VIII

LOS ATAREADOS

Comenzaban María y Natalia a encontrarse ya en disposición de no necesitar ir a casa del señor Jonás, pero el viejo, encariñado con la hija de Natalia, pedía que fueran a hacerle compañía todas las noches. Iturrioz también simpatizaba con el patriarca de las cañas de pescar y tenía con él largas conversaciones.

En los días siguientes, la vida de María se regularizó; iba al despacho a las nueve y salía a las cinco; para almorzar encontró un fonducho barato cerca de Mincing Lane, un rincón interesante, constituido por las últimas capas sociales del mundo de los negocios. El público era allí muy curioso: bolsistas arruinados, zurupetos, jóvenes judíos que comenzaban la carrera del millón, de aspecto y gesticulaciones de mono, viejos bohemios vencidos en la lucha por el oro, a los que quedaba como resto de ilusión para seguir viviendo la perspectiva de una especulación fantásticamente feliz.

Todos estos hombres comían deprisa con una avidez repulsiva. Allí John Bull parecía que debía llamarse mejor John Bulldog. Se hubiera dicho que aquellos tipos eran perros lanzados sobre una presa. Hasta miraban a los lados como si tuvieran miedo de que les quitasen el bocado; luego salían volando a sus negocios.

En general, la mayoría de aquella gente, en vez de andar por las calles anchas, tomaba para acortar el camino por los callejones antiguos de la City y por los pasadizos particulares que comunicaban una calle con otra. Estos pasajes, en las horas de ir y venir de los escritorios, parecían sendas hechas por hormigas; los hombres, vestidos de negro y de sombrero de copa, marchaban rápidos con la cartera en la mano; los mozos de las oficinas y los grooms corrían dándose recados unos a otros; todo el mundo huía a sus quehaceres sin cuidarse para nada del vecino.

María no se encontraba muy a gusto entre esta gente, pero hizo esfuerzos inimaginables para dominar su disgusto. En el despacho de Dickson, Mantz y Compañía, todos estaban cortados por el patrón general de frialdad y compostura; no se oía una frase amable, de interés; cada cual parecía tener especial empeño en demostrar que la vida del compañero que escribía a su lado le era tan indiferente como las cajas de raíz de ipecacuana o las pieles de mono puestas de muestra en los armarios.

El señor Fry

Entre esta gente, seca y áspera, que consideraba al vecino como un enemigo y un rival, que tenía la emoción como una debilidad ridícula y grotesca; entre estos jóvenes individualistas que aspiraban a la voluptuosidad de ser amos, y amos implacables, había una excepción, y era el señor viejo que hacía cuentas en una mesa en compañía de una señorita que llevaba anteojos de plata. Este señor viejo, llamado James Fry, era todo lo contrario de estos jóvenes fríos, duros y correctos; él era entusiasta, blando de corazón y fogoso. James Fry era un hombre alto, huesudo, de cara larga, algo caballuna, de pelo rojizo, pies y manos grandes, calvo, de pecho hundido y bigote corto. Los dependientes del despacho le trataban mal porque este viejo se preocupaba de los demás y era sentimental y efusivo. Esto les parecía a los otros una debilidad senil y ridícula, digna de desprecio.

Fry era un romántico, de esos hombres disueltos por el sentimentalismo, que los convierte pronto en un harapo; tenía una voz rota y una mirada de una infinita tristeza. A María se le ofreció tímidamente para todo lo que necesitase, y María comprendió que aquel hombre era, además de una gran bondad, de una rectitud absoluta. Este pobre señor Fry, como le llamaban en el despacho, le dio lástima. Contaba que no le había pasado nunca nada y comenzaba a no tener esperanza y a ver la vida tristemente.

Él hubiese querido vivir para los demás, ser galante, ser heroico, defender al débil contra el fuerte; pero nunca había tenido ocasión de hacerlo, ni imaginación para soñarlo. Así que el pobre señor Fry era desgraciado.

Una vez Dickson le preguntó qué hacía, en qué se divertía los domingos y los días de fiesta, y Fry le contestó que cuando no hacía buen tiempo para salir tocaba la flauta en su casa, lo que hizo reír al patrón a carcajadas.

El señor Fry confesaba que sus aptitudes para comprender la armonía eran muy escasas y que sólo gozaba de la melodía.

Fry tenía escrito un poema, pero esta confesión se la hizo a María después de muchas recomendaciones para que no dijera nada, porque el hombre sospechaba que tener un poema era algo así como tener un cáncer.

Dickson se humaniza

Al mes de oficina, al pagar a los empleados, Dickson preguntó a María:

—¿Está usted contenta en casa?

—Sí, señor, muy contenta.

—Me alegro. Si quiere usted, la llevaré a la Bolsa de Coloniales, en donde podrá almorzar por poco dinero.

Aceptó ella el ofrecimiento, y Dickson añadió:

—Bueno, pues a la hora del almuerzo la llevaré a usted allí.

Efectivamente, a las doce salieron los dos, bajaron a la calle y entraron en un edificio próximo, a cuya puerta había grupos de gente vestida de negro y sin sombrero. Era la Bolsa de Coloniales. Dickson le advirtió que la consigna del portero era no dejar pasar a ningún extraño a la casa; pero yendo con él no había cuidado. Efectivamente, el portero no les dijo nada. Dickson mostró a María el salón del azúcar y el del café, donde ellos tenían sus corros, y le enseñó también varios telégrafos que iban dando constantemente noticias de todo el mundo, intercaladas con el precio del azúcar, del café y del té en los mercados de Europa y América.

—¿Qué le parece a usted, miss Aracil? ¿Eh? —preguntó Dickson.

—Muy bien.

La verdad es que no encontraba en aquello nada extraordinario. Abajo estaba el bar, y fueron a él. Tenía éste un mostrador muy alto, que era al mismo tiempo mesa, y que trazaba varias curvas en forma de S, lo que le daba una largura grande y permitía que pudieran acercarse a comer muchas personas. En este bar, y sentados en bancos altos, había una fila de hombres vestidos de negro, la mayoría con el sombrero puesto. Algunos señores, serios y graves, andaban en la cocina con un plato en la mano izquierda y un tenedor en la derecha, eligiendo lo que iban a comer, cosa que allí no parecía ridícula.

A algunos de ellos María los conocía de haberlos visto en los pasillos de la casa. Dickson se dirigió a un rincón, e invitó a María a sentarse entre él y el señor Fry. Luego el jefe la presentó a una de las señoritas del bar; dijo a ésta que su empleada iría todos los días a comer y que le rogaba que la atendiera, a lo cual ella contestó que lo haría con gusto.

El almuerzo le costó a María unos cuantos peniques. Cuando terminó, se levantó, y Dickson le dijo: «Yo voy a quedarme aquí».

Volvió María al despacho.

Ya iba organizando su vida. La mañana era para ella lo más desagradable; la despertaba el ruido de los carros que iban a Covent Garden y el grito de los vendedores de leche. Como su cuarto no tenía contraventanas, entraba en él la primera claridad del día. Luego sentía el ruido de los pasos de mistress Padmore, que colocaba la marmita de leche en el pestillo de la puerta, y pensaba: «Ya es hora», y haciendo un gran esfuerzo se levantaba, almorzaba y salía a la calle. Esperaba en Shaftesbury Avenue, cerca de un señor que predicaba en la calle, a que viniera el ómnibus, montaba en él y bajaba a la entrada de Mincing Lane. Los sábados tenía un descanso mayor que el cotidiano, llamado fin de semana, y que consistía en dejar el trabajo a las dos. La tarde entera del sábado libre daba al descanso más extensión y lo hacía muy agradable.

En general, los sábados Natalia y María iban a casa de Wanda a pasar con ella un día entero; otras veces se quedaban en Londres, y en compañía de Iturrioz correteaban de noche por las calles populares entre los puestos iluminados donde tocaban los organillos y pululaba la multitud.

Algunos domingos estuvo Vladimir en casa de María, siempre elocuente y siempre revolucionario, y también iba con frecuencia la rubia Betsy, la criada del hotel en donde pararon por primera vez en Londres Aracil y su hija.

María había cruzado varias cartas con su padre; al principio no le contaba más que triunfos, banquetes, recibimientos y agasajos; pero por el tono de las últimas cartas se le veía ya descontento y hablando con sorna de los guachinanguitos, que eran, según él, una verdadera canalla salvaje.

Iturrioz le dijo: «Ése, antes de un año, abandona a la mujer y se vuelve. Has hecho muy bien en no ir allá. Aquello no es nada. Hay que afirmar la doctrina de Monroe: América, para los americanos».

Aracil, desde el momento que supo la salida de María del colegio de Kensington, comenzó a enviarle todos los meses quinientos francos. Ella hubiera podido dejar el empleo y vivir con este dinero, pero no quiso; fue a casa del banquero en donde tenía depositadas las doscientas libras de su madrastra, y le dio orden de que fuera acumulando el capital con los quinientos francos mensuales. Pensaba María que si iba a España y no tenía con qué vivir, con aquel dinero pondría aunque fuese una tiendecilla.

Le resultaba heroica su decisión de no dejar el empleo, porque el ir a la oficina no tenía para ella nada de agradable. No se acostumbraba a estar tantas horas quieta y encerrada, ni al frío ni a la gente adusta y poco comunicativa.

Dickson se humanizaba con ella algo; el ser compañeros de restaurante había creado entre ambos cierta confianza, una confianza muy ligera, que no llegaba a la menor familiaridad.

María encontraba a Dickson seco, duro, antipático; pero se guardaba muy bien de manifestárselo. Llegó a soñar muchas veces que la amenazaba y la reñía, y el espanto le duraba hasta después de despierta, y tenía que hacer un esfuerzo para decidirse a ir al despacho.

Una ruina española

Un día fue a la oficina un viejo a preguntar por el jefe. Era un tipo de bohemio cansado, derrotado, con los ojos tiernos y la sonrisa de borracho.

Venía, según dijo, a proponer un negocio de España. Le preguntó a María por el jefe, y le dijo que él era español, y hablaron con este motivo un momento en castellano. Luego salió Dickson de su cuarto, y al ver al bohemio, sin oírle, sin dejarle hablar una palabra, le despidió brutalmente.

María se sintió indignada y ofendida por un proceder tan bestial; pero, como era lógico, no se atrevió a decir nada ni a hacer el menor comentario. Durante el almuerzo, preguntó a Dickson:

—¿Quién era ese viejo español que ha estado hoy en el despacho?

—Es un canalla —contestó Dickson.

—¿Le ha hecho a usted algo?

—Sí; otra vez vino a hablarme de unos inventos que había hecho; de un aparato que llamaba el pendulador y de una pila seca. Todo resultó mentira. Es un embustero, un farsante.

A María le parecía que ser un embustero y un farsante era mala cosa, pero tenía también por una bestialidad muy grande tratar a un viejo como Dickson había tratado a aquel pobre hombre.

A la salida, María se encontró con el viejo español, acompañado de un chico, y le acompañaron los dos hasta casa, sin más objeto que pedirle una limosna.

Era este bohemio un hombre alto, flaco, con el bigote blanco, raído, y la nariz roja. Tenía esa tendencia a arquearse de todos los vagabundos y hambrientos, vestía un gabán claro y hablaba de una manera enfática, accionando con sus brazos largos, que parecían embarazarle. Se pintó como un pobre hombre de mala suerte; tenía, según dijo, el título de licenciado en ciencias, pero nunca le había servido para nada. Continuamente postergado, trabajando sin gusto, había vivido, hasta que un día la casualidad le puso en manos de un minero andaluz, que le tomó de secretario y le llevó a Londres.

—¿Y por qué no vuelve usted a España? —le preguntó María.

—¡Oh, no! Aquello es peor todavía. Allí es imposible vivir.

Y manifestaba un convencimiento tal de que vivir en España y ser español era una desgracia irremediable, que María quedó entristecida y mal impresionada. El hombre habló luego de su pendulador, de un avión que estaba estudiando y de una cerradura especial, que de ésta sí esperaba sacar mucho dinero para dedicarlo a sus grandes inventos, que le darían gloria. María le dio al desdichado un par de chelines que llevaba en el portamonedas, y se fue a su casa.

A los pocos días volvió el hombre a pedir, y María tuvo que decirle que ella ganaba muy poco y que no podía darle más. Dickson averiguó que le había dado algún dinero, y se rió de su empleada.

Las ideas de Dickson indignaban a María, y sus risas y carcajadas le hacían estremecer. Alguna vez, cuando el tiempo estaba muy negro y muy feo, él la preguntaba con sorna:

—No estará el tiempo así en España, ¿eh?

—No, seguramente que no.

—Yo no he visto España ni Italia —añadía Dickson—; pero sé que aunque las viera no me gustarían tanto como la City… ¡Ja…, ja…, ja…!

—Pero esto es tan triste, tan negro…

—Pues eso es lo que a mí me gusta… Días fríos, de niebla… Dicen que un poeta inglés ha dicho que el infierno es una ciudad que se parece mucho a Londres… ¡Ja…, ja…, ja…! Los poetas no dicen más que majaderías… A mí éste es un infierno que me gusta. ¡Ya lo creo…! ¡Ja…, ja…, ja…!

A María le indignaba esta risa de Dickson; era de lo más brutal, descortés y bárbara.

Alguna que otra vez Dickson se mostró casi galante con ella. Al llegar a casa y al contarle a Natalia las galanterías de su principal, la rusa decía cómicamente:

—¡Ah, traidora; le estás engañando a ese hombre; le estás haciendo víctima de tu mansa coquetería!

—¡Oh! No lo creas —contestaba María—; aunque quisiera coquetear con él me sería imposible.

—¡El mediodía! ¡El mediodía! —murmuraba Natalia—. ¡Qué falsas debéis de ser todas las españolas!

—No digas eso, que no es verdad.

—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo!

Y las dos se echaban a reír.

Los esclavos del viejo ídolo

Una mañana el señor Dickson le dijo a María:

—Necesitaría que fuera usted a los docks de Santa Catalina para hablar con un capitán de barco español; ¿quiere usted?

—Sí, señor.

—Fry la acompañará.

Dickson dio sus instrucciones a María y a Fry; les dijo que tomaran un coche y que no volvieran hasta la tarde.

Tomaron el coche, pasaron por Lower Thames Street, en donde Fry mandó parar, delante de una casa de comercio, cerca del mercado de Billingsgate. Fry bajó a hacer un encargo. Desde el coche podía ver María la calle llena de gente; una larga fila de cargadores con cajas de pescado a la espalda iban uno tras otro como hormigas.

De esta casa de comercio, avanzando un poco en la calle, entraron en los docks de Santa Catalina. Buscaron al capitán con quien María tenía que explicarse, y tuvo ella la sorpresa de encontrarlo en un extremo del muelle hablando con Iturrioz y con un hombre grueso.

—¡Caramba! ¿Tú aquí? —exclamó Iturrioz—. Señores, les advierto a ustedes que esta señorita es toda una heroína.

El capitán del barco y el hombre gordo saludaron, y María se echó a reír.

—Este hombre —siguió diciendo Iturrioz, señalando al gordo— es mi principal, comerciante en fruta y valenciano; es un mediterráneo de estos intrigantes y peligrosos. Yo cuando le veo me abrocho el chaleco, y aun así tengo miedo de que los pocos peniques que guardo se escapen y vayan a sus bolsillos.

—Gracias por el retrato —dijo, riendo, el aludido.

María trasladó al capitán las indicaciones de su principal. Fry tenía que ir a los London Docks, y no quería dejar a María allí. Iturrioz dijo:

—Ahora nuestro amigo el capitán arreglará esto, y como María y este señor van a los docks de Londres, yo les acompaño.

—Sí, se puede usted ir —dijo el capitán a María—; dentro de una hora estará todo listo.

Iturrioz, María y James Fry salieron de los docks de Santa Catalina, y tomaron a pie hacia los de Londres.

Había en la calle un amontonamiento de carros atravesados, entrecruzados; otros pasaban haciendo un estrépito horrible; en las paredes negras de las casas no se veía más que el subir y bajar de cajas y barriles izados por las grúas. El ambiente era sofocante; la niebla, el humo, la tibieza del aire, el suelo negro y encharcado, todo daba la impresión de un presidio en donde una humanidad triste gimiera condenada a trabajos forzados.

—Éstos son los esclavos del viejo ídolo —dijo Iturrioz.

—¿Y cuál es el viejo ídolo? —preguntó María.

—¿Cuál ha de ser? El comercio. El comercio ha vivido siempre en buena armonía con la esclavitud, y hoy como ayer sigue teniendo esclavos, y los tendrá mañana. La verdad es —añadió luego— que es mucho más interesante en un pueblo la manera de ganar que la de gastar. El trabajo es múltiple, complicado, lleno de variaciones; en cambio, las necesidades son iguales en casi todos los hombres. Respecto al vicio, es sencillamente estúpido; todos los días hay un trabajo nuevo que necesita nueva atención; en cambio, desde hace veinte o treinta mil años no se ha inventado un vicio nuevo, lo que no impide que esos pobres románticos de la vida inquieta se crean hoy más viciosos que los de ayer y se creerán los de mañana más viciosos que los de hoy.

—Amén —dijo María—. Es un buen sermón para llevarnos por el camino de la virtud.

—No tienes necesidad de tomarlo como artículo de fe.

Fry preguntó a María qué es lo que acababa de decir Iturrioz, y María le tradujo las frases del doctor. Fry escuchó atentamente, y luego añadió que sentía mucho no saber español, porque, indudablemente, hablando con Iturrioz debía aprenderse mucho.

Los docks

Dieron vuelta por detrás de la Torre de Londres, y llegaron a la puerta de los London Docks. Iturrioz, Fry y María entraron.

Fueron a lo largo de uno de los muelles de los docks, donde trabajaba una porción de hombres de todas castas, blancos, negros, amarillos, tipos morenos con los ojos brillantes y tipos rubios pálidos, con aire boreal.

En aquel rápido paseo, lo que más le chocó a María fue la violencia de los olores, que venían por ráfagas. Aquí se encontraba envuelta en una atmósfera de olor de canela; luego el olor del azúcar llegaba a irritar la garganta; después se nadaba en un aroma de vino generoso, y en casi todas partes, como acompañando a estos olores violentos que daban la nota aguda, había un color mezcla de petróleo y de humo de carbón de piedra que constituía la nota sorda. De un extremo de un muelle aparecieron unos cuantos hombres que, sin duda, acababan de descargar sacos de añil, porque traían las caras y las ropas azules.

Llegaron Iturrioz, Fry y María a una especie de plazoleta llena de barricas, donde unos toneleros componían los toneles rotos y ejecutaban al hacer esto una sinfonía de martillazos; otros iban arrastrando cubas vacías, que sonaban en el suelo como tambores.

Entró Fry en una casa de ladrillo y esperaron María e Iturrioz fuera. Iturrioz tenía curiosidad de ver el depósito de colmillos de elefante que había allí, el mayor del mundo entero. Preguntó a un empleado en dónde se hallaba este depósito, y mientras María aguardaba a Fry, Iturrioz se metió entre barricas y apareció poco después con el traje manchado de cal y sin haber visto nada.

No tardó mucho en despachar Fry, y volvieron a los docks de Santa Catalina, en donde el frutero y el capitán español les convidaron a jerez con bizcochos.

—¿Y aquí es donde desembarcan todos los buques? —preguntó María.

—No, todos no —dijo Iturrioz—. Hay otros docks.

—¿Y hay almacenes en estos docks?

—Todos son almacenes. ¿No ves?

—Pero ¿de aquí llevarán los géneros a los almacenes del interior del pueblo?

—No —dijo Iturrioz—; todo queda en los docks. En Londres hay almacenes para el consumo diario o semanal o mensual; pero los grandes almacenes sólo de una cosa están aquí. Los buques llegan, desembarcan, y los cargamentos quedan depositados en estos sitios.

—Y ustedes, ¿vigilan la descarga?

—No; los comerciantes tienen un talón, y no ven siquiera el género que reciben. Escriben a casa desde Valencia, desde Nápoles o desde donde sea: «El barco tal lleva mil barricas de vino o mil cajas de naranjas para usted». Se recibe en los docks, y los docks le avisan a uno: «Hemos recibido mil barricas o mil cajas para usted». ¿Que vende uno quinientas? Pues se da un talón al comprador para que las recoja en los docks.

—Pero ¿se pueden confundir y cambiar? —dijo María.

—¡Ca! —replicó Iturrioz—. No se confunden los géneros en una estación, y menos en los docks, en donde cada remesa es enorme. Y no creas que aquí acaban las operaciones, no; después de la venta y de que el comprador retira su género hay todavía muchas cosas que hacer. El comprador no da al comerciante que le vende un género oro o billetes, sino un cheque contra un banco. El banco que tiene un cheque de éste y dos del otro y cuatro del de más allá, unos a pagar, otros a cobrar, manda a un empleado, que suele llevar una cartera de cuero atada a la cintura por una cadena, a una casa que se llama Casa de Aclaración. En esta Casa de Aclaración se hace un cómputo de lo que tiene que pagar uno y de lo que tiene que cobrar otro, y la diferencia, a favor o en contra, se expresa en cheques contra el Banco de Londres, y en este banco no tienen que hacer más que subir la columna del haber del banquero Tal y bajar la del banquero Cual. Así, resulta que una operación de éstas se hace sin sacar una peseta del bolsillo, y, mientras tanto, se ha arruinado una comarca entera.

—¡Muy bien! —dijo el frutero, riendo—. ¿Qué le parece a usted, si se explica mi empleado, eh? —preguntó a María el valenciano.

—Sí, la teoría parece que la conoce —contestó ella—; la cuestión es si sabe aprovecharla.

—¡Hum! Creo que no. No persigue el dinero. No le tiene cariño.

—¡Yo cariño al dinero! —exclamó Iturrioz—. No. Es que el dinero es una inmoralidad. No hay agua tofana ni veneno de los Borgia tan ponzoñoso como esos redondeles de oro. Mientras no se suprima el dinero, no habrá paz en el mundo.

Como los demás se reían, Fry quiso que María le tradujese lo dicho por Iturrioz, y al oírlo, moviendo la cabeza afirmó de nuevo gravemente que sentía mucho no entender el español… Luego Fry y María tomaron un coche, y volvieron a la Bolsa de Coloniales. La calle estaba libre, y el cab marchó como una exhalación.