V

ALREDEDORES DE COVENT GARDEN

El barrio donde vivían María y Natalia era un barrio ocupado en gran parte por almacenes de frutas, hortalizas y flores, y habitado por gente pobre. Lo formaban calles angostas, con casas de ladrillo, pequeñas, sin alero, pon muchas ventanas simétricas. El suelo de aquellas calles estaba siempre húmedo. Por las mañanas, filas de carros y de camiones cargados hasta arriba interceptaban el paso. Estos carros grandes, con llantas de hierro, hacían al pasar más ruido que un furgón de artillería.

Un paseo por el barrio era muy interesante. En el fondo de los callejones y de los patios sombríos se veían las paredes de los almacenes negros con sus grandes poleas y cadenas. Por detrás de una tapia salía el ruido sordo de una máquina, el silbido de una caldera de vapor o el golpe acompasado de un martillo.

Había por todo el barrio tabernuchas como cuevas, negras, oscuras, cuyos cristales, empañados por el polvo y el humo, no permitían ver el interior.

En este barrio, próximo al mercado de Covent Garden, se trabajaba casi siempre con luz artificial; por las ventanas de las bodegas y subterráneos, a través de una tela metálica, se veía con vaguedad gente que andaba trajinando con fardos y cajas a la luz del gas.

Salía de estos agujeros una gran diversidad de olores agrios, más punzantes en la atmósfera densa y húmeda; los plátanos descompuestos exhalaban un tufo como de cosmético; las naranjas fermentadas despedían un olor avinagrado de éter.

Al mediodía, cuando cesaba el trabajo en el mercado, el suelo de las callejuelas adyacentes quedaba lleno de montones de papel, de residuos de frutas y de barro. Las mujeres salían de los estrechos portales a comprar en las tabernas patatas fritas, macarrones y cerveza.

En estas tardes de verano londinense, de larguísimos crepúsculos, en los cuales el día se disuelve lentamente en la oscuridad, acudían a aquellas callejas una porción de histriones populares que cantaban y bailaban al son de un organillo; algunos vestían de payaso; otros, de mujer, iban bárbaramente caricaturizados con la cara roja por el colorete, un sombrero destrozado y una sombrilla en la mano, y no faltaban los clowns envueltos en un traje de grandes cuadros multicolores.

Al mismo tiempo que estos excéntricos de importación americana, solían ir con frecuencia organilleros italianos, sucios, morenos, con la melena larga y negra, acompañados de mujeres con traje de su país.

Llenaban la calle con las notas de canciones napolitanas, Santa Lucía y Funiculí-Funiculá. Aquellas callejuelas eran constante exhibición de vagabundos; uno que llevaba un bombo a la espalda y que lo tocaba al mismo tiempo que el acordeón y los platillos, aterraba a la niña de Natalia. Era, ciertamente, un tipo siniestro: torcido por el peso del bombo, con dos o tres pañuelos despedazados en el cuello, el traje humedecido, los tufos negros por debajo del sombrero y la mirada inquieta y sombría.

Los hombres y los chicos

Al anochecer, estas calles próximas al mercado de Covent Garden se animaban; de los portales salían mujeres gordas, jovencitas cubiertas de harapos y una nube de chiquillos andrajosos. Estos chiquillos no tenían el aire ligero y alegre de los chiquillos pobres de España; eran sucios, tristes; las chicas parecían aplastadas por una boina grande de punto; los chicos, huraños y quietos, apenas jugaban.

Pero entre los chicos poltrones había otros que a Natalia y a María les daban mucho que hablar. Eran granujas pequeñuelos, feos, atrevidos, con cierto aire de clown; iban con las manos metidas en los bolsillos, con un andar de hombres, haciendo fechorías por donde pasaban y hablando con una cómica desenvoltura. El aprendizaje en la vida de estos chiquillos debía de ser terrible.

En las proximidades del mercado, como barcas ya inservibles cerca del puerto, se agrupaban hombres sin trabajo, viejos encorvados, entontecidos, agotados por la vida y por el alcohol, el traje azul sucio, las manos metidas en el bolsillo del pantalón y la pipa en la boca.

Durante algunas horas, estos hombres aguardaban con la vaga esperanza de encontrar trabajo; luego, cuando la esperanza resultaba fallida, se iban refugiando en un rincón, en la reja, en el quicio de una puerta en compañía de algún vagabundo profesional de nariz roja, barbas rubias, sombrero destrozado y gabán de color tornasol.

Luego de estas callejuelas pobres, misérrimas, sin transición apenas, se encontraba el paseante en una calle rica, por donde transitaba gente bien vestida, ágil y fuerte, y daba la impresión de que se pasaba de una ciudad a otra, como en esos pueblos moros formados por dos o tres barrios de distintas razas.

La niebla

Llegó octubre, y comenzó el mal tiempo. A medida que avanzaba el otoño, las lluvias y las nieblas producían un ambiente pesado y sofocante.

En algunos días la niebla era negra, y daba la apariencia de noche oscura a las primeras horas de la tarde; en otros tomaba un color amarillo de barro, y se espesaba de tal modo, que no lo atravesaba la luz de los más poderosos reflectores. Los faroles se encendían en la calle a eso de las tres de la tarde, pero cuando se presentaban las nieblas densas y solemnes, comenzaba el alumbrado a brillar desde por la mañana. Entre la bruma espesa que parecía sólida, los focos eléctricos nadaban como una nebulosa y daban un resplandor azulado, mientras que los mecheros de gas producían una mancha roja, temblona, como si fuese de sangre, en medio de la cortina amarillenta que empañaba la atmósfera. En la casa vivían el día entero con luz; a María le daba la impresión de estar dentro de un túnel.

A veces la niebla negra se cernía a la altura de un segundo piso, y la calle, con las luces encendidas, daba la impresión de la noche. Cuando ese cielo bajaba ya no se veía nada.

En las aceras se tropezaba con los transeúntes. Los coches y los caballos surgían de pronto en medio de la oscuridad, y los faroles de los ómnibus parecían pupilas inyectadas de monstruos moviéndose en las tinieblas; alguna que otra vez se veía pasar un coche con un policía de pie en el pescante, que agitaba una antorcha en el aire, lo que daba al espectáculo un aspecto fantástico.

María y Natalia fueron dos o tres días casi a tientas a Los Tres Peces; el miedo grande era cuando atravesaban Charing Cross Road, porque muchas veces los coches y los ómnibus formaban un trenzado y hasta se metían en las aceras.

Sólo Iturrioz las visitaba; por ellas conoció al señor Jonás, y se hizo muy amigo suyo. Iturrioz, decidido a encontrarlo todo bien, decía que las nieblas eran una cosa muy divertida y que las encontraba más agradables que los días de sol.

Donde las masas de bruma producían efectos extraordinarios era en el campo; un día estuvieron en casa de Wanda, y Natalia y María quedaron admiradas de las fantasmagorías de la niebla entre los árboles. Allí, además, era blanco azulada, y tomaba mil formas diversas. Tan pronto quedaba a ras del suelo y parecía un mar blanco, en donde las copas de los árboles eran peñas, como formaba montes de algodón y palacios fantásticos.

En cambio, en el barrio donde habitaban, la combinación de la niebla y del humo era horrible y malsana; la calle estaba siempre sucia, mojada, pringosa. Muchas veces esta niebla olía mal, a hidrógeno sulfurado, y parecía que se habían reventado todas las alcantarillas del pueblo.

Desde fuera, en el interior de las casas, por las ventanas se veían los cuartos sucios, abandonados, al borde mismo de la calle, abiertos para ser ventilados, y en donde entraban la humedad y el frío. Cerca de la casa de María y de Natalia, unos mendigos solían esperar en fila, arrimados a una tapia, el momento de entrar en un asilo; algunas viejas salían de la taberna e iban borrachas apoyándose en las paredes; otras, envueltas en mantones raídos, de cuadros blancos y negros, o en toquillas rotas, con viejos sombreros enormes comprados en cualquier trapería, charlaban en las aceras aguantando la lluvia.

En un soportal de la plaza de Covent Garden, unas cuantas mujeres sentadas en el suelo envolvían frutas en papeles de color y las ponían en cajas.

Por todo el barrio, en las casas y en las tabernas, se oían riñas y disputas. Los hombres pegaban a las mujeres y a los chicos con una brutalidad terrible. Era triste ver en medio de esta civilización tan perfecta en tantas otras cosas, que se maltrataba a los niños como en ningún pueblo del mundo.

Los sábados, los hombres se metían en los bares y no salían hasta que los echaban. Algunas veces se descolgaban por aquellos rincones hombres y mujeres del Ejército de Salvación, discurseaban a los borrachos, cuando no les obsequiaban con notas de clarinete y de cornetín de pistón. Los hombres escuchaban sin poder sostenerse en pie las insulsas pláticas de los salvacionistas; otros se reían, cuando no comenzaban, enfurecidos, a repartir puñetazos a diestro y siniestro, a vociferar y a desafiar a todo el mundo…

Tras de los días de niebla hubo noches serenas y frías, con el cielo despejado y sin nubes, en que las estrellas parpadeaban desesperadamente como si se estuvieran helando en aquellas alturas. Por el día brillaba algún pálido rayo de sol, y la gente, en las calles, parecía formar una comparsa de narices rojas y caras inyectadas…