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LA CASA DEL JUDÍO

El comerciante de cuadros de Soho Square, para quien trabajaba Natalia, era un judío amigo de Jonás Pinhas, de origen también español, que se llamaba Santos Toledano.

Al saber que Natalia vivía con una española y que ésta era la fugada de Madrid con motivo de la bomba, Toledano invitó a Natalia y a María a que fuesen el sábado a tomar el té a su casa.

Santos Toledano vivía en Longfellow Road, más allá de Whitechapel, cerca del canal del Regente.

Por la tarde, después de almorzar y de dar un paseo, tomaron María y Natalia un ómnibus en Southampton Row, y dando una vuelta larguísima bajaron en Mile End, cerca del canal. Encontraron pronto la calle. La casa del vendedor de cuadros era una casa de ladrillo negro, con la pared combada y recubierta de pizarra desde el segundo piso y una batería de chimeneas rojas en el tejado.

Llamó Natalia y salió a abrirles una muchacha morena, que les hizo pasar a un salón en donde se encontraban Toledano, su mujer, su hija y algunas otras personas. A María le chocó mucho ver allí al viejo Maldonado, aunque no tan raído como de ordinario.

Santos Toledano dijo varias veces a María que él era de origen español. Tenía este judío la nariz corva, los labios gruesos, el pelo ensortijado, el tipo oriental. Era un hombre blando, grasiento y repulsivo. A pesar de su amabilidad, a María le produjo una impresión desagradable.

Su hija era una muchacha de diecisiete a dieciocho años, afligida con una gordura fofa, de ojos negros y de tez muy blanca.

Santos presentó a María y a Natalia a las personas reunidas en la sala. Entre éstas había una judía polaca, de pelo rojo, verdaderamente preciosa, y un jovencito español con su padre. Les hicieron todos un recibimiento muy obsequioso, y María tuvo que contar por centésima vez los detalles de su fuga.

La mujer de Toledano, una vieja de mirada negra e inquieta, conservaba, a juzgar por sus palabras, un gran rencor por España; había leído, o había llegado hasta ella por tradición, la historia de las persecuciones y tropelías cometidas por los españoles contra los judíos, y tenía a España como la enemiga nata de Israel, pueblo elegido por Dios.

«Afortunadamente», le dijo a María varias veces, «Israel ha triunfado y España se ha hundido para siempre.»

María contempló con curiosidad a esta arpía semita, y aun comprendiendo que su odio estaba justificado, le pareció muy antipática.

Luego, un joven afeitado, también de aire corvino, sometió a María a un completo interrogatorio. Le preguntó si los españoles aceptarían ya a los judíos, si les permitirían dirigir la política, si había verdadero fanatismo en España. María contestó un poco caprichosamente a estas cuestiones contradiciéndose a cada paso, y viéndole Natalia mareada con tanta pregunta, vino a sacarla del apuro diciéndole que Toledano quería enseñarles sus cuadros.

María se levantó, y en compañía de Natalia, de Toledano y de la polaca rubia subió al piso alto. El comerciante en cuadros quería enseñar alguna de sus maravillas. Guardaba allá, según dijo, unos tres mil cuadros, entre lienzos y tablas antiguos, la mayoría sin valor, pero algunos buenos; tenía además joyas de iglesia, casullas, cálices, libros viejos, incunables, frontales, miniaturas, relicarios, tapices y una porción de riquezas de todas clases.

Toledano empujó una puerta forrada de hierro y pasaron a un desván muy grande lleno de polvo, iluminado por una lámpara eléctrica.

Natalia abrió una de las ventanas. Había en el desván pilas de cuadros puestos unos encima de otros. En los rincones se veían amontonados santos pintados de oro, mayólicas, niños Jesús con faldetas de abalorios, barcos, grabados. Lo que más estimaba Toledano, según dijo, eran dos tablas flamencas: una un Juicio final, y la otra un Bautismo de Cristo. Las dos le parecieron a María y a Natalia admirables.

El Bautismo de Cristo era precioso. Había un paisaje cruzado por el río Jordán realmente encantador; un río azul corría entre grandes rocas blancas; en las orillas crecían las hierbas; en una arboleda charlaban sentados unos pastores, y en el fondo, sobre un extenso panorama de montañas azules, se extendía un cielo lleno de nubes rosadas.

Por las explicaciones de Toledano se veía que tenía un conocimiento profundo del arte cristiano; los símbolos, las cuestiones de técnica de pintura, de escultura, de esmaltes, la manera de falsificar, todo esto lo conocía a fondo. Vieron otros cuadros, estatuas y joyas que guardaba el judío, y mientras colocaba todo en su lugar, Natalia se llevó a María al hueco de la ventana.

Vista del canal del Regente

Abajo, al pie de la casa, corría el canal del Regente con su agua verdosa y negruzca, y se hundían en él unas cuantas gabarras, amarradas a la orilla, cargadas de madera. De los patios de las casas próximas bajaban algunas escaleras de hierro y de cuerda hasta el mismo borde del agua; aquí y allá se levantaban palos como los mástiles de un buque: unos adornados con banderas y gallardetes triangulares; otros, con una veleta en la punta.

El canal corría encerrado en paredes altas, cruzado a trechos por algunos puentecillos de madera; después pasaba rasando el muelle de una fundición, cuya gran chimenea de ladrillo echaba nubes espesas de humo negro. Cerca de esta fundición, el canal se ensanchaba, embalsándose el agua, y luego huía hacia el horizonte y parecía una cinta de plata bajo el cielo gris.

De cuando en cuando pasaba una gabarra tirada por un caballo que marchaba lentamente por el camino de la orilla. En la barca, un hombre al timón fumaba impasible, y a popa una mujer cocinaba en un hornillo portátil, mientras un chiquillo rubio y descalzo corría de un lado a otro gritando y hablando solo.

Toledano se acercó también a la ventana.

—Por este canal se puede ir hasta Liverpool —dijo.

—¿De veras? —preguntó María.

—Sí. Esto comunica el Támesis con el mar de Irlanda. Sale del depósito de Limehouse, pasa bordeando el Jardín Zoológico, y termina en el canal de Paddington. Una de las cosas que traen por aquí son las fieras del Jardín Zoológico. Mi mujer tuvo una vez un susto terrible al oír a poca distancia los rugidos de un león.

Toledano encendió la luz, cerró la ventana de hierro que había abierto Natalia y luego la puerta.

—¿Toma usted precauciones? —dijo Natalia, riendo.

—Es que muchas de las cosas que hay aquí no son mías —contestó el judío.

Un príncipe ruso, un viajero armenio y un sirio

Era la hora del té, y María, Natalia, la polaca rubia y Toledano bajaron al comedor.

En su ausencia había aumentado la tertulia con varias personas, entre ellas Vladimir Ovolenski, que las saludó muy afablemente. Estaba Vladimir con un amigo suyo, pequeño, de largas barbas y de extraño tipo.

—Es el príncipe Nekraxin —dijo la polaca rubia, señalándole—. Un nihilista.

Si era príncipe aquel señor, no tenía facha de ello; más parecía un ropavejero o alguna cosa por el estilo. Lo único que chocaba en él eran los ojos, grises, penetrantes, que tenían una movilidad y una extraña suspicacia.

Se sentaron a la mesa todos a tomar el té, y llevó la conversación un joven sirio del monte Tabor. Era maronita y volvía de América. Explicó, con gran complacencia de los judíos, cómo los norteamericanos habían comprado las aguas del Jordán y cómo las vendían en América para los bautizos.

Luego, dirigiéndose a María, le dijo:

—Si fuera a América a exhibirse en los teatros y a contar su fuga, podría usted ganar un platal.

—Aunque me dieran millones no aceptaría una exhibición así.

Algunos de los jóvenes judíos encontraron absurdos estos reparos.

Luego, otro de los contertulios habló irónicamente de sus trabajos. Este señor, de unos cincuenta años, era un armenio que había viajado por todo el mundo y sabía siete u ocho idiomas. Era un tipo respetable, de barba gris, con una calva que parecía la tonsura de un fraile. Este armenio había hecho su fortuna sacando planos de las ciudades turcas, cosa prohibida en el país, vendiéndolos a Inglaterra. El hombre iba con su podómetro midiendo distancias de calles, plazas y caminos, hasta que hacía un plano y lo vendía en Londres.

—¿Y si lo hubieran cogido a usted? —le preguntó la judía polaca.

—Pues me hubieran matado a palos —contestó el armenio jovialmente.

Después la conversación giró acerca de las ideas socialistas; todos o casi todos los reunidos eran partidarios de estas doctrinas, especialmente los judíos. Vladimir habló del movimiento sindicalista con gran elocuencia, y fue escuchado en silencio.

Mientras tanto, el príncipe hojeaba unas guías comerciales rápidamente.

María, por curiosidad, pasó por detrás de él con el pretexto de asomarse a la ventana, y le chocó ver las páginas de la guía que el príncipe consultaba llenas de llamadas y cruces hechas con tinta azul y roja.

El barrio del Destripador

Era ya tarde, y María y Natalia se dispusieron a volver a casa. Salieron, y Vladimir, dejando al príncipe y el jovencito español a su padre, se brindaron a acompañarlas.

—Si no han visto ustedes este barrio de noche —dijo Vladimir—, y si tienen tiempo, podemos ir a pie hasta Adgate.

—Bueno.

Pasando por entre callejuelas próximas al canal, desembocaron en una calle ancha, continuación de Whitechapel Road, y comenzaron a subir una cuesta hasta el Hospital de Londres. Era sábado, y Whitechapel tenía aire de día de fiesta. En la ancha calle por donde iban, un gran bulevar convertido en mercado al aire libre, había filas de puestos ambulantes, de carritos y de tenderetes iluminados con lámparas humeantes de nafta. Las carnicerías y fruterías mostraban sus escaparates brillantes y repletos. La gente entraba en estas tiendas sin duda a hacer provisiones para el domingo, día en que todo está cerrado en Londres.

Se andaba por las aceras pisando papeles y prospectos; los bares rebosaban; los consumidores hacían cola hasta la calle; en los tenduchos, en las pequeñas casas de comidas, se oía hablar ruso, polaco y alemán.

—Éste no es un barrio inglés —dijo el jovencito español—, sino un barrio de judíos de todas las nacionalidades.

Muchas casas de banca y tiendas de ropas ostentaban letreros escritos en hebreo, y en las trastiendas se veían mujeres gordas, morenas, con los ojos negros y rasgados, y alguna que otra niña rubia de mirada viva y perfil aguileño.

Las familias de obreros, el hombre de chaqué, la mujer de sombrero, con los chicos de la mano, discurrían por este bulevar tranquilas, cachazudas, deteniéndose en las tiendas. Por el centro de la calle pasaban sin parar ómnibus y tranvías-automóviles.

Vladimir hablaba de la miseria de Londres, siempre creciente, de los medios que se habían ideado para extinguirla, de los ciento cincuenta mil hombres sin trabajo que había en la ciudad, de los progresos del maquinismo, que iba arrojando todos los días obreros y obreros a la calle; Natalia y María escuchaban, y el jovencito español iba junto a ellos sin decir nada. ¿Qué quería? No lo dijo y no se lo preguntaron.

A medida que subían hacia Adgate, la animación era mayor; de las tabernas salían mujeres viejas, haraposas, borrachas, dando traspiés; una, de palidez lívida y ojeras violáceas, pasó junto a ellos tratando de sostenerse en las paredes; al ir a entrar en un bar le faltó el pie y cayó de bruces la cara contra la acera. Natalia y Vladimir se inclinaron, la incorporaron y la dejaron apoyada en la pared.

Algunas madres jóvenes dejaban por un momento el cochecito del niño en la puerta de la taberna y salían con el vaso lleno de cerveza o de whisky en la mano.

—¿Qué, se atreven ustedes a entrar? —preguntó Vladimir delante de una taberna.

—Sí, vamos —dijo Natalia.

Entraron en un bar que tenía a la puerta un enorme farol, sostenido por un brazo de hierro, que lanzaba haces de luz de todos los colores. Era un sitio largo y estrecho, adornado por carteles de circo, con un mostrador alto.

Detrás del mostrador unas cuantas señoritas llenaban los vasos haciendo funcionar unas palancas niqueladas, y los parroquianos formaban una multitud de obreros y de mujeres borrachas.

Tenían todos un aire de ansiedad y de embrutecimiento; había tipos muy graves, muy serios, y algunas muchachas rubias, casi todas de pelo rojo amarillento, reían a carcajadas. En la puerta, una música tocaba La Marsellesa, y un negro cantaba, gritaba y gesticulaba en medio de la gente.

Vladimir recordó a los mujicks de Rusia, que, según dijo, dormían borrachos sobre la nieve con una temperatura de veinte grados bajo cero.

—Esta gente, como aquélla —añadió—, se deja llevar por la vida de una manera brutal.

—Quizá sea lo mejor —repuso Natalia.

—Viven al día —dijo Vladimir—, gastan lo que tienen y no ahorran. Al menos el cuidado del porvenir no les martiriza.

—Yo les admiro —exclamó Natalia con vehemencia—; ¿y tú, María?

—Yo, a pesar de tus entusiasmos, creo que hay que pensar en el porvenir.

—¡Oh, qué española más juiciosa tengo por amiga! —dijo burlonamente Natalia.

—Tiene razón —replicó Vladimir—. Esta gente bebe por desesperación, por falta de ideal. Sería mucho mejor para ellos que se trazaran un camino; ahora que, en el estado en que viven, preocuparse del porvenir sería para ellos un suplicio nuevo.

Salieron del bar María, Natalia, Vladimir y el jovencito español, y siguieron andando.

Se acercaban a la parte alta de Whitechapel, el gentío y el bullicio eran cada vez mayores; en este bulevar grande, entre el ruido de los tranvías tocaban los organillos, y algunas muchachitas, unas delante de otras, bailaban en la acera el baile inglés; los charlatanes, los sacamuelas, los joyeros ambulantes peroraban anunciando ungüentos, libros, lentes, joyas, sindetikón y cuadernos. Algunos mendigos entonaban canciones tristes. Un hombre mostraba un pequeño cosmorama colocado sobre un trípode, que representaba la antigua cárcel de Newgate, y que tenía este letrero sugestivo y siniestro: LAS TRAGEDIAS DE WHITECHAPEL. Por un penique se tenía derecho a mirar por varios agujeros y a ver representados el crimen, la fuga, la detención, la prisión y la ejecución del criminal por el plebeyo y poco distinguido procedimiento de la horca.

Pasaron por delante de un teatro popular y de algunas barracas en donde se vendían objetos de baratillo anunciados por gramófonos chillones.

En las callejuelas adyacentes a Whitechapel Road, en algunas casas de comidas, angostas, sucias y oscuras, comían vagabundos harapientos en escudillas de palo sentados delante de unas mesas de madera; de trecho en trecho, a un lado de la calle, la mirada se hundía en callejones negros, con un arco a la entrada. En el fondo, un farol sujeto a la pared iluminaba el empedrado húmedo, y a su vaga luz se veían unas paredes roñosas con ventanas pequeñas y una moza bravía vestida de claro que esperaba en un portal.

Algunas de estas calles eran estrechísimas, de paredes altas, y tenían a cierta altura vigas de hierro de un lado a otro. Un olor fuerte a ácido fénico se desprendía de estos rincones; a veces se veía venir por la estrecha acera una mujer gorda con un sombrero de paja en la cabeza, tambaleándose, o dos o tres hombres entontecidos, con la pipa en la boca, que pasaban cantando, haciendo sonar al mismo tiempo las pesadas suelas de sus zapatos.

—Es la canción de Darby y Joan —dijo Vladimir, poniendo atención en lo que cantaba una voz en la oscuridad.

—¿Y qué es esa canción? —preguntó Natalia.

—Son dos viejos obreros que en premio de pasar la vida trabajando van a morir a un asilo.

—¡Vaya una canción para animarse! —exclamó María.

—Ya vendrá la Social —repuso Natalia— y entonces se arreglará todo.

—Por aquí andaría Jack el Destripador —dijo Vladimir.

—¿Sí?

—En todo este barrio se encontraron mujeres muertas por él. Aquí mismo, a mano derecha, enfrente de London Hospital, en una callejuela llamada Bucks Row, se encontró una; en una calle que corre detrás del teatro este, que creo que se llama Pavilion, en Hambury Street, otra; y aparecieron más mujeres muertas un poco más lejos, en Commercial Street, y en una calle que la cruza, Wentworth Street; y otra se encontró hacia los docks de Londres, en un sitio próximo a la línea del tren de Pinchin Street, cerca de Well Close Square, un rincón donde se celebra un mercado de ropas que se llama Rag Fair, la «Feria del Andrajo». Conozco bien estos barrios porque teníamos ahí un compañero en un comercio de objetos de náutica, de Cable Street.

—¿Y no se supo nada de esos crímenes? —preguntó Natalia.

—Nada; unos decían si sería algún cirujano loco de London Hospital; otros que algún marinero.

—¿Y por qué un marinero?

—Por la periodicidad de los crímenes.

Los sitios aquéllos eran, ciertamente, poco tranquilizadores.

—Vamos —murmuró María, a quien la conversación y el lugar no agradaban.

—Sí, vamos —añadió Natalia.

Pasaron por delante de una fragua abierta en un agujero negro de la calle. Danzaban los obreros delante de las llamas con un aspecto fantástico.

La verdad es que toda aquella vida de Whitechapel, palpitante y tumultuosa, brutal y dolorida, desarrollada entre el barro, el humo de las fábricas, las infecciones, el alcohol, las conservas podridas; esta gusanera iluminada por días pálidos y reverberos de gas, con sus sábados de bacanal y sus crímenes sensacionales, no sólo tenía atractivo, sino un atractivo poderoso y fuerte.

Volvieron a tomar la gran avenida de Whitechapel. En Adgate iban a subir al ómnibus, cuando Vladimir detuvo a Natalia y comenzó a hablarle en ruso. María escuchaba sin enterarse de nada, y el jovencito español manifestaba en su semblante una gran desconfianza. Después de una larga plática, Vladimir les estrechó la mano a las dos y, al llegar el ómnibus, se fue.

El vengador

Montaron las dos en el coche, y el jovencito subió también; iba María a preguntar a Natalia qué le había dicho Vladimir, pero al ver al joven moscón se calló. Al comienzo de Oxford Street, bajaron las dos, y el jovencito bajó tras ellas. María, asombrada, se detuvo, y, encarándose con él, le dijo en castellano:

—Pero, bueno, usted, ¿qué quiere?

—Quiero ver al padre de usted.

—¿A mi padre?

—Sí.

—¿Para qué?

—Porque soy anarquista, y tengo que vengar la traición que hizo a Nilo Brull.

La sorpresa paralizó a María; luego, a pesar del tono trágico, se echó a reír, y la risa turbó por completo al joven vengador.

—Pues mire usted —le dijo—, será difícil que encuentre usted a mi padre.

—¿Por qué?

—Porque está en América.

—¿En América?

—Sí.

—Le buscaré. Soy el vengador de Brull.

—No sea usted majadero. ¡Qué le ha de buscar usted! Vamos, Natalia.

Siguieron las dos su camino, y el joven quedó parado sin saber qué hacer.

Cuando volvieron la cabeza, todavía el jovencito continuaba inmóvil y perplejo.

Al entrar en casa, Natalia exclamó, sofocada:

—¿Sabes lo que me ha dicho Vladimir?

—¿Qué?

—Que Toledano y su mujer son confidentes de la policía, y que, probablemente, estaremos ya las dos inscritas como terroristas de peligro.

—¿De veras?

—Sí; y no es eso lo peor, sino que a ese pobre viejo español que tú conoces, y que es amigo de Iturrioz, le han hecho que envíe por correo unas bombas a España y a Italia.

—¿A Maldonado?

—Sí.

—Habría que advertirle, porque es posible que él no sepa nada. ¿Y cómo Vladimir va también ahí?

—Porque resulta que Toledano y su mujer, al mismo tiempo que confidentes de la policía, son agentes anarquistas que saben las señas y la manera de comunicarse de todos los revolucionarios del mundo.

—¡Ah! ¡Por eso les he visto yo a Vladimir y a ese príncipe ruso buscando señas en una guía llena de cruces y rayas!

—¡Vete a saber qué es lo que se traerán entre manos!

—Algo tenebroso.

—Con seguridad; pero Vladimir no quiere que nos comprometamos, y me ha recomendado que no vayamos a casa de Toledano.

Se prometieron no volver más a casa del judío, y estuvieron charlando hasta bien entrada la noche.