CIENTO ONCE

Guanajuato

Raquel se encontraba cerca de una de las esquinas de la alhóndiga de Granaditas, el granero con aspecto de fortaleza donde había tenido lugar el primer gran triunfo de la revolución. Doña Josefa, la Corregidora, se le acercó. Ambas miraron la jaula de hierro que colgaba por encima de ellas. En el interior estaba la cabeza de Miguel Hidalgo.

—El padre ha vuelto a la alhóndiga —dijo Raquel, y se enjugó las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

La misma espantosa exhibición se repetía en las otras tres esquinas del edificio: las cabezas putrefactas de Allende, Aldama y Jiménez ocupaban el resto de los lugares de honor.

—¿Qué pasó con el galante Juan de Zavala, el hombre al que amabas? ¿Dónde descansa? —preguntó doña Josefa.

—Lo enterré con doña Marina. Ella también lo amaba, y él, a su manera, sé que nos amaba a las dos.

Las mujeres leyeron el cartel colgado en el muro:

LAS CABEZAS DE HIDALGO, ALLENDE, ALDAMA Y JIMÉNEZ, NOTORIOS MENTIROSOS Y LÍDERES DE LA INSURRECCIÓN QUE SAQUEARON Y ROBARON LA PROPIEDAD DE DIOS Y LA CORONA, QUE HICIERON CORRER CON GRAN ATROCIDAD LA SANGRE INOCENTE DE LEALES OFICIALES Y JUSTOS MAGISTRADOS, Y QUE FUERON LA CAUSA DE TODOS LOS DESASTRES, LAS DESGRACIAS Y LAS CALAMIDADES QUE CAYERON SOBRE LOS HABITANTES DE TODAS LAS PARTES DE LA NACIÓN ESPAÑOLA.

CLAVADAS AQUÍ POR ORDEN DEL SEÑOR BRIGADIER DON FÉLIX MARÍA CALLEJA, ILUSTRE VENCEDOR EN ACULCO, GUANAJUATO Y CALDERÓN, Y RESTAURADOR DE LA PAZ EN AMÉRICA.

—¿Has oído que dicen que el padre se arrepintió de su sueño de libertad y revolución? ¿Que escribió la renuncia libremente y sin coerción de su propia mano?

—Por supuesto que he leído la mentira. El virrey la está publicando por toda la colonia. Cuando el documento habla del pesar del padre por la muerte de las personas, dice la verdad. Sentía un gran amor por todos. Pero las palabras que repudian nuestro derecho a gobernarnos a nosotros mismos son mentiras. No fueron escritas por su mano.

—Mi marido, el corregidor, recorrió nuestra casa durante una hora hecho una furia, denunciando el escrito como una mentira —susurró doña Josefa—. No puede entender por qué el virrey intenta un engaño tan transparente. Cuando el virrey la publicó, le pidieron que mostrase el original que, como es lógico, debía ser de su puño y letra y llevar su firma. ¿Sabes lo que respondió? Que no lo tenía, que Salcedo, el gobernador que estaba en poder del documento, lo había perdido a manos de los bandidos.

—El engaño no los ayudará —afirmó Raquel—. La fuerza de las ideas que desató el padre se ha extendido por toda Nueva España. Estamos en guerra con los gachupines, y nada nos detendrá hasta que los hayamos expulsado de nuestras costas.

—¿Adónde irás ahora? ¿Regresas a la capital?

—Todavía no. Juan me encomendó una última tarea. Cuando lo visité en su celda, me susurró el escondite del oro del marqués. Qué ironía, Josefa, que la revolución se financie finalmente con el oro de un gachupín, robado por un famoso bandido.