XII

ILUSIÓN PRIMAVERAL

Han pasado los meses negros, con sus fríos, sus nieblas y sus barrizales, mejores para una especie anfibia que para una humanidad que anda sobre terreno sólido. El sol comienza a sentir ciertas veleidades de brillar en el cielo. Alguno que otro día, un disco pálido y acatarrado se presenta entre la bruma como la pupila lacrimosa de un viejo, y vuelve a ocultarse con un escalofrío de pánico al ver una tierra tan nebulosa y tan turbia. Este resplandor amarillento y anémico representa para los londinenses el sol primaveral, y llevada por la idea metafísica de la primavera, la gente se echa a la calle y comienzan a verse trajes claros y sombreros vaporosos. Al poco rato llueve o graniza o se levanta un vendaval terrible; pero la gente se queda con la dulce impresión de haber visto la primavera, aunque vestida todavía con el traje de invierno.

Por el Temple

María acudió durante varios meses con una puntualidad matemática al despacho. Su gran consuelo era vivir con Natalia y recibir las cartas de Venancio. Su padre le escribía en general descontento con su vida, le enviaba siempre los quinientos francos, y ella los iba depositando invariablemente en el banco.

Algunos días, Dickson la acompañó hasta casa, y una vez le dijo que sería para él una gran satisfacción si algún domingo le convidaba a tomar una taza de té. María no tuvo más remedio que invitarle a ir a casa. Natalia no sintió gran simpatía por el principal de su amiga, y le manifestó su sentimiento sin rodeos.

Un sábado por la tarde habían ido María y Natalia con la niña a hacer compras al Strand, cuando al salir de una tienda se encontraron con el señor Roche. Le saludaron; Roche preguntó a María por su padre, y ella contó lo que le había pasado, cómo trabajaba y dónde vivía.

—Es usted un caso de valor, miss Aracil —dijo Roche.

—¿Cree usted…?

—Juana de Arco a su lado me parece un niño de teta. ¿Hacia dónde van ustedes?

—Aquí cerca, a esa plaza con jardines, a que juegue la niña.

—Yo también voy por ahí.

María presentó a Roche a su amiga Natalia. Del Strand fueron, por Kingsway, hasta Lincoln’s Inn. Era ésta una gran plaza con altos árboles y hierba, un verdadero parque dentro de la City. Algunos niños jugaban en el suelo y viejos obreros descansaban en los bancos. En un quiosco del centro de la plaza dormían grupos de vagabundos.

—Yo voy al Temple —dijo Roche—. ¿No han estado ustedes nunca allá?

—No —contestó Natalia.

—¿Y usted? —dijo a María.

—Creo que no.

—Pues acompáñenme ustedes. Yo tengo que dejar una carta. Hay por ahí una serie de rincones muy agradables.

Cruzaron otra plazoleta con árboles, pasaron por delante de una iglesia y de una capilla con la cripta al descubierto, y entraron por una puerta en una calle estrecha con las tiendas cerradas, que, según dijo Roche, eran de libreros y de fabricantes de pelucas para abogados; luego cruzaron Fleet Street y de aquí salieron al Temple.

Era éste un conjunto de edificios pequeños y de capillas que formaban una serie de plazoletas y de callejones, desiertos en aquella hora. Se sentía allí un gran silencio. De cuando en cuando se oían las pisadas de alguna persona en un pasadizo; los gorriones saltaban en la hierba verde y piaban entre el follaje.

—Éste es un pueblo de abogados, un nido de buitres —dijo Roche—. A estas horas los pajarracos han levantado el vuelo.

Roche llamó en una puerta en cuyo dintel brillaba un azulejo con un cordero místico pintado en azul con su banderita y su corona. Tras de esperar algún tiempo, abrió un empleado, a quien Roche entregó su carta.

—Ahora estoy a su disposición —dijo a María y a Natalia—. Si quieren ustedes veremos esto.

El patio de la fuente

Charlando animadamente recorrieron aquellos rincones de aspecto romántico. Eran una soledad y un silencio deliciosos los que allí reinaban. Se atravesaba un pasadizo bajo, siniestro, a cuya entrada y salida colgaba un farolón viejo, y se desembocaba en una nueva plazoleta. Algunos de estos patios se hallaban cubiertos de grandes losas; en otros la hierba se extendía verde y brillante.

En todas partes reinaba idéntico silencio, el mismo reposo de pueblo deshabitado.

En el interior de los archivos y salones, llenos de libros y de legajos, se veía algún empleado que cerraba las maderas de un balcón, sonaba de cuando en cuando el ruido de una llave y se sentía luego rumor de pasos.

En el ángulo de una de las plazas se levantaba una casa cubierta de lilas, y sus racimos de flores moradas y azul pálidas caían sobre la hojarasca verde. Una pared alta, cubierta de hiedra, mostraba un escudo de blasón antiguo, y en un tejado se arrullaban dos palomas blancas.

Salieron a un espacio anchuroso en donde se erguía una capilla gótica. Cerca del ábside, entre la hierba húmeda, yacían algunas tumbas abiertas, y a un lado se levantaba un sepulcro de mármol con una estatua reclinada. Bordeando la capilla, desembocaron en un patio que tenía un surtidor en medio.

«¡Oh, qué hermoso!», exclamó Natalia.

Y era verdad. Había allí, bajo la dulzura del cielo gris, un silencio lleno de placidez y de encanto. De la taza de piedra partía un hilo de agua muy alto y se deshacía al chocar en el borde del pilón; una paloma tornasolada se refrescaba mojándose las plumas, y los gorriones piaban picando en el suelo. Llegaban hasta aquel jardín, medio extinguidos por la distancia, los mil rumores confusos de la gran ciudad, y en este semisilencio el surtidor murmuraba con sus notas de cristal, y un pájaro escondido entre las ramas parecía contestarle.

Hablaron durante largo tiempo Natalia y María con el señor Roche, mientras la pequeña Macha jugaba en el suelo.

María preguntó a Roche por su mujer, y el escocés dijo que estaba haciendo gestiones para divorciarse.

—He venido al Temple precisamente para escribir a mi abogado por ese asunto —añadió.

—¿No ha habido arreglo? —le dijo María.

—Era imposible.

—¿No ha sido usted feliz? —le preguntó Natalia con gran interés.

—No —contestó, sonriendo, Roche—; yo hubiera vivido mejor si me hubiera casado con una irlandesa o con una española.

—¿Cree usted…? —dijo María.

—Sí. La mujer española, más femenina que la inglesa, quiere en el hombre el espectador, la calma; la inglesa, con una individualidad más fuerte, busca en el hombre el actor, el héroe, y de ahí su entusiasmo por los tipos que considera excepcionales, y de ahí sus desilusiones. Creo la verdad: que las mujeres inglesas están más inclinadas a enamorarse por admiración y las españolas por compasión.

—Sí, es posible —repuso María—. ¿Y qué le parece a usted mejor?

—¡Oh, mejor! Eso es muy difícil saberlo, si es que hay algo mejor. La compasión me parece un sentimiento más cristiano; la admiración es más pagana. Compadecer, llorar, ver la vida como una cosa dramática, como un camino lleno de zarzas… Todo eso es muy español. Inglaterra es otra cosa. Yo creo, y esto no lo diría en voz alta, que éste es un país absolutamente anticristiano, en el fondo. Hay mujer aquí, la mayoría, que no ha llorado en su vida más que leyendo novelas, que se siente fuerte, y que si comete una falta no tiene remordimiento alguno.

—Y las rusas, ¿qué le parecen a usted? —dijo entre risueña y turbada Natalia.

—¡Oh, la mujer rusa…! Es como la ola…

—¿Pérfida? —preguntó Natalia.

—Es lo inesperado… Pérfidas o sinceras…, lo inesperado. Una rusa es siempre superior a una mujer de Occidente cuando es buena y cuando es mala.

Natalia se ruborizó.

—La está usted confundiendo a mi amiga —dijo María.

—¡Ah!, pero ¿es rusa?

—Sí.

—La hubiera tomado a usted por alemana… o por finlandesa.

—Mi madre es de Finlandia —advirtió Natalia.

Del patio de la fuente pasaron al jardín del Temple, y cruzándolo salieron al muelle del Támesis. Era la hora del té, y María tuvo que invitar a Roche a ir a casa, y Roche aceptó la invitación a gusto.

Estuvieron la tarde hablando. Natalia mostró a Roche sus dibujos, y el escocés se fue un poco antes de la hora de comer.

Natalia preguntó a María quién era Roche, y ella le dijo lo que sabía del escocés.

—Es muy simpático y debe ser muy bueno —dijo Natalia. Y de pronto, con toda naturalidad, exclamó—: No sé si te escandalizarás, pero creo que me he enamorado de él.

¡Bah!

—De veras te lo digo.

—Ya se te quitará.