LA DAMA ERRANTE
Una mañana, al entrar en el salón y echar una mirada distraída a los periódicos, me encontré en el Daily Telegraph con un artículo de Tom Gray, titulado «La dama errante», y que tenía este subtítulo: «Historia de la fuga del doctor Aracil y de su hija».
El artículo, de tres columnas, comenzaba haciendo historia del atentado de Madrid, y seguía luego una narración minuciosa, aunque falsa en su mayor parte, de la vida de mi padre y mía encerrados en la casa de un amigo, y de los procedimientos usados por nosotros para disfrazamos y huir.
Estaba el artículo salpicado de anécdotas y de frases de papá, que sin duda Tom Gray había escuchado de los amigos.
Leí con ansiedad el periódico, atendiendo principalmente a ver si comprometía a Isidro el guarda, pero no había dato alguno que pudiese poner a la policía sobre la pista.
Al día siguiente vino el segundo artículo de Tom Gray, con nuestros retratos.
Al bajar por la mañana al comedor del hotel notamos que todo el mundo nos miraba con curiosidad. Sin duda se habían dado cuenta de quiénes éramos. Papá se pavoneó con orgullo, y aquel día, creo, la verdad, que no encontró nada malo ni en la casa ni en Londres.
Al levantarnos para salir del comedor, la señora rubia americana, que comía en una mesa con el general Pompilio, nos saludó con una inclinación de cabeza y preguntó a mi padre en castellano con acento dulzón:
—Perdone usted. Usted es el doctor Aracil, ¿no?
—Sí, señora.
—Es usted médico, ¿verdad?
—Sí.
—Pues yo quisiera hablar con usted, con el permiso de esta señorita.
Mi padre se inclinó, la americana y yo nos saludamos y yo entré en el salón.
Poco después llegó un joven desconocido, un periodista español, a quien papá había conocido en una librería de Charing Cross Road, en donde se vendían periódicos de Madrid. El periodista preguntó por mi padre y habló conmigo. Me dijo que deseaba celebrar una interviu con nosotros y que no había ningún peligro en decir que estábamos en Londres.
—Hoy son ustedes los héroes de aquí —aseguró él.
—¿De veras? —pregunté yo, riendo.
—Sí; hoy son ustedes populares. Si se presentaran ustedes en un teatro, medio Londres iría a verles.
—¿Cree usted?
—Con seguridad.
—Pues yo no veo que esta gente sea tan entusiasta de los revolucionarios —dije yo.
—Lo son, ¡ya lo creo! Los ingleses son entusiastas frenéticos de los revolucionarios de los demás países; pero no de los suyos. Un enemigo del zar, del emperador Guillermo o de un rey de cualquier parte, tiene siempre aquí grandes simpatías.
—¿Y por qué esta diferencia entre los rebeldes suyos y los ajenos?
—Por una razón muy sencilla: ellos creen, y en parte se acercan a la verdad, que los gobiernos de Europa son todos abominables, menos el suyo. Así, un revolucionario alemán, español o ruso es un descontento lógico; en cambio, un revolucionario inglés es un hombre absurdo.
—¡Ah! Vamos, sí, se comprende.
En la casa se verificó una verdadera transformación con respecto a nosotros; todo el mundo nos saludaba; hasta la vieja señorita miss Bella Witman, la aficionada al canto, que siempre me había mirado con desprecio, aquella tarde me hizo sitio junto al fuego con gran amabilidad, y después, pidiéndome mil perdones, me preguntó si era socialista o anarquista. Le contesté que no, y miss Bella agregó que aunque ella odiaba a los socialistas y a la gente de poco chic y mala ropa, no podía menos de entusiasmarse con las personas valientes y dignas. Al terminar su explicación me alargó la mano, y tomando la mía, la estrechó vigorosamente.
La misma madame Roche, tan desdeñosa y soberbia, se humanizó hasta el punto de pedirme mil perdones; nos había tomado, según dijo, por gente vulgar, pero desde que sabía lo que habíamos hecho nos admiraba, a pesar de ser, como miss Witman, enemiga de los revolucionarios.
El periodista, charlando conmigo, esperó a que viniera papá; luego se presentó mi padre y contó varias peripecias del viaje, añadiendo algunas anécdotas de su cosecha. La tarde la pasamos hablando; llamaron en el comedor para el té, y papá dijo al periodista: «¿Quiere usted tomar el té con nosotros?».
Aceptó el joven, pasamos al comedor y papá nos presentó al periodista y a mí a la señora rubia madame Rinaldi, una americana viuda de un italiano. Cuando íbamos a tomar el té llegó Roche con su mujer, y nos sentamos todos reunidos en la misma mesa. Papá hizo alarde de su ingenio, y el periodista le dio oportunamente la réplica.
Antes de despedirse, el periodista nos preguntó:
—¿Quieren ustedes venir un día de éstos a casa de un diputado socialista amigo mío, que tendrá mucho gusto en conocer a ustedes?
—Sí, ¡ya lo creo!
—Entonces, les avisaré. Y les felicito a ustedes con toda mi alma por haber escapado de allá.
Se fue el periodista. Papá, viéndose de golpe encumbrado y elevado a la categoría de héroe, perdió su mal humor y empezó a encontrar aceptables el clima de Londres, la casa y la alimentación. Recibimos una porción de cartas durante aquellos días, y entre ellas una ofreciéndose para todo del anarquista Miguel Baltasar, que sin duda nos consideraba a mi padre y a mí como compañeros.
Unos días después, el periodista español nos escribió diciéndonos que nos esperaba a las cuatro de la tarde en casa del diputado O’Bryen, y nos daba las señas de éste.
Vimos en el plano que la casa del diputado estaba cerca y fuimos paseando hasta una gran plaza con árboles. El señor O’Bryen vivía en el último piso. Subimos la escalera hasta el final, nos encontramos con una puerta abierta y pasamos a un salón grande lleno de gente.
El periodista me presentó a una señora joven, la dueña de la casa, y ésta se acercó a mí, me tomó de la mano, me llevó delante de la ventana, me contempló a su gusto y luego me besó en las mejillas.
—Esta señorita es María Aracil —dijo la dueña de la casa, dirigiéndose a la concurrencia—, y este señor es su padre.
El asombro y la admiración fueron generales; sin duda habían leído casi todos la narración de nuestra fuga en el periódico; además, la mayoría de las señoras y señoritas allí reunidas eran socialistas, sufragistas, escritoras radicales a cuál más revolucionaria, a juzgar por las felicitaciones y apretones de manos que me dieron.
También felicitaron a papá efusivamente; pero la figura principal, dado el carácter feminista de la reunión, fui yo.
El amo de la casa, el diputado socialista O’Bryen, adepto del Partido del Trabajo, un hombre joven a pesar de su pelo blanco, de tipo escocés, moreno, de mirada brillante, saludó a papá y le estrechó la mano, pero no sabía hablar francés ni mi padre inglés, y no pudieron entenderse.
O’Bryen presentó a papá a los concurrentes; entre ellos llamaba la atención un indio negro de cara picada de viruelas, uno de los jefes socialistas de Bombay; un obrero con la cabeza grande y la frente abombada, al parecer una lumbrera del partido, y un señor alto y flaco, de bigote corto y aspecto de maestro de escuela. Sólo este señor sabía algo de francés, y cambió con mi padre unas cuantas frases.
Entre las mujeres que me rodearon había algunas celebridades. De las más ilustres era miss Clarck, una mujer como una percha, alta, fea, con unos pies como dos gabarras, manos de gigante, y un sombrero deforme en la cabeza. La fama de miss Clarck procedía de una gran campaña hecha en un periódico a favor de los boers durante la guerra del Transvaal.
Además de miss Clarck se distinguían en el grupo la señora de O’Bryen y una joven rusa, morena, vivaracha, con una risa muy jovial, que se dedicaba a la pintura y se llamaba Natalia Leskov.
Natalia me fue muy simpática, hablamos un rato, nos prometimos mutuamente vernos de nuevo y tratarnos con intimidad, y antes de marcharnos mi padre y yo, la rusa me presentó a un joven polaco, Vladimir Ovolenski, un hombre de unos veinticinco años, de talla media, moreno, con una cabeza de poeta, la frente desguarnecida y la mirada intensa de los ojos hundidos y profundos.
Me chocó este tipo por su aire trágico. A cada paso mi padre y yo teníamos que levantamos a saludar a nuevas personas a quienes nos iban presentando.
Luego, la señora del diputado y sus dos hijos, dos niños muy bonitos de cinco a siete años, que andaban descalzos por el salón, sirvieron el té.
El motivo principal de la conversación fue nuestras aventuras, y relacionándolo con esto se habló de la situación de España.
El señor de la cabeza grande y de la frente abombada me explicó sus ideas acerca de lo que debía ser la organización socialista en España. Yo asentí a todo cuanto me dijo, aunque no comprendí muy bien sus explicaciones.
Al despedirnos de los concurrentes hubo de nuevo felicitaciones y apretones de manos. Íbamos por la calle, cuando papá dijo: «Después de todo, estos ingleses son unos majaderos».
Yo le miré con asombro y pensé si mi padre tendría celos del éxito alcanzado por mí.