VII

UN DOMINGO CLARO

Hacía un día espléndido; el cielo estaba por excepción azul; la calle, inundada de sol. De las casas salían señoras elegantes y caballeros de sombrero de copa y levita. El hotel se iba despoblando. Habían partido varios automóviles con muchachas vestidas de blanco; el comedor estaba desierto a la hora del almuerzo. En la puerta de la casa, Betsy, de gran sombrero, aguardaba a montar una bicicleta que el criado alemán estaba arreglando.

—¡Qué! ¿Va usted de paseo? —le dije yo.

—Sí.

—¡Qué elegante! ¡Qué guapa!

La muchacha sonrió satisfecha y ruborizada. Vi desde la acera cómo se alejaba con su bicicleta, y me volví a casa. Bajé con un libro al salón de lectura. El señor Roche, sentado en una butaca, leía.

—¿Qué, no ha ido usted a Hyde Park, miss Aracil? —me dijo.

—No.

—La ha abandonado a usted su padre. ¡Ah, pícaro! Yo le he visto salir a él con los Stappleton y con mi mujer.

—¿Y usted no ha ido tampoco?

—Yo, no. Me fastidia andar allá hecho un tonto. Además, mi mujer tiene hoy que discutir con su padre de usted, y un marido inglés que se estima no interrumpe la conversación de su mujer con un amigo. Esto es poco distinguido; demostraría una curiosidad chabacana o celos, cosas ambas poco aristocráticas.

—¿Y usted no tiene nada de eso? —le dije yo.

—Creo que si someten un poco de solución de mi cerebro al examen del espectroscopio, que, como sabe usted, descubre las sustancias en milésimas y en diezmilésimas, no encontrarán la raya de los celos.

—¿Es usted filósofo?

—Si eso fuera una profesión, ésa sería mi profesión favorita. Pero, a pesar de mi filosofía, si usted, miss Aracil, quiere pasear por Hyde Park, me pondré la levita y el sombrero de copa y la acompañaré.

—¿Es que es obligatoria la levita y el sombrero de copa?

—Sí; todo el mundo va igual a ese paseo, la gente rica como la gente pobre. Así no se distingue un lord de un dependiente de una bisutería, lo que se considera igualitario. En el fondo, Londres es un pueblo provinciano. ¿Quiere usted que vayamos a Hyde Park?

—Iremos por la tarde.

—Muy bien; entonces gocemos de este magnífico silencio —y Roche se hundió más en el sillón de cuero y quedó inmóvil con la mirada en el techo y el libro en las rodillas.

Después de almorzar, Roche, mi padre y yo tomamos un cab y fuimos al museo de pinturas de la National Gallery. A mí los cuadros que me encantaron fueron los de Botticelli y los de los primitivos italianos. También me gustaron mucho los retratos de Reynolds y Gainsborough; a Roche y a papá sólo les parecía bien Velázquez, y estuvieron discutiendo acerca de un cuadro que representaba una cacería en la Casa de Campo y de los tipos pintados por el maestro sevillano.

Mi padre dijo que sospechaba que en estas cuestiones de pintura los ingleses tuviesen un gusto fundamentalmente cursi.

—¿Y usted no protesta? —le dije yo a Roche.

—¿Por qué? —repuso él—. ¡Si es verdad! El inglés, en general, no tiene el sentido del color. Le gusta lo correcto, los figurines. Si aquí, en esta galería, pusieran una bonita lámina de un periódico de modas, un poco disfrazada, toda la gente quedaría en éxtasis; pero estos santos negros, tan mal peinados y tan mal vestidos, les parecen un poco grotescos, aunque no se atreven a decírselo a sí mismos.

Salimos del museo a Trafalgar Square, y fuimos por Pall Mall. Roche quería mostrarnos los clubs de esta calle con su arquitectura imitada de los palacios del Renacimiento italiano. Pasamos por Waterloo Place y Saint-James Street. A través de las grandes ventanas se veían algunos señores sentados en sillones leyendo periódicos.

—Nadie sabe —dijo Roche en un momento de entusiasmo— el ambiente de respetabilidad, de instinto conservador y de fastidio que hay ahí dentro.

—Y a la cursilería española enamorada de Inglaterra —dijo mi padre de mal humor— eso le parecería una maravilla.

Luego salimos a Whitehall, vimos el cañón regalado al gobierno inglés por los españoles en tiempo de la guerra de la Independencia, atravesamos Saint James Park y tomamos por Green Park. Alrededor de un quiosco en donde tocaba la música, una multitud tranquila, sentados unos en las sillas, otros sobre la hierba, escuchaba el concierto. Toda esta gente tenía, como dijo mi padre, un aspecto vacuno, cierto aire de fatiga, de abatimiento, más de rumiante que de carnívoro.

—Algo así será el socialismo —indicó mi padre—. Un rebaño de hombres tranquilos y contentos.

—¿Y te parece mal?

—¡Pchs! Yo prefiero ser de un país en donde casi todo está por hacer y hay viveza y rabia, que no de aquí, en donde la gente se sienta en un banco con la boca abierta y espera a que pase el día.

Hyde Park

Salimos de Green Park, y, cruzando Piccadilly, entramos en Hyde Park. Pasamos por delante del Aquiles desnudo, que a mi padre le pareció un poco ridículo y a mí también. La gente elegante paseaba por una avenida con gran solemnidad; los hombres, con sombrero de copa y levita; las mujeres, muy vistosas.

—¿Ésta es gente chic? —le pregunté yo a Roche.

—Sí. Es público distinguido, un poco más mezclado que el de la mañana.

—No son muy guapas ellas.

—No, no. En general, las mujeres que se ven por las calles son mucho más bonitas que las señoronas que pasean por aquí.

—¿Y de costumbres? —preguntó mi padre—. Esta aristocracia, ¿es realmente morigerada?

—No. Es acérrima partidaria del camino tortuoso. Todo está bien si parece bien.

—Hipocresía —dijo mi padre.

—Es un vicio muy inglés. Y a usted, ¿no le gustan las inglesas? —me preguntó Roche.

—Sí. ¡Ya lo creo! Algunas parecen ángeles; pero la forma de la boca, en general, no es bonita. Muchas tienen los labios rígidos. Debe ser de hablar inglés.

—Es probable —repuso riendo Roche.

—Y no hay militares de uniforme en este paseo —dijo mi padre.

—No; a los ingleses no nos gustan los uniformes. No tenemos, como los franceses, ese entusiasmo por la librea distinguida, ni tampoco por las condecoraciones. En Londres, cuando se va a un sitio público donde hay militares de uniforme, todo el mundo dice: «Éste no es un sitio respetable. Hay soldados».

—Es una cosa extraordinaria —saltó diciendo mi padre como quien hace un descubrimiento—; aquí los hombres elegantes se miran y estudian sus respectivas toilettes como las señoras.

—Sí —dijo sonriendo Roche—; aquí, en Londres, hay una gran estimación por la belleza masculina; así los jóvenes gentlemen resultan un poco pavos reales, pero en España también se miran como gallos.

—¡Ya lo creo! —dije yo.

—Sí, es verdad —afirmó mi padre—; pero el odio con que se miran los hombres allí, oculta un poco la curiosidad, la envidia y los demás sentimientos femeninos…

—¿Femeninos sólo? —dije yo.

—Los llamamos femeninos —replicó Roche—, aunque sean tan frecuentes entre los hombres como en las mujeres. Cuando triunfe el feminismo, ustedes llamarán a las malas pasiones que denigran sentimientos masculinos, y se habrán vengado.

Yo me eché a reír.

Siguieron mi padre y Roche discutiendo y comparando los ingleses con los españoles.

—A mí —terminó diciendo mi padre— en Inglaterra me molestan las ideas y en España los hombres.

—Sí; en España —dijo Roche— es difícil notar ideas sociales, generales. Yo creo que no las hay.

—O quizá no hay preocupaciones —contestó mi padre.

—Es igual —repuso el escocés—. La sociedad es una ficción sostenida por una serie de ficciones. Allí no existe la ficción social; la ley es una cosa que está fuera de las conciencias. Está bien; si detrás de ese nihilismo queda el hombre, España siempre será algo; ahora, si no hay nada…

—Yo creo que hay.

—¡Pchs! Es posible. Aquél es un país anárquico por naturaleza —dijo Roche—, pero de un anarquismo débil. Allí todo está en lucha constante; los pájaros riñen en el campo, los gatos se arañan, los chicos se pegan, pero todos se cansan pronto. Mire usted aquí estos gorriones, qué respetables son; no me chocaría nada que tuviesen su club y sus horas fijas para acostarse. Son gorriones civilizados.

—Y, sin embargo, ustedes y sus gorriones han llegado más tarde a la civilización que nosotros —dijo mi padre.

—Sí, pero con unas condiciones de suelo y de clima ideales. La civilización primaria, imaginativa y contemplativa, tenía que desenvolverse en climas calientes y húmedos, en donde abundaran cereales y sustancias con almidón y azúcar. La civilización industrial, científica, necesariamente tiene que tener su expansión en climas como el de Inglaterra. Aquí la naturaleza es, en parte, enemiga, pero se deja vencer; exige que se luche con ella, pero se entrega pronto, y el hombre, viendo la eficacia de su esfuerzo, se hace enseguida hombre de acción. La tierra le da el sentimiento de su energía y el sentimiento de su triunfo.

—Y, sin embargo, las diferencias que hay entre España e Inglaterra, en el fondo, no deben ser muy grandes —dije yo.

—La diferencia mayor es el clima y la riqueza —replicó Roche—. Las ideas no tienen importancia alguna. Las ideas son el uniforme vistoso que se les pone a los sentimientos y a los instintos. Una costumbre indica mucho más el carácter de un pueblo que una idea.

—Y, con relación a las costumbres, ¡cuántas cosas que no son verdad se dicen! —exclamé yo—. Allí llamamos trajes ingleses a estos trajes claros de cuadros, y aquí no se ve ninguno; lo mismo pasa con los zapatos de tacón bajo: aquí no se ve una mujer que los lleve.

—Ninguna —dijo Roche—. Mire usted: aquella señora lleva un palmo de tacón en medio del pie.

—¡Qué barbaridad!

—De esa manera tienen que ir con el cuerpo inclinado hacia adelante, y con esa alteración del centro de gravedad parece que las vísceras de estas damas se estropean.

—No sea usted schoking —le dije yo riendo.

—Probablemente será de mal gusto suponer que esas damas tienen vísceras, aunque quizá la moda haya cambiado hace unas semanas y sea el colmo del buen tono decir: riñón, vejiga y bazo. Sí; la vida está hecha de mentira, de romanticismo y de farsa, el hombre es un macaco aquí como allá; aquí es un gorila rubio, allá tira a moreno, en el fondo es la misma cosa: son los mismos orangutanes con diferentes collares; pero la gente quiere encontrar diferencias que, en general, no existen, y se dice: «El francés es así, el inglés y el español de esta otra manera, y la diferencia esencial debe ser muy pequeña». A mí me decían en España: «¿Es verdad que los ingleses no pueden ustedes decir pantalón ni camisa? ¿Es verdad que, después de comer, todos los ingleses se emborrachan?». Y, en cambio, aquí les preguntarán a ustedes si han matado algún toro, o si los bandidos españoles son los grandes de España.

—A mí no me choca nada —dije yo— el que se fantasee sobre las cosas que no se ven, sobre las ideas o sobre el carácter de la gente; pero ¿cómo se fantasea sobre las cosas que se ven?

—Es que las cosas se presentan de distinta manera. ¿No se ha fijado usted en los tipos raros de ingleses que se ven por España? —preguntó Roche.

—Sí, es verdad —dije yo—. Es raro que los ingleses, tan correctos y tan sin carácter aquí, sean tan estrambóticos en el extranjero. ¿En qué consiste la diferencia?

—Algunos majaderos de aquí y los franceses dicen que los ingleses hacen esto deliberadamente para demostrar que las costumbres de los demás países no les merecen respeto. Si tal cosa fuera verdad, demostrarían los ingleses que constituían la flor de la majadería universal. Yo no creo en esto. Supongo que mucha de la gente que sale a viajar es gente de pueblos alejados que se visten para el viaje como a ellos les parece mejor.

Nos sentamos un momento en sillas sobre la hierba y luego tomamos, cruzando Hyde Park, hacia el Arco de Mármol.

En el suelo se veían vagabundos tendidos en la hierba con la gorra sobre los ojos; otros, de bruces, despatarrados, parecían muertos. El contraste entre la riqueza de aquellas señoras y caballeros y la miseria de estos abandonados era poco agradable.

—Miren ustedes esas señoras, ¡qué indiferentes pasan entre los mendigos! —exclamó mi padre.

—Sí, estas grullas de Londres no son muy sentimentales —dijo riendo Roche.

—Pues debe ser fastidioso pasear llena de joyas en medio de esos desharrapados —añadí yo.

—Ya ven ustedes —repuso mi padre—; a pesar de que ustedes dicen que todos los países son iguales, en España no se dejaría a estos vagabundos tirados en el parque.

—¿Pues qué harían con ellos? —preguntó Roche.

—Probablemente, meterlos en la cárcel.

—Nosotros somos más humanos; los dejamos morirse de hambre. Hay que tener en cuenta una cosa: que en otros lados la pobreza es una desgracia; aquí es una vergüenza. El inglés quiere creer que su sociedad está tan bien organizada, que el que no sube y se enriquece es porque no vale. Es una idea ridícula, pero así lo creen ellos.

Marchamos los tres hacia el Arco de Mármol y nos detuvimos delante de la puerta, en el sitio donde se reúnen a perorar los oradores budistas, místicos, materialistas y socialistas. Había, como día de fiesta, una porción de tribunas. En unas se veían estandartes con la inscripción: VOLVED AL CRISTO. En los púlpitos de los oradores socialistas o anarquistas se leían letreros con frases dirigidas al proletariado.

Nos acercamos a los distintos grupos.

—Aquí, por el tipo del orador y por las caras de la gente del público, se comprende de qué se trata —dijo Roche—. Si el orador es pálido, flaco y triste, y la gente le escucha con gravedad, es un orador religioso; si el orador es vehemente y el público habla y comenta, es algún socialista o anarquista; si es un hombre grueso y malicioso y el público ríe, es algún materialista. ¿Ve usted aquél, miss Aracil? Pues es seguramente un materialista.

Nos acercamos, y efectivamente lo era.

—¿Qué dice? —me preguntó papá, que no entendía.

—Pues ahora está diciendo: «Me he levantado esta mañana; he cogido ese libro viejo y estúpido que se llama la Biblia; he abierto a la casualidad, y he leído un salmo en donde dice que Dios ha extendido el cielo sobre la tierra como una piel. ¿Hay nada más estúpido ni más imbécil que esto?».

Traduje algunas frases más del orador; se rió mi padre; nos reímos todos, y luego, por Oxford Street, fuimos hacia casa.

Explicaciones de madame Roche

El señor Stappleton tenía que volver a Egipto, y madame Stappleton se fue con él, con gran satisfacción mía. Al parecer, mi padre y ella no tenían ya buenas amistades, y se despidieron con absoluta indiferencia.

En cambio, todas las coqueterías de la francesa fueron dirigidas a Roche. Presencié la despedida de ambos.

—¿Pensará usted en mí? —preguntaba con lánguida coquetería madame Stappleton.

—Siempre.

—¿Llorará usted?

Roche se tocó el ángulo lagrimal del ojo derecho con el dedo índice, y sacudió la mano en el aire como para desprenderse de algo pegajoso; luego hizo lo mismo con el ojo izquierdo.

—Es usted un payaso —dijo madame Stappleton.

—Es verdad.

—Es usted un hombre sin corazón.

—Es que lo dejo muchas veces en casa olvidado con el paraguas.

Madame Roche, cuando se encontró sin su amiga la francesa, se dedicó a reunirse conmigo y a hablarme y a proponerme jugar al bridge, cosa que yo no aceptaba, porque los juegos de cartas, no sé por qué, me repugnan.

Madame Roche tenía en su manera de ser algo de gata; necesitaba que todo el mundo se ocupara de ella y arañar de cuando en cuando. Yo no le era nada simpática, ni ella a mí tampoco; pero transigíamos.

Madame Roche tenía una hermana casada con un militar muy rico, el señor Monk, y algunos días su hermana le enviaba un coche o un automóvil para que paseara.

Un día madame Roche me invitó a pasear con ella en coche. Fuimos por Piccadilly y Bond Street. En estas calles no se ven gentes atareadas, sino mujeres bien vestidas, caballeros de sombrero de copa, escaparates lujosos y casas adornadas con flores.

Madame Roche quería comprar un collar para su perrito, y con este objeto entramos en un pasaje cubierto, lleno de tiendas, llamado Burlington Arcade. Dimos con el establecimiento en donde sólo se vendían objetos para perros, cintas, zapatos, mantas y hasta anteojos para automovilistas caninos. A mí esto me pareció un poco cómico; pero para madame Roche, todo lo que tuviese relación con la moda era cosa sagrada.

Después que eligió el collar, fuimos a Hyde Park. El parque presentaba un aspecto soberbio. Las señoras con trajes claros, en los coches nuevos de arneses relucientes, los caballos que piafaban, los jinetes y amazonas elegantísimos, todo tenía un gran aire de elegancia y riqueza.

Madame Roche, a pesar de hallarse acostumbrada a tales grandezas, contemplaba estas gentes chic con verdadera ansia; a mí, la verdad, no me produjeron envidia. Quizá por mi situación, las veía en una esfera muy lejana. Nos cruzamos varias veces con un señor elegante, ya viejo, que iba a caballo. El señor miraba a madame Roche muy expresivamente. Madame Roche indicó quiénes eran algunas de las señoras que se cruzaron con nosotras, pero no me dijo el nombre del viejo conquistador, ni yo se lo pregunté tampoco. Luego fue cantando en diversos tonos las glorias de Londres, el pueblo más adelantado, el más elegante, el más distinguido.

—Londres tiene actualmente en el mundo —dijo— el papel que tuvo París durante el segundo Imperio. Aquí hay más fiestas, más teatros, más dinero, más elegancia que en parte alguna. Londres es el sitio favorito de los reyes y de los príncipes, y, además, es donde se guarda más condescendencia para todo con tal de que no haya escándalo. Nuestra moral es la belleza; todo lo que es bello es bueno.

Sin saber por qué, estos elogios de madame Roche me repugnaban. Yo contestaba a sus ditirambos confirmando cuanto decía, y, sin embargo, una adoración así por la riqueza, por el título y por la gloria me ofendía como una cosa grosera.

Me acordaba de Iturrioz, que muchas veces, en su furor de estoico, decía: «Yo quisiera desear y obtenerlo todo, para después desdeñarlo todo». Sería, añadía él, «una manera de consolar a los que no tienen nada».

El aburrimiento y la hospitalidad

Cuando madame Roche se cansó de ponerme a Londres en los cuernos de la luna, vinieron las quejas.

—Aquí no molesta nada —afirmó ella—, todo es como debe ser; no mejor, ¡claro!, y esta imposibilidad de entusiasmo y de protesta produce una gran laxitud, una completa fatiga de vivir.

—¿A pesar de lo bien organizada que está la vida? —le dije yo.

—Sí, por eso mismo. Ya ve usted lo que ocurre en la clase media. El hombre va al trabajo y se pasa en el escritorio o en la oficina desde la mañana hasta el anochecer. La mujer vive sola en casa y se aburre; durante nueve meses del año apenas puede salir por el mal tiempo.

Llega la buena estación, y la mujer quiere pasear y lucir unos cuantos trajes; el marido, generalmente, no puede acompañarla, y la mujer busca un hombre elegante que la lleve a Hyde Park y a tomar el té, porque si va sola está casi en ridículo y demuestra que no hay nadie que se ocupe de ella.

Verdaderamente, vivir esta vida superior de que hablaba madame Roche para no tener más ideal que lucir unos cuantos trajes al año me parecía una cosa de una mezquindad muy grande.

—Luego —siguió diciendo madame Roche— la vida está tan bien arreglada, tan bien calculada, que las cosas se hacen maquinalmente y se acaba por encontrar a todo un fondo de tristeza y de caos. Entonces el que tiene casa invita a los amigos para distraerse.

—¿De manera que la hospitalidad de Inglaterra procede en gran parte del aburrimiento?

—Yo creo que en todo. La gente se aburre mucho. Cuanto más avanzado es un pueblo, la gente se aburre más; por eso también los tipos de excepción, extraños y pintorescos, que distraigan son muy buscados.

—¿Y hay muchos tipos de éstos?

—No. Al revés. Los hombres en Inglaterra son más aburridos que la lluvia, y el original es muy solicitado. Todos se lo disputan, lo llevan en andas, de invitación en invitación y de convite en convite. Aquí el hombre de ingenio y la mujer inteligente y discreta llegan a donde quieren… Yo…

Madame Roche iba a comenzar sus confidencias, pero en vez de abordarlas de lleno se dedicó a hablar de sus amigas de colegio y de la diversa suerte que habían tenido. De pronto, interrumpiéndose, dijo:

—Mire usted qué mujer más elegante.

—Sí, es verdad.

—Es una judía alemana. Su marido es un periodista, y ella tiene un flirt con un banquero.

—¿Y el marido no protesta?

—¿Por qué? Tiene una mujer chic, que le lleva la sociedad elegante a casa. Él ganará mil libras, y en su casa se gastarán diez mil todos los años. Puede estar contento.

No dije nada, aunque esto me pareció repulsivo. Madame Roche me parecía ya como una gran serpiente. La frase esta sobre la mujer del periodista y las miradas al viejo me dieron la impresión de que había en ella algo de reptil. Yo había creído que en todos los desplantes de madame Roche entraba el despecho más que otra cosa; pero no, se iba transparentando en ella un fondo turbio y malsano. Madame Roche, como si comprendiera mis pensamientos y quisiera disculparse, acusó a su marido de ser para ella un estorbo.

—No se puede vivir con un hombre que no es nada, que no piensa nada, ni aspira a nada —dijo—. Mi marido es como el Tony de los circos: arregla la alfombra, tropieza, cae, le dan un puntapié, y… ríe. No, no puede ser.

—¿Y usted sola no podría intentar alguna cosa?

—Sí, podría intentar algo en sociedad, pero mi hermana me odia porque tiene celos de mí, y no quiere presentarme en su círculo de amistades… Algunas veces he intentado escribir, meterme en ese club de señoras, en el Lyceum Club.

—¿Y por qué no lo hace usted?

—¡Con este marido! ¡Viviendo en una casa de huéspedes! ¡Imposible! ¡Es imposible! Cuando supieran mi nombre me aceptarían con gusto, pero cuando les dijera que vivía en un pequeño hotel, en una casa de huéspedes, con mi marido, me despreciarían. No tengo más camino que el que tienen las mujeres cuando están desesperadas. Si encuentro algún hombre rico saldré adelante; si no, Dios sabe a dónde iré a parar.

Habíamos dado vuelta a la Serpentina, y volvíamos por Oxford Street hacia casa. La calle estaba llena de ómnibus y de coches; los escaparates, iluminados, fulguraban reflejando la luz en las sederías y en las plumas de los sombreros puestos de muestra. El coche marchaba deslizándose suavemente sobre sus neumáticos.

Al llegar cerca de casa, madame Roche murmuró:

—¡Vivir en este rincón! ¡Qué horror! ¿Se ha fijado usted qué gente hay aquí? ¡Qué conversaciones más vulgares! Sólo mi marido puede hablar con esas gentes. Vale más hundirse cuanto antes.