EXTRAORDINARIA FILOSOFÍA DE UN PELUQUERO
El señor Jonás Pinhas, a quien Baltasar había recomendado a las dos amigas, era el dueño de una tienda de Old Compton Street, antigua calle del popular barrio de Soho, barrio de artistas, de anarquistas y de petardistas.
Se hallaba la tienda del señor Jonás en una casa pequeña y negra, entre una peluquería y una librería de viejo que era al mismo tiempo almacén de antigüedades.
La tienda del señor Jonás se llamaba Los Tres Peces, título perfectamente justificado y explicado sólo con echar un vistazo sobre la portada, pues por encima del escaparate y a los lados de la muestra colgaban tres peces de hoja de lata. Es verdad que los tres estaban tan descoloridos y oscuros que parecían peces vestidos de invierno, pero no dejaban por eso de tener el honor de pertenecer a la ictiología artificial. El pez del centro de la tienda era un acantopterigio, grande, con escamas, y danzaba en el extremo de una caña de pescar; los de los lados, más pequeños y de inferior categoría zoológica, colgaban de unas sombrillas en otro tiempo rojas y convertidas por las lluvias y las inclemencias de la atmósfera en unos paraguas desteñidos.
El escaparate de Los Tres Peces se hallaba totalmente ocupado por un acuárium, en donde los anfibios, los reptiles, los peces de colores, las algas, las conchas, y hasta un molino de juguete, andaban a sus anchas. A los lados de la puerta, en pequeños estantes, se exponían útiles de pesca: cañas de todas clases, anzuelos, redes, moscas de color para las truchas y demás pérfidos artefactos reunidos y catalogados en un libro. Se vendían también, o por lo menos se exhibían, peces estrafalarios, anfibios y reptiles, también estrafalarios, convenientemente disecados. En la tienda del señor Jonás no se encontraba nada que no tuviera alguna relación con el agua.
Si era interesante el escaparate de Los Tres Peces, el de la peluquería próxima le aventajaba en mucho. Peluquería de Europa se llamaba, y era ciertamente digna de nuestro continente. ¡Qué escaparate el suyo! ¡Qué obra maestra! A un lado y a otro dos cabezas de cera, una de hombre y otra de mujer, las dos con pelo de persona y ojos de cristal, contemplaban al transeúnte. No se sabía cuál de las dos era más pintoresca; si se estimaba que la mujer miraba con unos ojillos nublados y lacrimosos, podía creerse que su figura batía el récord de lo desagradable; pero si se tenía en cuenta la sonrisa del hombre, estereotipada en los labios, como se dice en los folletines, entonces no se podía llegar a una solución satisfactoria, y la más horrible duda asaltaba al menos vacilante de los espectadores.
El peluquero en cuestión, no contento con esto y con decir en un cartel que no había en el continente ni en el Reino Unido un aceite como el suyo, de artemisa y de racagut, para hacer nacer el pelo hasta en la palma de la mano, había puesto en medio de su escaparate un cuadro de fotografías de monstruos presididos por el retrato de la reina Victoria.
Quizá no estuviese muy satisfecha la difunta graciosa majestad en su morada del empíreo al ver su vera efigie en medio de esta academia de fenómenos; pero ningún inglés de la libre Inglaterra podía encontrar censurable que un peluquero, llevado por su imaginación volcánica, encerrara en el mismo corazón y en el mismo marco sus entusiasmos por la reina y su admiración por los casos teratológicos más notables del mundo.
Entre estos apreciables monstruos se distinguían algunos casi grotescos, otros eran solamente repulsivos, y algunos participaban de ambas cualidades. Como más notables, podían señalarse: un chino de tres piernas; una mujer de largas barbas, vestida con cierta coquetería, lazo en el cuello y abanico en la mano; un niño salvaje cubierto de pelo; un gigante vestido de soldado con la cabeza muy pequeña; dos recién nacidos unidos por la cadera; dos monstruos de gordura unidos por el matrimonio; un cretino de mandíbula simiesca, y un hombre-esqueleto con las piernas torcidas y el aire impertinente. Debajo, abarcando todas aquellas figuras, el peluquero, sintiéndose filósofo, había escrito, no con tinta, ni siquiera con sangre, sino con letras hechas con pelo de persona, esta sentencia, digna por muchos conceptos de la antigüedad clásica: «El hombre marcha hacia la tumba, dejando tras sí sus engañosas ilusiones».
¡Terrible filósofo y terrible sentencia! ¡Extraordinario peluquero aquel peluquero de Old Compton Street!
Jonás Pinhas nunca llegó a remontarse a las alturas filosóficas de su vecino el peluquero; más modesto en sus ambiciones, se permitía únicamente alguna broma ingenua con su nombre de Jonás y su tienda de peces. Suponía Pinhas que el destino vengaba la voracidad de la ballena bíblica llamándole a él Jonás y haciéndole vendedor de anzuelos y de cañas de pescar, idea antropocéntrica que hubiera merecido el desdén de un filósofo y la sonrisa burlona del más insignificante de los zoólogos, al ver que el hombre del acuárium introducía fraudulentamente un cetáceo en la respetable clase de los peces.
Natalia y María fueron al día siguiente de visitar a Baltasar, el anarquista, a casa de Jonás. Era el dueño de Los Tres Peces un viejo chiquito con barbas de apóstol, ojos azules claros y sonrientes y manera de hablar lenta y reposada. Llevaba un balandrán remendado negro, una pelliza rojiza en el cuello y un casquete en la cabeza.
Leyó la carta del anarquista, sonrió, y dijo:
—¡Ah, muy bien, muy bien! ¿De manera que tú te has escapado de España? ¡Bravo, chiquilla! Y ésta es rusa… ¡Por el bastón de Jacob! Me alegro, me alegro mucho… ¡Ay mi pierna!
—¿Qué le pasa a usted? —le preguntó María.
—Esta pierna —murmuró el vejete—. El reuma, la vejez… Estos huesos míos están ya carcomidos… ¡Bah, ya pasó…! Pues me alegro mucho de veros… ¡Ya lo creo…! Yo también procedo de España… Pinhas, ahora que mi apellido dicen que era Peña… Pasad, pasad por aquí… ¡Ay…!, otra vez la pierna.
Andaba el viejo renqueando y se quejaba a cada paso. Entraron las dos en la trastienda, cuarto bajo y oscuro, de cuyo techo colgaba un caimán disecado que destilaba la paja con que estaba relleno.
Las paredes se hallaban adornadas con viejas estampas. Explicándolas, Jonás se reía a carcajadas. Una de las que más gracia le hacían era la caricatura célebre de Cruikshanck, que es una comparación, sin duda un poco parcial, entre la vida de Francia y la de Inglaterra. A la izquierda de la estampa pone: felicidad FRANCESA, y unos cuantos franceses desharrapados, flacos, jorobados, sin pantorrillas y con unas escarapelas en el sombrero, se están disputando una rana; a la derecha está escrito: MISERIA inglesa, y cuatro ingleses rollizos sentados a una mesa comen hasta hartarse; a sus pies un gato y un perro están inmóviles de puro gordos.
De este cuarto, adornado con estampas y con el caimán disecado, corría un pasillo, y por él desapareció el viejo Jonás; luego volvió y dijo:
—Ya he encargado que pongan un postre. ¿A qué hora vendréis?
—Cuando usted diga —contestó María.
—¿A las siete os parece buena hora?
—Sí, muy bien.
—Pues ya sabéis que os espero.
Por la tarde, al anochecer, María y Natalia, con la niña, se presentaron en la tienda de Pinhas. Pasaron a la trastienda. Una gran lámpara iluminaba el cuarto; la mesa estaba cubierta con un mantel blanco; los cubiertos gruesos de plata y los vasos resplandecían, y el caimán se balanceaba junto al techo, sonriendo irónicamente a los mortales.
Se sentaron a la mesa, y una criada vieja, de tez oscura y nariz de pico de cuervo, sirvió la comida.
Mientras comían, el patriarca de Los Tres Peces charló por los codos; nacido en aquella misma casa, nunca había salido de Londres, y, sin embargo, sentía la nostalgia de ver países meridionales, sin comprender que no existía ningún país meridional tan interesante como el barrio de Soho.
Hablaba el señor Jonás, además del inglés, el francés, el alemán y el español; había aprendido estos idiomas con los comerciantes extranjeros de la misma calle.
El viejo judío se las echaba también de revolucionario, y recordaba que en su juventud tuvo la audacia de entrar una vez en una taberna de Whitechapel llamada El Águila. En esta taberna, en la sala de los proscriptos, se habían preparado varios regicidios. El amo de Los Tres Peces sólo pensándolo se estremecía. La pequeña Macha debió de notar que aquel patriarca era un buen sujeto, porque sin ceremonia alguna se le subió a las piernas y le tiró de las barbas; luego quiso probar qué clase de individuo colgaba del techo, y exigió que la levantasen en brazos, y sintió una gran satisfacción al tocar al caimán, que así como de mala gana, comenzó a balancearse de un lado a otro y a arrojar un poco de paja por sus heridas.
Después, el señor Jonás, con la niña en los brazos, recordó con gran respeto al viejo Disraeli, que había estado dos veces en su tienda y que hablaba muy bien el castellano.
Al terminar la comida, el dueño de Los Tres Peces dijo:
—¿No tenéis nada que hacer?
—No, nada.
—Entonces os voy a enseñar a la señorita Frog.
—¿Dónde está esa señorita? —dijeron ellas, mirando a un lado y a otro.
El señor Jonás tomó la lámpara, salió a la tienda, llevando de la mano a Macha, y, seguido de María y de Natalia, se acercó a su acuárium, dio dos o tres golpecitos en él, y poco después, por un agujero, salió una rana verde que miró descaradamente a todos.
El señor Jonás la tomó en la mano, la acarició y la hizo saltar y zambullirse.
—En invierno se acerca a la estufa —dijo.
—¿De veras?
—Sí, y se ha hecho amiga del gato para calentarse junto a él. Ya veréis.
El señor Jonás tomó la rana en la mano y la puso entre las patas de un gato blanco y viejo. El gato olió a la rana distraídamente y no la hizo nada.
Macha había presenciado estas maniobras con profunda admiración. El viejo Jonás reía a carcajadas. Cuando concluyó su experiencia, dejó la rana, que se metió en su agujero, y dijo:
—Hasta mañana, señorita Frog. ¡Buenas noches! —luego añadió—: Si viniera aquí un francés no se la enseñaría.
—¿Y por qué no?
—Porque se la querría comer.
El señor Jonás creía, o aparentaba creer, que los franceses eran como los dibujados en la caricatura de Cruikshanck, flacos, sin pantorrillas, con los hombros más altos que las orejas, y partidarios acérrimos de comer ranas.
Eran las diez y media, y hora ya de marcharse.
—¡Por el bastón de Jacob! —exclamó el señor Jonás—; se me han pasado las horas sin sentirlo. Mañana vendréis, ¿verdad?
—Sí —dijeron las dos.
—Pues entonces, hasta mañana.