A LA VISTA DE INGLATERRA
Estaba contemplando desde la borda el despertar del día. Mi padre dormitaba después de muchas horas de mareo.
El barco iba dejando una gran estela blanca en el mar, la máquina zumbaba en las entrañas del vapor, y salían de las chimeneas nubes de chispas.
Era al amanecer; la bruma despegada de las aguas formaba una cubierta gris a pocos metros de altura. Brillaban a veces en la costa largas filas de focos eléctricos reflejados en el mar de color de acero. Las gaviotas y los petreles lanzaban su grito estridente entre la niebla, jugueteaban sobre las olas espumosas y levantaban el vuelo hasta perderse de vista.
Tras de una hora de respirar el aire libre, bajé a la cámara a ver cómo seguía mi padre.
—Vamos, anímate —le dije, viéndole despierto—. Ya estamos cerca de la desembocadura del Támesis.
—A mí me parece que no vamos a llegar nunca —contestó él con voz quejumbrosa.
—Pues ya no nos debe faltar nada.
—Pregunta a ver lo que nos queda todavía, y cuando ya estemos cerca de veras, avísame.
—Bueno.
Volví sobre cubierta. Se deshacía la bruma; la costa avanzaba en el mar formando una lengua de tierra, y en ésta se veía un pueblo; un pueblo negro con una gran torre, en la niebla vaporosa de la mañana. La costa continuaba después en un acantilado liso y de color de ceniza; sobre las piedras amontonadas al pie, monstruos negruzcos dormidos en las aguas, las olas se rompían en espuma, y el mar sin color se confundía con el cielo, también incoloro.
El barco cambió de rumbo costeando, bailó de derecha a izquierda, oscilaron violentamente en el interior las lámparas eléctricas y poco después el mar quedó sereno y el barco avanzó suavemente y sin balancearse.
Se veían ahora, al pasar, orillas planas, arenales en cuyo extremo se levantaba un gran faro; se divisó la desembocadura de un río que cortaba un banco de arena.
Luego, de pronto, se vio la entrada del Támesis, un brazo de mar, del cual no se advertía más que una orilla, destacada como una línea muy tenue.
Clareaba ya cuando comenzamos a remontar el Támesis; el río, de color de plomo, se iba abriendo y mostrando su ancha superficie bajo un cielo opaco y gris. En las orillas lejanas, envueltas en bruma, no se distinguían aún ni árboles ni casas. A cada momento pasaban haciendo sonar sus roncas sirenas grandes barcos negros, uno tras otro.
A medida que avanzábamos, las filas de barcos eran más nutridas, las orillas iban estrechándose, se comenzaba a ver casas, edificios, parques con grandes árboles; se divisaban pueblecillos grises, praderas rectangulares divididas con ligeras vallas y con carteles indicando los sitios de sport. Un camino sinuoso, violáceo, en medio del verde de las heredades, corría hasta perderse en lo lejano.
Pasamos por delante de algunos pueblos ribereños. Las vueltas del río producían una extraña ilusión, la de ver una fila de barcos que avanzaban echando humo por entre las casas y los árboles.
El río se estrechaba más, el día clareaba, se veían ya con precisión las dos orillas, y seguían pasando barcos continuamente.
—¿Hemos llegado? —pregunté yo a un marinero.
—Dentro de un momento. Todavía faltan nueve millas para la aduana.
Avisé a papá y le ayudé a subir sobre cubierta. Estaba un poco pálido y desencajado.
El Clyde aminoraba la marcha. En el muelle de Greenwich, viejos marineros, con traje azul y clásica sotabarba, apoyados en un barandado que daba al río, contemplaban el ir y venir de los barcos.
La animación y el movimiento en el Támesis comenzaban a ser extraordinarios. La niebla y el humo iban espesándose a medida que nos acercábamos a Londres, y en la atmósfera, opaca y turbia, apenas vi se distinguían ya los edificios de las dos orillas. Lloviznaba. Las grandes chimeneas de las fábricas vomitaban humo denso y negro; el río, amarillo, manchado de velas oscuras, arrastraba al impulso de la marea tablas, corchos, papeles y haces de paja. A un lado y a otro se veían grandes almacenes simétricos, montones de carbón de piedra, pilas de barricas de distintos colores. Parecía que se iba pasando por delante de varios pueblos levantados en las orillas.
Por entre casas, como dentro de tierra, se alzaba un bosque de mástiles, cruzado por cuerdas, entre las que flameaban largos y descoloridos gallardetes. Eran de los docks de las Indias.
Pasaban vapores, unos ya descargados, casi fuera del agua, con los fondos musgosos y verdes, otros hundidos por el peso del cargamento. Un quechemarín holandés, con las velas sucias y llenas de remiendos, marchaba despacio, llevado por la brisa, con la bandera desplegada. Sobre la cubierta, un perro ladraba estruendosamente.
Siguió el Clyde avanzando despacio. Se erguían en ambas orillas chimeneas cuadradas, altas como torres, pilas de madera suficientes para construir un pueblo, serrerías con sus enormes maquinarias, empalizadas negras pintadas de alquitrán, almacenes, cobertizos, grupos de casas bajas, pequeñas, ahumadas, con su azotea, sus ventanas al río, y algún árbol achaparrado como sosteniendo la negra pared en el fangoso muelle. Funcionaban las grúas; sus garras de hierro entraban en el vientre de los barcos, salían poco después con su presa, y los cubos llenos de carbón, las cajas y los toneles subían hasta las ventanas de un segundo o tercer piso, en donde dos o tres hombres hacían la descarga.
Unos obreros trabajaban en un viaducto que unía una gran torre de la orilla con un depósito redondo colocado ya más dentro de tierra. Los martinetes resonaban como campanas y alternaba su ruido con el martilleteo estrepitoso que salía de un taller donde se remachaban grandes calderas y panzudas boyas.
En algunos sitios en donde el río se ensanchaba, unas cuantas grúas gigantes se levantaban en medio del agua sobre inmensos pies de hierro, y estas máquinas formidables, envueltas en la niebla, parecían titanes reunidos en un conciliábulo fantástico.
Al acercarnos a la ciudad, las casas eran ya más altas, la niebla se hacía más densa y más turbia. Los vapores entraban y salían de los docks, el horizonte se veía surcado por palos de barco, en el río se mezclaban gabarras y botes; cruzaban el aire chorros de vapor, silbaban las calderas de las machinas, y en medio de la niebla y del humo subían suavemente, izados por las grúas que giraban con la caseta del maquinista, barricas de colores diversos, sacos y fardos.
Entre las casas bajas de las orillas se abrían callejones estrechos y negros; en algunos entraba el agua formando un pequeño puerto. En estas hendiduras, la mirada se perdía en la confusión indefinida de los objetos; se adivinaban galerías, ventanas, poleas, torres, cadenas, grúas que llegaban hasta el cielo, letreros que abarcaban toda la pared de una casa, grandes muestras ennegrecidas por la lluvia, y todo funcionaba con una grandiosidad titánica y en un aparente desorden.
Ya se veía, destacándose en el cielo gris como una H gigantesca, el puente de la Torre de Londres. Se acercó el Clyde; sonó una campana; los carros y los ómnibus quedaron detenidos a ambos lados del puente, y éste se partió por el centro y las dos mitades comenzaron a levantarse con una solemne majestad.
Pasó el Clyde. Se veía entre la niebla la cúpula de San Pablo. Nos íbamos acercando al puente de Londres, en el que hormigueaba la multitud y se amontonaban los coches.
El barco silbó varias veces, fue aproximándose a la orilla y se detuvo en el muelle, cerca de la aduana. Echaron un puentecillo a un pontón y desembarcamos.
Salimos a una callejuela invadida por un sinnúmero de carros y de cargadores, en donde olía a pescado de una manera terrible; seguimos la callejuela hasta salir a una calle ancha, y allí tomamos un cab. El ligero cochecillo de dos ruedas, sobre sus gruesos neumáticos, comenzó a marchar deprisa por el suelo mojado por la lluvia, cruzó por delante del monumento del incendio de Londres, tomó por una avenida, recta y ancha, Cannon Street, rodeó la iglesia de San Pablo y entró en otra calle, Ludgate Hill.
Al pasar por debajo de un arco, un policía mandó detener el coche con un movimiento de la mano. El cab se detuvo. El policía, enorme, gigantesco, con una taima impermeable sobre los hombros, aguantando la lluvia, parecía de piedra. Había detenido el movimiento de la calle en la dirección que llevábamos nosotros y pasaban en sentido transversal un sinfín de carros y de coches. Yo me levanté del asiento para mirar hacia adelante.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué animación! —exclamé.
Desde allí la calle transversal daba la impresión de un torrente en el que fuesen arrastradas con violencia cosas y personas. Las imperiales de los ómnibus pintarrajeados iban llenas; hombres de negro y mujeres vestidas de claro pasaban sin preocuparse gran cosa de la lluvia; al mismo tiempo corrían de una manera vertiginosa automóviles y coches, grandes camiones y ligeras bicicletas.
—Pero ¿no ves qué movimiento? —le dije a mi padre.
—Sí, pero es un movimiento mecánico —replicó papá de una manera displicente.
«¿Cómo puede ser de otra manera la animación de un pueblo?», pensé yo.
Me volví a mirar hacia atrás; los coches, los caballos, los camiones, inmóviles, se apretaban como formando un conglomerado; los caballos tocaban con la cabeza el carro o el cab que tenían delante; los ciclistas se sostenían en su máquina agarrados a un automóvil o a un ómnibus.
A los pocos minutos de estar parados cerca del arco, el policía dejó el sitio que había ocupado, y seguimos adelante. Pasamos Fleet Street, la calle de los periódicos; luego, el Strand, la vía más animada y pintoresca de Londres; después tomamos por una avenida ancha, recién abierta y sin edificar aún, que partía desde cerca del Temple y cruzando por una plaza con un jardín en medio, con grandes árboles, rodeado de una verja, Bloomsbury Square, enfilamos una calle formada por casas iguales y simétricas, y en una de éstas se detuvo el coche.
Pagó mi padre al cochero, llamamos en la casa, salió a la puerta un criado de frac, a quien yo le pregunté por la dueña o encargada, y apareció una mujer de cara larga y fina y ojos azules seguida de un perrito.
Le entregué la carta de Gray. La encargada, después de leer la carta, nos hizo subir al piso segundo, nos mostró dos cuartos y nos preguntó si nos gustaban. Contestamos que sí y tras de algunas útiles indicaciones acerca del servicio nos dejó solos.
Papá se acostó; se encontraba, según dijo, extenuado, y además tenía muy mal humor. Yo estuve luchando para limpiar y dejar presentable mi vestido, y a la hora del almuerzo bajé al comedor. Me indicaron el asiento en una mesa ocupada por un comandante sueco, serio como un poste, que no habló una palabra.
Cuando concluyó el almuerzo, encontrándome avergonzada al verme sola y tan mal vestida, me levanté más que deprisa y salí del comedor.
La seguridad, la desaparición de todo peligro, había producido un marcado mal humor en mi padre, y en mí un sentimiento de tristeza.
Presa de esta impresión melancólica, me metí en mi cuarto, me senté cerca de la ventana y me puse a contemplar la calle. La niebla formaba una cortina gris delante de los cristales. El aire estaba húmedo y templado. Asomándose a la ventana se veían a un extremo y a otro de la calle los grandes árboles frondosos y verdes de dos plazas próximas.
«¿Qué suerte me reservará Londres?», pensé. Experimentaba cierto temor al sentirme en la gran ciudad en donde probablemente tendría que vivir y trabajar.
Estaba pensativa, cuando dieron dos golpes a la puerta. Una criada con traje azul, delantal blanco y lazo en la cabeza, venía a arreglar el cuarto. Le hice algunas preguntas, que la muchacha contestó con voz muy tímida.
Al anochecer, la misma criada vino con la jarra de agua caliente. Me lavé y arreglé, y un poco atemorizada bajé a comer.
Al día siguiente hablamos largamente mi padre y yo de lo que podríamos hacer en Londres. Nos quedaba poco dinero. Teníamos para pasar allá unos tres meses. Papá, sin motivo alguno, comenzaba a sentir antipatía por Londres, y dijo: «Si aquí no encontramos un modo de vivir, nos vamos a otra parte».
Yo, comprendiendo que pronto necesitaríamos buscar trabajo, me dispuse a estudiar el inglés hasta escribirlo a la perfección. Salí a hacer algunas compras indispensables para papá y para mí, y llamé a un sastre y a una modista que me recomendaron en el hotel.
Mi padre, cuando se encontró elegante y bien vestido, perdió pronto su murria y comenzó a bajar al comedor y al salón.
A pesar de que estaba ya bastante avanzada la primavera, el tiempo era frío, y todos los días se encendía el fuego. Llovía casi constantemente; el cielo, siempre bajo y plomizo, no quería aligerarse. Algunos días, la niebla era muy densa, y no se veían las casas de enfrente, ni los árboles de las plazas vecinas.
Yo solía estudiar en mi cuarto arrullada por este ruido monótono de la lluvia. Mi cuarto era claro, limpio, confortable, con su chimenea de carbón, que algunas veces encendía. Desde la ventana se veía la calle asfaltada, brillante por la humedad. De noche, a la luz de los faroles, parecía un canal ancho lleno de agua inmóvil. Constantemente resonaba el ruido de la lluvia, y se oía acercarse o alejarse el trote de los caballos de los coches en el silencio de la calle.
Por las tardes solía descansar de mi estudio asomándome a la ventana. Las casas negras se destacaban en el cielo gris azulado y de las chimeneas en fila iba brotando el humo como hebras algodonosas disueltas en el cielo de color de plomo. A lo lejos, dos veletas con dos gallos parecían signos de interrogación en el aire.
Solía respirar con delicia este aire húmedo y tibio; luego cerraba la ventana y seguía estudiando.