MALA NOCHE
Un sábado al anochecer, después de tomar el té, estaban en el cuarto de Natalia María y Vladimir. Roche había salido un momento antes, y Vladimir se había quedado a escribir una carta recomendando a Natalia a un periodista ruso.
Iba a marcharse el polaco, pero comenzó a caer un aguacero, y se quedó aguardando a que pasara.
Estaban los tres y la niña delante de la chimenea, cuando se oyó que llamaban suavemente en la puerta.
—¿Quién podrá ser ahora y con este tiempo? —dijo María.
Fue a la puerta, abrió y se encontró con Maldonado, que venía chorreando agua.
—¿Usted a estas horas? —le dijo María—. ¿Qué le pasa a usted?
Maldonado comenzó a divagar, y, después de muchas palabras inútiles, dijo:
—Tengo otros dos paquetes para enviarlos fuera.
—¿Dos bombas?
—Sí.
—¿En dónde? ¿Aquí?
—No, no las he tomado todavía.
—Pase usted —dijo María—, no hablemos a la puerta.
Hizo entrar al viejo a su cuarto, y avisó a Natalia y a Vladimir lo que pasaba.
Vladimir y María pasaron al cuarto a ver a Maldonado, y Natalia dijo que iba a acostar a su hija y que volvería enseguida.
Al enterarse Vladimir de lo que se trataba, palideció profundamente.
—¿Y quién es el que tiene que entregarle a usted las bombas? —preguntó.
—No sé —dijo Maldonado—; yo me he comprometido a ir a recogerlas esta noche a las tres al cementerio de Saint Giles in the Fields.
—No vaya usted —dijo María.
—Me matarán —contestó Maldonado.
—¿Y quién se ha entendido con usted? —dijo Vladimir.
—Black, el capitán Black, que a su vez se entiende con Toledano. Hace unos días me dijo: «¿Quiere usted enviar otros paquetes a España?».
—Y usted, ¿por qué no se ha negado? —dijo María.
—Porque me estaba cayendo de hambre, y, como digo, me han dado algún dinero, y hemos quedado de acuerdo que esta noche a las tres me dejarán las dos bombas en el banco de en medio del cementerio de San Gil, donde tengo que ir a recogerlas.
—¿Y cree usted que si no va…?
—Si no voy, mañana o pasado estará flotando mi cadáver en el río.
Vladimir dijo a María en francés que la relación de Maldonado tenía todas las trazas de ser una fantasía; pero ella le contestó secamente, diciéndole que creía que era cierta.
Estaban sin saber qué determinación tomar, cuando llegó Natalia y se enteró de todo.
—Lo mejor es que vayamos a la cita —dijo.
—¿Quiénes? —preguntó, alarmado, Vladimir.
—Nosotros, los cuatro.
—¿A recoger las bombas? —preguntó María.
—Sí.
—Y luego, ¿qué hacemos con ellas?
—Tirarlas al río —dijo la rusa.
Vladimir trató de disuadirles de esta idea; el proyecto no le hacía ninguna gracia; volvió a insinuar que toda la historia de las bombas podía ser una fantasía del viejo, y añadió que tenía la seguridad de que a las tres de la madrugada el cementerio de San Gil estaría cerrado.
—Ya lo veremos —replicó Natalia—. Bien cerca está de aquí, y no perderemos mucho tiempo en comprobarlo.
Se dispusieron a pasar la velada en el cuarto de María; Natalia hizo té, y esperaron sin hablar a que avanzara la noche. Afuera el viento golpeaba puertas y ventanas, y la lluvia azotaba con fuerza los cristales. La chimenea echaba de cuando en cuando bocanadas de humo que llenaban la habitación.
A medianoche dejó de llover, y un cuarto de hora antes de las tres salieron todos de casa. Estaba la noche negra y silenciosa; las calles, fangosas; pasaron por Shaftesbury Avenue, completamente desierta, y salieron a High Street.
—El cementerio está seguramente cerrado —dijo de nuevo Vladimir.
Se acercaron a la puerta de la verja; empujó Natalia el picaporte, y la puerta se abrió. Pasó la rusa, luego Maldonado, después Vladimir y, por último, María, que cerró la puerta. Por un corredor que atravesaba el patio exterior de la iglesia salieron al cementerio. Al correrse las nubes había quedado el cielo estrellado en parte, y se veía algo. No había nadie. Faltaban unos minutos para las tres.
—¡Claro, no hay nadie! —dijo Vladimir.
—Esperemos a que den las tres —contestó Maldonado—. El capitán Black no falta.
Esperaron anhelantes hasta que se oyeron las tres campanadas; durante un momento se sintió como un rumor de pasos; Natalia se acercó al centro del jardín y llamó a los demás. En el banco había dos paquetes envueltos en periódicos.
—Vamos —dijo Natalia, tomando uno en la mano.
Recorrieron el cementerio y luego el jardín; la puerta estaba abierta. Salieron a la calle. Faltaba Vladimir.
—¿Y Vladimir? ¿Dónde está? —preguntaron María y Natalia al mismo tiempo.
—¿Habrá quedado dentro? —dijo María.
—No —contestó Maldonado—; ha salido antes que yo.
Vladimir había desaparecido.
—Bueno, vamos a casa —añadió Natalia—; allí irá si quiere.
Llegaron a su calle; entraron en casa sin hacer ruido, y dejaron los dos paquetes en el tocador de María. Ni ella ni Natalia quisieron hacer comentarios sobre la fuga de Vladimir.
Esperaron en compañía de Maldonado a que clarease.
A las cinco de la mañana salieron los tres de casa y echaron a andar. Por encima de los tejados, el cielo, vagamente cobrizo, indicaba que comenzaba la mañana. Las calles estaban desiertas, llenas de charcos. Soplaba un viento frío y húmedo.
Fueron a lo largo del río buscando un sitio en la orilla que estuviera sin gente. A cada paso encontraban algún policía. Recorrieron el muelle Victoria. Estaban todavía encendidos los faroles, que inundaban de luz las orillas. Buscando un lugar más desierto, atravesaron el túnel de Blackfriars, y entraron en Upper Thames Street, la calle alta del Támesis. Comenzaba a clarear; el resplandor rojizo del cielo iba haciéndose más fuerte, y la niebla, a lo lejos, tomaba un tono anaranjado. Las luces se apagaban, y el pueblo parecía extenderse en una cueva iluminada por un cristal turbio. La calle que tomaron estaba desierta; los almacenes, cerrados. Por las rejas se veían galerías llenas de fardos, iluminadas con bombillas eléctricas, cubiertas de polvo; un guardián husmeaba por los rincones con una linterna en la mano, y en algunos sitios, muy a lo lejos, por un ventanal ancho, que daba al Támesis, brillaba la claridad gris del cielo.
De trecho en trecho la calle se hallaba cortada por un callejón angosto y largo, que desembocaba en el río, y en su fondo se veían los palos de un buque en el aire gris. Algunos de estos callejones estaban flanqueados por torres, y las ventanas de sus muros parecían aspilleras.
Natalia y Maldonado entraron en el primer callejón desierto a ver si se podía desde allí echar los dos bultos. María se quedó de guardia a la entrada para avisarles si venía alguien.
Era el callejón una hendidura estrecha entre dos paredes altísimas, negras y sin ventanas. Sólo a la altura del tejado avanzaban una serie de grúas adosadas a la pared. Desde allí se sentía el rumor del río amenazador y siniestro.
María vio cómo se alejaban Natalia y Maldonado; pero al llegar al final de la angosta fisura se les acercó un hombre y hablaron con él, y volvieron un poco después.
Siguieron de nuevo por Upper Thames Street, mirando siempre a los callejones que daban hacia el río, por si encontraban alguno donde no hubiera gente. En casi todos aparecía al poco rato un guarda, un marinero o un madrugador cualquiera.
En uno de los callejones no vieron a nadie, y llegaron hasta el final. Terminaba en un patio enlosado, con una escalera cuyas gradas caían a un pequeño dique. En medio del patio había una reja en el suelo, y en un rincón unas cuantas calderas roñosas, anclas y hierros amarillos tomados por el orín, remos y un esqueleto de una barca con las costillas rotas.
La marea estaba baja, el dique sin agua, cubierto de fango, y sobre él se tendía una gabarra ladeada, sujeta por una amarra a una argolla, también mohosa. Como cerrando el dique, sobresalía del cieno una línea de estacas, y en esta capa de cieno, comprendida entre la línea de estacas y la orilla, nadaban e iban y venían a impulsos de la marea unas cuantas tablas, unas botas viejas, y un gato muerto, hinchado como un globo.
Avanzaron en el patio, y vieron, no sin cierta sorpresa, un hombre que les miraba por la cueva a través de la reja.
—¿Se podrá andar por encima de ese barro amarillo? —le preguntó Natalia.
—En ese barro amarillo —contestó el hombre con solemnidad— desaparecería usted sin dejar el menor rastro.
—¿De veras?
—Probablemente sería imposible encontrarla.
—Pero ¿es posible? —preguntó María.
—¡Ya lo creo! Habrá ahí muchos metros de lodo. Además, está todo lleno de ratas como perros de grandes.
Natalia se estremeció de terror. El hombre salió de su agujero. Era un tipo rojo y zambo, con los pantalones recogidos y las piernas desnudas y llenas de pelo. Cerró la reja, y entró en la gabarra. Saludaron al hombre, y volvieron a seguir por la calle paralela al Támesis. La quietud de todas aquellas poleas y grúas que se veían en los callejones negros, formados por paredes altísimas y sin ventanas; los montones de cajas y de barricas abandonados en los desembarcaderos, todo esto, en el aire de la mañana, daba la impresión de un pueblo atacado por la peste, sorprendido por la muerte en un momento de agitación y de máximo de vida.
Tomaron por Lower Thames Street, la calle baja del Támesis, y, por indicación de Maldonado, pasando por cerca de San Magnus y de la aduana, salieron a un pequeño muelle con bancos, completamente desierto.
—Éste es nuestro sitio —dijo Natalia—. Vengan los paquetes.
Se acercaron al borde del muelle. Abajo, en un lanchón, dos marineros hablaban sentados en cuclillas; otro, en una gabarra, iba sujetando con un alambre el toldo de un cargamento de heno.
Se sentaron en un banco y esperaron a que no quedase nadie en la orilla. Iba subiendo la marea. El río, ancho, gris, como una lámina de plomo, bajo el cielo nublado, se mostraba magnífico, majestuoso; ni ruidos ni voces alteraban la calma de la mañana de este día de descanso; todo reposaba del trabajo fatigoso de los días anteriores. Enfrente, a lo lejos, la otra orilla daba la impresión de un pueblo lejano en medio de esta bruma que esfumaba los contornos de las cosas. Los barcos, negros por el carbón, formando filas a lo largo de los embarcaderos de la City, dejaban en medio canales; algunos buques esperaban la descarga hundidos; otros, por el contrario, muy levantados en el agua, fuera de la línea de flotación por falta de lastre, mostraban sus forros sucios, llenos de musgos verdosos.
Un momento estuvieron el muelle y el río sin gente; iban a lanzar los dos envoltorios, cuando apareció un bote de la aduana con unos hombres vestidos de uniforme.
Al perderse de vista el bote, Natalia cogió uno de los paquetes de Maldonado y lo tiró al río. Fuera ilusión o realidad, a los tres les pareció que el agua se levantaba con una fuerza formidable. Natalia, siempre valerosa, quiso tirar la otra caja, pero María, temiendo que les hubiesen visto, dijo que sería mejor esperar y marchar a otro sitio.
Dejaron el muelle y volvieron a Lower Thames Street. Alguno que otro grupo se cruzó con ellos, y Maldonado se empeñó en decir que eran espías.
Pasaron los tres por delante de la Torre de Londres. Unos soldados con unos gorros muy altos renovaban la guardia. Cruzaron deprisa el muelle de la Torre, y atravesando una calle, y siguiendo después otra, salieron delante de los docks de Santa Catalina. Pasaron por encima de un puente giratorio y luego de varios otros de los London Docks. Se veían grandes estanques de agua verde, cerrados por esclusas; el agua en estos depósitos parecía estar por encima del nivel del suelo, y flotando sobre ella los barcos tenían el aspecto de grandes castillos. A lo lejos se veían vagamente entre la niebla bosques de mástiles y altas chimeneas.
En la pasarela de los puentes giratorios algunos empleados y marineros charlaban fumando su pipa. Tomaron por una callejuela estrecha, entre dos paredones negros, sin puertas ni ventanas, que parecían muros de una cárcel; de trecho en trecho, entre casa y casa, había escaleras de rápida pendiente, que bajaba hacia el río; bandadas de chiquillos desharrapados merodeaban por allí. Había un olor mixto de sardina vieja y de alquitrán flotando en el vaho húmedo que echaban los docks, estos grandes pantanos formados por la entrada del río fangoso en el interior del pueblo.
Pasaron por delante de la dársena del Wapping, y se acercaron a un muelle con unas escaleras. Eran las viejas escaleras del Wapping, Wapping Old Stairs.
María bajó deprisa con la caja en la mano; saltó a una lancha, y desde ella dejó caer en el agua la máquina infernal. Se hundió sin ruido; sólo salieron dos o tres burbujillas de aire. María volvió a subir las escaleras. No los había visto nadie.
Desde allí, el río, envuelto en la niebla, tenía una extraña y melancólica grandiosidad. A lo lejos se veía muy vagamente el puente de la Torre, y el agua brillaba como si fuera de acero.
Preguntaron a un hombre que parecía un empleado de los docks por dónde volverían más pronto, y les indicó el camino de una estación que seguía la misma calle, llamada Wapping High Street.
Lo hicieron así; de los portales de algunas casas negras se veían salir chiquillos sucios, feos, andrajosos; muchachas de trajes claros hablaban con marineros jóvenes, entre los cuales chocaba ver japoneses vestidos de blanco y chinos de larga coleta. Un negro repulsivo, con un pañuelo rojo al cuello, cruzó tambaleándose, borracho, y dos escandinavos, altos, rubios, pasaron cantando; uno de ellos llevaba una cacatúa en el hombro y el otro un mono.
«Mira, mira las elegantes con un viejo», gritó una muchacha desde un portal, señalando a María y a Natalia.
Maldonado mostró un fumadero de opio, adonde había ido él, según dijo, varias veces. Era una casa pequeña, de color rojo sucio, en el piso bajo tenía una especie de taberna, con ventanas ocultas por cortinas negras. Encima del letrero, borrado por la bruma y el humo, había un balcón ancho y de poca altura, que avanzaba sobre la fangosa calle.
A la puerta, dos chinos esqueléticos hablaban. Unos chicos, desde un callejón, comenzaron a tirar piedras a María y a Natalia, que tuvieron que apresurar el paso. Comenzaba a llover. Llegaron a la estación del Wapping, y en pocos minutos, en tren, volvieron al Museo Británico. Le dejaron a Maldonado, y, comentando las impresiones del día, entraron en casa.