CIENTO NUEVE

Me dicen que esta celda es mi última parada antes del infierno. Nada complacería más a mis guardianes que verme ardiendo en un lago de fuego. Durante cinco meses, los inquisidores me han visitado, día y noche, con su propia versión del infierno eterno mientras intentaban arrancar de mis labios el lugar donde estaba escondido el tesoro del marqués. La suya ha sido una tarea ingrata, porque he maldecido a sus padres, puesto en duda su hombría y escupido en sus rostros.

Ayer vino un sacerdote para ofrecerme una «última oportunidad» de limpiar mi alma y purificar mi corazón… si le decía dónde estaba el tesoro. Le respondí que cuando me trajera una prueba física de que Dios me había ordenado decírselo, de que Dios le había dado permiso para la remisión de los pecados, gustosamente le diría dónde estaba el tesoro.

Pero ¡ay!, en lugar de aceptar mi generosa oferta, escapó, gritando que era un hereje que ardería para siempre en el infierno. No tendría que esperar mucho para conseguir su deseo. Al día siguiente tendría lugar mi ejecución.

¿Estaba preparado para entregar mi alma? ¿Preparado para enfrentarme al veredicto de la diosa de la justicia? ¿Para recibir el castigo por mis innumerables transgresiones? No, no hasta que hubiera transgredido una última vez en este planeta que llamamos hogar.

Antes de comenzar esta larga confesión, ¿no he dicho que me vengaría de quien me había traicionado?

Se dice que el diablo se mofa de aquellos que han dejado asuntos inconclusos en la Tierra, que sus palabras de burla son dagas en tu corazón. El diablo es un cabrón muy listo, ¿eh? Sabe que no son nuestros triunfos lo que nos llevamos a la tumba, sino nuestros pesares.

Oí voces fuera de mi celda y el ruido de una llave en la cerradura. De pronto la puerta se abrió y entró un sacerdote encapuchado. No me complació ver a otro de su laya.

—¡Hijo de puta! —grité—. ¡Hijo de la gran puta! —Y le dije lo que podía hacer con su madre.

—Señor, menudo lenguaje para dirigirse a un hombre vestido con los hábitos. —Una delicada mano apartó la capucha y dejó a la vista un rostro adorable.

—¡Raquel!

Una llave en la cerradura, una espada afilada y un caballo veloz hubiesen sido mejor recibidos…, pero no por mucho. Después de abrazamos durante lo que me pareció una eternidad, sacó pan, carne y vino de debajo de la capa, y nos sentamos para que el condenado pudiera disfrutar de su última comida.

—Dime qué ha pasado con el padre y los demás —le pedí.

A los oficiales criollos los fusilaron por la espalda porque los consideraron traidores. Se habían reunido con su Creador hacía más de un mes.

—Allende, por supuesto —prosiguió Raquel—, se mostró desafiante hasta el final. Tal era su cólera ante el juez que rompió las esposas que lo sujetaban y golpeó al magistrado con un trozo de cadena antes de que los soldados pudieran dominarlo.

Sólo uno de los oficiales se había deshonrado a sí mismo. El oficial criollo Mariano Abasolo, para salvar el pellejo, había declarado que Allende lo había obligado a participar en la revuelta. Las súplicas de su bella esposa, doña María —y sin duda un pago en oro— le habían conseguido una condena de cárcel en Cádiz.

A diferencia del cobarde Abasolo, el padre se había enfrentado al tribunal militar con dignidad y gracia. Llevado encadenado ante los jueces, se había mantenido erguido y había asumido la responsabilidad de la revolución. Declaró libremente que había reunido ejércitos, fabricado armas y ordenado la ejecución de los gachupines en represalia por el asesinato de civiles por parte de los comandantes españoles.

—Lamentó que miles de hombres hubiesen muerto por la causa de la libertad —dijo Raquel—, pero creía que Dios tendría piedad de su alma porque la causa era justa.

Debido a que el padre debía ser excomulgado por un proceso eclesiástico antes de ser ejecutado, habían ajusticiado primero a los oficiales. El tribunal ordenó que las cabezas de los oficiales fuesen encurtidas y guardadas en salmuera hasta que la cabeza del padre se uniese a ellas.

El amanecer del 31 de julio de 1811, los guardias llevaron al padre Hidalgo desde su celda en la torre al patio de la prisión. Cuando el comandante le preguntó si tenía algo que decir, el sacerdote pidió que dieran las golosinas que traía al pelotón de fusilamiento cuando acabase.

La voz de Raquel tembló mientras describía la muerte de un hombre cuyos ideales y coraje habían inflamado las pasiones de millones de personas.

—El padre se dispuso a morir con el mismo coraje que mostró en todos los momentos de su vida. Se enfrentó a los doce hombres del pelotón sin pestañear. Por ser sacerdote, se le permitió morir de frente. Para ayudarlos con la puntería, se colocó la mano sobre el corazón. Los tiradores, sin embargo, eran menos valientes que el buen párroco. Once de ellos fallaron, y una sola bala hizo blanco en su mano. El comandante les ordenó que disparasen de nuevo, pero una vez más los disparos fallaron el blanco. Por último, un oficial ordenó a varios soldados que administrasen el tiro de gracia con los mosquetes casi pegados a su corazón.

Las lágrimas desbordaron los ojos de Raquel.

—Con él murió cualquier esperanza de independencia —afirmé.

—No digas eso. Cuando el padre lanzó el grito, inició un fuego que arderá para siempre en los corazones de aquellos que aman la libertad, y ésa no es una llama que el virrey pueda extinguir. Continúa extendiéndose y consumirá a los codiciosos gachupines que roban no sólo nuestro dinero, sino también nuestras esperanzas y nuestros sueños, nuestra libertad y nuestras vidas.

—¿De verdad lo crees o sólo estás…?

—Sí, Juan, es verdad. Aquello por lo que hemos luchado —y por lo que tantos han muerto— no está olvidado. Cada día que pasa la llama brilla con más fuerza. El padre Morelos y otros son custodios de la llama y continúan la lucha. Cada vez que uno de ellos cae, otro recoge la antorcha. Los españoles tienen más soldados entrenados que nosotros, tienen mosquetes y cañones, mientras que nosotros tenemos garrotes y cuchillos, pero estamos combatiendo por nuestros hogares y nuestras familias.

—Como el propio pueblo llano de España ha hecho contra los franceses.

—Sí, y tenemos nuestra propia Gerona y nuestra Agustina de Aragón. El virrey y sus secuaces no lo entienden. Creen que pueden apagar el fuego, pero se extiende por todas partes. En Guadalajara y Acapulco, en la capital, en las selvas de Yucatán, e incluso aquí, en los desiertos del norte, arde la llama. El grito resonará una y otra vez, hasta que seamos libres.

Sus lágrimas habían desaparecido. Sus ojos, claros como el cielo de Dios, ardían con el sueño de libertad.

Ella tenía razón. Lo sabía en mi corazón. El padre había desatado un espíritu que había despertado a la gente de Nueva España. Ese espíritu ardía ahora en los corazones de los peones, hombres y mujeres esclavizados y martirizados por los látigos de los dueños de minas y haciendas. Ya no eran perros apaleados, ahora tenían el coraje que les había dado el padre para levantarse y luchar, y los gachupines no se darían cuenta hasta que fuera demasiado tarde para ellos.

Raquel me habló de Marina.

—Me ocupé de que recibiera digna sepultura. Algún día, cuando se pueda, las mujeres de la revolución saludarán a esta doña Marina como a la Primera Dama de la Libertad.

Me abrazó y dijo con sincera preocupación:

—Juan, he intentado…

—Lo sé. No te preocupes; no tengo miedo. No mostraré temor. No deshonraré al padre y a Allende. No les daré satisfacción a los gachupines.

Lloró suavemente contra mi hombro, y le acaricié su suave pelo. No sé qué hay en mí, el diablo debe de hacer que haga estas cosas, pero en un momento ella lloraba en mi hombro y al siguiente la tenía acostada en mi catre, ambos jadeantes de pasión. Le hice el amor como si fuésemos las dos últimas personas sobre la faz de la Tierra. Las dos últimas personas en el universo, ahora, para siempre, hasta el final de los tiempos.

Por primera vez en mi sórdida vida, hice el amor con amor, con todo mi corazón, mi alma y mi mente. Me gusta creer que Raquel por fin supo cuánto la amaba. Ahora. Entonces. Siempre. Sin pesares.

¡Ay!, era mejor que tener un cigarro habano y una botella de brandy, mejor que cazar jaguares a caballo y acercarte para el disparo final desde la montura, mejor que una brillante mañana de primavera con el sol saliendo como un trueno, la hierba verde y fresca debajo de sus pies. Tu odiado enemigo muerto en el campo del honor.

Antes de que se marchara, la abracé con fuerza y le susurré un secreto al oído.

Solo con mis pensamientos, sabía lo que debía hacer. Cuando el guardia abrió el ventanuco y me pasó el cuenco de alubias, le dije:

—Dile al comandante de la guardia que quiero verlo.

—Por supuesto, le diré al capitán que el príncipe de los léperos ordena su presencia —exclamó en tono de burla.

—Hazlo, cabrón. Dile que quiero limpiar mi alma de un secreto.

Cuando llegó el comandante, le dije:

—Manda que doña Isabel venga a mí.

—Estás loco. ¿Por qué querría verte ella?

Sonreí y le solté una bocanada de humo a la cara a través del ventanuco.

—Dile a la señora que hay algo que necesita saber del tesoro de su marido.

De niño, cuando estaba enfermo o en la cama con algún hueso roto, intentaba pensar en cómo sería sentirse perfectamente bien. Mientras esperaba a Isabel, mi mente se entretenía con el mismo juego. Yacía en el camastro y pensaba en los buenos tiempos en Guanajuato, cuando era un joven caballero montado en un hermoso corcel, y en la caricia de una mujer.

De no haber sido por la confesión en el lecho de muerte de Bruto que había destruido mi mundo, ¿cómo hubiera sido mi vida? ¡Ay!, hubiese combatido —y muerto— como un rico gachupín en la alhóndiga junto con Riaño y su hijo Gilberto. Me estremecí ante la idea. Morir aferrado a mi oro, asesinado por los hombres que luchaban por el derecho a caminar por la misma calle que yo, hubiera sido morir sin honor. Morir por determinadas cosas o disfrutar del privilegio de clavarles las espuelas a otros no confiere honor, sólo oprobio.

Por primera y única vez en mi vida, había hecho lo correcto. Tenía honor de verdad, no el mal ganado respeto que reclama un caballero, sino la certeza de que había luchado por algo que estaba bien.

Tumbado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared y los pies en el suelo, estaba pensando en mis muchos sórdidos logros y también en las mezquinas injusticias que había sufrido a lo largo de los años, cuando se abrió la puerta y entró Elizondo. Isabel estaba detrás de él. Se detuvo antes de entrar.

—¿Tienes algo que decir? —preguntó el oficial traidor.

—No tengo nada que decirte a ti. Mis palabras sólo son para Isabel. Espera fuera.

—No hablará contigo a solas.

Me encogí de hombros.

—Entonces marchaos, los dos, y llamad al verdugo. Estoy dispuesto a subir a mi trono celestial y aceptar mi corona.

Elizondo se echó a reír.

—La única corona que recibirás será la capucha que pongan sobre tu cabeza antes de que te fusilen por la espalda.

—El recuerdo de los gemidos de tu madre cuando la hacía gozar me consolarán en la tumba.

—Deseo hablar con él a solas —intervino Isabel.

Elizondo titubeó. Sabía lo que ambos estaban pensando: Isabel no quería que hablara delante de él. Si le revelaba el paradero del oro y él lo oía, se apoderaría del tesoro. Y si no se lo decía a ninguno de los dos, entonces se perdería para siempre.

El oficial se encogió de hombros y la invitó a pasar con un gesto.

—Estaré aquí fuera. La puerta se queda abierta. Grita si te molesta.

—Juan no me hará daño. —Me dedicó una sonrisa tan radiante como el final del arco iris.

Ah, qué sonrisa tan encantadora. Ninguna mujer tenía unos labios tan preciosos, unos ojos tan exquisitos. Realmente era una mujer para que zarpasen mil naves…, para quemar las torres de Troya.

Cerré los ojos y aspiré hondo su perfume cuando se sentó en un taburete junto a mi cama. Era embriagador. Los indios llaman al pulque «cuatrocientos conejos» porque el exceso de bebida hace que la mente de un hombre corra en muchas direcciones diferentes. El perfume de Isabel era muchísimo más embriagador que el mejor brandy del mundo. Yo era una prueba viviente de ello. Me arrebataba el sentido común y me robaba la decisión.

Abrí los ojos. Permanecía sentada como una estatua, como si estuviera posando para un retrato. Sacudí la cabeza.

—Isabel, quiero odiarte. Quiero aplastarte debajo de mi tacón, pero me embrujaste la primera vez que te vi.

Ella exhaló un suspiro.

—Pobre Juan. La vida no ha sido justa contigo. Me arrebataron de ti, hicieron imposible que estuviéramos juntos. Fue la sangre, por supuesto. De verdad te quería, quería casarme contigo, pero cuando demostraron que tu sangre no era española, se hizo imposible.

—Dime, Isabel, ¿alguna vez has visto mi sangre?

—¿Tu sangre? Por supuesto que no.

Pasé la mano por la pared y me corté la palma con una roca afilada. Luego se la mostré.

—Nunca he comprendido eso de la sangre. ¿Ves el color de la mía? He matado a muchos hombres, gachupines y franceses entre ellos, y su sangre era del mismo color que la mía. Incluso la sangre de tu marido, un hombre con un título de nobleza de siglos, no era más roja.

Le cogí la mano y forcé sus dedos para que tocasen mi sangre.

—Mírala, señora marquesa. ¿Su color es en algo diferente de la que sangras tú todos los meses? ¿Es en algo diferente de la sangre que derramó Marina cuando tu amante le clavó la daga en el vientre?

La acerqué a mí. Se puso tensa y se apartó.

—Prometiste decirme dónde está el oro —dijo.

—Sí, y mantendré mi promesa.

La atraje y le susurré al oído. Le dije el lugar exacto donde su marido había escondido el tesoro. ¡Ay!, su perfume era todavía más embriagador cuando la apreté contra mí.

Cuando acabé de susurrar, me miró a los ojos. Sus labios sólo estaban a unos centímetros de los míos. Su cálido y dulce aliento me rozó el rostro mientras hablaba.

—¿Me has dicho la verdad? —preguntó.

—La verdad tal como tu marido me la contó.

Volvió a suspirar. Sus labios rozaron los míos y sentí una oleada de deseo.

—Lo siento, Juan. Sé que siempre me has amado. —Se echó un poco hacia atrás y me miró de nuevo a los ojos—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Te puedes morir —respondí con una sonrisa.

Le sujeté el cuello con la mano derecha y le apreté la tráquea con todas mis fuerzas levantándola del taburete. Intentó gritar, pero lo que salió de su boca fue poco más que un susurro.

—Esto es por Marina —dije.

La acerqué a mí, su rostro contra mi rostro, sus labios contra mis labios. Las lágrimas rodaban por mis mejillas. Aún amaba a esa mujer. Hubiera muerto por ella.

Moriría por ella.

Mi mano le aplastó la laringe y los huesos del cuello. Para el momento en que Elizondo y el comandante de la guardia me hicieron caer de rodillas y arrancaron mis manos de su garganta, Isabel yacía inmóvil en el suelo.

Incluso muerta era hermosa.