EL ANARQUISTA BALTASAR
María quería hacer toda clase de tentativas antes de ir a recoger las doscientas libras depositadas por su madrastra en casa de un banquero americano.
Iturrioz le prestó algún dinero, pero tan poco, que se acabó enseguida.
Natalia andaba también mal de fondos; hubo día en que después de pagar los diez chelines de la casa se quedaron las dos sin un céntimo. Habían comprado una caja grande de avena prensada, y durante algún tiempo comieron sólo avena con leche. Natalia daba casi toda su ración a su hija, y la pequeña Macha engordaba y su madre enflaquecía.
Concluyeron con la avena, y como no se presentaba ningún trabajo, María pensó, teniendo en cuenta, más que a ella misma, a Natalia y a su hija, que debía ir en busca de las doscientas libras de su madrastra. Por la tarde tomó un coche, fue a la casa de banca y se la encontró cerrada. Era sábado y María no había tenido en cuenta que este día se cierran los despachos a las dos de la tarde.
Volvió a casa desde la City andando. Natalia, al oírla llegar, le salió al encuentro. No había qué comer. Con un par de chelines hubieran podido tomar el tren y marchar a casa de Wanda, pero no tenían ni un céntimo.
María se acordó del ofrecimiento del anarquista Baltasar, buscó su carta entre los papeles y la encontró. Traía las señas. Vivía hacia el norte de Islington. Miraron la calle en un plano, y estaba muy lejos.
«De todas maneras iremos», dijo Natalia, y llamó a la señora Padmore, como solía hacer otras veces cuando se marchaba de casa, y le encargó que cuidara de su niña.
Mientras tanto, María, registrando su mesa, encontró un papel de sellos, y pensó en venderlos. Los metió en el portamonedas, y al pasar por una oficina de Correos, entró, se acercó a la ventanilla y preguntó a un empleado si le podrían dar el valor de los sellos. El empleado, murmurando algo entre dientes, dejó en la taquilla un chelín y unas monedas de cobre. María, muy avergonzada, tomó el dinero y salió a la calle.
Se enteraron de lo que costaba el ómnibus hasta el barrio del anarquista, y como les sobraban algunos peniques, entraron en una pastelería y tomaron dos pasteles cada una y un poco de té.
El ómnibus, desde Tottenham Court Road, las llevó más allá de una encrucijada llamada El Ángel, y el cobrador les indicó por dónde tenían que tomar para encontrar la calle que buscaban. Era una callejuela muy estrecha y negra esta del norte de Islington donde vivía el anarquista. Dieron con ella, buscaron el número, lo encontraron y se detuvieron delante de una casa pequeña. En la puerta, escrito en una placa de cobre, se leía: E. BALTASAR. MECÁNICO.
Debajo había un botón de un timbre. Llamaron, y, al cabo de bastante tiempo, de una tienda contigua salió un hombre sin chaqueta que les preguntó en inglés qué querían.
—¿Está el señor Baltasar? —preguntó María.
—No sé. Voy a ver.
—Somos compañeras que quieren hablarle —dijo Natalia.
—Esperad un momento.
—¡Ah! Pero ¿tú eres anarquista? —le dijo María a Natalia riendo.
—Yo sí —contestó la rusa con decisión.
El hombre de la tienda desapareció y se presentó al poco rato en la puerta y las hizo pasar a un estrecho portal. Luego se asomó al hueco de una escalera empinada, y gritó:
—¡Baltasar, aquí te buscan…! Subid, compañeras.
Subieron las dos la escalera oscura, cuyos peldaños crujían al apoyar el pie, y al final se presentó ante sus ojos una cabeza sombría, dantesca, de barbas negras y mirada brillante. Era Baltasar.
—Mi amiga María Aracil —dijo Natalia, sin dar tiempo a que el hombre hiciese ninguna pregunta—. Yo soy rusa.
—¡Ah! ¿Es usted María Aracil? —exclamó Baltasar en castellano—. ¡Salud, compañera! Sean ustedes las dos muy bien venidas —y les estrechó la mano fuertemente y las invitó a sentarse.
El anarquista separó de la mesa un caldero relleno de pez roja sobre el cual repujaba a martillo una bandeja de plata.
—Siga usted trabajando —le dijo Natalia.
—Bueno; entonces un minuto.
El hombre tomó un martillo pequeño y con un hierro hizo destacarse un detalle que estaba repujando.
—Ahora ya lo dejo —añadió después.
Se pusieron a hablar. El anarquista había leído la narración de la fuga de María y de su padre, e hizo una serie de preguntas acerca del viaje.
Natalia, mientras tanto, miraba sin hablar. El cuarto era largo y bajo de techo; tenía una ancha ventana de guillotina, pero resultaba oscuro. En la pared había estantes llenos de libros, una chimenea tapada con una tabla para que no entrara el viento, y varias perchas. Cerca de la ventana, en una mesa grande, se veían aparatos de mecánico, tornillos, ruedas, una palangana, un cuello postizo y un sombrero. Completaban el mueblaje una cama grande, una cuna, y en un rincón una bicicleta con los radios doblados.
En aquel agujero se desenvolvía la vida del anarquista; aquélla debía ser toda su casa.
Baltasar era un tipo de pirata mediterráneo, moreno, bajo, rechoncho, de cabeza enorme; tenía algo de monstruo, la nariz ganchuda, el entrecejo saliente, una verdadera testuz de animal que embiste; la mirada irónica, sombría y brillante; el pelo negro y áspero como la crin, con mechones blancos; el color cetrino y la sonrisa amarga.
El anarquista iba vestido como un obrero; por entre su chaqueta se veía una camisa remendada; de cuando en cuando agarraba el brazo del sillón donde estaba sentado con su mano velluda y fuerte.
Después de charlar con María en castellano, Baltasar habló con Natalia en inglés de la revolución rusa. Natalia esperaba algo así como el santo advenimiento de la revolución. Baltasar dudaba. El ambiente de Londres había calmado los ardores revolucionarios del anarquista, transformándole en un escéptico.
—¡En Rusia hay tanta gente que no sabe leer! —decía Baltasar—. Eso es lo malo. Mientras el pueblo permanezca ignorante, toda la revolución tiene que ser estéril.
—Hay que enseñarles; educar a los aldeanos —replicó Natalia—. Eso es lo que deben hacer ustedes.
—¿Nosotros? No, nosotros no podemos ser maestros —murmuró Baltasar en voz baja—; somos sectarios, podemos hacer propaganda, pero nada más.
Se notaba en el anarquista su escepticismo y su desilusión. Probablemente estaba más desengañado aún de lo que aparentaba, pero escondía su desengaño como una vergüenza. En realidad, era triste sacrificar la vida trabajando por el despertar del pueblo para comprender, al cabo de muchos años, que el esfuerzo hecho no servía de nada, y que todas las andanzas habían sido carreras detrás de una sombra.
—Y a Vladimir Obolensky, ¿le conoce usted? —le preguntó María.
—A Vladimir, sí. Es hombre de talento —contestó el anarquista fríamente.
Después de hablar de Vladimir, Baltasar preguntó a María con franqueza el objeto de su visita, y ella, un tanto azorada, explicó la situación en que se encontraba, la marcha de su padre y las gestiones para buscar trabajo. Baltasar escuchó con gran atención, y luego dijo:
—Yo no conozco gente de importancia. Como comprenderán ustedes, mi nombre no puede ser una recomendación muy eficaz. Lo único que podría hacer en su obsequio es recomendarles a un amigo mío, Jonás Pinhas, que es un judío rico que tiene una tiendecilla en el barrio de Soho, cerca de donde ustedes me han dicho que viven. A su casa podrían ustedes ir a comer sin escrúpulo alguno. Si quieren, le escribiré unas letras.
—¡Oh! Muchas gracias. Pero ¿no será molesto para él? —preguntó María.
—Si lo fuera no les recomendaría a ustedes. Tengo la seguridad de que no.
—Si es así…
Baltasar escribió la carta rápidamente en una cuartilla, y como no tenía sobre se la dio doblada a María. Luego abrió el cajón de su mesa y anduvo registrando hasta que encontró algo.
—No se ofenderán ustedes —les dijo, y alargó media libra—. Es lo único que tengo ahora.
—Pero ¿y usted?
—¡Oh, yo no necesito nada! Mi amigo el de la tienda de abajo no me abandona por eso.
—Muchas gracias. Muchísimas gracias —dijeron Natalia y María al mismo tiempo.
—De nada. Si necesito algún dinero y ustedes lo tienen, ya me lo darán también. —Y el anarquista se echó a reír con una risa ingenua—. ¡Vaya, salud, salud! —Y estrechándoles la mano, las acompañó hasta la escalera y se volvió a su rincón.
Cuando estaban en el portal oyeron el mido del martillo del anarquista. El repujador comenzaba de nuevo su trabajo.
—¡Qué tipo! —exclamó María—. Al principio da miedo, ¿verdad?
—Sí.
—Y, sin embargo, tienen algo de santos estos hombres.
—No, los santos eran más egoístas —replicó Natalia—; aquéllos esperaban algo y éstos no esperan nada.
—Sí —añadió María—. Éste no tiene fe. Se ve que está desengañado.
Salieron de nuevo las dos amigas al Ángel, pero los ómnibus venían atestados y tuvieron que seguir el camino a pie.
Se había hecho ya de noche. La torre gótica de la estación de King Cross se destacaba en el cielo rosáceo. Brillaba la esfera de su gran reloj con una luna azulada, pálida y triste. Por aquellas calles hormigueaba la multitud; obreros y chiquillos correteaban por las aceras, y algunos borrachos pasaban solos perorando. En Euston Road, una calle ancha y larga, delante de un teatro, una masa compacta de obreros y de gente pobre esperaba que comenzase la función.