CIENTO DIEZ

Vinieron a por mí cuando aún estaba oscuro. Los hombres que me sacaron de la cárcel no eran los guardias habituales. No me saludaron, y yo no ofrecí resistencia. Había acabado con mi trabajo en este mundo. No me engañé con la ilusión de que las puertas del cielo se abrirían para mí. Pero quizá el diablo podría necesitar a otro experto espadachín y tirador de primera, ¿no?

En el exterior, todavía encadenado, me encerraron en una jaula de madera colocada en un carro. Era una jaula para animales salvajes, y supongo que era así como me veían. Cuando el carro salió del patio de la prisión, advertí algo extraño por primera vez: ninguno de los hombres vestía uniforme. Por sus prendas y sus caballos, deduje que cuatro de ellos eran criollos y otros cuatro peones. Cuando me sacaron de la prisión, lejos del patio donde el pelotón de fusilamiento hacía su trabajo, supe que encontraría mi final en el patíbulo. Era de esperar. A los ojos de los gachupines, morir ahorcado era lo más deshonroso, así que ése sería mi destino. Pero yo no consideraba deshonroso que me ahorcasen. Sabía quién y qué era. No sabía quiénes eran mi padre y mi madre, pero sabía que por mis venas corría la sangre de los aztecas.

Había viajado con un erudito a ciudades olvidadas de antiguos imperios y había visto las maravillas de España. Había sido testigo de grandes valentías en el campo de batalla de dos continentes, desde curas criollos desarmados que encabezaban las cargas portando estandartes a simples peones que intentaban detener la carnicería de la metralla metiendo sombreros de paja en los cañones.

Pensé en mí mismo no como en un desgraciado gachupín o el hijo de una puta india, sino como algo del todo diferente. Comprendí que no era el gachupín que había en mí lo que me había convertido en el mejor caballero de Guanajuato; a un hombre no se lo juzga por la sangre sino por sus hechos. A sangre y fuego, había conseguido el renacimiento: mi propia reconquista.

Los gachupines se equivocaban cuando decían que el clima de la colonia nos hacía inferiores a los nacidos en Europa. Al contrario, el aire que respirábamos y la tierra que pisábamos nos hacían más fuertes y distintos de cualquier otra gente bajo el sol. El padre lo había demostrado para cólera de los gachupines cuando reveló que las artesanías aztecas eran tan buenas como cualesquiera otras hechas en España, y lo había demostrado de nuevo en el campo de batalla, cuando los revolucionarios sin preparación y mal armados se habían lanzado sobre los cañones y los mosquetes por la causa de la libertad.

La noche era oscura pero la luna aliviaba en parte la negrura cuando asomaba entre las nubes. Durante uno de esos fugaces momentos de luz vi que los criollos ahora se habían cubierto las caras. No llevaban máscaras, sino que se habían encasquetado los sombreros y subido los pañuelos sobre la boca.

Miré el patíbulo cuando el carro pasó por su lado. Un temblor sacudió mi columna vertebral. Iba camino de ser ejecutado, pero habíamos dejado atrás los patíbulos. ¿Por qué los hombres ocultaban ahora sus caras? No obstante, vi que los hombres que me habían sacado de mi celda estaban en una misión de muerte; era obvio, a juzgar por su severo silencio.

En un momento que brilló la luz de la luna, vi la insignia bordada en el brazalete de un criollo; una cruz con una espada horizontal, adornada con otra cruz más pequeña y una corona. La Hermandad de la Sangre, los españoles que se unían en partidas no autorizadas para rastrear y castigar a los malhechores, en particular a los salteadores. Una hermandad de muerte, especializada en la «justicia» rápida al borde del camino. Los bandidos asolaban las carreteras de Nueva España, así que para la mayoría la hermandad era un daño necesario creado por la incapacidad del virrey de proteger las carreteras. Los castigos que imponían hubieran hecho encogerse al propio virrey.

Cuando llegamos a una colina en un cruce de la carretera que llevaba a Chihuahua, comprendí por qué me habían sacado de la prisión: no me iban a colgar ni a fusilar. La idea me golpeó como un rayo del infierno. La horca y el fusilamiento eran muertes honorables para los revolucionarios y los delincuentes comunes, pero yo no era un delincuente común. Yo era un bandido azteca que había asesinado a una mujer gachupina. Si había algo de lo que se enorgullecía un caballero, era la protección de las mujeres, aquellas de su misma sangre y clase, por supuesto. Yo había violado el más importante tabú: había amado y asesinado a una mujer de su clase.

No iban a administrarme un castigo vulgar, sino uno que enviaría un mensaje a todos los aztecas y los mestizos de la Tierra: no toquéis a nuestras mujeres o pagaréis un precio muy alto.

¡Iban a crucificarme!

Me eché a reír a mandíbula batiente, sorprendiendo a los hombres cuando el carro se detuvo al pie de la colina. Seguía riéndome como un poseso cuando me sacaron de la jaula. Ninguno lo comprendía.

Había perdido de nuevo contra Isabel. Mi caída había comenzado en Guanajuato, cuando discutí con Bruto por mi deseo de casarme con ella. Había sido expulsado de Ciudad de México y convertido en un bandido por mi amor por ella. Ahora, desde la tumba, Isabel había sacado una garra para apoderarse de mi alma.

—Era una puta del infierno, el mismísimo demonio —grité—. La ejecuté por el asesinato de mi amiga. ¡Incluso asesinó a su propio marido!

Ellos no sabían de lo que hablaba y tampoco les importaba. Los criollos no me tocaron. En cambio, sus peones me arrastraron colina arriba, donde me arrancaron las prendas y las botas.

Los trabajadores clavaron una pesada cruz de madera en un árbol. Acomodaron mis brazos en el travesaño, y me ataron las muñecas al madero. Uno de los mestizos esperaba con el martillo y los clavos.

Un criollo se adelantó y comenzó a leer una lista con mis crímenes. Algunos de los cargos los conocía; otros eran nuevos para mí. Sólo un hecho me causó una profunda impresión: no estaban seguros de si era un azteca de pura sangre o un mestizo, palabras que habían creado para despreciar a aquellos de nosotros nacidos en el Nuevo Mundo. La idea permanecía en mi cabeza cuando el individuo con los clavos se adelantó para hacer su trabajo.

Miré a los ojos del hombre que iba a clavarme en la cruz.

—¿Has oído esa calumnia? Esos españoles ni siquiera saben cómo llamarme.

Le sonreí.

—Soy un mexicano, como tú.