EL SEÑOR ROCHE
El señor Roche era hombre muy amigo de callejear y de dar grandes paseos; siempre se hallaba dispuesto a servirnos de cicerone con verdadera diligencia y con una extraordinaria amabilidad. Muchas veces mi padre prefería estar hablando en el salón y yo paseaba con el señor Roche.
Roche sentía esa curiosidad insaciable del vago, a quien los hombres atareados llaman papanatas. Para él, nada tan agradable como pasar horas enteras en un puente contemplando el movimiento del río, o mirando una tapia detrás de la cual se dice que ocurre algo.
A Roche le encantaban los espectáculos callejeros y era un gran observador de menudencias.
Me acompañó a ver los museos, los grandes parques llenos de frescura, de verdor y de silencio, en donde pían los pájaros, y me mostró las pequeñas curiosidades de la calle.
Me hizo pasar largos ratos viendo cómo cualquier pintor ambulante, con una cajita de lápices de colores, arrodillado en el suelo, pintaba en las aceras una porción de paisajes y de escenas religiosas y militares, y cómo luego ponía unos letreros explicativos con una magnífica letra.
Frecuentemente, el pintor callejero solía estar acompañado por un perro de aguas, el cual, muy quieto, sostenía una canastilla en la boca, en donde Roche y los demás admiradores del artista dejaban alguna moneda.
Otras veces se detenía a ver en un rincón de una calle a Guignol apaleando al juez, lo que le hacía mucha gracia, o algunas chiquillas bailando la jiga al compás de las notas de un organillo.
Me llevó también a ver los rincones descritos por Dickens, el almacén de antigüedades próximo a Lincoln’s Inn, la tienda de objetos de náutica del Pequeño Aspirante de Marina de la calle Minories, y me mostraba la gente sin hogar esperando el momento de entrar en el Workhouse, y el barrio italiano entre Clerkenwell Road y Rosebery Avenue, con sus tiendecillas, en donde se vende polenta, mortadela y macarrones; sus bandadas de chiquillos sucios y sus mujeres peinándose en la calle.
Descubrimos en Fleet Street, en algunos escaparates de los periódicos, el retrato de mi padre y el mío, y Roche me llevó a Paternoster Row, una calle de libreros, en donde durante algún tiempo nuestras fotografías figuraron entre celebridades.
También solíamos andar por las calles elegantes: Bond Street y Regent Street. Abundaban allá las mujeres bonitas, elegantísimas, con un aire angelical; sobre todo los establecimientos de modas eran exhibiciones de muchachas preciosas, rubias, morenas y rojas con tocados vaporosos.
—Están ahí como reclamo de las tiendas —decía Roche—. Es curioso —añadía—; en esta parte de Oxford Street, Regent Street, Piccadilly y Bond Street, dominan las mujeres; en cambio, en la City no ve usted más que hombres. De aquí resulta que las mujeres de allá tienen aire hombruno; en cambio los hombres de aquí son de tipo afeminado.
De pronto Roche se paraba, y, como quien hace un descubrimiento, me decía:
—Mire usted qué diversidad de olores, ¿eh? Aquí se siente el olor del carbón y de la marea del río que a mí me gusta… Hemos dado cuatro pasos y, fíjese usted, ya ha cambiado el olor, se siente el tufo que echan los automóviles… Este olor de arena húmeda y caliente es el que sale de la estación del metropolitano…; ahora viene un olor de fábrica. Demos vuelta a la esquina… Parece que vamos en la cubierta de un barco, ¿no es verdad?
—Sí.
—Es qué la calle está entarugada, y cuando le da el sol echa un olor de brea. Mire usted aquí —y el señor Roche levantaba la cabeza y respiraba— cómo huele a carne asada de algún restaurante. En cambio, en este rincón ha quedado como inmóvil el olor a tabaco.
Al señor Roche no se le pasaba nada sin notarlo y comentarlo. Tenía la atención puesta en todas las cosas: en lo que decían los vendedores ambulantes, en las frases de los cobradores de los ómnibus invitando a subir a la gente, en cuanto pasaba por delante de sus ojos.
Míster Roche me contó su vida y la de su mujer.
—Yo he sido siempre —me dijo— un hombre vago y sin decisión. Cuando estudiaba en el colegio, un señor que se dedicaba a la grafología estudió las letras de los alumnos, y al observar la mía, después de hacer un gesto de desprecio, murmuró: «Falta de voluntad, falta de carácter». Esto en Inglaterra es un crimen. La verdad es que nunca he podido decidirme a hacer las cosas rápidamente ni a insistir en ellas. Hasta cuando era joven y quería enamorarme, no llegaba a fijarme sólo en una muchacha; una mataba la impresión de la otra y no me decidía jamás. Ésta debía haber sido mi vida, ¿verdad?: no decidirme nunca.
—Pero alguna vez hay que decidirse —le dije yo.
—Eso es lo malo, hay que decidirse; no basta andar como la niebla, de un lado a otro, empujada por el viento; pero yo espontáneamente no me decidiría nunca. Además, ¿sabe usted?, soy un profesional de la curiosidad. Todas las cosas que ignoro me atraen, y me atraen más cuanto más las ignoro. Cuando empiezo a conocerlas es cuando me rechazan.
—Usted debe ser muy poco inglés.
—Tan poco, que soy escocés y descendiente de irlandeses.
Roche siguió contando su historia, interrumpiéndola con observaciones y anécdotas. Era hijo de una familia acomodada, y de joven vivía con su madre en el campo, cerca de Edimburgo. Había estudiado derecho con la idea de no ejercer la profesión. Un verano, después de acabar la carrera, conoció a la que luego fue su mujer. Era madame Roche entonces una muchacha que llamaba la atención, no sólo por su belleza, sino también por su inteligencia. A pesar de su posición modesta, se hallaba relacionada con lores y señoras aristocráticas.
Madame Roche se enamoró primeramente del que luego fue su marido. Éste no se atrevía a dirigirse a una mujer tan hermosa y brillante; pero ella allanó el camino y se casaron; gastaron en cinco o seis años todo el dinero que tenían, y vivían de una pensión modesta que les pasaba la madre del señor Roche.
Al cabo de diez años y de tres hijos que vivían con los abuelos, el amor en el matrimonio había volado. Él aceptaba su papel de marido de una profesional beauty con filosofía, y como este papel es enajenable en países donde existe el divorcio, pensaba en cedérselo a cualquiera.
Madame Roche insinuaba a su marido esta idea, y él parecía aceptarla sin ningún pesar, indiferencia que encolerizaba a su esposa.
«Si me vuelvo a casar otra vez…», decía madame Roche con cierto retintín.
El señor Roche, cuando oía esto, no replicaba; pero parecía decir íntimamente: «Ojalá sea mañana».
Madame Roche entablaba grandes discusiones con mi padre. No se entendían, y sentían uno por el otro gran hostilidad, unida a cierta vaga estimación, nacida de encontrarse mutuamente un carácter decorativo.
Madame Roche se había formado para su uso particular una filosofía aristocrática que halagaba su orgullo. Su filosofía se hallaba condensada en esta frase, que solía repetir con frecuencia: «Hay gente que ha nacido para gozar y comprender la belleza, y otra para sufrir y trabajar».
Según esta moral caprichosa, los hombres superiores tenían derecho a todo, y las mujeres superiores más aún. Podían sacrificar a los demás, avasallarlos; la etiqueta de ser superior era como un salvoconducto para cualquier desafuero.
Afirmaba seriamente madame Roche que las mujeres bellas e inteligentes, si estaban casadas con hombres débiles y desagradables por su riqueza, no debían tener hijos de sus maridos, sino de los jóvenes fuertes y hermosos que encontraran a su paso por el mundo. Decía esto de los hombres fuertes y hermosos con orgullo. También, según ella, había que recomendar a los pobres que no tuvieran hijos, porque todo el sobrante de población produce la mendicidad, el crimen, la borrachera y los demás espectáculos desagradables a los ojos de los privilegiados.
A madame Roche le halagaba creer que estas dos humanidades, una formada por señoras intelectuales y bellas y por hombres de talento, y la otra por gente vulgar y ordinaria, eran diferentes.
En el fondo, toda la filosofía de madame Roche dimanaba casi exclusivamente de las novelas de Gabriel d’Annunzio, que eran su pasto intelectual.
—Lee esas fantasmonadas de d’Annunzio —decía mi padre con sorna—, y, claro, se cree una supermujer. Ese vino endulzado con la más venenosa de las sacarinas que sirve el divo italiano en su palacio de cartón y de papel pintado, se les está subiendo a la cabeza y volviendo locas a estas pobres cursis.
Madame Roche decía de las mujeres españolas que no queríamos ser libres.
Al feminismo suyo oponía mi padre, en broma, una idea mahometana de la mujer.
—La mujer es una creación del hombre —replicaba madame Roche—. La mujer vive para el hombre; el hombre debe vivir para la mujer.
—Que viva la mujer para ella misma —decía mi padre.
—Es que la mujer necesita atención y cuidados —replicaba madame Roche—. Hay que cuidar de las mujeres, porque son más necesarias casi que los hombres. Un hombre puede bastar a diez mujeres para el fin de perpetuar la especie. Lo contrario sería imposible.
—¿Y usted, tan individualista, se preocupa de la especie? —preguntaba mi padre.
—Sí, señor.
—Además, ¿usted cree que la mujer de hoy vive realmente para un hombre? Me parece que a una señora, entre los amigos, la casa y el traje, le debe quedar muy poco para el marido.
—Yo no digo que la mujer viva para un hombre, sino para los hombres —replicaba madame Roche, alardeando de cinismo—. Además, los maridos tienen también el juego y el club.
—En el fondo —replicaba mi padre—, lo que usted quiere es absurdo: atacar el matrimonio y la moral y respetar los trajes, las formas sociales, el té de las cinco y la propiedad. Esto es imposible. Cuando la moral actual caiga, caerá arrastrando todos los demás sostenes de la sociedad.
—Pero ¿por qué ha de caer lo demás? ¿Por qué ha de caer lo que es bonito? ¿Las modas? ¿Los trajes elegantes? —decía madame Roche con voz un poco agria.
—Porque todo eso está basado en la esclavitud de pobres muchachas, tan bonitas como las más bonitas que pasean en Hyde Park y que tienen que estar trabajando para que una vieja grulla se luzca en su coche.
—Es que no puede ser de otra manera.
—¿Por qué no?
—Usted habla de anarquismo, de revolución —replicaba madame Roche—; y yo no quiero el anarquismo. El anarquismo es la tendencia de destruir todo lo hermoso para sustituirlo con lo feo. Hacer de Londres un Whitechapel grande.
—No, no es cierto; en tal caso, el anarquismo no querría más que acercarse a la ley natural.
—Pero acercarse a la naturaleza es acercarse a la bestia —decía madame Roche.
—Es posible; pero yo no creo que porque una mujer gaste unos cuantos cientos de libras en trajes y perifollos y porque lea a d’Annunzio se aleje de la bestia.
—Se acerca a la belleza.
—¡Oh! Si el criterio ha de ser la belleza, hay que volver a lo antiguo. Entonces, ¿por qué se queja usted de la moral tradicional?
—Porque es absurda.
—¿Y qué es, en el fondo, lo absurdo sino lo antinatural?
—Es que es natural la desigualdad. Lo dice el mismo Evangelio: «Hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».
—Es que hoy Dios se ha convertido en un personaje discutido y problemático, y el César en un automovilista ridículo, en un matador de pichones o en un viajante de comercio.
—Usted no quiere reconocer categorías, pero las hay en todo —argüía madame Roche.
—Claro que las hay, pero no son las que acepta la sociedad —contestaba mi padre.
—Pero las categorías se ven, se imponen; el champagne, ¿no es mejor que el agua?
—No. Dele usted al sediento que acaba de andar un día al sol una botella de champagne o una jarra de agua; verá usted lo que prefiere.
—Sí, en ciertos casos. Pero yo no hablo de lo que es mejor en el desierto, sino de lo que es mejor en Londres.
—Es que Londres es un punto de vista, como el desierto es otro.
—Entonces, ¿para usted Londres no es superior a un desierto?
—Comercialmente, socialmente, sí; pero individualmente, no.
—Para mí de todas maneras.
—Yo en Londres no veo más que moral en forma de hipocresía, respetabilidad en forma de traje y arte en forma de esnobismo. Respecto al pueblo inglés, no me entusiasma; un pueblo que adora su aristocracia me parece un pueblo vil.
—Pero ese pueblo y esa aristocracia han hecho una labor inmensa.
—No digo que no, pero a mí no me sirve de nada. Desde la ley de Dios hasta la ley del Inquilinato, se han hecho sin mi consentimiento y contrariando mis instintos, y no las acepto…
A mí no me gustaba terciar en estas discusiones; conocía el repertorio de las frases paternales, y ya no me hacían efecto.
Comenzaba la buena estación. El hotel estaba animadísimo; los árboles de las plazas vecinas se llenaban de hojas, piaban los pájaros entre las ramas, y en las ventanas de las casas negruzcas por el humo brillaban crisantemos y rosas de vivos colores. Algunos hombres, subidos a una altísima escalera, iban limpiando y restregando las fachadas y quitándoles su manto de carbón y de mugre; otros pintaban puertas y ventanas y pasaban una esponja por los cristales.
Papá y yo solíamos con frecuencia dar grandes paseos. Yo iba viendo cómo todas las semanas disminuía el poco dinero que nos quedaba, y acosaba a mi padre para que se decidiera y tomáramos una determinación.
Mi padre no se preocupaba para nada de estas cosas, y pasaba las horas muertas discutiendo con madame Roche, o hablando en el salón con la señora argentina y con las otras damas. La argentina, madame Rinaldi, había descubierto que tenía neurastenia, y necesitaba consultar al doctor a cada paso.
Mi padre era el gallito de las señoras del hotel, sobre todo de las extranjeras que hablaban francés. Lucía entre ellas su ingenio chispeante y su acento parisiense puro.
Una señora francesa, muy elegante, casada con un inglés empleado en Egipto, madame Stappleton, guardaba para mi padre la más amable de sus sonrisas, y no se recataba en decir que era un hombre excepcional.
—Su padre de usted —me dijo varias veces— es encantador. Es un tipo de d’Annunzio, completamente de d’Annunzio. Parece el héroe de Las vírgenes de las rocas.
Yo hubiese deseado ver a mi padre un poco menos héroe y un poco más práctico; pero no había medio de conseguir esta beneficiosa transformación; toda su actividad la empleaba en brillar entre las señoras. Madame Stappleton parecía haber hecho en él gran efecto; así él lo daba a entender, aunque yo comenzaba a dudar un poco de la veracidad de los sentimentalismos paternales.
Esta señora francesa no podía acostumbrarse a Londres. Encontraba a los ingleses poco interesantes; buenos, sí; pero nada más; máquinas para hacer dinero solamente. Ella deseaba algo más, y al decir esto expresaba su disgusto con una mueca de niño desilusionado que no encuentra la diversión que espera en sus juguetes. Padecía esta señora, según diagnóstico de mi padre, un romanticismo francés, que es, según él añadía, un romanticismo de gente bien alimentada.
Además, en Londres, decía madame Stappleton, todo era distinto a su querida Francia: clima, ideas, costumbres, preocupaciones…
—¿Y todo peor? —le preguntaba alguno.
—¡Oh, sí! —exclamaba ella—. Absolutamente. ¡París! Sólo en París se vive.
A madame Stappleton no le preocupaba, como a su amiga madame Roche, el aspecto general de la vida de las mujeres, sino su tragedia, la pequeña tragedia de su aburrimiento, la desilusión de no tener a su marido o a su amante, probablemente mejor al amante que al marido, hecho un trovador constantemente a sus pies.
La situación del sexo femenino no le producía el menor quebradero de cabeza.
Mi padre le dijo una vez:
—La desesperación de usted, madame Stappleton, me parece completamente literaria. Si su esposo tuviera ese carácter mixto de adhesión y sutileza psicológica, tan anhelado por usted, probablemente se aburriría usted más.
—¡Oh, no!
—Sí. Con seguridad.
Madame Stappleton comenzó con su voz de flauta otra explicación para fijar con claridad cuáles eran sus deseos.
—Al final de todas sus explicaciones —replicó mi padre— no se ve más sino que es usted una mujercita que quiere y no quiere al mismo tiempo. Se queja usted de la monotonía de la vida.
—¡Oh, sí! Es muy triste, muy igual.
—Y quisiera usted una vida agitada…, pero le da a usted miedo la vida inquieta. El puerto es triste, es verdad; la mar es hermosa, pero tiene tempestades. Usted quiere una mar tranquila, sin olas, sin borrascas, navegar siempre cerca del puerto. Esto es muy cómodo, pero no puede ser.
—¡Oh, pero también quiero la agitación!
—No, no.
—Si es que no sé buscarla, es que no sé el camino, señor Aracil.
—¡El camino! El camino se lo hace uno mismo; ahora, que una mujer tiene que estar dispuesta a jugar en un momento el porvenir, la vida, la comodidad, los vestidos elegantes, el flirt.
—¡Pero eso es tan triste…!
—Entonces hay que vivir tranquila.
—¡Pero eso es tan aburrido…!
—Yo creo que madame Stappleton tiene razón —dijo Roche—; hay una manera de no jugar en un momento la vida, ni el confort, ni el posible y permitido flirt.
—¿Y es? —preguntó madame Stappleton.
—Es seguir el camino tortuoso.
—¡El camino tortuoso! ¿Es que hay alguno que no lo sigue? —dijo madame Roche.
—Sí, hay muchos que van por el camino recto —contestó con sequedad su marido.
—Y en mi situación, ¿qué sería seguir el camino tortuoso? —preguntó madame Stappleton.
—Tomar, sin duda, un amante —dijo mi padre.
—¡Un amante! ¿Acaso es fácil encontrar un amante? —replicó la francesa con un gesto de cómico enfado—. Un marido, sí. Cuando se tiene dote es fácil encontrar un marido; aun sin dote. Pero un amante… ¡Oh, un amante…!
Todos se echaron a reír.
Madame Roche salió en defensa de su amiga, y dijo que los hombres no comprendían a las mujeres.
—Es verdad, no las comprenden —contestó Roche, mirando las páginas de una revista que iba cortando con una dobladera—. Ni los hombres comprenden a las mujeres, ni las mujeres a los hombres. Parece que vivimos en dos continentes aparte.
—Las mujeres son más espirituales que los hombres —dijo madame Roche, sin mirar a su marido.
—¡Más espirituales…! ¡Pchs! ¡Qué sé yo! ¿Habrá mujeres espirituales en la intimidad? Eso ustedes lo sabrán.
Madame Roche echó a su marido una mirada asesina.
—Esto de la espiritualidad —siguió diciendo el escocés— me parece un concepto un poco falso. ¿Usted qué cree, Aracil?
—Sin vacilar, estoy con usted.
—Yo no hablo precisamente de espiritualidad —dijo madame Stappleton—; un hombre completamente espiritual sería aburrido… a la larga.
—Yo creo que a la larga y a la corta —repuso Roche.
—¡Ah, claro! —contestó la francesa—. Yo no tengo la pretensión de creerme un ángel, ni mucho menos. Lo que sí encuentro aquí es la falta del tipo original. Yo había creído siempre que Inglaterra era el pueblo de los originales, de los hombres interesantes, y es todo lo contrario.
—No nos conoce usted bien —replicó Roche, dándose con la dobladera en la pierna—; hay tipos de ésos de la City que parecen vulgares, y si se fija usted en ellos les verá usted que llevan un laúd debajo del brazo para dar una serenata a su amada, y el puñal así —y puso la dobladera en el cinto como si fuera una daga.
—Búrlese usted lo que quiera, señor Roche, pero yo encuentro que un inglés se parece a otro inglés como dos gotas de agua, y que todos son muy monótonos —dijo la francesa.
—En la intimidad hay que vernos —contestó el escocés—; cuando nos ponemos a cambiar grandes pensamientos y el uno dice con la cara muy seria: «¡Vaya un tiempo!», y el otro contesta: «¡Sí, llueve mucho!»; y el primero añade: «Ya hace una semana que está lloviendo», y el segundo agrega: «Una semana y dos días». Usted no nos conoce todavía, madame Stappleton. El día que nos conozca, comprenderá usted la superioridad de Inglaterra sobre el continente.
En aquella tertulia de señoras, la mayoría extranjeras, reunidas por la casualidad en un hotel y en donde mi padre llevaba la voz cantante, había un señor que representaba el desairado papel de comparsa y a quien nadie estimaba por su falta de originalidad y de chispa.
Era este señor un hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, pequeño, afeitado, con lentes, de labios finos y frente abombada, pelo gris, cuello de camisa muy exiguo y una corbata negra, infinitesimal de puro diminuta, que parecía trazada con un tiralíneas. Al señor Mantz, así se llamaba, se le hubiera podido tomar por un tipo insignificante, a no ser por sus dientes blancos, fuertes y amenazadores. Los dientes del señor Mantz le extraían de la vulgaridad y le daban un carácter agresivo y perruno.
Mantz era caballero y galante, tenía una galantería a prueba de desaire. Siempre salía a la defensa de las mujeres de una manera ruda, y ellas jamás se lo agradecían.
Una escritora inglesa ha dicho que los hombres que comprenden a las mujeres sin idealizarlas son unos miserables. El señor Mantz no tenía nada de miserable.
Toda la gente le huía, mi padre le hacía blanco de sus sátiras y madame Stappleton manifestaba por él un desdén olímpico.
«Oh, c’est fatigant!», decía con una voz lánguida, como si estuviera abrumada con la presencia del buen señor.
Papá, riendo, le advirtió una vez que le desdeñaba demasiado.
—Es que no me gusta que nadie me secuestre —dijo la francesa—; por eso no hago caso de ese señor tan pesado.
—Y a usted, ¿no le gusta secuestrar? —preguntó mi padre.
—¡Oh, es muy posible! —contestó ella con los ojos brillantes y moviendo afirmativamente la cabeza.
Mantz, ahuyentado por todos, cuando vio que yo me dedicaba a estudiar el inglés y el alemán, se brindó a darme lecciones y a resolver mis dudas gramaticales.
El señor Mantz estaba empleado en una casa de comercio de la City. Era hijo de alemanes, pero se sentía el inglés más inglés de Inglaterra.
El señor Mantz era una excelente persona en todo, menos tratándose de cuestiones patrióticas, porque entonces se transformaba y se convertía en una fiera, y no quería más que guerras, fusilamientos y barbaridades.
A mi padre le guardaba rencor por una frase imprudente que le había oído.
Un día, un joven ingeniero llegado de la India contaba en el salón que allá, aun en el campo y en los parajes más apartados, el empleado inglés de noche se pone el frac para presentarse a la mesa.
—Hace bien —dijo Mantz secamente—; esto lo hace para distinguirse de las razas inferiores.
—¿A quiénes llama este señor inferiores? —preguntó mi padre con aire impertinente—, ¿a los indios o a los ingleses?
Mantz, que lo entendió, volvió la espalda, y no dirigió más la palabra a mi padre. Desde entonces, siempre que le veía le miraba como si se tratara de un mueble. En cambio, por mí manifestaba bastante simpatía.
La preocupación constante de Mantz era Inglaterra, su Inglaterra. Cuando volvía a casa de su trabajo, comía con rapidez, y al momento se marchaba al fumadero, encendía la pipa y se enfrascaba allí en la lectura.
Siempre estaba con el Anuario naval del año, hojeando revistas técnicas de cuestiones concernientes a la marina, y comparando las distintas flotas de los diferentes países del mundo.
Cuando veía que el Japón, Alemania o los Estados Unidos construían un nuevo barco de combate se ponía frenético, sentía una verdadera desesperación; en cambio, los triunfos de la marina inglesa, guerrera o mercante, los consideraba como suyos.
Para el señor Mantz, Inglaterra nunca peleaba más que por la justicia y por el bien, nunca había defendido una mala causa, y, como es lógico, habiendo Providencia, siempre sin excepción vencía a los demás países. Para el señor Mantz, Inglaterra era como el brazo de Dios, la defensora nata del derecho divino y humano.
Mi padre solía decir con sorna comentando las opiniones de Mantz: «No. Si es verdad. ¡Si yo creo que el señor Mantz tiene razón! Inglaterra siempre defiende el derecho. Es cosa que no se puede negar. Ahora que cuando puede apoderarse de algo se apodera, y en esos momentos no le parece oportuno defender el derecho. Pero cuando no puede apoderarse de nada, ¡entonces hay que ver a Inglaterra defendiendo el derecho con entusiasmo, sobre todo si puede impedir que otro país, siguiendo sus prácticas, se quede con algo!».
Yo creo que en esto mi padre tenía razón; pero, por otra parte, tampoco me parece mal que la gente que está en los comercios y no tiene otra diversión sea patriota.
Muchas veces Mantz escribía al ministerio haciendo advertencias que le sugerían sus lecturas. Su muletilla constante era ésta: «Si ha de haber guerra con Alemania, cuanto antes mejor, hoy mejor que mañana, y este año mejor que el próximo».
Todo el que hablara a Mantz de una sublevación de la India o de Egipto o de la independencia de Irlanda, era sólo por esto su mayor enemigo.
Cuando llegué a tener alguna confianza con el señor Mantz, le expuse mi deseo de conseguir un empleo. Mantz tomó el encargo con toda la seriedad característica en él, y por las noches solía enterarme de las gestiones que iba haciendo.