II

TRABAJOS EN LA NIEBLA

Solas y sin protección, Natalia y María intimaron mucho. Natalia, a los pocos días, aseguró a su amiga que la consideraba, no como una amiga, sino como una hermana, y quiso que se hablaran de tú.

Natalia era de una generosidad extraordinaria y de un cariño por arrebatos. A María le prodigaba nombres afectuosos en ruso que querían decir madrecita o paloma u otra cosa por el estilo. Tenía un carácter desigual, y su hija prometía ser como ella; Natalia mimaba a su pequeña Macha, la besaba, la decía que era preciosa, y al poco rato la despreciaba y no la quería tener cerca.

—No puedes educar bien a tu hija —la dijo María una vez.

—¿Por qué?

—Porque no. ¿Qué idea va a tener la niña de la justicia de los demás cuando ve que, sin motivo alguno, se la riñe y sin motivo se le mima?

Al oír esto Natalia, durante algunas horas estuvo incomodada con María, y no quiso hablarla; luego le dijo que los españoles debían tener el corazón de acero. María se echó a reír, la rusa se incomodó, y luego le pidió perdón y la abrazó efusivamente.

Convinieron en que hacía mal en tratar a la niña de una manera tan caprichosa, y Natalia prometió cambiar en obsequio de su Macha.

Natalia tenía casi siempre algún trabajo. En general, éste consistía en hacer copias y restauraciones para un judío vendedor de cuadros de una callejuela próxima a Soho Square. También dibujaba en un periódico ruso, pero no le tomaban todos los dibujos que enviaba, y los que le aceptaban le pagaban muy poco.

A María le encantaba la idea de poder pasar sin el dinero de la señora Rinaldi, y desde que se reunió para vivir con Natalia todo su afán fue buscar trabajo.

Leía los anuncios de los periódicos, y escribía a todas partes. En general, las contestaciones que recibía eran negativas. Una vez le enviaron cincuenta hojas para traducirlas del inglés al español y una carta que decía: «Si las traduce usted bien se le dará la obra entera».

Se esmeró María en la traducción, la envió y esperó el resultado. A los ocho días le devolvieron su trabajo, rechazándolo con el pretexto de encontrarlo poco esmerado. María quedó muy desanimada con este principio.

Le contó el caso a Natalia, y la rusa, después de examinar las cuartillas, dijo:

—No te debes desanimar. Ya me figuro lo que han hecho.

—¿Qué?

—Pues una cosa muy sencilla: han traducido el libro gratis.

—Pero ¿cómo?

—Facilísimamente. El que necesitaba la traducción ha enviado a siete u ocho traductores a cada uno cincuenta hojas, haciéndolos a todos la misma advertencia que a ti; luego ha copiado las traducciones, las ha devuelto, ha dicho que no le sirven, y se ha encontrado con el trabajo hecho.

—¡Será posible! ¿Y por qué te has figurado eso?

—Primero, por la forma de la proposición; no se necesitan cincuenta hojas para ver si se traduce bien o no; con dos o tres bastan; y luego, porque hay algunas cuartillas manchadas con tinta de máquina de escribir, lo que indica que las han copiado.

—Eres un Sherlock Holmes —le dijo María.

Natalia debía tener razón, y en vez de desanimar a María lo sucedido, le dio más alientos y más prudencia.

Natalia la acompañó a las casas editoriales y agencias literarias próximas al Strand. Invariablemente, un empleado torpe, que la mayoría de las veces no comprendía lo que se le hablaba, después de escuchar con un aire muy serio y pensativo, las dirigía a otro empleado, a quien le pasaba lo mismo, y así andaban de aquí allá sin adelantar nada.

Un escritor de una revista popular la dijo: «Tradúzcame usted algo español muy pintoresco y sensacional y que tenga de tres a cuatro mil palabras».

María, esperanzada, compró varios libros españoles y comenzó a traducir cuentos y trozos de novelas antiguas y modernas. Invariablemente le iban devolviendo sus traducciones, lo cual constituía para ella un gasto de sellos terrible. Una vez se le ocurrió pegar los bordes de la primera y la segunda cuartillas y enviar así cuatro o cinco trabajos. Se los devolvieron todos y vio que no habían despegado las cuartillas, lo que indicaba que no las habían leído. Decidida a sentirse enérgica, fue al editor y le dijo:

—Me hace usted trabajar inútilmente, porque en su casa no leen lo que yo les envío.

—Aquí se lee todo —contestó el editor con frialdad.

—No es cierto, porque en mis últimas traducciones mandé pegadas las cuartillas y me las han devuelto tal como las envié.

—A mí me basta leer la primera cuartilla para comprender si un trabajo es interesante o no.

El editor tenía que tener razón a todo trance, y no valía replicar. Las contestaciones de los anunciantes eran por el estilo; a veces resultaban cosas inesperadas y extrañas. Una vez leyó María un anuncio raro: se trataba de un señor que quería dar trabajo bien retribuido a muchachas jóvenes y sin familia. Enseguida de leer este anuncio escribió especificando lo que ella sabía hacer. A los dos días le contestaron diciendo que se le daría trabajo si era buena católica. Era una invitación al camino tortuoso. María no vaciló en contestar que no tenía fe. Pocos días después recibió una carta muy larga del anunciante. Firmaba un señor que pertenecía a la Compañía de Jesús. En la carta se lamentaba de que una española no fuese buena católica, y terminaba reconociendo que él favorecía exclusivamente a las personas con ideas religiosas.

Duro aprendizaje

Las gestiones diarias que iba haciendo constituían para María un duro aprendizaje; en todas partes encontraba gente áspera, malhumorada y hosca, que la trataban sin consideración alguna. Muchas veces salía a la calle con las lágrimas en los ojos. Nunca hubiera sospechado que la vida del trabajo tuviera tantas vejaciones y tanta amargura. Sin embargo, no se arrepentía. En último término, pensaba presentarse en la Embajada española a que la llevasen a Madrid, aunque fuese atada codo con codo.

Por intermedio del señor Mantz, del hotel, encontró durante unas semanas ocupación en casa de un abogado de Lincoln’s Inn. Consistía este trabajo en traducir exhortas, piezas de proceso y anuncios de un idioma a otro. Generalmente eran cuestiones de ingeniería y de mecánica difíciles de comprender, que la obligaban a ir varias veces a consultar enciclopedias y diccionarios técnicos en la biblioteca del Museo Británico. Aquí pudo tener María otro campo de observación de la miseria del proletariado intelectual. El público de la biblioteca, excepto algunas mujeres elegantes que iban a leer novelas, lo formaban tipos harapientos, hombres barbudos, sucios, encorvados, mujeres marchitas, desgarbadas y tristes. Estos desdichados, alemanes rubios, todo barbas y melenas, con grandes anteojos; rusos abandonados y grasientos; italianos con traza de tenores; orientales de todas castas, hacían copias para casas editoriales y revistas, y daban lecciones a domicilio de una porción de idiomas a dos chelines por hora. Éste era el precio máximo, porque algunos daban lecciones mucho más baratas. Las mujeres habían perdido el aire femenino y no tenían coquetería alguna.

Al mes de encontrar trabajo en casa del abogado de Lincoln’s Inn, María lo perdió sin que fuera suya la culpa. Había llevado al abogado una traducción del inglés al francés de un proyecto de fábrica de pastas para sopa. El hombre se puso a leerla, y de repente, de una manera brutal, exclamó:

—Esto es un disparate. Ésta no es una frase francesa.

María vio a qué se refería el abogado, y dijo estremecida:

—Perdone usted; ésa es una frase francesa.

—Yo le digo a usted que no.

—Pues yo le digo a usted que sí, y si tiene usted un diccionario de modismos, mírelo usted.

—Pues precisamente aquí lo tengo.

Cogió el diccionario, y sin duda en el momento de ir a verlo tuvo miedo de la plancha que iba a hacer, y dijo:

—Está bien; no quiero discutir —y siguió leyendo.

Al concluir preguntó María:

—¿Cuándo volveré?

—Ya le avisaré a usted —contestó el abogado, y dejó el dinero encima de la mesa.

«¡Qué gente!», murmuró Natalia cuando le contó su amiga lo sucedido. «¡Claro!, toda su cortesía la gastan con los ricos y los poderosos, y no les queda nada para los pobres.»

Como había supuesto María, el abogado no la volvió a llamar.

Una cacatúa literaria

Un día Natalia vino con la noticia de que en casa de su patrón, el judío vendedor de cuadros, una escritora ilustre había encargado que le buscasen una secretaria.

Su dirección era un club de señoras de Piccadilly, y su nombre constaba en la tarjeta que había dejado la escritora.

Sin perder tiempo, por la tarde, María tomó el ómnibus y se plantó en el club, que se hallaba próximo a Green Park. Preguntó en la portería por la escritora y la dejaron pasar. Había en un salón unas cuantas mujeres soñolientas sentadas en butacas, fumando cigarrillos y leyendo periódicos.

En la antesala, un telégrafo iba dando al segundo noticias de las carreras de caballos que se estaban celebrando en aquel momento.

Una señora elegante, guapísima, se acercó a María.

—¿Qué caballo cree usted que ganará? —la dijo.

—No sé —contestó ella.

—Veo que no le importa a usted mucho.

—Efectivamente.

—¿No es usted inglesa?

—No, señora.

—¿Italiana quizá?

—No, española.

—¡Ah, España! ¡Hermoso país! ¿Viene usted a entrar en el club?

—¡Oh, no! —Y contó lo que pretendía.

—¡Ah! ¿De manera que está usted en mala situación? ¡Qué lástima!

En esto se acercó a ellas una mujer fea, seca, antipática, de color amarillo, con lentes, el pelo corto y los dientes largos. Era la ilustre escritora que necesitaba una secretaria. María le expuso sus pretensiones y le dijo lo que sabía hacer. La escritora escuchó distraídamente, agitando en la mano un periódico; luego, interrumpiendo a María y con una voz de cacatúa, preguntó:

—Usted es la que me recomienda Toledano, ¿verdad?

—Sí, señora.

—¿Es usted judía?

—No, señora.

—¿Qué es usted, soltera o casada?

—Soltera.

—¿Tiene usted algún amante?

—No, señora —le contestó María, azorada.

—¿No ha tenido usted nunca amantes?

—No.

—Entonces no me sirve usted —y la escritora le volvió la espalda.

María quedó sorprendida y turbada. La otra señora elegantísima, tomándole de la mano, dijo con desenfado:

—No le haga usted caso; es una vieja loca —y añadió—: si en algo puedo servir a usted, aquí tiene usted mis señas y mi nombre —y le entregó una tarjeta.

Desaliento

Salió María del club entristecida y desalentada. Entró en Green Park con intención de descansar. Hacía un día hermoso, tibio, sin sol; los bancos estaban llenos; algunos vagabundos dormían tendidos en la hierba; los soldados de casaca roja, con el pecho abombado y un látigo en la mano, paseaban con aire petulante. De Green Park entró en Saint James Park y se sentó cerca del estanque. Estuvo contemplando los pelícanos que marchaban sobre la hierba. Aquellos animales, a pesar de estar lejos de su país y de su clima, parecían felices en su esclavitud.

María pensó si su vida, si su ideal de marchar siempre en línea recta, no sería una tontería insignificante. Sentía un gran cansancio y una profunda tristeza.

Permaneció sentada mucho tiempo. Al caer de la tarde se dispuso a volver a casa. No estaba muy segura de encontrarla por entre calles, y fue a buscar el río. Atravesó Whitehall y salió al muelle, cerca del puente de Westminster. Se asomó al pretil y se apoyó en él, cansada, sintiéndose débil, incapaz de luchar.

El viento iba empujando la bruma; las torres lejanas aparecían y desaparecían al correr de las masas densas de niebla. Pasó un tren silbando y trepidando por el puente de Charing Cross. En el río, algunas lanchas bogaban deprisa impulsadas por el movimiento acompasado de los remos, y las gaviotas blancas tendían su vuelo por encima del agua.

Al descorrerse la niebla se veía la orilla izquierda con vaga claridad. María la contemplaba ensimismada, sin pensamiento, dominada por una laxitud profunda. Se divisaba un bosque de chimeneas, una confusión de grúas, de pilas altas de madera, de carteles, de grandes cadenas, de casetas con las paredes de cristal. Las grúas movían gravemente sus altos brazos, las chimeneas lanzaban al aire su humo negro, y salía de aquella aglomeración de fábricas y de talleres una sinfonía de martillazos, cuando no un silbido o el tañer de una campana.

María pensó en su padre y en Venancio, en la vida tranquila y alegre que había llevado en Madrid, y al verse allí abandonada y sola sintió ganas de llorar. Pensativa, miraba el río, cuando uno de la policía se acercó a ver lo que estaba haciendo, y espantada, pensando en que la podían detener, siguió adelante…

Un sol pálido iluminaba la orilla opuesta y se reflejaba temblando en el río. A la luz cobriza del anochecer se destacaban una porción de cosas confusas: grupos de barracas negras y de casas viejas ahumadas, letreros, enseñas, almacenes, altas chimeneas…, una grúa trabajaba todavía; un cristal centelleaba y un león negro de la muestra de una fábrica se destacaba sobre un tejado…

Un instante después, la superficie del Támesis enrojecía y tomaba un tinte de escarlata. Comenzaron a brillar luces eléctricas, primero tenues, luego más fuertes, a medida que iba oscureciendo. Sonaron aquí y allá el toque de campanas y cornetas que anunciaba el paro de la labor diaria, y sólo turbó la paz del crepúsculo el silbido lejano de las locomotoras. La gran ciudad trabajadora se preparaba a descansar de las fatigas del día. Cruzó María por debajo del puente de Charing Cross. Iba ensimismada, y el ruido de un tren que comenzó a pasar por encima haciendo retemblar todo el hierro del viaducto la hizo estremecerse.

Cuando llegó cerca del puente de Waterloo, la niebla espesa se tendía sobre el río, las grandes chimeneas, las altas grúas de la orilla del trabajo dormían en la oscuridad, y en todo lo largo del muelle de la orilla izquierda, de la orilla rica, comenzaba a resplandecer una estela brillante, una línea luminosa de grandes focos eléctricos que palpitaban flotando en medio de la bruma, entre el cielo y la tierra, y se reflejaban temblando en el agua.

Sintió María de nuevo una congoja, la impresión del abandono y de la soledad, una inmensa laxitud, un deseo de renunciar a la lucha, y luego, haciendo un esfuerzo sobre sí misma, se tranquilizó y corrió hacia su casa.