vida. Y hasta que la hayas tomado, y a menos que exista alguna contraindicación médica, te quiero de vuelta al trabajo.
La presión para que volviera a trabajar empezaba a acumularse. Llegaba por parte de Mona, de los colegas que lo llamaban por teléfono, de los amigos que le daban consejos. Y él se resistía porque no tenía ni idea de cómo ser de nuevo la misma persona que había sido antes del accidente.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo. Hoy.
Fin se sorprendió. Meneó la cabeza.
—Necesito tiempo.
—Has tenido tiempo, Fin. O vuelves o te largas. —Black no esperó respuesta. Extendió el brazo encima de la mesa y de la pila de carpetas que había en ella entresacó un expediente de color manila. Se lo pasó a Fin—. ¿Te acuerdas del asesinato que hubo en Leith Walk en mayo?
—Sí.
Pero Fin no abrió la carpeta. No le hacía falta. Recordaba perfectamente aquel cuerpo desnudo en un día lluvioso, colgado del árbol que había entre la iglesia pentecostal y el banco. Había un cartel en la pared de la iglesia que mostraba la siguiente inscripción: «Invierte en Jesús». Fin recordó que en ese momento le había parecido una buena promoción para el banco y se le había ocurrido que deberían hacer una adaptación que rezara así: «Jesús invierte en el Banco de Escocia».
—Ha habido otro —dijo Black—. Idéntico modus operandi.
—¿Dónde?
—En el norte. Nos ha llegado de la comisaría norte. Apareció en el sistema informático HOLMES. De hecho, fue el sistema el que tuvo la brillante idea de asignarte el caso. —Parpadeó. Fin vio las largas pestañas y los ojos que lo miraban llenos de escepticismo—. Aún dominas esa jerga, ¿no?
—¿El gaélico? —preguntó Fin, sorprendido—. No he vuelto a hablarlo desde que me fui de la isla de Lewis.
—Pues ve refrescando la memoria. La víctima es de tu pueblo.
—¿De Crobost? —Eso sí que era una noticia.
—Tiene un par de años más que tú. Un tal… —consultó una hoja de papel que tenía delante— …Macritchie. Angus Macritchie. ¿Te suena?
Fin asintió.
El sol que entraba a raudales por la ventana del salón parecía reprocharles su infelicidad. Motas de polvo flotaban en el aire inmóvil, suspendidas en la luz. Desde fuera les llegaba el ruido de los niños que jugaban al fútbol en la calle. Unas semanas atrás, Robbie podría haber estado con ellos. El tictac del reloj de la chimenea resaltaba aún más el silencio que reinaba entre ambos. Mona tenía los ojos enrojecidos, pero las lágrimas ya se habían secado y habían sido reemplazadas por la ira.
—No vayas. —Había adoptado esa frase como estribillo de la discusión.
—Esta mañana querías que volviera a trabajar.
—Pero no que te marcharas de viaje. No quiero que me dejes aquí sola durante semanas. —Exhaló el aire despacio; su respiración era trémula—. Sola con los recuerdos. Con… con…
Quizá nunca habría encontrado las palabras para terminar la frase. Pero Fin lo hizo por ella.
—¿Con la culpa? —Nunca le había dicho que le echara la culpa. Pero lo hacía. Aunque intentaba evitarlo con todas sus fuerzas. Ella le lanzó una mirada tan cargada de dolor que él se arrepintió al instante. Añadió—: En fin, solo serán unos días. —Pasó las manos por sus espesos rizos rubios—. ¿De veras crees que me apetece? Me he pasado dieciocho años evitándolo.
—Y ahora, en cambio, te falta tiempo para salir corriendo. Es una vía de escape. Para escapar de mí.
—No seas ridícula. —Pero sabía que ella tenía razón. Y también sabía que no solo quería alejarse de Mona. Era todo. Volver a un lugar donde la vida le había parecido sencilla alguna vez. Un regreso a la infancia, un retorno al útero. Qué fácil le resultaba en esos momentos olvidar que se había pasado la mayor parte de su vida adulta eludiendo precisamente eso. Qué fácil era pasar por alto que cuando era adolescente nada se le había antojado más importante que largarse de allí.
Y recordó lo fácil que había sido casarse con Mona. Por un montón de razones equivocadas. En busca de compañía. De una excusa para no volver. Pero en catorce años solo habían conseguido alcanzar una especie de acomodo: cada uno de ellos había creado un espacio para el otro en su vida. Un espacio que habían ocupado juntos, pero que nunca compartieron del todo. Habían sido amigos. Entre ellos había existido un afecto auténtico. Pero dudaba de que nunca hubiera habido amor. Amor de verdad. Como tantos otros, parecían haberse resignado a conformarse con la segunda opción. Robbie había sido el puente entre ellos. Pero ya no estaba.
—¿Te has parado a pensar en cómo han sido estas semanas para mí? —dijo Mona.
—Creo que me hago una idea.
Ella meneó la cabeza.
—No. Tú no has tenido que pasarte todos y cada uno de los minutos con alguien cuyo silencio rebosa reproches. Sé que me culpas, Fin. Pero ¿quieres saber algo más? Por mucho que me culpes, yo lo hago diez veces más. Y también lo he perdido yo, Fin. También era mi hijo. —Las lágrimas regresaron; le ardían los ojos. Él no encontró fuerzas para hablar—. No te vayas. —Otra vez el estribillo.
—No tengo elección.
—Claro que la tienes. Siempre hay elección. Durante semanas has elegido no volver al trabajo. Ahora puedes elegir no ir a la isla. Limítate a decirles que no.
—No puedo.
—Fin, si mañana subes a ese avión… —Él aguardó el ultimátum mientras ella reunía el valor necesario para darlo en voz alta. Pero no siguió.
—¿Qué, Mona? ¿Qué pasará si subo mañana a ese avión? —La estaba forzando a decirlo. Así sería culpa de ella y no suya.
Ella desvió la mirada y se mordió el labio inferior hasta notar el sabor de la sangre.
—No esperes encontrarme en casa cuando vuelvas, nada más.
Él la miró durante un buen rato.
—Quizá sea lo mejor.
El avión de dos motores y treinta y siete asientos se estremeció por las turbulencias mientras se inclinaba para rodear el Loch a Tuath, preparándose para tomar tierra en la corta pista de aterrizaje, siempre azotada por el viento, del aeropuerto de Stornoway. Tras atravesar la densa nube baja, Fin contempló el color gris pizarra del mar que estallaba en chorros de espuma blanca al chocar contra los espigones de roca negra de la península de Eye, ese escarpado pedazo de tierra al que llamaban el Point. Contempló los familiares dibujos trazados en el paisaje: como esas trincheras que habían sido típicas en la Gran Guerra, aunque los hombres no las habían excavado con fines propiamente bélicos sino para abrigarse del frío. Siglos de excavaciones en la turba que han ido dejando cicatrices distintivas en las interminables y, aparte de eso, anodinas hectáreas de tierra. El agua de la bahía parecía fría, erizada por el viento que soplaba sin pausa. Fin había olvidado ese viento, ese asalto incansable sobre las tres mil millas del Atlántico. Más allá de la zona del puerto de Stornoway apenas se veía un árbol en toda la isla.
Durante la hora que duró el vuelo Fin intentó no pensar. Ni prever el retorno a la isla que lo vio nacer, ni repasar el silencio atroz que había acompañado a su salida de casa. Mona había pasado la noche en el cuarto de Robbie. La había oído llorar desde el otro extremo del pasillo mientras él hacía la maleta. Se había marchado a primera hora sin despedirse, y cuando cerró la puerta de la casa comprendió que también estaba cerrando su vida con Mona.
En ese momento, al ver aquellas familiares cabañas cilíndricas en los hangares y la flamante nueva estación del ferry, menos familiar, que brillaba a lo lejos, Fin sintió un súbita oleada de emoción. Había pasado mucho tiempo, y no estaba preparado para aquella riada de recuerdos que lo inundó de repente.