LA MUJER ENTRE CRISTALES
Muchas veces, al pasar por una de esas calles viscosas de Londres, que parecen solamente buenas para una humanidad anfibia, se ve por una gran ventana de cristal, en una tienda muy ordenada y muy limpia, una muchacha que recorre con sus dedos de rosa el teclado de una máquina de escribir.
El paseante curioso se detiene, y, al lado de algún vagabundo sucio y desharrapado o de algún dandy peripuesto, mira a la gentil muchacha, y espera que deje por un momento su teclado y que vuelva la cabeza para verla y contemplarla a su sabor.
Y ella, indiferente, sin querer repartir entre los curiosos la limosna de su mirada, sigue en su faena con el tric trac de su máquina.
Al cabo de algún tiempo se levanta con unas cartas en la mano, sale, y al volver se la ve de frente.
Es rubia, joven, esbelta, viste de negro, tiene una indumentaria algo masculina, cuello planchado y puños blancos y relucientes. No hace un ademán de fastidio ni de cansancio; lo que pasa por delante de la ventana no la conmueve ni la distrae; su trabajo es tranquilo y seguro. Muchos ojos la contemplan desde la calle fangosa. Ella desdeña este homenaje de admiración y muestra al público su nuca rubia y sigue trabajando. Simónides el samiota la creería hija de una abeja. ¡Oh, no hay miedo de que caiga en la curiosidad! Sabe la historia de su amiga, que fue a buscar fortuna en el fangal de la calle y que encontró la tristeza y la deshonra; sabe que todos esos hombres que la miran desde fuera, los de las barbas largas, los de las narices rojas por el alcohol y los trajes mugrientos, han naufragado por curiosidades malsanas, por no abordar cara a cara las cosas.
Hay arbustos que han nacido al borde del torrente; las aguas tumultuosas los atacan, descarnan sus raíces, pero ellos se agarran con firmeza a la tierra, y en la primavera tienen el supremo lujo de echar florecillas. Así esta mujer abeja, en medio del fango de la gran ciudad, trabaja todo el día y desafía las aguas turbias del torrente como esos arbolillos heroicos.
¡Oh, mecanógrafa admirable de nuca rubia y de puños blancos! Nosotros quisiéramos verte libre del trie trac de tu máquina. Nosotros quisiéramos verte, no en tu despacho trabajando, ni los domingos en un chiribitil leyendo novelas de miss Braddon, sino reclinada en tu coche en los grandes parques llenos de verdura y de silencio.
Tú mereces, seguramente, no el trovador empalagoso que te compare con la luna, sino el hombre fuerte que sea como el clásico delfín que lleva a las sirenas en sus lomos desafiando las tempestades a esas tierras lejanas, a esos promontorios poéticos donde el amor tiene su reinado.
Pero el hombre delfín no viene, y sólo se acerca a ti con sus feos ofrecimientos este estúpido burgués viejo y lascivo como un mono, ese venerable señor, montaña de carne podrida, coronada con la nieve de las canas, o ese seboso y repugnante judío que quiere comprarte con una migaja del botín que ha conseguido hundiendo las uñas en los bolsillos de los desdichados.
¡Oh, mujer! ¡Oh, adorable sirena! Nuestra sociedad es bastante bestia para tener encarceladas en sitios lóbregos y oscuros a elegantes rubias, a graciosas morenas, a lo más bonito y perfilado de la humanidad. ¡Y a esto los sabios y los periodistas llaman progreso!
Es triste, es imbécil, pero hay que trabajar con el trie trac de la máquina. El delfín humano no viene, y parece que tampoco viene la Social…
… Y, mientras tanto, vosotros, correcalles, estúpidos, vagabundos de ciudades anfibias, simpáticos granujas, tenéis en esa mujer que teclea en su máquina de escribir el espectáculo de la virtud, de esa virtud que a vosotros, ¡oh, hermanos en la gran fraternidad del barro y del asfalto!, os parece, sin duda, una cosa ridícula y despreciable.