UN BARRIO POBRE
El primer día María y Natalia fueron a dormir a casa de Wanda. María sentía una gran indignación contra su padre por el encierro sufrido en el pensionado. Por la noche le escribió una larguísima carta llena de acritud y de reconvenciones.
Al día siguiente, al ir al correo, estuvo por no echar su carta, pero se sintió implacable como el Destino, y la depositó en el buzón.
Natalia anduvo buscando casa, y decidieron las dos amigas ir a vivir juntas. Iturrioz encontró para ellas, por diez chelines a la semana, dos cuartos amueblados en Little Earl Street, una callejuela próxima a Shaftesbury Avenue, que por las mañanas solía estar intransitable con sus puestos de verdura y de pescado.
Se hallaba esta calle enclavada en el barrio de San Gil, barrio considerado antiguamente como el más pobre de Londres, cuando todas las calles del centro de la gran ciudad eran tan estrechas, que un lord de la época las comparaba con tubos de pipa. Este barrio había sido asilo de irlandeses pobres y de mendigos. En otro tiempo en Londres cada colonia tenía su barrio y su profesión predilecta: los irlandeses habían escogido San Gil, los franceses Soho, los alemanes Holborn, los italianos las proximidades de Gray’s Inn Lane, los griegos Finsbury Circus, los judíos Houndsditch y los españoles Mark Lane.
Cada colonia de éstas tenía también su profesión predilecta: los de Cornwall trabajaban en metales, los belgas eran lecheros, los escoceses panaderos y jardineros, los irlandeses albañiles y cargadores de los docks, los franceses modistos, tintoreros y zapateros; los alemanes panaderos y pasteleros, los holandeses relojeros y fabricantes de juguetes, los judíos ropavejeros y peleteros, los italianos fabricantes de espejos y de barómetros, estucadores y músicos callejeros; los suizos fondistas, los indios barrenderos y los españoles vinateros y fruteros.
Hoy esta especialización apenas existe, y en el barrio de San Gil hay tantos irlandeses como escoceses o ingleses. Lo que sigue habiendo como antes es gente pobre.
Cerca de la casa alquilada por Iturrioz se hallaba la plaza de Seven Diais o de los «Siete Cuadrantes», adonde convergían siete callejuelas, en otro tiempo rincón de mala fama, especie de Corte de los Milagros londinense y hoy ya un sitio sin carácter alguno y con el aspecto de una plazuela concurrida y animada.
En el piso bajo de la casa había un pequeño establecimiento de objetos de náutica, y en el escaparate estaban expuestas poleas, muestras de cuerdas y de cables, linternas y brújulas.
Los dos cuartos alquilados por Iturrioz eran limpios, bien amueblados y con ventanas a la calle. Ciertamente esta calle no era ni muy clara ni muy alegre, pero no dejaba de tener sus curiosidades.
María no poseía muchas cosas, e hizo muy pronto su mudanza; Natalia trasladó sus bastidores, pinturas y cajas, y cuando lo tuvo todo arreglado fue por su hija, que la tenía en el campo. La pequeña Macha era una chiquilla morenita, de ojos negros, muy viva y graciosa.
Al día siguiente del traslado, por la mañana, María se preparaba a salir a la calle, cuando llamó a la puerta de su cuarto una vieja con peluca rubia y aire grave de dueña; venía a ofrecérsele por si necesitaba algo. Le dio María las gracias, y la vieja, sin duda charlatana, comenzó a hablar por los codos y a lamentarse de su suerte. Dijo que era irlandesa y católica, lo cual, según ella, le daba cierta relación de paisanaje con María.
Había estado casada con el señor Padmore, un caballero irlandés, hombre verdaderamente honrado, digno y religioso, y que odiaba a los masones. A su marido le habían dicho una vez que si se hacía masón le darían una fortuna; pero Padmore, firme en sus convicciones católicas, no había aceptado. Mistress Padmore era pariente de los amos de la casa y una verdadera víctima, según afirmó.
La buena señora no paraba de hablar ni de gemir, y María tuvo que advertirle que ella tenía necesidad de marcharse. Suspiró mistress Padmore, y aseguró que por la noche contaría cosas muy interesantes.
Fue María a ver a Iturrioz; éste se encargó de poner anuncios en los periódicos pidiendo un empleo para una mujer en las condiciones en que ella se encontraba. Preguntó, además, en varias agencias de colocaciones, y después de comer en un pequeño restaurante italiano de Soho Square, volvió a casa al hacerse de noche.
Mistress Padmore, que debía de estar espiando su llegada, se presentó al poco rato en el cuarto, y comenzó a contarle las cosas interesantes que le había prometido. Le dijo que míster Cobbs, su pariente y amo de la casa y de la tienda de náutica, era de la Salvation Army, esta secta religiosa dedicada a salvar almas con la eficaz ayuda de los sonidos combinados de un bombo y de un cornetín de pistón.
—A pesar de esto —dijo, haciendo una pausa la señora Padmore—, los publicanos siguen haciendo su negocio.
—¿Quiénes son los publicanos? —preguntó María, asombrada.
—¿Quiénes han de ser? Los taberneros —dijo la vieja con tristeza—. La Salvation Army va a las tabernas a arrancar de allí a los obreros. ¿Usted cree eso?
—No sé.
—Pues yo no —afirmó rotundamente mistress Padmore—; ¿sabe usted por qué no creo tal cosa?
—¿Por qué?
—Porque todos son masones.
En la conversación, la irlandesa habló a María de ciertas personas que tenían la desgracia de entregarse a la bebida, como si entregarse a la bebida fuera una cosa tan fatal e inevitable como una enfermedad. Al hablar de la bebida suspiraba; sin duda en su fuero interno pensaba que esta desgracia no era tan grande como se decía. Después contó la historia de una vecina que, habiendo perdido a su marido a consecuencia de un accidente del trabajo, y cobrado una fuerte indemnización, no encontró mejor procedimiento para liquidar su indemnización que bebérsela a la salud del difunto.
Mistress Padmore, luego de decir pestes de míster Cobbs, de la vecina y del tsim bum bum, de la extraña secta llamada Salvation Army, habló de Cobbs junior, el hijo del amo de la tienda de náutica. Éste era un joven alto, afeitado, melenudo, a quien María acababa de ver al entrar en casa. Le había dado la impresión de un tipo estrambótico, y lo era, indudablemente; Cobbs júnior poseía una cara inyectada, una nariz chata, unos ojos abultados y una expresión sosa, fría, insípidamente triste. Vestía de negro, levita larga y cuello alto.
—¿Usted le conoce? —preguntó mistress Padmore.
—¿A ese joven? Sí, lo acabo de ver —contestó María.
—Ése es Samuel Cobbs, el hijo; otro farsante como el padre. Siempre le verá usted con un gesto de hombre resignado, rezando o hablando con una voz de gaviota.
—¿Y qué hace ese joven? —preguntó María, como si realmente le importase algo.
Mistress Padmore explicó que Samuel pertenecía a una sociedad bíblica, y solía ir a cantar salmos a Hyde Park. La irlandesa no creía tampoco en la religiosidad del joven Samuel, y pensaba que también estaba vendido a los masones.
Si no su religiosidad, Cobbs junior había demostrado su habilidad constituyendo una nueva asociación, especie de filial de la Salvation Army, con la que sacaba ya algún dinero, pero pensaba ir a América a poner su invento en explotación. La novia de Cobbs junior era también oficiala del Ejército de Salvación, y solía ir a salvar almas y a sacar de las tabernas a los obreros de Whitechapel y de Bethnal Green, pero mistress Padmore dudaba, igualmente, de las intenciones piadosas de esta muchacha, y aseguraba que se le había visto paseando del brazo de un sargento en Hyde Park.
Para terminar, la irlandesa habló mal del criado de la casa, un tipo extraño, de facha quijotesca, con las piernas delgadas cubiertas con unos pantalones a cuadros, llamado Percy Damby, con quien ella solía jugar a las cartas. La señora Padmore aseguraba que Damby hacía trampas en el juego. Cuando no quedó nadie de quien murmurar, mistress Padmore se fue saludando a María y diciendo que no había cosa peor que las malas lenguas.