UNA VISITA INESPERADA
Unos días después estaba leyendo en el salón, cuando el criado alemán entró y me dijo:
—Miss Aracil, aquí hay un caballero que pregunta por usted.
—¿Por mí? Bueno; que pase.
Se abrió la puerta y apareció Iturrioz envuelto en un impermeable con un paquete en la mano izquierda y un grueso paraguas en la derecha.
—¿Usted? —exclamé con asombro.
—El mismo —dijo tranquilamente Iturrioz, despojándose del impermeable.
—¡Qué sorpresa! ¿Qué ocurrencia le ha dado a usted de venir a Londres?
—Pues, verás. Os echaba de menos a tu padre y a ti. «¿Dónde voy a pasar ahora la noche cuando salga de casa?», me preguntaba, y el otro día me encontré con Venancio en la Puerta del Sol y nos pusimos a hablar de vosotros. Yo le dije en broma: «Si tuviera dinero para el viaje me iba a Londres a ver qué hacen»; y él contestó: «Pues yo le doy a usted lo que necesite»; y he venido.
—Y Venancio, ¿cómo está?
—Muy bien; la niña se puso buena. Todas aquellas chicas no hacen más que preguntar por ti.
—¡Pobrecillas!
—Es una familia realmente encantadora.
—¿Y qué pasa por allá?
—Sigue todo igual. Aquél es un pueblo hundido en una miseria trágica y dirigido por una burguesía imbécil y al mismo tiempo rapaz. ¡Qué país! ¡Qué subversión más completa de valores! Yo empiezo a sospechar si la única fuerza de España estará en los presidios…
Atajé a Iturrioz en su peroración, preguntándole:
—¿Y qué se ha dicho de nosotros?
—Se olfateó algo de lo que os pasó en el pueblo de donde os es capasteis. ¿Cuacos? ¿No se llamaba Cuacos?
—Sí.
—Hablaron vagamente los periódicos; pero no se logró saber nada. ¿Y tu padre?
—Arriba está.
—Bueno; vamos a verle.
Iturrioz y yo subimos a la habitación de mi padre y charlamos largo rato.
—Y tú, ¿qué vas a hacer? —preguntó mi padre a Iturrioz.
—Estaré aquí todo el tiempo que pueda.
—Chico, esto es horrible; no hace más que llover.
—¡Ca, hombre! A mí este tiempo me gusta la mar.
Quiso Iturrioz convencer a papá para que saliéramos a dar un paseo; pero papá dijo que no.
Toda la tarde la pasó Iturrioz en el hotel, y ya de noche se preparó a salir.
—Pero ¿a dónde va usted ahora? —le dije yo asombrada.
—Me voy a buscar un cuarto.
—¿A estas horas?
—Sí.
—Quédate aquí —le dijo papá.
—No, no. Esto es para ricos. Ya me las arreglaré para buscar un buen rincón.
—Pero ¿sabe usted inglés? —le pregunté yo.
—Sí; sé unas cuantas frases que me enseñó en Cuba un chino que había estado en California.
No hubo manera de convencer a Iturrioz de que se quedara, y se marchó solo a buscar alojamiento.
Unos días después volvió a aparecer nuestro doctor en el hotel a la hora de almorzar.
—Hoy hace un magnífico día —nos dijo—; hay que dar un gran paseo.
—¡Si está todo encharcado! —observó papá.
—¡Eso qué importa! Hala, vamos.
Me puse unos zapatos fuertes; papá tomó un paraguas y nos echamos los tres a la calle, dirigidos por Iturrioz, que en los pocos días que estaba en Londres lo conocía mucho mejor que nosotros.
Lloviznaba algo; el cielo comenzaba a clarear; las calles relucían con la humedad; los cocheros pasaban con el cuerpo y los sombreros envueltos en impermeables, haciendo evolucionar sus cabs con una destreza extraordinaria.
—¿Vosotros no vais a pasear hacia el río? —nos preguntó Iturrioz.
—No —dijo papá.
—¡Pero, hombre, si es magnífico! Vamos ahora mismo.
Tomamos por una calle nueva, abierta entre solares llenos de montones apelmazados de ladrillos negros, y desembocamos en el Strand; y luego, por Wellington Street, salimos al puente de Waterloo. Avanzamos hasta la mitad y nos asomamos al pretil del puente. La bruma, entre amarilla y gris, no dejaba ver más que una silueta vaga de las casas, de los almacenes y de las barracas levantadas en la orilla del trabajo. Subía la marea y las aguas turbias iban invadiendo el cauce cenagoso del río. A lo lejos se adivinaba la torre del Parlamento como por entre una gasa densa de color de limón.
—Qué hermoso, ¿eh? —exclamó Iturrioz.
—¿Te gusta de veras? —preguntó, asombrado, papá—. A mí este río me parece una gran alcantarilla; bilis y carbón.
—¡Ca, hombre; si esto es admirable! ¡Si en Madrid hubiera un río así, ya estaba resuelto el problema de España! —exclamó Iturrioz.
—¿Cree usted? —dije yo.
—Con seguridad.
—¿Y por qué?
—Pon tú la capital de España a esta altura sobre el nivel del mar, con esta atmósfera pesada y húmeda, con un río así, y en poco tiempo la gente de allá, en vez de irritable y nerviosa como es, se haría tranquila y equilibrada. El pueblo aumentaría de tamaño rápidamente, crecerían los árboles en sus alrededores, crecería la hierba, y las miradas de los madrileños, en vez de ser intensas y fuertes, se harían vagas y dulces. Los madrileños no tendrían, como ahora, los nervios excitados por el clima áspero y seco, no serían tan vivos ni harían chistes, estarían más tranquilos, y su inteligencia, más pesada, sería más fecunda. La gente de buena voluntad estudiaría las necesidades del país y desaparecería en las provincias el odio a la capital. Se entraría en un café o en un sitio público, y no nos miraríamos como nos miramos allí todos: con odio. Madrid sería para España lo que es Londres para Inglaterra, y España estaría bien.
—De manera que con un poco más de humedad y un poco menos de altitud, el problema estaría resuelto —dije yo.
—Con seguridad.
—Y la gente, mientras tanto, sigue pensando en que para arreglar España es necesaria la influencia de Dios o la del socialismo —exclamó papá burlonamente.
—Gente supersticiosa —murmuró Iturrioz— que cree que las ideas y los discursos tienen un valor real, de esos que quisieran abrir una ostra tan grande como el mundo con una palabrita persuasiva.
Estuvimos un momento en el pretil del puente. Por el muelle de la orilla izquierda, por delante del palacio de Somerset, pasaban coches y tranvías. Hacia el este, de cuando en cuando, aparecía a través de la niebla la silueta plomiza de la cúpula de San Pablo.
En la orilla derecha, las fábricas y los almacenes se alargaban al borde del agua, las altas chimeneas echaban una suave humareda, una esfumación gris que manchaba el cielo amarillento, mientras que las chimeneas pequeñas de hierro, de las calderas de vapor, inyectaban en el aire copos algodonosos y apretados de humo blanco.
—Es grandioso todo esto —exclamó Iturrioz de nuevo.
—Sí, es verdad —dije yo.
—Y tiene además —añadió él— el aire tranquilizador del pueblo en el que se ve claramente el manantial del dinero. Es todo lo contrario de Madrid. Allí se ve gente elegante, bien vestida, coches, caballos… ¿De dónde sale aquello? Es un misterio. En España todas las fuentes de la riqueza son turbias.
—Aquí ocurrirá lo mismo —dijo mi padre.
—Por lo menos, todo esto es claro —repuso Iturrioz, señalando la orilla del Támesis.
Pasó junto a nosotros un borracho trompicando por el asfalto.
—Ésta es otra de las cosas que me admiran —dijo Iturrioz.
—¿Qué? ¿El que haya borrachos? —le pregunté yo.
—No, la clase de borrachera —contestó Iturrioz—, ésta es la borrachera individualista pura. Este hombre se ha convencido a sí mismo de que tiene que beber, ha bebido, y se va a buscar un rincón donde tenderse. Este hombre es un emancipado. En España no hemos llegado a eso. Allá, los domingos por la tarde, en las capitales de provincia del norte sobre todo, se ven borrachos, pero no así, borrachos individualistas, sino borrachos en manada; algunos, por respeto al espíritu de la colectividad, se fingen borrachos sin estarlo. Ahí tienes la sumisión, el espíritu gregario, que dicen ahora. Esa borrachera colectivista es verdaderamente despreciable, alborotadora y ridícula. Si te fijas, María, cuando vuelvas a España, notarás que todos esos adeptos de la borrachera colectivista suelen cantar Marina.
—Es que no saben otra cosa —dijo mi padre.
—No. Es que necesitan una música ramplona para una borrachera también ramplona.
Quedamos los tres contemplando el paisaje nebuloso, casi incoloro. El río, amarillo de cerca, parecía gris a lo lejos. El cielo se iba despejando; se sentía en el aire un olor acre de humedad y de humo de carbón de piedra. Cruzamos el puente de Waterloo con la idea de seguir por la orilla derecha, pero al final vimos que no había muelles por allí; los almacenes llegaban al borde mismo del río, en donde se levantaban descargaderos, planos inclinados, grúas de altos brazos y aire extraño y fantástico.
Estas grúas altas, misteriosas, algunas con la caseta del maquinista giratoria; estos embarcaderos armados sobre grandes vigas clavadas en el fondo del río; los planos inclinados por donde se deslizaban los fardos hasta unas gabarras grandes y negras medio hundidas en el barro del Támesis; los carros arrastrados por pesados caballos; todo esto, entre la bruma y el humo, tenía un aire huraño y solemne, que a Iturrioz, según dijo, le producía una admiración extraordinaria.
—Es magnífico todo esto —repetía.
—No le suponía a usted tan entusiasta —le dije.
—No, no lo soy; creo que contemplaría el Partenón con la misma indiferencia que un almacén de yeso, pero esto no; esto me asombra.
Volvimos de nuevo por el puente de Waterloo y bajamos al muelle de la orilla izquierda por una escalera abovedada del palacio de Somerset, una escalera húmeda con las losas resbaladizas. En uno de los escalones, una vieja mendiga, de nariz carcomida, acurrucada en el suelo, ofrecía a los que pasaban una bandeja con alfileres y fósforos.
—Qué vida, ¿eh? —murmuró papá irónicamente.
Iturrioz no replicó. Seguimos por el muelle Victoria, cruzamos por delante de la aguja de Cleopatra y pasamos por debajo de la línea del tren de Charing Cross.
Atravesamos el puente de Westminster y nos detuvimos en medio, por exigencia de Iturrioz, mirando al río hacia su entrada en Londres. A la derecha se levantaba entre la niebla el Parlamento, inmenso, majestuoso, con su Torre del Reloj, alta y gruesa. A la izquierda se apercibían los pabellones de un hospital y a lo lejos un puente de hierro.
Tomamos el muelle Albert. Enfrente, el Parlamento parecía hundido en el río. En la terraza de este inmenso palacio se veían algunos grupos. En las ventanas del hospital de Lambeth aparecían viejos asilados con carmañolas rojas.
Por el río pasaban los remolcadores silbando, humeando; unos arrastraban filas de gabarras cargadas de carbón, otros llevaban tras sí aparejados de dos en dos grandes lanchones, sobre los cuales se levantaba un enorme cargamento de paja o de heno prensado; al llegar a los puentes, sus chimeneas se abatían como un tronco serrado y se erguían de nuevo al pasar.
Iturrioz se paraba a mirarlo todo y comentaba con observaciones de marino lo que iba viendo.
Llegamos a Vauxhall, y como ya no se podía seguir por la orilla del río, nos metimos por una calle que pasaba entre gasómetros, fábricas de cemento y descargaderos.
En los almacenes de forraje, en los patios, se levantaban pilas grandes, como casas, de hierba prensada, que echaban un olor fuerte y desagradable; en las fábricas de yeso y de cemento los montones de sacos formaban calles y desfiladeros; en las fundiciones se veían enormes volantes rotos.
Todo era por allí negro, grande, sucio del polvo y del hollín; entraban y salían en los patios carros pesadísimos arrastrados por caballos de peludas patas, los cargadores sujetaban fardos y sacos a los extremos de las grúas, y desde los pisos altos de los almacenes, dos o tres hombres como centinelas esperaban la carga y la recogían.
Iturrioz entraba en los patios a enterarse de cómo se hacían las maniobras.
Papá, algo impaciente, murmuraba de la curiosidad de su amigo, que seguramente le parecía ridícula y absurda.
Iturrioz insistía en la belleza moral de todos aquellos artefactos de trabajo y en el aire magnífico que tenían, y mi padre le contradecía con chistes.
Pasamos por delante de unos grandes depósitos de agua y salimos frente al parque de Battersea. A la entrada había un puestecito portátil de refrescos, titulado El Ramillete. Nos sentamos en un banco y descansamos un momento viendo jugar a unos niños.
Era ya tarde y nos dispusimos a volver. Un tranvía nos dejó en pocos minutos en el puente de Westminster, donde bajamos, y tomamos el muelle Victoria para ir a casa.
A la luz crepuscular se fue acercando por el río, ahora rojizo, este lanchón negro con una vela grande y blanca, y otra pequeña y amarillenta, seguido por un botecillo ligero. Durante algún tiempo, mi padre, Iturrioz y yo fuimos andando por el muelle paralelamente a esta barcaza. Cayeron sus velas al pasar un puente, volvieron a izarse de nuevo y siguió el lanchón navegando despacio.
El sol, como un círculo indeciso ahogado en la bruma, parecía disolverse en el cielo de ópalo, descendía entre nubes ambarinas, y después de brillar en los miradores del Parlamento, se acercaba a sus torres y a sus pináculos que se destacaban negros en el horizonte.
La marea iba bajando; marchaban por el agua sucia cestas, corchos, duelas de barricas. El río escupía su barro negro sobre las orillas. Algunas gabarras, cargadas de carbón, unidas por los costados, permanecían inmóviles en medio, y deslizándose junto a ellas pasaba el lanchón lentamente.
En algunos diques flotantes formados por tablas, un hombre de sombrero hongo y pipa calafateaba un bote; unos cuantos chiquillos iban en una lancha remando, y una balandra minúscula, con las velas desplegadas, corría como una gaviota trazando rapidísimos círculos en la superficie del río.
En las gabarras, sobre la carga de paja o de heno, algunos hombres sentados en cuclillas charlaban.
Sonaron las campanas del reloj del Parlamento, y en un puente lejano el lanchón se nos perdió de vista…