AHORA, EL AUTOR

Ahora, el autor, al tomar la pluma de su heroína y seguir escribiendo, quisiera poder resarcir a sus lectores de las descripciones pesadas y de las digresiones insignificantes, dándoles una impresión de claridad y de fuerza, de serenidad y de confianza en la vida, como cualquier escritor del Renacimiento. Quisiera pintar como una novedad la cita de los amantes que se hablan a la luz de la luna, en el parque poblado de blancas estatuas; la terquedad del padre anciano de las largas barbas; la intensa maldad del traidor, cuyo aliento ponzoñoso envenena las estrellas; la suspicacia del marido torturado por el horrible aguijón de los celos, y la cautela de la esposa adúltera que busca a su amante en el oscuro seno de la noche. Quisiera también cantar con palabras brillantes y entonadas el furor de los ejércitos, la entrevista de los guerreros, el conciliábulo de los asesinos siniestros y el espectáculo del campo de batalla, con los ríos teñidos de sangre y las montañas de muertos exhalando la peste. Luego de vestir las figuras a la moderna y de moverlas bajo el sol de nuestros días o bajo los rayos de la luz eléctrica, el autor, con una mutación un tanto teatral, pintaría la paz solemne del campo, el pastor que conduce su ganado mientras en el azul del crepúsculo tiembla una estrella de plata, y la mañana luminosa, cuando la alondra levanta su vuelo y hace oír en la serenidad del aire las notas agrias y desacordes de su canto. En este ambiente de luz pondría el dulce idilio del joven que marcha por la vida como un corcel desbocado y de la pálida virgen que con sus manos blancas y suaves como el plumaje de la paloma trata de detener su corazón, pájaro prisionero próximo a escapar de su pecho.

El lamento del folletinista

Pero ¿cómo dar a todas estas viejas figuras, a todas estas viejas imágenes, su brillantez y su entonación primera? El sol de la vida artística resulta extinguido y su paleta no sabe pintar como antaño, con la misteriosa alquimia de sus colores, los hombres y las cosas; las pasiones se han convertido en instintos o en tonterías; las flores de la retórica se han marchitado y huelen sólo a pintura rancia; la frase más original sabe a lugar común, y los adoradores de la antigua Grecia quieren restaurar el espíritu helénico con Partenones de cartón de una perfección grotesca.

Ya casi no hay hombres buenos ni malos, ni traidores por vocación, ni envenenadores por capricho. Hemos descompuesto al hombre, al conjunto de mentiras y verdades que antes era el hombre, y no sabemos recomponerle. Nos falta el cemento de la fe divina o de la fe humana, para hacer con estos cascotes una cosa que parezca una estatua. Hemos perdido la ilusión por este monillo que se llama a sí mismo sapiente, y, en vez de maravillarnos su actitud, a pesar de su ciencia, a pesar de su genio, a pesar de sus atrevimientos, nos inspira una profunda lástima cuando no nos da risa. Nos hemos acostumbrado a tutear a los dioses, a los reyes y a los héroes. Hemos jubilado todo lo maravilloso. ¡Oh magníficos dioses de mármol circunspectos y graves, adustos santos de piedra, imágenes en talla de beatos y de venerables con peana dorada y ojos de cristal! Ya no servís más que para decorar los rincones de las tiendas de antigüedades. Sentimos hoy el mismo fetichismo que ayer, pero lo consideramos como una vergüenza. Somos demasiado sabios y demasiado viejos para sentirnos cándidos, orgullosos y altivos; así, nuestra existencia es humilde y cómica. Somos pequeños bufones, envenenados por la sociedad, por esta sociedad a la que descompondremos riendo, mientras no podamos darle el golpe de gracia hundiéndole la más afilada aguja impregnada en la toxina más venenosa en medio del corazón. Hoy el porvenir y aun el presente es de los profesores socialistas, de los que saben, cuentan, miden, hacen estadísticas y discurren, al parecer, con la cabeza.

Envío y disculpa

Así pues, viejo pajarraco del individualismo anarquista y romántico, ave de presa sin pico y sin garras, con las plumas apolilladas, las alas paralíticas y el estómago dispéptico, que no sabes volar como las águilas ni desgarrar como los buitres, estás de sobra. Retírate a tu agujero o cataloga tu momia en las vitrinas de un museo arqueológico…

No; seguramente el autor no tiene la culpa de no poder dar a sus lectores una impresión de claridad y de fuerza, de serenidad y de confianza en la vida como el más modesto narrador del Renacimiento.