IX

EL JARDÍN DE SAINT GILES IN THE FIELDS

Hay un jardín en la iglesia de San Gil, antiguo cementerio, a juzgar por las tumbas hundidas en la hierba. Este jardín, metido entre altas casas negras, tiene la entrada por High Street y la salida por un pasadizo que termina en New Compton Street.

En el jardín de San Gil, sobre la hierba fresca y verde, entre los árboles, en sepulcros antiguos con inscripciones, duermen algunos apreciables difuntos, y en los bancos se sientan y descansan hombres y mujeres decrépitos, casi tan muertos como los otros, vagabundos harapientos, cuyos instintos de libertad les hacen encontrar preferible la vida en la intemperie, en la niebla, en las inclemencias de la atmósfera, a la uniformidad y disciplina de un asilo.

El mundo no ha sido hecho para estos hombres, ni los palacios ni los jardines; para ellos sólo se han hecho la policía y las cárceles, la estopa que deshacen con las manos en los presidios y la estopa que se ciñe a veces a sus cuellos en forma de cuerda.

Pero estos desdichados tienen que resignarse; en una sociedad petulante que, porque de cuando en cuando exalta a un charlatán, a una tiple o a un soldado de suerte, ya se figura ser justa, tienen que convencerse, de grado o por fuerza, de que si no han prosperado ha sido siempre por defectos suyos y nunca por culpa de la máquina social.

Estos hombres son tan viejos, tan caducos, que parece que van a terminar su existencia desarticulándose, deshaciéndose en pedazos y guardándolos ellos mismos cuidadosamente en los viejos sepulcros. Las mujeres ya no tienen forma humana, se encorvan, y parece que la cabeza les sale del vientre; sus mejillas son terrosas, sus ojos hinchados, los párpados violáceos. Estas mujeres quizá fueron graciosas y bellas, hoy no tienen expresión, y si la tienen es la astucia de la zorra, el hambre del lobo, la ferocidad de la hiena o el furor de la serpiente.

Tales horribles y melancólicos seres, envueltos en sus harapos, en sus gabanes viejos, en sus toquillas rotas, cubiertos con sus sombreros destrozados, descansan de la fatiga de vivir sin esperar nada de nadie, mirando a la tierra húmeda, crasa por la sustancia orgánica, que les acogerá pronto en su seno.

Allí, alguno come algo que lleva envuelto en un periódico, otro se cura los llagados pies, una vieja remienda un harapo y otra acaricia a un gato, que corre y salta sobre la hierba del viejo cementerio.

Tipos extraños

Muchos días Iturrioz iba a sentarse a este jardín y contemplar tan extraños tipos.

Por la mañana y por la tarde, unos cuantos de aquellos vagabundos, sentados en un banco, charlaban misteriosamente. ¿Qué hacían? ¿Qué eran? Esto le preocupaba al buen doctor.

Uno de ellos era un hombre alto, flaco, con patillas y cara lacrimosa; daba la impresión de que se iba a romper por la cintura, andaba con dificultad, encorvado, apoyado en un bastón, y su cara producía risa y miedo. Los chicos se burlaban de él, y él los amenazaba con el palo.

Otro de los tipos de la reunión era un borracho joven, casi albino, con la cara abultada y rojiza y el bigote plateado. Aquel tipo boreal debía tener poca afición al trabajo, porque constantemente vagabundeaba por el jardín o por sus alrededores, cuando no se le veía en una taberna de Arthur Street, siempre sonriendo, con la pipa en los labios, las manos en los bolsillos del pantalón y el traje tan arrugado, que parecía hecho a propósito. Un día Natalia fue con Iturrioz a este jardín; el doctor le había dicho que allí encontraría tipos interesantes para sus dibujos, y el borracho albino siguió a Natalia sonriendo hasta que se alejó de ella saludándola con gran finura. Desde entonces, Natalia solía preguntar burlonamente: «¿Qué hará mi prometido?».

El Inventor, llamado así por Iturrioz, punto fuerte en la tertulia, era un hombre de unos cincuenta años, perilla negra, melenas encrespadas, levitón largo y mirada sombría. Llevaba siempre el cuello de su gabán subido y varios paquetes de periódicos en los bolsillos. Solía hablar imperiosamente, y hacía con frecuencia dibujos en la arena del jardín. Iturrioz trataba de comprender qué es lo que inventaba el que él había calificado de inventor, pero no daba con ello. Muchas veces, por la mañana, María, al ir a su despacho, solía verle cerca de una fuente y dar cubos de agua a los carreteros; pero esto, que cualquier otro lo hubiera hecho con sencillez, él lo hacía imperiosamente con un ademán de indiferencia y de desprecio para todo el género humano.

El Pensativo, otro de los socios, era hombre sombrío, fuerte, robusto, de bigote negro. Solía sentarse un momento en el jardín de Saint Giles, oía lo que decían los otros, fumando su pipa, mirando a la tierra o al cielo, y poco después se marchaba.

Había también otro hombre con la nariz tapada con un trapo blanco untado con ungüento; pero éste era sólo repulsivo y no debía de tener importancia en la reunión.

El hombre del ojo de celuloide

De todos estos tipos que se congregaban en el antiguo cementerio de Saint Giles in the Fields, ninguno de aspecto tan terrible como el hombre del ojo de celuloide. Era éste un tipo extraordinario, alto, enfundado en un levitón grande con botones de metal, pañuelo de hierbas en el cuello, bastón corto y nudoso en la mano y aire continuo de mal humor. Tenía el hombre la cara cobriza y llena de cicatrices, la barba rala, las cejas salientes, el pelo gris y un ojo vacío y oculto con un trozo redondo de celuloide pintado, sujeto con una cinta, y el otro hundido, negro y brillante. Parecía aquel hombre alto y derecho un viejo buitre sin plumas, una fiera encadenada, huraña y terrible. La áspera miseria le había roído hasta los huesos, no le quedaba más que la presencia y el orgullo.

Este viejo alto solía andar con mucha frecuencia con un enano pequeño, de cara sonriente y arrugada como una manzana.

Un día estaba Iturrioz leyendo un periódico madrileño, sentado en uno de los bancos del jardín, cuando se le acercó un viejecito y se sentó junto a él.

—Es usted español, ¿verdad? —le dijo.

—Sí.

—Yo también. Yo me llamo Maldonado. Le conozco a usted porque algunas veces voy a casa de Jonás, que me socorre.

—¿A Los Tres Peces?

—Sí.

Maldonado quería saber qué hacía Iturrioz en el jardín, y cuando éste le dijo que iba allá por curiosidad, Maldonado pareció tranquilizarse.

Maldonado era un hombrecito de unos sesenta años, muy derrotado y flaco. Contó a Iturrioz una larga serie de miserias sufridas por él alegremente. Tipo de otra época, aventurero y andariego, Maldonado había recorrido todo el mundo y contaba una porción de aventuras y desdichas con una sonrisa de irónica resignación. Un moderno sociólogo hubiera dicho que estaba loco. Estos sociólogos han resuelto que sólo el hombre rumiante es un hombre cuerdo.

Maldonado, muy cuidadoso, buscaba la manera de presentarse decente, y aunque toda su ropa estuviese ajada y llena de remiendos, llevaba su cuello y su corbata, y disimulaba la miseria lo mejor que podía. Era triste y melindroso como un gato viejo. Según dijo, había sido rico, pero calavera sin decisión alguna, y parte por mala suerte y parte por abandono, llegó a la mayor miseria.

Había recorrido a pie casi toda la América. Su existencia había sido una continua aventura. Desde vivir como un millonario hasta formar parte de un rancho de indios y comer carne humana, todo lo conocía. Había trabajado en los docks de Amberes y de Buenos Aires; había frecuentado los fumaderos de opio de Singapur, los bares de Hong-Kong y las tabernas de La Habana. De toda esta vida aventurera recordaba historias y anécdotas extraordinarias, pero al contarlas les daba un carácter de vulgaridad asombroso.

Estaban hablando Maldonado e Iturrioz, cuando se les acercó el hombre alto del ojo de celuloide.

—Éste es mi socio —dijo Maldonado, sonriendo.

El hombre de la venda miró a Maldonado de una manera imperativa, y Maldonado se levantó.

—¿A dónde van ustedes ahora? —le preguntó Iturrioz.

—Vamos a una taberna de Endell Street, esquina a Long Acre, en donde nos reunimos algunos amigos. ¿Qué, quiere usted venir?

—Bueno.

A Iturrioz le llamaba la atención el hombre del ojo de celuloide y tenía curiosidad por averiguar quién era. Salieron del jardín de Saint Giles in the Fields y fueron los tres andando. El de la venda no hablaba; rara vez hacía una observación en inglés en tono de mando, y Maldonado asentía, pero luego se reía por lo bajo.

Mientras caminaban a la próxima calle Endell Street, Maldonado contó que la taberna adonde iban había sido de un socialista notable llamado John Mann. El socialismo ha tenido en todos los países sajones y anglosajones una gran relación con la cerveza. John Mann solía hablar con frecuencia en Hyde Park de la revolución social y de las consecuencias terribles del alcoholismo, lo que no fue obstáculo para que con el dinero de las colectas pusiera una taberna en donde daba a sus amigos y partidarios la más socialista de las cervezas de todo el Reino Unido. John Mann un día se aburrió de Londres y de su doble personalidad de socialista abstemio y de publicano, y se marchó a Australia.

Ilustrado por las explicaciones de Maldonado, entró Iturrioz con él y con el hombre alto y misterioso en la taberna, pidieron tres vasos de cerveza, y al separarse un momento el de la venda, Iturrioz preguntó a Maldonado:

—¿Quién es este tipo?

—Es un indio. Un antiguo gran jefe de los pieles rojas.

—¿De veras?

—Sí, sí. Ha vivido junto al Gran Lago Salado. Era tanto como un rey, pero esos canallas de yanquis le robaron sus territorios y sus minas.

—Y usted, ¿de dónde le conoce?

—¡Oh, yo le conocí en Sierra Nevada, en California! Formábamos parte de una expedición minera dirigida por un escocés, y nos perdimos en el camino. En la confusión que produjo el saber que estábamos perdidos, unos se rebelaron contra el que dirigía la caravana y nombraron jefe a este indio. Yo le seguí, y tras de muchas peripecias nos salvamos; la otra parte de la expedición desapareció, y se dijo después que tuvieron que comerse unos a otros.

—¿Y cómo se llama este indio?

—Tiene en su lengua un nombre raro, pero nosotros le llamamos «el Jefe» y también «Arapahú».

—¿Y ese hombre pequeño, casi enano, de la cara sonriente?

—Ése es el clown Little Chip, un hombre que ha tenido sus triunfos y su fama y a quien le arruinaron unas jugadas de Bolsa.

—¿Y qué hace aquí en Londres Arapahú?

—Nada. Como yo.

—¿Y de qué viven ustedes?

—¡Pchs!

—Pero ustedes traman algo cuando se reúnen tanto.

—Hablamos de política y de anarquismo —dijo, sonriendo, Maldonado.

—¿Son ustedes anarquistas?

—Sí.

—¿Todos?

—Todos.

—¿Y el indio es también anarquista?

—¡Ya lo creo! Ése es el jefe.

Arapahú llamó imperiosamente a Maldonado, y éste dejó a Iturrioz para reunirse con su compinche.