RAZA CANSADA
María pensó en aquella aventura, y buscó en su cabeza una explicación razonable y que dejara en buen lugar el valor y la dignidad de Vladimir. Ciertamente que no la encontró, pero inventó alguno que otro subterfugio para tranquilizarse. Esperaba que el polaco diera una explicación; pero Vladimir, que casi todos los sábados iba por la tarde a tomar el té con Roche, dejó de aparecer por la casa.
«¿Qué le pasará? —se preguntaba María—. ¿Estará enfermo?»
Ella comprendía bien lo que le pasaba, que, necesariamente, debía estar avergonzado, pero quería engañarse suponiendo que no iba por otra causa cualquiera.
Un día y otro día le esperaba, y él no aparecía.
Al segundo sábado en que Vladimir no se presentó, María le encargó a Natalia que se enterara de si Vladimir se encontraba enfermo o si estaba de viaje. Natalia, al día siguiente, vino diciendo que no estaba enfermo y que iba con frecuencia a casa de Toledano.
No dijo más, pero María supuso que su amiga sabía alguna otra cosa.
—Tú te has enterado de algo —le dijo—. ¿Qué pasa? Di.
—Nada.
—No; me engañas. Cuéntame lo que sepas.
Natalia protestó de que no sabía nada; pero, estrechada por María, le dijo al último:
—Pues lo que pasa es lo que decías tú. Vladimir es un farsante, y se casa con la hija de Toledano.
—¿Con aquella muchacha gorda?
—Sí.
—¡Por eso no quería que fuéramos a casa de Toledano…! Y ella, ¿es rica?
—Riquísima. Su padre le da una gran dote, y cierra la tienda. Parece que ya han embalado todas sus riquezas, y van a ir a vivir a París.
María, al parecer, recibió la noticia con serenidad; pero al meterse en su cuarto, su serenidad se disolvió en una lluvia de lágrimas. Al día siguiente estaba tan rendida, tan destrozada, que no pudo ir a la oficina. Natalia le escribió a Iturrioz, que se presentó al momento. La rusa le contó lo que había pasado, e Iturrioz vio a María.
—Esto es fatiga más que otra cosa —le dijo—, ¿sabes? Te vas a pasar cuatro o cinco días en la cama sin ver a nadie, y luego te llevaremos al campo.
María dijo que obedecería. Los días siguientes, fuera por la falta de excitación del aire exterior o por otra causa, los pasaba llorando; Natalia le mimaba, le trataba como a una niña, y ella lloraba abundantemente por las cosas más insignificantes.
—Pero ¿cómo se explica usted, doctor —le preguntó Natalia a Iturrioz—, que María, tan valiente como es, sólo por una cosa así haya quedado tan abatida? Yo hubiera llorado un día o dos, pero creo que pronto lo hubiera olvidado todo.
—¡Ah! Es que usted —dijo Iturrioz— es un magnífico specimen de una raza joven, fresca, en la que la energía de la vida tiene una gran elasticidad, y nosotros somos viejos, nuestra raza ha vivido demasiado, y tenemos ya hasta los huesos débiles.
—¡Qué cosas más desagradables dice usted, doctor!
—Es la verdad.
—No, no es la verdad; María es una muchacha enérgica.
—Sí; pero ha estado haciendo un esfuerzo superior a sí misma, y, al fin, se ha rendido. Nosotros, la gente del mediodía, no podemos desarrollar una cantidad de trabajo tenaz y constante: primero, porque la raza está cansada y el caudal de vitalidad que ha llegado a nosotros ha venido exhausto; luego, porque somos máquinas de menos gasto, y, por tanto, de menos producto.
—Sí, será verdad; pero me choca lo ocurrido a María, porque con un poco de imaginación… —dijo Natalia.
—Los españoles no tenemos imaginación —afirmó rotundamente Iturrioz.
—¿Ni fuerza ni imaginación? —preguntó la rusa burlonamente.
—Ni una cosa ni otra. Además, estamos aplastados por siglos de historia que caen sobre nuestros hombros como una losa de plomo. Nuestras pobres mujeres necesitarán muchos ensayos, muchas pruebas para emanciparse, para ser algo y tener una personalidad. ¡Y aun así…! Ya ve usted, María es un ensayo de emancipación que fracasa.
Natalia no hacía mucho caso de las generalizaciones filosóficas de Iturrioz, pero seguía al pie de la letra sus prescripciones médicas.
A la semana de la crisis, María comenzó a levantarse, y se fueron mitigando sus melancolías.
Días después de la marcha de Toledano y de la desaparición de Vladimir, vino en los periódicos la noticia de que habían cogido en Mansión Land, en el oeste de Londres, cerca de la orilla del Támesis, barriada infestada de bandidos, una sociedad de dinamiteros y monederos falsos. Entre los presos estaban Maldonado, Arapahú, el clown Little Chip y el capitán Black.
Natalia afirmó que no era una casualidad el que los hubiesen prendido a todos, después de la marcha de Toledano y de Vladimir, sino que estos miserables habían denunciado a sus antiguos cómplices.
Natalia sentía un odio terrible por Vladimir; su pasada admiración se había trocado en antipatía y en desprecio; hubiese querido encontrarle en cualquier parte y escupirle y echarle en cara toda su vileza.
Iturrioz fue a la cárcel a preguntar por Maldonado, pero no le permitieron verle.
Al otro día, en la sección de asuntos criminales del Daily Telegraph, María y Natalia leyeron con espanto lo siguiente:
SUICIDIO DE UN HIDALGO HUMORISTA
Ayer por la noche se suicidó en la prisión central uno de los detenidos por la policía en Mansión Land y acusado de dinamitero y de expendedor de moneda falsa. El suicida es un hidalgo español de apellido Maldonado. Durante el día, el señor Maldonado se entretuvo en dibujar en la pared de su celda dos escenas, en las cuales los personajes son esqueletos.
Hemos visto estos dibujos, que, si no un gran dominio en el arte de Apeles, no dejan de indicar un ingenio sagaz. En una de estas escenas un esqueleto anarquista lanza una bomba que estalla entre la multitud, y van por el aire brazos, cabezas y piernas de personas esqueléticas. En el otro dibujo hay una serie de esqueletos ahorcados, y enfrente de ellos un esqueleto sentado en una mesa, con toga, peluca y demás atributos de juez.
Debajo de sus monigotes, el hidalgo señor Maldonado ha escrito en español, con un laconismo digno de la seriedad de su raza, estas palabras: «ESTÁ BIEN, ES IGUAL».
Después, el señor Maldonado se ha ahorcado con una correa vieja que le servía de cinturón.
¿Qué ha querido decir el señor Maldonado con sus dibujos? El señor Maldonado no ha considerado conveniente explicarlo. ¿Es una sátira? ¿Es una ironía? ¿Es una advertencia a la sociedad lo que ha dibujado jeroglíficamente en la pared de su celda el señor Maldonado? Lo ignoramos. ¡Quién sabe lo que bulle debajo de las anchas alas del sombrero de un hidalgo español! Nos inclinamos a creer que hemos perdido en el señor Maldonado un humorista, un humorista un tanto macabro. Sentimos, ciertamente, que el señor Maldonado no nos haya podido explicar las alegorías dibujadas en la pared de su celda, y por si hay alguno que pueda aclararlas con el tiempo, desearíamos que estos dibujos se enviasen, si no a la National Gallery, al menos al museo negro de Scotland Yard.
Este comentario semiburlesco pusieron a los dibujos de Maldonado, cuando el pequeño enigma de la personalidad del viejo español, medio rebelde y medio resignada, pasó, por la eficacia de una correa también vieja, desde una celda de la prisión central de Londres a la región de los grandes enigmas.
Hay en nosotros un impulso siniestro, que sale a flote en los momentos tempestuosos, de ira o de cólera, de desesperación o de tristeza, que nos arrastra a destruir con saña lo que está fuera o lo que está dentro de nuestro espíritu.
Este impulso, leñador gigante, tiene el brazo de titán y la mano armada de un hacha poderosa. El árbol de la esperanza crece siempre mientras la vida se desarrolla; el terrible leñador tiene obra siempre; su hacha es implacable, y caen bajo los golpes de su filo las ramas viejas y los retoños nuevos.
Las ilusiones vagas, las ilusiones definidas, la rabia por creer y la rabia por dudar, se suceden en nosotros; y cuando ya no hay más que oscuridad y tinieblas en nuestra alma, cuando vemos que la fatalidad, como un meteoro, en cada día y en cada hora se cierne sobre nuestras cabezas, entonces esa fatalidad se convierte también en esperanza, y cae bajo el hacha del leñador sombrío.
Y pensamos a veces: «Si vamos por la vida como las ramas de los árboles van por el río después de las grandes lluvias, ¿quién sabe si en algún remanso nos detendremos? ¿Quién sabe si un horizonte sereno nos sonreirá?».
No nos detendremos en ningún remanso; el cielo está negro, el sol ha muerto, las estrellas se han apagado; no nos quedará más que el vivir, el inútil funcionamiento de nuestros órganos. Desde nuestro huerto talado no veremos más que el paisaje lleno de nieve y los cuervos dispuestos a lanzarse sobre nuestra carroña. No nos quedará más.
Veremos que la humanidad es una cosa inútil, un juego incomprensible de la vida, un resplandor que comenzó en un gorila y acabará extinguiéndose en el vacío.
Veremos que el porvenir del hombre y de sus hijos es danzar siglos y siglos por el espacio convertidos en ceniza, en una piedra muerta como la tierra, y después disolverse en la materia cósmica.
Veremos que no hay porvenir para el hombre ni individual ni colectivamente.
Y cuando el horizonte de la vida aparezca desnudo y seco, cuando no quede ni una rama joven ni un retoño nuevo, cuando el terrible leñador haya terminado su obra, entonces la esperanza volverá a brillar como una aurora tras de las negruras de una noche tempestuosa, y sentiremos la vida interior clara y alegre.
María mejoró lo bastante para comenzar a salir de casa.
Iturrioz la había dicho que era necesario que dejara el trabajo en la oficina.
Tenía bastante dinero ahorrado para poder vivir mucho tiempo sin hacer nada.
«Ha sido una hormiguita —decía Natalia—. A mí me había confesado que guardaba dinero, pero no creía que tanto.»
Roche solía invitar a María y a Natalia a pasear en coche por el campo. Iban muy lejos; algunos días llegaron a casa de Wanda.
Roche estaba muy contento y parlanchín; hombre que había vivido con una mujer orgullosa y seca, que no había pensado más que en mortificarle con sus frases y en gastar todo el dinero posible, al encontrarse con Natalia, que sentía por él un entusiasmo y una confianza extraordinarios, se hallaba absorto. Su filosofía escéptica iba transformándose en un optimismo algo infantil, cándido y risueño. Así como la desgracia hace discurrir más, la felicidad quita todo deseo de análisis; por eso es doblemente deseable. Natalia no había puesto obstáculo ninguno para unirse con Roche, pero éste, que prefería llevarla a su casa como mujer, con todas las preeminencias sociales que el matrimonio podía darle, que no tenerla como querida, esperó a que se resolviera el pleito de su divorcio. Natalia le había agradecido esa delicada atención en el fondo de su alma, y tan satisfecha y feliz era, que había embellecido.
Roche solía decir: «Ahora mis amigos dirán: “Este Roche es un hombre listo; parecía distraído en oír cantar la alondra en el campo, y era que esperaba tenerla en el plato”».
Y Natalia, que era, ciertamente, una alondra encantadora, miraba a su prometido con los ojos brillantes de amor.
Una tarde hablaban Iturrioz y María de su vida y del giro que habían tomado sus asuntos.
—Ya ve usted, he tenido mala suerte —dijo María.
—¿Mala suerte? No —contestó Iturrioz.
—Todo me ha salido mal —exclamó ella con un despecho infantil.
—¿Que te ha salido todo mal? No, hija mía. ¿Qué quieres tú? ¿Tener una personalidad y ser feliz como las que no la tienen? ¿Discurrir libremente, gozar del espectáculo de la propia dignidad y, además, ser protegida? ¿Ser niña y mujer al mismo tiempo? No, María. Eso es imposible. Hay que elegir. ¿Quieres ser el pájaro salvaje que busca sólo su comida y su nido? Pues hay que luchar contra el viento y contra las tempestades. Además, ¿quieres depender de ti misma? Tienes que abandonar una moral buena para una señorita de provincia.
—¿Por qué?
—Porque sí. Esa vieja literata que te dijo, cuando pretendiste ser su secretaria: «No ha tenido usted amantes, no me sirve usted», no creas que discurría torpemente, no. Era para ella éste el grado de tu moralidad. Ella pensó: «¿No ha tenido amantes porque es honrada?, no me conviene»; o «¿No ha tenido amantes porque es indiferente?, entonces tampoco me conviene».
—Pero ¿por qué la honradez ha de estar reñida con el trabajo?
—No; no está reñida con el trabajo, está en pugna con la vida. ¿Tú quieres ser libre? Tienes que ser inmoral. Hay virtudes que sirven y son útiles en un grado de civilización, pero que no sirven y hasta son inútiles en otro.
—Yo no lo creo así.
—Pues créelo. Éste es un momento crítico de tu vida. Me alegro de encontrarme aquí, no por aconsejarte, yo no aconsejo a nadie, sino porque estoy fuera de la cuestión y tengo la suficiente serenidad para ver claro. Delante de ti tienes dos soluciones: una, la vida independiente; otra, la sumisión: vivir libre o tomar un amo; no hay otro camino. La vida libre te llevará probablemente al fracaso, te convertirá en un harapo, en una mujer vieja y medio loca a los treinta años; no tendrás hogar, pasarás el final de tu vida en una casa de huéspedes fría, con caras extrañas. Tendrás la grandeza del explotador que vuelve del viaje destrozado con fiebre, eso sí. Si te sometes…
—Si me someto, ¿qué?
—Si te sometes, tendrás un amo y la vida te será más fácil. Claro que el matrimonio es una institución bárbara y brutal; pero tú puedes tener un buen amo; puedes volver a España. Venancio tiene por ti un cariño de padre, te casarás con él y tu vida será dulce y tranquila.
—¿Cree usted…?
—Sí.
—Y Venancio, ¿me acogerá bien?
—¡Ya lo creo!
—¿Aunque le diga lo que me ha pasado?
—¿Qué te ha pasado, criatura? —dijo Iturrioz burlonamente—. No te ha pasado nada.
María estuvo pensativa, y después dijo, sonriendo entre lágrimas:
—No sé si a usted le parecerá mal, Iturrioz; pero creo que me voy a someter —y después añadió graciosamente—: no tengo fuerza para ser inmoral.
María, sin tener que trabajar, comenzó a aburrirse. Iturrioz iba a hacerle compañía, y los dos juntos charlaban de cosas antiguas, y hablaban sobre todo de Madrid.
María, como era madrileña, defendía su pueblo, e Iturrioz se reía.
«La verdad es que es un pueblo destartalado, pero tiene gracia Madrid», concluía diciendo Iturrioz.
Y hablaban de estas mañanas de Madrid, con el cielo limpio y puro, de la luz diáfana, acariciadora, en la que se destacan los objetos casi sin perspectiva, y de las calles en cuesta, torcidas y caprichosas, en las que se oyen las notas alegres de un organillo.
María recordaba muy fuertemente la impresión matinal de las calles de Madrid con sus vendedores callejeros y criadas, y conservaba también muy vivo el recuerdo de esa decoración que se presenta desde los altos del paseo de Rosales. Allá estaba el fondo que Velázquez puso a su cuadro Las lanzas, las montañas azules que decoran alguno de sus retratos, los pinos de la Moncloa y los viejos del Parque del Oeste. Recordaba también el ver por encima de la Casa de Campo aquella línea recta de la llanura madrileña cortada a trechos por una casa de ladrillo o por una chimenea humeante, en la atmósfera seca y transparente. Al mismo tiempo que las cosas, volvían a brotar las personas de su memoria con una viveza y una fuerza nuevas, y el pasado se despertaba ante ella como se despierta en la cuna un niño de ojos cándidos y risueños.
—Iría con mucho gusto allí —dijo María varias veces.
—Pues si quieres, yo te acompañaré —le contestó Iturrioz.
—¿Y luego?
—Luego, si quieres volver, vuelve.
—Si voy, creo que no volveré.
—Pues decídete.
María se decidió, y quedaron de acuerdo para el día de la partida.
Iturrioz sacó el dinero que María tenía en el banco. Se adelantó la boda de Natalia y de Roche, y el nuevo matrimonio acompañó a María y a Iturrioz hasta Folkestone. Allí las dos amigas se despidieron llorando.
Al cruzar en París, en coche, desde la estación del Norte a la de Orleans, María vio en la avenida de la Ópera a Toledano, con su hija, y a Vladimir en un elegante automóvil.
Se encontraron de frente y se quedaron mirándose; Vladimir enrojeció y desvió la vista; Toledano sonrió de una manera cínica y repugnante.
—¡Son ellos! —exclamó María—. Vuelven la cabeza. ¡Qué canallas!
—Hay que dejar a los canallas que vivan —dijo Iturrioz—; ¡quién sabe si no tendrán también su utilidad!