II

BLOOMSBURY

El barrio de Bloomsbury, casi por entero, es un barrio de pensiones y de pequeños hoteles, formado por casas iguales, con un piso bajo pintado de rojo a rayas blancas y los altos primitivamente amarillos y ennegrecidos después por la atmósfera fuliginosa de Londres.

Todas las casas de este barrio son iguales, todas negras, sin alero, con una serie de chimeneas de barro rojo que constantemente van arrojando humo en el aire gris.

El cuarto de papá no daba a la calle como el mío, sino que caía a un patio tan extenso como una plaza, limitado por una manzana de casas. Desde la ventana de la habitación de mi padre se veía la parte trasera de los hotelitos de enfrente, todos del mismo color, idéntica distribución, el mismo número de ventanas y una especie de terraza debajo de la cual estaba el fumadero, todos con el mismo sistema de tubería y el mismo número de chimeneas.

Mi padre, hablando de esta igualdad, se exasperaba.

El jardín, común a la manzana, era grande y simétrico; las parcelas, formadas por macizos de hierba verde y corta, dibujaban figuras romboidales; en un ángulo se levantaba una casita cubierta de hiedra. A todas horas un jardinero, vestido de señor, con traje negro y sombrero hongo, trabajaba lentamente alisando la grava en las avenidas y quitando las malas hierbas.

Como llovía mucho, nos quedábamos en casa y solíamos refugiarnos en el salón o en el fumadero, al lado de la chimenea.

El salón era grande, tapizado de tela clara; los cuadros colgaban por cordones verdes de una moldura; cubrían las ventanas cortinones de encaje poco tupido; la chimenea de mármol, ancha y alta, servía de sostén a un espejo de luna muy transparente. Adornaban la tabla de la chimenea, así como los veladores y el piano, crisantemos y rosas, muérdago y cardos secos puestos en jarrones pequeños. Todo relucía limpio, nuevo: la alfombra, los sillones, las sillas. En el hogar ardía constantemente un gran fuego de carbón de piedra, y brillaban con la luz de la lumbre las tenazas y la pala doradas.

El salón de lectura se encontraba por debajo del piso de la calle. Para llegar a él había que bajar una escalera y cruzar el billar. Este cuarto de lectura y fumadero al mismo tiempo, era muy agradable, y papá lo tomó como punto de refugio. En el techo, una claraboya de cristal esmerilado dejaba pasar la luz opaca de los días grises, y en las paredes se abrían cuatro ventanas largas ocultas por cortinillas.

Excepto en algunas horas de la noche, el salón, desierto y silencioso, alumbrado por aquella luz suave y cernida, invitaba a la meditación y al sueño. Varios sillones de cuero verde, hondos, cómodos, levantados por delante y con un atril movible en uno de los lados, ofrecían sus brazos robustos al perezoso que quisiera entregarse a ellos, y en el silencio sólo se oía el sonar de la lluvia en los cristales y el piar de los pájaros en el jardín.

Gente del hotel

No llegaba todavía la gente para la season, y los que habitaban el hotel tenían el aspecto de aburrirse en este ambiente ceremonioso de silencio y de fastidio.

Papá refunfuñaba y se quejaba de aquella vida que él calificaba de imbécil; de la lluvia, de la comida y de la solemnidad de todo el mundo. Muchas veces se incomodaba en la mesa por cualquier pequeñez, y yo pasaba un mal rato esforzándome en calmarle.

Papá y yo comíamos cerca de la ventana, en la misma mesa que un mayor sueco y un señor holandés. El mayor sueco apenas hablaba; era alto, fornido, derecho, con la cabeza redonda y rapada y el cuello rojo y robusto. Todos los días al entrar en el comedor se inclinaba galantemente delante de mí, describiendo con su cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados. Al concluir de comer volvía a saludarme ceremoniosamente, y se iba al salón de lectura a fumar y a hacer solitarios con las cartas.

El otro comensal, un inglés nacido en Holanda y de apellido francés, se llamaba Fleuri. El señor Fleuri era hombre afeitado y serio, con el pelo blanco, muy bien vestido y de aspecto malhumorado. A pesar de su aspecto, el señor Fleuri tenía el corazón muy florido y se enamoraba de todas las mujeres. De mí no llegó a enamorarse más que a medias.

Cerca de la otra ventana del comedor se sentaba una familia escocesa, la familia Campbell. La tal familia hallábase formada por cinco personas: el padre, un señor muy bajito, calvo, con patillas, puro constantemente en la boca alargado por una boquilla, piernas zambas y las manos metidas en los bolsillos del pantalón; la madre, un tipo de hombre, la nariz larga, la cara roja, los dientes grandes y el pelo estirado como por un cabrestante; el hijo, parecido a la madre, de una frente minúscula y una mandíbula poderosa, y las hijas, dos señoritas flacas, con trajes claros y lazo como una mariposa en el cuello.

Los miembros de la familia Campbell, sin duda, no pensaban nada digno de comunicarse unos a otros, porque se dedicaban al mutismo absoluto. Permanecían durante la comida rígidos en las sillas sin hablar una palabra.

Cuando concluían se levantaban todos, y primero las dos chicas con sus lazos como mariposas, luego la madre y después los dos hombres salían del comedor haciendo vagas reverencias a un lado y a otro.

Muchas veces Campbell, padre e hijo, iban a jugar al billar, y el hijo tenía sin duda la pretensión de dirigir a las bolas como si fueran caballos, porque les hablaba y chasqueaba la lengua, y cuando se incomodaba les daba cada tacazo que les hacía saltar al suelo.

Otra de las mesas del comedor solía estar ocupada por sudamericanos. Uno de ellos era el general Pompilio García, un hombre grueso y pesado, de tez olivácea y bigote negro. Venía de una república de la América del Sur, de donde había sido expulsado. Era un hombre taciturno e inmóvil, pero que cuando se excitaba hablaba con grandes gestos y con un acento muy ridículo, rociando la frase con una lluvia de «¡ches!» dichos en todos los tonos. Su secretario era un joven esbelto, delgado y melenudo, con el pelo casi azul de puro negro y la tez cobriza.

Con ellos comía una señora argentina y sus dos hijos, a quienes cuidaba una mulata.

Lo más desagradable de estos americanos era que siempre estaban hablando alto, como para convencer a todo el mundo de la espiritualidad de sus conversaciones.

Así nos enteramos de que el general don Pompilio no encontraba bastante arte en Londres; también nos enteramos de que no le convensía Velázquez, ni tampoco le convensía Goya; pero, en cambio, Carriére, ¿sabe?, le paresía admirable.

«Pero ¿qué entenderá este animal?», decía mi padre indignado; «porque si se tratara de subir a los árboles o de la manera de comer guayaba, se le podía dejar opinar a este bárbaro.»

A pesar de las indignaciones de mi padre, no teníamos más remedio que oír todas las sandeces que se le ocurrían al general.

Algunas noches se amenizaban las veladas con un poco de concierto y de canto. Entre las cantantes se señalaban dos o tres señoritas de edad inconfesable, secas y angulosas. Una de ellas, miss Bella Witman, exasperaba a mi padre.

—Pero si es más vieja que un loro —decía.

Miss Bella cantaba canciones de ópera italiana, de esas óperas antiguas que ya no se oyen en ninguna parte más que en Inglaterra. La canción favorita de esta solterona era una de La Traviata, que ella pronunciaba así:

Alfredo, Alfredo, di questo cogue non puoi, comprendegue tiuto l’amogue.

—¿Pero esta vieja, con esas cuerdas en el cuello, no comprenderá que se pone en ridículo con sus alaridos? —decía mi padre.

—Déjala, así se divierte —replicaba yo.

Un día, en la mesa, el mayor sueco comenzó a contarnos a mi padre y a mí intimidades suyas y de su familia, refiriéndonos anécdotas chuscas con una risa infantil. Al día siguiente, el sueco no se presentó en el comedor; preguntó papá al mozo por él, y dijeron que el mayor se acababa de marchar. Sin duda había dejado sus confidencias para el último día.

Al sueco le sucedió en la mesa un matrimonio escocés que venía a pasar la season: el señor y la señora Roche. Ella era preciosa, alta, rubia, la nariz bien hecha, los dientes blancos, unos ojos azules tirando a verdes magníficos, el cuerpo esbelto y la piel tersa sin una mácula. Vestía con gran elegancia y tenía un aire imponente. Su marido, el señor Roche, era un tipo muy distinguido, de unos treinta y cinco a cuarenta años, alto, flaco, elegante, de nariz recta y ojos grises. Papá le clasificó como un celta.

Los primeros días de estancia en el hotel, madame Roche se manifestó en la mesa altiva y desdeñosa. El señor Fleuri se dedicó a colmarla de atenciones, que ella apenas se dignaba atender. Mi padre creo que se sintió ofendido con el aire de reina destronada de madame Roche, y se creyó en el caso de manifestar el desdén que le producía la existencia de tan bella dama.

El señor Roche, más atento que su esposa, comenzó a tratarnos amablemente a mi padre y a mí, y conmigo intimó lo bastante para darme consejos y orientarme en la vida de Londres. El señor Roche y su mujer, al mismo tiempo que a pasar la season, habían ido a Londres a resolver una cuestión de herencia.

Roche, según su propia confesión, era un hombre inútil, aunque él no sabía a punto fijo si esto dependía de su nulidad o de la estúpida educación que había recibido.

Fuera de las gestiones para la herencia, no hacía nada; leía casi exclusivamente el Quijote y las novelas de Dickens y daba grandes paseos. Sentía tanto entusiasmo por el Quijote, que había ido a España solamente para ver los sitios recorridos por el héroe de Cervantes.

Él conservaba un recuerdo agradable de España; en cambio a su mujer le parecía el rincón más miserable del mundo. Pensar que había un país en donde la mayoría de las mujeres no iban a reuniones, ni tomaban el té por las tardes, y que además de esto tenían el mal gusto de entusiasmarse con sus maridos, que generalmente eran más botarates que los maridos ingleses, exasperaba a madame Roche.

Estas explicaciones las dio el escocés riendo. La mímica de este hombre era tan expresiva y accionaba tan bien, con tanta gracia, que no sólo hacía reír, sino que parecía extraer de las personas y de las cosas un gesto, un ademán burlón que las representaba fielmente.

Yo traté de cultivar la amistad del señor Roche, no sólo por lo que me convenía, sino porque el escocés era realmente amable, servicial y simpático.

La rubia Betsy

Otra de las amistades que hice en la casa fue la de la muchacha que arreglaba mi cuarto, una rubia pálida bastante bonita a pesar de su aspecto ajado, como desteñido, y de su poca salud.

Yo la trataba como a una amiga, y ella, acostumbrada al desdén de las inglesas por sus criadas, me manifestaba gran simpatía.

Me hablaba de su familia y de su pueblo. La muchacha se llamaba Betsy, abreviatura de Isabel, y era del norte, en donde sus padres trabajaban en el campo.

La muchacha encontraba extraño que una señorita le mostrase interés, y, naturalmente muy cariñosa, experimentaba gran afecto por mí y me llevaba flores al cuarto y no quería tomar nada a cambio de sus atenciones.

Un día Betsy no apareció en mi habitación. Yo pensé si se habría marchado del hotel, y al día siguiente pregunté a la nueva criada:

—¿Y Betsy?

—Está mala.

—¿Tiene algo grave?

—No, creo que no.

—¿Se la puede ver?

—Si usted quiere, sí.

—Vamos.

Bajamos hasta un cuarto del sótano, en donde se hallaba Betsy en la cama. La habitación, sin luz y baja de techo, era muy triste.

La muchacha tosía mucho y tenía fiebre.

—¿Para qué ha venido usted aquí? —me preguntó Betsy.

—Para verla a usted.

Le hice algunas preguntas acerca de su enfermedad, y luego la dije:

—Mi padre es médico y vendrá a visitarla a usted ahora mismo.

Busqué a papá, que reconoció detenidamente a Betsy.

—Tiene una bronquitis aguda —dijo.

—¿Grave?

—No.

Hizo una receta y se envió a un criado por ella a la farmacia. La dueña de la casa preguntó a mi padre si habría necesidad de llevar a Betsy al hospital; pero mi padre dijo que no, que la enfermedad era cuestión de pocos días.

Mientras duró la afección de Betsy, la visité todas las mañanas y le llevaba flores al cuarto. Cuando la criada se curó y volvió a sus faenas, manifestó por mí mayor afecto y adhesión.

A las demás muchachas de la casa les parecía, sin duda, inusitado que una señorita se ocupara de ellas para algo más que para mandarles despóticamente o para reñirlas, y todo lo que yo les pedía lo hacían con muy buena voluntad.

Las señoras del hotel, entre ellas madame Roche, encontraron de mal gusto mi conducta; a estas damas les parecía bien, hasta elegante, el visitar a los enfermos pobres siempre que se perteneciese a una junta benéfica de señoras presidida por alguna duquesa, o por lo menos por una lady, y se realizaran las visitas con cierto aparato entre mundano y de solemnidad religiosa.