NOCHE DE EMOCIONES
En los días siguientes le chocó a María encontrar a Natalia menos alegre que de ordinario. Estaba algo preocupada y melancólica.
—¿Qué tienes? —le dijo varias veces.
—Nada. No tengo nada.
Un sábado al volver del despacho, María se encontró a Roche hablando con Natalia. La rusa no manifestaba la tristeza de los días pasados; al revés, hablaba y reía, con el rostro animado y la mirada viva. El señor Roche saludó a María afablemente, y después le habló de un proyecto. Había pensado que les gustaría asistir a la representación de Julio César, de Shakespeare, que daban en el teatro His Majesty’s, y tenía encargadas unas butacas.
—No tendrán ustedes ningún inconveniente…
—Yo preferiría no ir —dijo María.
—¿Por qué? —preguntaron Natalia y Roche.
—Porque no tengo traje.
—No importa —replicó Roche.
—¡No ha de importar!
—Bueno; entonces lo que voy a hacer es cambiar las butacas por delanteras de la galería primera, desde donde se ve muy bien la función. Ahí no tienen ustedes necesidad de ir vestidas con elegancia. Tal como están, están bien.
María hubiera querido oponerse, pero no encontró pretexto serio, y tuvo que acceder.
Roche dijo que a las seis iría a recogerlas, comerían los tres en un restaurante, y a las ocho estarían en el teatro. María se metió en su cuarto. Poco después oyó la voz de Natalia, que llamaba a la puerta.
—¿Puedo entrar? —dijo la rusa.
—Sí.
—Pero ¿por qué no quieres ir?
—Porque no.
—¿Es que te fastidia, o tienes que hacer otra cosa?
—No tengo que hacer nada.
—Entonces, ¿por qué?
—Por ti.
—¿Por mí…?
—Sí, por ti. Porque tú estás loca. ¿Qué va a decir ese hombre de ti? Hace dos días que le conoces, y le miras sin apartar la vista de él; y cuando te habla, te pones roja, y luego pálida… ¿Qué va a pensar ese hombre de ti? O que estás loca, o que eres una perdida.
Natalia oía sin pestañear, como un niño delante de su maestro.
—Sí, eso va a pensar de ti —exclamó María—; y por eso creo que no debes ir al teatro.
—¡María! —murmuró Natalia entre lágrimas.
—No debes ir.
Natalia, al oír esto, ocultó la cara entre las manos, y empezó a llorar frenéticamente.
—Te pegaría —le dijo María furiosa.
—Pues pégame, pégame si quieres —repuso la rusa llorando.
María, al final, no tuvo más remedio que calmar a Natalia y prometerle que la acompañaría a la función.
—¿Y a tu niña la vas a dejar sola? —le preguntó.
—Quedará con la señora Padmore. Para las doce y media podemos estar en casa.
Natalia, que era zalamera, ayudó a María a vestirse, y a cada paso le decía:
—Pero ¡qué guapa estás!
—Ya sé, ya sé por qué dices eso —contestaba María.
—No, no es verdad. A tu lado voy a hacer un mal papel.
A las seis llegó Roche; tomaron un cab, y fueron los tres a cenar a un gran restaurante próximo a Piccadilly Circus.
Se detuvo el cab delante de una casa blanca iluminada por luces de arco voltaico. Bajaron los tres, y un portero alto de gran librea les hizo pasar al restaurante. Roche condujo a María y a Natalia hasta el fondo, a una mesa iluminada por dos candelabros con bujías de luz eléctrica que tenían pantallas de color.
El encargado del restaurante llevó unos taburetes para que pusieran los pies María y Natalia, y luego casi rodeó la mesa con un biombo, de tal manera que les apartaba del resto de la gente y daba a su reunión mayor intimidad. Después sacó un cuaderno y escribió el menú encargado por Roche.
—No gaste usted mucho —dijo María.
—Sí, sí —replicó Natalia. Ella, por lo menos, quería ostras para comenzar y champaña para concluir.
El encargado se retiró, después de hacer una solemne reverencia, diciendo que la comida estaría enseguida.
El mozo venía con las ostras y los vinos, cuando se presentaron varios señores de sombrero de copa y se sentaron en una mesa próxima a la en que estaban María y Natalia con Roche.
Uno de estos señores asomó un tanto indiscretamente la cabeza, y al ver a Roche le saludó.
—Son paisanos de usted —dijo el escocés a María—; son españoles.
—¡Ah! ¿Sí?
—Sí.
Aunque no lo hubiera dicho, lo hubiera ella notado al momento, porque los españoles se pusieron enseguida a hablar en voz alta. Lucieron también un poco sus conocimientos lingüísticos; cambiaron con el encargado algunas palabras en italiano, al mozo le hablaron en francés, y ellos comenzaron su conversación en castellano.
Primeramente discutieron acerca de un tenor que trabajaba en el teatro de Covent Garden; después comenzaron a hablar de mujeres.
Uno de ellos, de voz agria, feo, bizco, de color cetrino, que sin duda acababa de llegar a Inglaterra, aseguró que no había visto en Londres una mujer guapa, y que todas las que le habían mostrado como bellas eran horribles, espantosas, verdaderos esperpentos que daban miedo.
—Son españoles, ¿eh? —preguntó Natalia, que no entendía nada de la conversación que sostenían allí cerca.
—Sí.
—Tienen facha de farsantes.
—Lo son seguramente —dijo María.
—¿Usted los conoce? —preguntó Natalia a Roche.
—Sí —contestó el escocés—. Ese bizco, que dice que las mujeres inglesas son horribles, es un diplomático que creo que acaba de llegar a Londres; el de las melenas es un violinista, el grueso del bigote un cantante y el de la barba negra un gentleman. A ese otro, flaco, afeitado, no le conozco.
Roche y Natalia tenían que decirse muchas cosas, e hicieron el gasto de la conversación; María estuvo escuchando, con un sentimiento mezclado de curiosidad y de indignación, lo que hablaban los españoles.
—Yo, para las mujeres —dijo el violinista—, tengo siempre el mismo procedimiento, el mismo vocabulario y hasta las mismas frases.
—Es una sabia economía del ingenio —dijo el afeitado.
—No; es una táctica.
—¿Y a todas las dice usted lo mismo? —preguntó el diplomático.
—A todas. Me presento ante ellas como un hombre decaído y depravado. Ellas ven en mí un vicioso, un perdido a quien regenerar y levantar de la abyección y convertir en un gran artista puro y casto, y casi todas caen en la tentación de regenerarme.
—¡Ja, ja, ja! —rieron los demás.
—Sí; es así como tengo mis éxitos —aseguró el virtuoso con una voz lánguida y triste—. Bueno; no me comáis todas las ostras mientras os voy ilustrando.
—¿Qué le parece a usted, miss Aracil? —dijo Roche.
—Es cómico y repugnante tanto cinismo —contestó María ofendida.
—Y sin embargo, dice verdad. Con un procedimiento así tendrá éxito.
—¿Cree usted…?
—Sí. Hay aquí muchas mujeres que sienten ese idealismo de levantar al artista, de sostenerle; es un sentimiento romántico alimentado por la lectura de novelas ridículas, pero que tiene su base en lo que hay de maternal en la mujer.
—Creo que en España no caerían las mujeres en un lazo tan burdo —dijo María.
—Quizá no. Allí la gente es más avisada; las mujeres caen en otros lazos. Cada pueblo tiene su clase de malicia y su clase de tontería —añadió Roche filosóficamente.
Tras de las confidencias del violinista vinieron las del gentleman. Era éste un hombre decorativo, de nariz grande y recta, barba negrísima y voz hueca. Hablaba de una manera enfática, arrastrando las eses.
—Yo no puedo vivir máss que en Londress —decía—; lass gentess de loss demáss puebloss no saben vestirse, no tienen formass.
—Sin embargo, los franceses… —comenzó a decir el diplomático.
—¡No me hable usted de los franceses! —exclamó el gentleman; y luego, cambiando la voz, dijo en francés—: Des épiciers, mon ami, des épiciers. Tous.
El diplomático recién venido no se atrevió a discutir con el gentleman y le dejó hablar. Éste confesó que entre sus amigas había echado a volar la idea de que él era un hombre capaz de asesinar a una mujer, lo que le proporcionaba grandes éxitos. Dijo también que su renta apenas llegaba a siete mil pesetas, lo que no era obstáculo para que pagase más de cinco mil por el cuarto que ocupaba en una casa-club.
—¿Más de cinco mil pesetas paga usted por el cuarto? —preguntó el diplomático asombrado.
—¡Oh! Es indispensable. Para entrar en el gran mundo tiene usted que tener la dirección de su casa en un sitio chic. Si se mete usted en Bloomsbury o hacia el este, está usted perdido.
—¿Y cómo vive usted con el dinero que le queda? —dijo el diplomático.
—Vive de guapo —contestó el violinista.
El hombre de la barba negra sonrió. Luego comenzó una explicación minuciosa de sus combinaciones y recursos; dijo dónde se debían hacer los trajes y comprar los zapatos y los sombreros, el papel de cartas y las tarjetas.
—Pero ¿eso tiene tanta importancia? —preguntó el recién venido.
—Muchísima. Esto, por ejemplo, de los sombreros de copa es trascendentalismo. En Londres no hay más que dos sombrererías de verdadero chic para el sombrero haut-de-forme. Va usted a una reunión, y el criado que le toma el gabán mira la muestra del sombrero, y si no es de una de las dos casas elegantes le tiene a usted por un cualquiera, por un pelafustán; y el día que necesite usted de él para entregar una carta a la señora o a una amiga, no lo hace, le desprecia a usted…
El diplomático debía de estar abrumado con la superioridad de sus compañeros de mesa; pero sin duda no quería dar su brazo a torcer, y aprovechando una discusión entre el violinista y el gentleman, dijo al afeitado, que apenas hablaba:
—Por más que digan, yo creo que aquí tiene que haber más preocupaciones de moralidad que en París, por ejemplo.
—No crea usted —replicó el afeitado—. Esto está podrido. El Londres de las preocupaciones desaparece; la gente de buen tono, la smart set, se desentiende de las ideas de sus abuelos; las mujeres se pintan el pelo y los ojos, beben champaña y gastan un dineral en vestirse. Los hombres ricos no adoran a la cocotte, como en Francia, porque tienen la cocotte en su casa.
—¿Cómo en su casa?
—Sí, en su mujer.
—Pero ¿es verdad?
—Aquí no hay una mujer honrada —dijo rotundamente el gentleman interviniendo en la conversación.
—Querrás decir que tú no conoces ninguna —replicó el afeitado—; yo, tampoco; pero no aseguro que no haya alguna… en Whitechapel o en otro rincón por el estilo.
—¿De manera que estas inglesas son grandes enamoradas? —preguntó el diplomático.
—¡Pchs! —dijo el violinista—. ¡Enamoradas! Según lo que se entienda por amor.
—Yo no creo en el amor —afirmó el gentleman.
—Ni yo —añadió el cantante.
—¡Bah! —murmuró el hombre afeitado y razonador—. ¿Que no creéis en el amor? ¡Claro! Pero ¡vosotros no podéis saber nada de eso, hijos míos! Este mismo dice —y señaló al violinista— que se presenta ante las mujeres como un pobrecito a quien proteger; tú —e indicó al gentleman— vas detrás de la mujer que te solicita con la ilusión de que puedas ser un amable asesino. El uno excita la piedad, el otro una curiosidad malsana. Vosotros soportáis el amor, pero no le conocéis.
—¡Filosofías! —dijo el gentleman, vaciando una copa de burdeos.
—No, realidades. Tanto valdría que una cocotte dijera: «No hay amor», porque ella no lo siente.
—Creo que nos ha insultado, tú —dijo el violinista al gentleman—. Nos ha llamado cocottes.
—¡Pchs! No le hago caso.
Por más que Roche no quería hablar solamente con Natalia y se dirigía a las dos amigas, María, la mayoría del tiempo, estuvo callada oyendo lo que decían los españoles.
Aquellas confidencias, de un cinismo bajo, alegre y superficial, le daban la impresión clara de la inmoralidad del ambiente. Por otra parte, el ver a Natalia y a Roche, que tenían el uno para el otro delicadezas de los que marchan rápidamente hacia el amor, le indicaba el desamparo en que ella se veía.
Estaba violenta, y así, cuando Roche dijo:
—¿Nos iremos?
María respondió con viveza:
—Sí, vámonos.
—Nuestra amiguita —exclamó Roche, dirigiéndose a Natalia— se ha aburrido.
—¿De veras te has aburrido? —le preguntó Natalia—. ¿De veras?
—No, no —contestó María entristecida.
Salieron del restaurante y entraron de nuevo en el cab.
—Pero ¿esto puede ser verdad? —preguntó María.
—¿Qué? —dijo Roche.
—Lo que decían esos españoles de la inmoralidad de Londres.
—Sí, aquí hay mucha inmoralidad —contestó Roche—; pero no hay que hacer tampoco mucho caso de lo que digan los parásitos y los histriones.
Iban a ocupar sus asientos, cuando vieron a Vladimir Ovolenski sentado en un asiento próximo. Los saludó y se acercó a ellos. Estaba, según les dijo, con su madre y su hermana. La madre era una vieja de aire astuto, vestida de negro, y la hermana una mujer guapa y vistosa.
El teatro estaba casi lleno; abajo, en las butacas, se veían muchas señoras descotadas y hombres de frac.
Empezó Julio César con la conversación de ciudadanos en una calle de Roma.
Al principio, ni Natalia ni María comprendían bien; luego fueron acostumbrándose a la pronunciación enfática de los cómicos, y empezaron a darse cuenta de lo que decían. En el segundo acto, la entrada de los conjurados en el jardín de la casa de Bruto le hizo, según dijo, un gran efecto a Natalia. Le recordaba escenas de la revolución rusa.
«Es un grande hombre Bruto», dijo Vladimir en voz alta.
Un señor de al lado protestó; dijo que el tal Bruto era un rebelde y un mal patriota; lo consideraba sin duda como un socialista o un partidario de la autonomía de Irlanda.
La escena de la muerte de César, cuando los conspiradores levantan las armas y gritan: «¡Independencia! ¡Libertad! ¡La tiranía ha muerto!», les impresionó mucho.
María miró a Vladimir. Le brillaban los ojos de entusiasmo, y hablaba con los que se encontraban a su lado.
La escena en el foro estuvo muy bien representada; el discurso de Bruto ante el cadáver de César, la réplica de Marco Antonio, los movimientos de la multitud impresionable, cambiando a cada momento del entusiasmo por la justicia al entusiasmo por la gloria, fueron maravillosos.
María se hallaba impresionada por la representación, pero más aún por la presencia de Vladimir. Dos veces se le ocurrió mirarle, con una timidez que a ella misma le asombraba, y se encontró con sus ojos, que la contemplaban con una expresión de ternura.
Los dos últimos actos, preparatorios del castigo de Bruto, ya no les interesaron gran cosa. Natalia hablaba con Roche. Salieron del teatro, y a la puerta se encontraron con Vladimir y su familia. La madre y la hermana del polaco contemplaron a María con atención; él se acercó a María y a Natalia, y les tendió la mano, y María apenas tuvo fuerza para estrechársela.
Salieron del teatro, fueron por Haymarket y cruzaron por Trafalgar Square.
—Si no tienen ustedes prisa —dijo Roche— vamos a dar un paseo. Ustedes no habrán visto Londres de noche.
María no contestó; iba abstraída, y al mismo tiempo asustada, pensando en Vladimir. ¿Sería un farsante, o era un hombre noble y generoso? Tomaron por el Strand; había gente delante de una tienda cerrada, y se pararon. Estaba tocando el timbre de alarma de una joyería, y se habían reunido policías y público a ver qué pasaba.
—Parece que está el ladrón ahí —dijo uno de la calle.
—¿Y por qué no entran a ver? —preguntó Natalia.
—No pueden —contestó uno, como si en aquello se cifrase el honor de toda Inglaterra—; sin el permiso del amo no se puede entrar.
Estuvieron allá parados un rato, y como lo único que pasaba era que seguía tocando el timbre, se fueron.
—¿Sabe usted lo que pasa? —dijo a María un borracho, haciéndola estremecerse—. Pues no pasa más sino que la gente de Londres es muy tonta, y cualquier cosa le llama la atención. Aquí hay mucha electricidad, y nada más. ¡Vaya, adiós!
Celebró Roche la frase del borracho, y luego dijo:
—Ahora vamos a echar un vistazo sobre nuestra juventud dorada.
Volvieron nuevamente a la calle del teatro, y Roche les llevó delante de un hotel.
—Dentro de un minuto —dijo— la policía echará a la gente que hay dentro. Es un espectáculo que vale la pena de verse.
Efectivamente, a las doce y media en punto el hotel apagó las luces y cerró las puertas, y no dejó más que un postigo para la salida. Dos policías entraron en el elegante hotel, y comenzaron a echar a la calle a mujeres elegantísimas y a señoritos de frac.
«¡Vamos, vamos!», decían los policías.
El portero del hotel, a la puerta, gritaba, y el rebaño de señoritos y de cocotas, con una gran resignación, salía a la calle. Cerró el portero su postigo, y, ocupando un gran trozo de la ancha acera, quedó todo el tropel de mujeres y de gomosos con cierta tendencia a estacionarse allí; pero los hombrones de la policía, en número de cuatro o cinco, cerraron la acera e hicieron subir el rebaño de pecadores hacia Piccadilly Circus. Roche hizo observar que muchas de aquellas mujeres hablaban alemán, y que entre ellas mariposeaban los chulos elegantes.
En Piccadilly Circus la tropa de viciosos tuvo otro momento de parada; los policías que venían de Piccadilly cortaron aquella procesión y la hicieron disolverse en un momento, y unos en coche, otros a pie, dejaron todos la calle limpia.
Poco después un policía, con una linterna en la mano, iba examinando si estaban bien cerradas las puertas de las casas y de las tiendas. Tomaron María, Natalia y Roche por Charing Cross Road. Había en la calle un puesto ambulante, iluminado con una lámpara de acetileno, y algunos vagabundos tomaban café en el mostrador. Entraron María y Natalia en su calle; en un portal dos mujeres reñían y vociferaban; un policía se puso a pasear delante de ellas hasta que una de ellas se fue.
Se despidieron de Roche, y entraron en casa. La pequeña Macha había llorado mucho al verse sin su madre.