VI

DICKSON, MANTZ Y COMPAÑÍA

A principios de invierno, el señor Mantz, formando compañía con un tal Dickson, se estableció en la City y avisó a María Aracil por si quería ir de empleada. Aceptó ella con entusiasmo, y entró con un sueldo de ciento cincuenta francos al mes en la casa de comisión Dickson y Mantz, de Mincing Lane.

Mincing Lane es una callejuela de la City que tiene la especialidad de comerciar con géneros coloniales, té, café, azúcar, frutas secas y drogas.

En Londres subsisten calles con su especialidad correspondiente. Las antiguas calles han dejado su especialidad, y como recuerdo de ésta no queda más que el nombre indicando el comercio a que se dedicaban; así, se ven la calle del Pan, de la Cerveza, de la Plata, del Oro, de la Miel; pero ni la del Pan vende hoy sólo pan, ni la de la Miel este dulce producto.

Actualmente, sin indicarlo en el nombre, las calles tienen también su especialidad, que se conserva con ese tesón con que los ingleses guardan sus costumbres. Así, Lombard Street es la calle de los banqueros; Fleet Street, de los periódicos; Paternoster Row, de los libros de piedad; Mark Lane, del trigo; Botolph Lane, de las naranjas; Pudding Lane, de los frutos frescos; la orilla de Southwark, de los almacenes de patatas; Upper Thames Street, de los mármoles, piedras y cementos y de los almacenes de hierro y de cobre; Clerkenwell, de las relojerías y platerías; Coleman Street, de la lana; Spitafields, de las sederías; Houndsditch, de las ropas viejas; New Road, de los trabajos en cinc; Lower Thames Street, de los grandes almacenes de carbón y de la construcción de barcos.

Como estas calles, hay otras muchas que se dedican casi exclusivamente a una clase de comercio.

En Mincing Lane no se compran ni se venden más que coloniales, té, café, azúcar, cacao y productos exóticos de las colonias inglesas, especias de las islas Célebes, de las Molucas y de la Malasia; el eucalipto, la ipecacuana, el acíbar, la cochinilla, el índigo, la zarzaparrilla de la Jamaica. Cualquier comerciante que pusiera allí una sastrería o una tienda de quesos pasaría ante el mundo comercial por un loco. Cada rama de comercio tiene en esta calle su lonja especial, y en Mincing Lane hay, además del mercado de drogas, el del té y el de las plumas de avestruz.

Hunter-House

La casa en donde se encontraba el despacho de Dickson, Mantz y Compañía era enorme, sin viviendas, de arriba abajo dedicada al culto de Mercurio, que los griegos con su perspicacia adjudicaron a medias entre los ladrones y los comerciantes. El edificio se llamaba Hunter-House, y en él no vivía nadie.

En la casa había un gran número de escaleras y de ascensores, y en cada piso se contaban diez o doce despachos. Al comienzo de los corredores se leían los nombres de todos los comerciantes establecidos en los despachos de cada pasillo.

El día que llegó María a la casa se perdió y tuvo que preguntar varias veces hasta dar con las oficinas de Dickson y Mantz.

Al abrir la puerta del despacho se encontró con que los empleados estaban ya trabajando. La recibió un hombre de unos cuarenta años, alto, rubio, impasible, que le dijo:

—Se ha retrasado usted cinco minutos.

—Sí, es verdad; me he confundido y he andado perdida por los pasillos de la casa.

—Está bien; éste es su puesto. Si no ha traído usted mangas para escribir, aquí tiene usted unas.

Se sentó donde le indicaron, delante de una mesa ocupada por una máquina de escribir, y señalando unas cuantas cartas manuscritas, preguntó:

—¿Es esto lo que hay que copiar?

—Sí.

—¿Y el señor Mantz?

—No vendrá más que por la tarde. ¿Tiene usted algo que decirle?

—No, nada.

Comenzó a copiar las cartas en la máquina, teniendo cuidado de no equivocarse. La mayoría de las cartas eran de pocas líneas, y tardó poco en copiarlas.

—¿Ha acabado usted ya? —le preguntó un joven muy elegante.

—Sí.

El joven tomó las cartas copiadas y las llevó a la firma. María descansó un momento.

El cuarto donde estaba era una sala larga, con dos grandes ventanas de guillotina, cada una de cuatro cristales y los dos bajos esmerilados. Delante de las ventanas, sentados en bancos altos, escribían tres jóvenes. Apartados de ellos, en otra mesa, un señor viejo, calvo y de bigote corto, y una muchacha pálida, con anteojos de plata, iban haciendo cuentas. En dos armarios arrimados a la pared se veían cajas de todas clases, drogas, frascos y botes de conserva. Extendidas en tableros había también pieles de mono con sus precios correspondientes, y un colmillo de elefante.

La otra sala era del director, y en ella brillaba el fuego de una chimenea de carbón de piedra. Esta diferencia entre los dependientes, que, sin duda, no tenían derecho a sentir el frío, y el principal, indignó a María, pero se guardó muy bien de expresar su indignación.

A la hora del almuerzo, María preguntó a la muchacha de los anteojos de plata en dónde almorzaba, pero la otra se le quedó mirando con una expresión de asombro y de estupidez tan grandes, que María no quiso preguntarle nada más. Uno de los jóvenes empleados le dijo que si quería le acompañaría a su restaurante, pero por si acaso esto era considerado como impropio, ella dio las gracias y dijo que no.

Salió a la calle, entró en una pastelería y volvió enseguida a la oficina. Viéndolo vacío, se metió en el cuarto del director; poco después entró un chiquillo con un uniforme lleno de botones, se sentó cerca de la chimenea y habló con María. Ella le dio un trozo de pastel y se hicieron amigos.

Los tejados

Desde la ventana del cuarto del director se veía un gran panorama formado por casas negras, tejados negros, torres, cornisas, grandes veletas, letreros dorados, y un entrecruzamiento de hilos de telégrafos y de teléfonos bastante tupido para oscurecer un día claro y convertir en crepuscular una tarde como aquélla, oscura y de cielo ceniciento.

Sobre una torre se destacaba un gallo negro subido encima de una bola, un gallo petulante y orgulloso, con el pico tan abierto que la abertura de la boca le llegaba hasta los ojos. Aquel gallo descarado parecía reírse a carcajadas desde su altura al ver un mundo tan lleno de complicaciones como el que se desarrollaba a sus pies.

Todo este panorama de tejados daba una impresión de grandeza y de melancolía. De cuando en cuando se aclaraba el cielo y luego comenzaba a llover y se oía el ruido del agua que caía de los canalones. Transcurrida la hora del almuerzo, el botones le advirtió a María que iban a llegar el principal y los empleados, y el chiquillo y ella salieron del despacho. Comenzaron a oírse pasos por el corredor; poco después se presentaron los dependientes, el jefe y el señor Mantz en la oficina.

Allí la idea de categoría lo regía todo. Mantz y Dickson gastaban sombrero de copa, fumaban y tenían lumbre en el cuarto; los dependientes llevaban sombrero hongo, no fumaban y, sin duda, no estaban autorizados para tener frío.

Cuando sonó la hora de marcharse, María respiró como si le quitaran un peso de encima, cerró la máquina de escribir, se despojó de las mangas, se puso el sombrero y bajó las escaleras a saltos. En la calle tomó el primer ómnibus que encontró, y llegó a casa.

Natalia estaba inquieta por su tardanza; no se figuraba que desde el primer día comenzara a trabajar. Le contó lo pasado, y ella la colmó de atenciones como a un chico que vuelve por primera vez de la escuela, le ayudó a mudarse de ropa y la acarició como si fuera una niña.

Tan pronto se sentía la rusa maternal con María, como María con ella, pero con más frecuencia era la española la más juiciosa y prudente, aunque no la más zalamera.

Aquella tarde, después de volver del trabajo, fue para María uno de los momentos agradables de su vida; en el comedor, sobre la mesa, hervía el samovar, chisporroteaba el carbón en la chimenea y lloviznaba en la calle, silenciosa y negra; se sentaron Natalia, la pequeña Macha y María, tomaron el té, y por la noche fueron a Los Tres Peces.