LA CASA DE WANDA
La conducta de mi padre comenzaba a avergonzarme. Además de no ocuparse para nada de buscar trabajo, escandalizaba el hotel. Se había enredado con la francesa, y se repetían con demasiada frecuencia las escenas desagradables, las murmuraciones y cuchicheos. En Inglaterra, como en todas partes, hay una afición extraordinaria a la chismografía, y nuestro hotel parecía una casa de vecindad.
Betsy me dijo una porción de cosas que se contaban de la francesa y de mi padre. Al parecer, ninguno de ellos se recataba en demostrarse su afecto. En sus relaciones no guardaban la compostura exigida por la hipocresía inglesa, y había escándalos continuos, pues mi padre, como la francesa, no era partidario de los aires solemnes, y les gustaba a los dos que se enterasen los demás de su intimidad.
Al último intervino la dueña de la casa, y me encargó que hiciera a mi padre una advertencia verdaderamente desagradable.
Claro que yo no le dije nada. Estaba violenta en la casa, y solía salir a todas horas. Muchas veces entraba en el Museo Británico, que se hallaba muy cerca del hotel, a distraerme.
Una tarde me encontré allí con Natalia Leskov, la muchacha rusa, pintora, que había conocido en casa de O’Bryen, el diputado socialista. Se hallaba dibujando una estatua de Ceres, en compañía de una joven noruega, Wanda Rutney, que se dedicaba también a la pintura.
Charlamos las tres largo rato, y después Wanda nos convidó a tomar el té en una pastelería de Oxford Street. Hablamos de nuevo, y Wanda me invitó varias veces a que fuese el sábado siguiente a pasar el día en su casa. Vivía en un pueblecillo próximo a Slough. Se lo prometí, y quedamos de acuerdo.
Wanda era una muchacha alta, fuerte, de cabeza pequeña y cara infantil; sus ojos azules expresaban lealtad y candidez; su andar y sus ademanes eran de un aplomo verdaderamente majestuoso, y el pelo castaño le caía en rizos sobre la frente tersa y pura. Wanda tenía un aspecto de gran energía vital y de elegancia al mismo tiempo, y una risa clara, ingenua, muy simpática.
Natalia era delgada, bajita, con un tipo meridional, de pelo oscuro, ojos inquietos y aire intranquilo. Viéndola por primera vez parecía fea e insignificante, y sólo cuando su rostro se animaba en la conversación llegaba a interesar.
Yo quedé bastante asombrada al saber que Natalia tenía una niña.
—¿Tan joven y ya es usted mamá? —le pregunté.
—Sí —contestó Natalia, riendo—; me casé a los quince años de una manera romántica. En un concierto que dio Grieg, en San Petersburgo, conocí al que fue mi marido. Era mi segunda pasión.
—¿La segunda? —preguntó, riendo, Wanda.
—Sí; mi primera pasión fue un pope del colegio. Él tenía sesenta años y yo doce. Como digo, fue mi segunda pasión. Hablamos de Peer Gynt, de Ibsen y de Grieg, y él se enamoró de mí y yo de él. Por la noche, al ir a casa, le dije a mi madre: «He conocido en el concierto a un joven, y me voy a casar con él». «Está bien, Natalia», contestó mi madre; «quiera Dios que hagas una buena boda.» Nos casamos, tuve una niña; pero mi marido era de poca salud, y murió. Ahora, gracias a mi amiga —y apretó el brazo de Wanda—, voy viviendo.
Wanda me explicó el carácter de Natalia. Era esta pequeña rusa de un corazón de oro, pero arrebatada y loca; tenía una generosidad extraordinaria y unos cariños frenéticos; pero, en cambio, a quien tomaba ojeriza, le odiaba con todas las fuerzas de su alma.
Yo simpaticé mucho con la rusa y también con la noruega, y les prometí que el próximo sábado iría a casa de ésta. Me dijeron mis nuevas amigas el tren que debía tomar, y quedamos de acuerdo en que me esperarían en la estación por la tarde.
Si había alguna dificultad, yo les avisaría enviándoles un telegrama. Me gustó relacionarme con estas muchachas, y pensé que quizá podrían ayudarme, o aconsejarme por lo menos, en la difícil tarea de buscar un empleo. El dinero nuestro estaba ya agotándose, y mi padre seguía sin darse por enterado.
El sábado siguiente salí después de almorzar, y tomé un ómnibus que me dejó en la estación de Charing Cross. Me senté junto a la ventanilla en un coche de tercera, e iba a comenzar a marchar el tren cuando un señor elegante entró en el vagón, se colocó frente a mí, y, después de mirarme durante algún tiempo, me dijo en castellano:
—Usted es la hija del doctor Aracil, ¿no?
—Sí, señor.
—¡Caramba, cómo se parece usted a su padre!
—¿Le conoce usted?
—¿Al doctor Aracil? ¡Ya lo creo! He comido muchas veces en Madrid con él. ¿Y ahora viven ustedes en Londres?
—Sí.
—¡Ah, es verdad! —exclamó el señor, como si en aquel momento se acordara de una cosa olvidada—. Por eso del anarquista… Es que su padre no tiene perdón de Dios por hacerse amigo de cualquiera. Con la magnífica posición que iba adquiriendo en Madrid…
—¡Ya ve usted! —dije yo.
—¡Qué lástima! ¿Y están ustedes bien aquí? ¿Se encuentran a gusto?
—Sí, muy bien.
—¡Ah! ¡Londres es un gran pueblo! Pues iré a ver a su padre de usted. Es muy simpático. Pasarían ustedes ratos amargos en la huida, ¿eh?
—¡Figúrese usted!
—Afortunadamente, tuvieron ustedes un refugio para los primeros días. Algún amigo verdadero, alguna persona de confianza…
—Sí, era un amigo —y enmudecí, sorprendida y alarmada de la curiosidad de aquel señor.
Éste siguió hablando con indiferencia de sus conocimientos de Londres, de sus amigos, casi todos duques y marqueses, de teatros y fiestas. Yo contesté con monosílabos; la curiosidad de aquel hombre por saber dónde habíamos estado escondidos mi padre y yo después del atentado me resultaba sospechosa. Además, recordaba haber visto al mismo hombre rondando nuestro hotel.
Al llegar a la estación me despedí del desconocido con una inclinación de cabeza, bajé del tren y me reuní con Wanda y Natalia, que me esperaban.
Seguimos las tres por una carretera bordeada de casitas pequeñas con jardines. Todas estas casas tenían una gran variedad; la mayoría eran tan oscuras que apenas se notaba el ladrillo con que estaban construidas; otras eran de cemento, algunas de madera, dos o tres recién construidas brillaban tan rojas que entre los árboles parecían grandes flores de geranio. Muchas de estas casas tenían delante, dando a la carretera, altos árboles con guirnaldas formadas por rosales que entrelazaban los troncos; en los jardines alternaban los jacintos, las azaleas y las matas de peonías cargadas de flores rojas.
«Ésta es la casa de Wanda», dijo Natalia, señalando una de aquéllas.
Era una casita pequeña, de ladrillos ennegrecidos, con tejado de pizarra y paredes medio ocultas por hiedra. Contrastaba la poca altura del hotel con la gran elevación de su tejado, que era tan alto como toda la casa y tenía una serie de chimeneas de distintos tamaños que parecían los tubos de un órgano.
En la oscura fachada, negruzca por la humedad, se abrían los miradores con sus cortinillas blancas recogidas a los lados, y en el piso bajo, formando como un zócalo, en dos grandes ventanas de guillotina brillaban y resplandecían crisantemos y rosas de todos colores.
Nos acercamos a la casa, llamó Natalia, salió a abrir una criada vieja y pasamos a un salón bajo de techo, con una gran chimenea de ladrillo, en donde ardía un hermoso fuego de leña. Wanda me presentó a su madre, una señora de pelo blanco, de aire algo imponente, que bordaba cerca de la lumbre.
La madre no nos quiso retener junto a ella, y me dijo que no podía hacernos los honores de la casa, estaba algo impedida por el reuma, y que Wanda los haría en su lugar.
Se hallaba todo tan bien arreglado en la casa, de una manera tan cómoda, tan simpática, que daban ganas de quedarse allí para siempre. El salón era grande, con una chimenea tosca de ladrillo, adornada con una porción de juguetes y figuritas de porcelana. El techo, de madera, tenía color de humo; en las paredes colgaban algunos cuadros antiguos y oscuros. Desde la antesala del piso bajo subía al principal una escalera de madera lustrosa que despedía un olor suave a hierbas aromáticas. Subimos por esta escalera, que conducía a las alcobas y al comedor. En el primer rellano había una ventana abierta al jardín, y entraba por allí una luz verde de un efecto muy extraño.
Los muebles, lo mismo que el suelo, despedían igual olor suave de hierbas aromáticas. El jardín estaba circundado por una tapia oculta por rosales trepadores, enredaderas y madreselvas. Algunos tilos y magnolias levantaban su follaje por encima de la casa. Wanda, Natalia y yo nos asomamos a uno de los miradores que daban al camino por donde habíamos venido. Se veían a poca distancia las masas frondosas de los árboles de un parque. El cielo, de color perla, estaba limpio, transparente, no turbado y sucio por el humo como el interior de Londres. Por la carretera pasaban algunos ciclistas, y el cartero, con un saco al hombro, iba repartiendo cartas y repiqueteando con la aldaba en las puertas.
Un camino transversal partía sinuoso desde enfrente de la casa de Wanda, y se alejaba cruzando primero una pradera apenas ondulada, que parecía una mancha verde salpicada de puntos dorados, y luego perdiéndose en una altura poblada de pinos.
Estábamos contemplando las tres el paisaje cuando vi a lo lejos que se iba acercando a la casa el hombre que me había hablado en el tren, y me retiré rápidamente del mirador.
—¿Qué hay? ¿Qué le pasa a usted? —me preguntó Natalia.
Conté la conversación que había tenido en el tren con aquel hombre, y expuse mis sospechas.
—¿Y es éste tan elegante? —dijo Wanda.
—Sí.
—¿Será algún espía?
—Seguramente —afirmó Natalia.
Al pasar por delante de la casa, el hombre miró con curiosidad; pero, al ver que había notado su espionaje, no volvió más.
Con este motivo, Natalia contó la historia de una amiga suya finlandesa, hermana de un nihilista, a la cual perseguían los agentes rusos por toda Europa. La finlandesa tenía un perro de Terranova magnífico, y por el perro averiguaban dónde se escondía. Regalaba el animal, pero éste se escapaba y volvía a su casa. Tenía tal cariño por su ama, que subía a los coches y a los vagones de los trenes, y no había modo de desprenderse de él. A lo último, y con gran sentimiento por su parte, la dueña tuvo que envenenar a su perro para librarse de la persecución de la policía.
Natalia, exaltándose con su misma narración, aseguró que ella, en el caso de su amiga y viéndose acosada, hubiera pegado un tiro al primer polizonte que hubiese intentado únicamente hablarle.
A la hora del té se reunieron en el salón varios amigos de Wanda y de su madre; los primeros en llegar fueron un marino noruego ya retirado, hombre alto, fuerte, acompañado de un sobrino suyo, el teniente Moller, que era un muchacho tan guapo que parecía un Apolo.
Vino después un médico ruso, amigo de Natalia, tipo barbudo, melenudo, con anteojos, muy descuidado en el vestir y el aspecto burlón; después un señor viejo, un pintor que había dado lecciones a Wanda, y dos señoritas rusas, escritoras, una de ellas hombruna, morena, de ojos negros, facciones pronunciadas, andares decididos e indumentaria masculina. Ésta se llamaba Julia Garchin. La otra rusa era bajita, tímida, morenita, con los ojos torcidos y la nariz pequeña y redonda. Se llamaba Ana Petrovna y era hija del general Riazanov, uno de los defensores más acérrimos de la autocracia rusa.
Ana Petrovna, después de afiliarse al socialismo, se había escapado de casa de sus padres y huido a Zúrich, donde había intimado con Julia.
—¿Y Vladimir? ¿No ha venido Vladimir? —preguntaron las dos al mismo tiempo, poco después de llegar.
—No —contestó Wanda, sonriendo.
—Pero ¿vendrá?
—Creo que sí.
—¿Quién es Vladimir? —pregunté a Natalia.
—Vladimir Ovolenski es el polaco que vimos en casa de O’Bryen, el diputado.
—¡Ah! Sí, sí.
Yo fingí que no recordaba, pero tenía muy presente el tipo aquel de la mirada intensa y de la cara irregular.
—Vladimir es amigo de la casa, y suele venir todos los sábados —añadió Natalia.
Después de tomar el té pasamos al salón, y nos acomodamos cerca de la lumbre. Julia y su amiga encendieron cigarrillos turcos, los hombres fumaron su pipa y comenzó una discusión general.
Hablaban todos con un verdadero placer, seguramente de cosas que habían discutido infinidad de veces, pero que a ellos les parecían, sin duda, siempre nuevas.
Julia Garchin llevaba la voz cantante del feminismo, y desde el momento que se comenzó a discutir los derechos nuevos de la mujer salió a colación la Nora de Ibsen.
El marino noruego aseguró que en su país no había tipos como los pintados por Ibsen.
—Allí todo el mundo es muy equilibrado, muy normal —y, dirigiéndose a su sobrino, el bello teniente Moller, añadió—: ¿tú has visto alguna vez gente así en nuestro país?
El teniente se encogió de hombros; lo único que interesaba a aquel Apolo escandinavo en la reunión era la actitud de Wanda con respecto a él. Para Julia, el tipo de Nora había envejecido ya y las mujeres actualmente no se podían contentar con las libertades cantadas por Ibsen.
La madre de Wanda se colocaba en un prudente término medio. Ella encontraba bien que la mujer viviese para su marido y para sus hijos; pero creía que no debía olvidarse de sí misma, y que si quería renunciar a su personalidad social, lo hiciese por gusto y no por imposición de la ley.
—No, no —dijo Julia—; de ninguna manera debe renunciar la mujer a su personalidad social.
Yo estuve de acuerdo con la madre de Wanda.
Natalia comenzó a recitar con gran entusiasmo, en ruso, un trozo del poema de Nekrásov, en que se canta la odisea de la princesa Wolkonsky; pero Julia, después de pasado el entusiasmo producido por la poesía del gran poeta revolucionario, protestó con calor. Aquella adhesión de la princesa a su marido, que le hacía seguir hasta las estepas siberianas, indignaba un poco a la joven libertaria.
Julia Garchin quería la supresión del matrimonio y la igualdad absoluta de derechos entre los dos sexos, y si se aceptaba alguna ventaja, que fuese en beneficio de la mujer, ya que ésta se hallaba bajo el peso de la maternidad y había sufrido la esclavitud durante tantos siglos.
—La igualdad sería imposible —dijo el marino noruego—; la mujer no sirve para las mismas faenas que el hombre. No vale para muchas cosas.
—Yo creo que vale más.
—¿Hasta para subir al palo mayor? —preguntó irónicamente el marino.
—Para todo. Además, tiene más nervio, mayor vigor moral, y es capaz de cualquier sacrificio para ayudar a la emancipación humana. El hombre moderno, cobarde y vicioso, no piensa más que en sus placeres y en su satisfacción personal.
Julia dijo estas últimas palabras con marcado gesto de desprecio.
—¡Sea! Yo no digo que no —agregó el marino—; yo lo que puedo decir a usted es que en muchos matrimonios que he tratado, nunca o casi nunca he visto a las mujeres interesarse en la profesión del marido. Si éste es médico, la mujer no quiere que se le hable de enfermedades; si es ingeniero, su esposa no sabe sumar. Sólo he visto que en el comercio al por menor la mujer colabora con su marido, lo que no me choca, porque el comercio tiene algo de robo y lo entiende cualquiera.
—¿No querrá usted decir que todas las mujeres somos imbéciles? —preguntó agriamente Julia Garchin.
—No, no. ¡Líbreme Dios!
—Ya sabe usted lo que dice Nietzsche —dijo Ana Petrovna, la rusa morenita y tímida—. La mujer, el entendimiento; el hombre, la sensibilidad y la pasión.
—¡Oh, no! —dijeron varias voces.
—Eso no puede ser verdad —añadió Natalia.
—¿Quién sabe? —dijo Wanda—. Los hombres son más artistas que nosotras.
—Eso de Nietzsche será verdad o mentira, yo no lo sé —añadió el marino—; pero en el fondo no es otra cosa más que afirmar lo contrario de lo que dice todo el mundo.
—Pero, en fin, más artistas o menos artistas —repuso Wanda—, yo creo que lo que dice Julia es verdad. La mujer es tan fuerte como el hombre.
—O quizá fuera mejor decir —agregué yo—: el hombre es tan débil como la mujer.
—¡Oh, escéptica! ¡Española escéptica! —exclamó Natalia—. Turguenef también afirma siempre la debilidad del hombre y la fuerza de la mujer. ¿Usted no habrá leído a Turguenef? —me preguntó luego.
—¡Oh, sí!
—¿De veras? Y qué, ¿le ha gustado?
—Me ha parecido ideal, pero tan triste, tan melancólico, que me ha hecho llorar.
Natalia se acercó a mí, y me estrechó las manos, como dándome las gracias por haber dicho esto. Ana Petrovna afirmó lo dicho por nosotras con citas de Feuerbach, de Herzen y de Tolstoi.
A Natalia no le gustaba Tolstoi.
—Leí la Sonata a Kreutzer de recién casada —dijo—, me hizo una malísima impresión.
Julia tampoco se sentía partidaria de Tolstoi, porque, aunque el gran escritor era anarquista, quería llegar a suprimir la autoridad y el mal de un modo pasivo.
Wanda preguntó si creían que las ideas o las lecturas podían dar serenidad.
—A mí —añadió después—, a pesar de mi alegría y de mi salud, muchos días la vida me da una impresión de algo tan fofo, tan sin sustancia y tan poco real, que me asusto. Las conversaciones, las personas, las cosas, todo entonces me produce una impresión de insignificancia… Y me parece que sería mejor estar durmiendo en un camposanto.
El teniente Moller dijo que no comprendía esto.
—¿Qué es lo que no comprende usted? —preguntó Wanda.
—No comprendo cómo a una muchacha tan… extraordinaria como usted le puede pasar esto.
—Ya veo que no comprende usted muchas cosas —replicó ella con viveza.
—Sí, es verdad —repuso él, riendo—. Cuando se habla de filosofía, sobre todo, no comprendo nada. Cierto que no pongo atención en lo que dicen.
Wanda contempló sonriendo al bello teniente, y nada dijo.
El médico de las melenas, llamado Schetinin, explicó los trabajos que estaba haciendo para una fábrica de productos químicos y farmacéuticos. Según él, antes de poco se podrían crear por síntesis química sustancias orgánicas para la alimentación del hombre.
—¿Y con qué? —preguntó el marino.
—Con el aire, con el agua, con las sustancias minerales.
Después, volviendo con un cambio brusco a la cuestión social, atacó las ideas que acababa de exponer Julia desde un punto de vista darwiniano.
—Todos esos esfuerzos de los revolucionarios, en último término, son inútiles. La humanidad tiene que desaparecer sin dejar rastro. ¿Para qué sacrificar nuestra vida en beneficio de la especie, si al fin la especie ha de desaparecer?
Julia no supo qué contestar. Estaba, sin duda, pensando la réplica, cuando apareció en la puerta la cabeza extraña de Vladimir con su barba en punta. Entró despacio, y, antes de saludar, dijo:
—Contra el pesimismo de usted, querido doctor, nosotros los revolucionarios oponemos nuestro optimismo cósmico.
—¡Ah! Ya está aquí Vladimir —dijeron dos o tres voces al mismo tiempo.
Vladimir saludó primero a la madre de Wanda, luego a los demás, y estrechó mi mano.
Dijo que me recordaba de la tertulia de O’Bryen. Después se sentó en un sillón, conjeturó lo que acababa de decir el doctor Schetinin, y lo fue rebatiendo.
La señorita Garchin cogió la idea expresada por Vladimir del optimismo cósmico, y la desarrolló. Ella también creía que los esfuerzos de la humanidad en la tierra no se perderían aunque desapareciera el planeta, y que podrían ser aprovechados en otros mundos.
El marino noruego, hombre de buen sentido, afirmó que en la vida hay una serie de accidentes y de solicitaciones, como decía él, bastante fuertes para no tener que recurrir a un consuelo tan lejano y tan metafísico como el del optimismo cósmico.
Respecto al amor libre y a la igualdad de derechos entre los dos sexos, preconizada por Julia, casi le parecía una verdadera simpleza, porque la libertad para el amor en la mujer no podía venir más que como efecto de la independencia económica.
El doctor Schetinin estuvo de acuerdo, y el marino, viéndose reforzado con una opinión de peso, aseguró, mientras echaba bocanadas de humo de tabaco, que muchos de los problemas modernos se resolverían afianzando la familia y la autoridad paternal.
Nunca lo hubiera dicho. La señorita Garchin, fuera de sí, se desató en frases terribles contra los padres y la autoridad familiar. Vladimir reía con una risa burlona; los demás celebramos también un poco irónicamente la indignación de Julia.
Luego Vladimir tomó la palabra; hablaba maravillosamente, tenía una elocuencia y una facundia avasalladoras. Además, había en él un fervor por las ideas generosas y humanitarias que se comunicaba a los demás. Yo le contemplaba con atención. Me recordaba algo a mi padre. Una parecida exuberancia y la misma facilidad de expresión.
«¿No sería también un farsante?», me preguntaba.
No he visto jamás un hombre que tuviera mayor atractivo.
Me acerqué a la ventana y la abrí. La noche estaba fresca; llovía a ratos. De los árboles llegaba un aroma delicioso. Al correrse las nubes, alguna estrella tímida parpadeaba en el cielo…
Ahora todos hablaban a la vez. Yo estaba un poco asombrada de esta charla frenética y constante.
Cuando los amigos de Wanda fueron desfilando, respiré más a gusto. Yo quería saber algo de Vladimir, pero no tuve la franqueza de preguntar a Natalia acerca del joven polaco, e intenté llevar la conversación hacia él dando un maquiavélico rodeo.
—Son terribles estos rusos —dije—; no paran de hablar.
—Pues todos son así —contestó Natalia riendo—. Cuando estudiaba mi hermano medicina, él y todos sus amigos se pasaban la vida fumando y discutiendo. Algunos eran verdaderos comunistas; se reunían cinco o seis, y con el dinero de uno un poco más rico comían todos.
—¿Y qué discuten? ¿Siempre cuestiones políticas?
—Siempre política y sociología. El arte no les apasiona, porque dicen que todo lo que sea apartar el pensamiento de los desheredados es un crimen. El poeta que más les entusiasma es Nekrassov.
Yo encontraba aquellos tipos demasiado ruidosos y exagerados.
—¿Y Vladimir? —dije por último.
—Vladimir es un hombre extraordinario. Yo le considero como un hombre casi perfecto.
Yo sonreí burlonamente no sé por qué, y Natalia, al notarlo, se ruborizó como una niña.
—Es verdad lo que dice Natalia —aseguró Wanda—. Vladimir es un hombre de mucho talento. Aun la persona más predispuesta contra él se hace amigo suyo y entusiasta a la segunda vez que le oye.
—¿Y qué es?
—Es médico, escritor y revolucionario.
Después de comer, Natalia tocó el piano, y cuando la señora de la casa se retiró, nosotras subimos al estudio de Wanda. Abrimos un ventanal que daba al campo. La noche estaba espléndida, el silencio era profundo, llovía a ratos, y se oía el gotear de la lluvia menuda en el cristal de la claraboya.
Hablamos hasta muy entrada la noche. Natalia tradujo al inglés los versos de Nekrassov acerca de la princesa Wolkonsky, que con tanto entusiasmo había recitado a la hora del té; luego volvió a recaer la conversación acerca de Vladimir y de su influencia en la revolución rusa.
La mayoría de las anécdotas que se contaban de él debían de ser inventadas, pero concordaban muy bien con el tipo trágico del revolucionario.
Hablamos luego de nuestras respectivas ilusiones amorosas; Wanda sentía un gran romanticismo, y se figuraba el hombre que había de unirse a ella como un semidiós de una leyenda escandinava.
—¿Como el teniente Moller? —le pregunté yo irónicamente.
—¡Oh, no! El teniente Moller es demasiado bonito para marido. Me gustaría que fuera mi hermano —contestó ella, riendo con malicia ingenua—, al final, no crea usted, me contentaría con un hombre de corazón.
—Es que quizá sea eso pedir demasiado —dije yo.
Natalia pensaba en su hija, y todos los proyectos del porvenir los refería a ella. Yo escuchaba. Me alentaba en compañía de estas dos amigas el verlas pensando en vivir en línea recta, sin abdicar, sin recurrir a la indignidad ni a la mentira.
Además, en medio de estas gentes vehementes y apasionadas, me sentía muy dueña de mí misma, con el convencimiento íntimo de que sabría dominar cualquier ímpetu de mi naturaleza.
Charlamos hasta muy tarde, y nos acostamos pasada la medianoche.
Al día siguiente, al asomarme a la ventana, vi con gran pesar que seguía lloviendo; pero me tranquilicé pronto, porque un instante después cesó de llover, se levantaron las nubes y el cielo quedó puro y sereno.
En el follaje de los tilos y de las magnolias del jardín brillaban los rayos del sol y se oía el gorjeo estrepitoso de los pájaros.
Bajé al comedor, donde me esperaban Wanda y Natalia; almorzamos juntas y salimos de casa. El tiempo estaba hermoso, el cielo gris perla, azulado, con algunas nubes blancas en el horizonte; a ratos caían gotas de lluvia y la tierra exhalaba un hálito de frescura. Atravesamos prados verdes surcados por constelaciones de flores; seguimos caminos bordeados de oxiacantos y nos paramos a sentarnos en las piedras. Dimos vuelta al estanque de un molino, sombreado por árboles, lleno de agua inmóvil, y cruzamos por un campo comunal, por entre altas hierbas, hasta un bosque de antiguos cedros.
Nos sentamos sobre el césped; el sol, un sol pálido, brillaba y caía en manchas amarillas sobre el suelo.
—¿Y hay hermosos paisajes en España? —preguntó Wanda.
—Sí —contesté yo.
—¿Como éstos?
—No. Es otra cosa.
—¿De más color? —preguntó Natalia.
Yo no sabía explicarme bien. Aquello me parecía una cosa suave, dulce, amable; pero ¿cómo compararlo con los parajes heroicos del Guadarrama y de Gredos, por donde había pasado llena de angustia?
Después de almorzar estuvimos tomando café y charlando en el jardín, que estaba algo descuidado, pues los cardos y las malas hierbas vigorosas disputaban el terreno a las azaleas rojas y blancas, a los rododendros magníficos y a los tulipanes de rosa y de púrpura.
Wanda hizo dos hermosos ramos, uno para Natalia y otro para mí. Por la tarde, luego de tomar el té, paseamos por la pradera próxima, en donde algunos muchachos y muchachas de las casas vecinas jugaban al tenis y al cricket. El cielo, de un azul muy pálido, se extendía sonriente por encima de las laderas verdes; las hayas se engalanaban con guirnaldas de lilas; en los taludes, llenos de hierba, brillaban flores silvestres, y pacían blancos corderos en los prados.
Al anochecer, después de grandes promesas de amistad, Natalia y yo nos despedimos de Wanda y de su madre, y fuimos juntas a la estación. De los hoteles de ambos lados del camino salían voces y notas de los pianos, y algunos niños corrían llamados por sus padres. De la hierba húmeda y de los estanques se levantaban nieblas ligeras, vagas, que iban flotando en la atmósfera, y el cielo gris azulado se llenaba de nubes de color de rosa…
El tren ha cruzado por verdes praderas en donde todavía algunos entusiastas rezagados juegan al tenis. Por el camino, un caballero y una señora pasean en coche; delante de ellos varios muchachos van jinetes en caballos pequeños. Pasan ciclistas, pasan automóviles atronando con el ruido de sus bocinas, pasa un cazador con su perro. Llega el tren a un pueblecito y la decoración cambia. A la puerta de un mesón, colgando de un vástago de hierro muy largo, una muestra pintada rechina a impulsos del viento; en el tejado puntiagudo se arrullan dos palomas. Una muchacha con una toca blanca se asoma a un mirador…
¿Estamos delante de una de esas viejas y amables viñetas románticas que representan con tanta ingenuidad la vida humilde y simpática del campo? Esa posada, ¿es, por ventura, la del Dragón Azul, tan admirablemente descrita por Dickens en Martin Chuzzlewit? Ese cochero gordo, ¿no será el padre de Sam Weller? ¿No iremos a ver la diligencia vieja con sus postillones elegantes, en donde huye Jingle de la severidad de Pickwick, o en donde el pequeño Copperfield va a buscar fortuna?
No hay tiempo de hacerse esta ilusión. El tren parte y deja pronto atrás el pueblecillo; la tarde muere. Una estrella comienza a temblar en el crepúsculo; las ventanas se iluminan. El campo ha desaparecido; entramos en la ciudad… Y empiezan a aparecer barriadas inmensas, monótonas, de casuchas bajas, feas, iguales, todas grises y negras, con sus patios cuadrados y sus chimeneas humeantes, tristes colmenas construidas por hombres que se creen filántropos.
Ya no se ven caballeros elegantes, ni amazonas, ni jardines, ni coquetas casas de campo en el fondo; sólo se distingue alguna que otra silueta de mujer haraposa que va colgando unos trapos en una cuerda. En las ventanas brillan mortecinas luces eléctricas. No se oye un ruido ni una voz. Se va entrando en el reino de las sombras y del silencio al compás del traqueteo del tren y se siguen viendo casas y más casas sin cesar.
De pronto cruza un tren por delante de los ojos, y sus faros de color tiemblan en la oscuridad de la noche; luego pasa otro y otro.
Se experimenta la sensación, cada vez más honda, cada vez más intensa, de la propia soledad en el pueblo negro y enorme, en el pueblo que es un mundo.
El tren se hunde en una trinchera, luego sus raíles se elevan y corren a la altura del tejado de las casas; entonces Londres parece una ciudad subterránea; se ve al pasar, rápidamente, abajo, una calle alumbrada con focos eléctricos, una plaza, un gran letrero de una fábrica y una serie de cables gruesos y de alambres de telégrafo que forman como una tela de araña colocada a nivel del suelo, y a través de la cual se divisan calles y encrucijadas solitarias.
Se mira con angustia desde la ventanilla. El tren lanza un silbido estridente, se mete entre paredes negras, se ven columnas de señales, faros de colores que parpadean, y de pronto aparece el Támesis con sus aguas sombrías, en donde brillan luces blancas y rojas, y desfila rápidamente ante los ojos la hilera de grandes focos eléctricos del muelle Victoria…
Un momento después, en la estación de Charing Cross, Natalia y yo nos despedimos.
—Nos veremos, ¿verdad? —dijo Natalia.
—Sí, muy pronto. —Y tomé un cab que me dejó en el hotel.